Catorce
La mayoría de las noches el doctor Joseph Pearson se acostaba temprano. Sin embargo, las noches en que jugaba al ajedrez con Eustace Swayne tenía forzosamente que hacerlo mucho más tarde, circunstancia que hacía que a la mañana siguiente se sintiera cansado y fácilmente irritable. La sesión de la noche pasada estaba ahora produciendo aquel efecto.
Estaba repasando los pedidos de materiales de laboratorio, tarea que siempre le resultaba ingrata, y mucho más en este momento. Lanzó un bufido y separó un pliego de papeles. Garrapateó unas cuantas firmas más, hizo una pausa y tomó un segundo pliego del montón. Esta vez el bufido fue acompañado de un fruncimiento de cejas. Alguien que le conociera bien habría advertido al punto la señal de peligro: el doctor Pearson estaba a punto de estallar.
Llegó el momento al repasar el tercer pliego, cuando arrojó furioso el lápiz, juntó los papeles en un revuelto montón y se dirigió a la puerta. Entró como una tromba en el laboratorio de serología y buscó con la mirada a Bannister. El jefe técnico estaba en un rincón, preparando un cultivo.
—¡Deje lo que está haciendo y venga en seguida!
Pearson arrojó los papeles sobre la mesa del centro. Algunas hojas cayeron al suelo, y John Alexander se agachó a recogerlas. Sintió un alivio instintivo al advertir que era Bannister, y no él, el blanco de las iras del doctor Pearson.
—¿Qué le pasa?
Bannister se acercó. Estaba tan acostumbrado a estas explosiones que a veces le hacían mostrarse más tranquilo.
—Yo le diré lo que me pasa… ¿Qué significan todos esos pedidos? —El propio Pearson parecía ahora más apaciguado, como si su mal genio se cociera a fuego lento en vez de hervir a borbotones—. A veces parece que usted se imagina que esto es la Clínica Mayo.
—Necesitamos productos de laboratorio, ¿no?
Pearson no hizo caso de la pregunta.
—A veces me pregunto si se come usted los materiales. Además, ¿no le tengo dicho que, cuando algo se salga de lo corriente, ponga una nota explicativa?
—Lo habré olvidado —dijo, resignadamente, Bannister.
—Bueno, pues empiece a recordar. —Pearson lomó una hoja de encima del montón—. ¿Para qué es el óxido de calcio? Aquí nunca lo empleamos.
En la cara de Bannister se pintó una sonrisa maliciosa.
—Usted me dijo que lo pidiera. ¿No es para su jardín?
El jefe técnico se refería a un hecho que los dos conocían, pero del que no hablaban casi nunca.
Siendo uno de los más destacados cultivadores de rosas de la asociación de floricultores del condado, Joe Pearson empleaba una buena cantidad de productos de laboratorio en el abono de sus plantas.
Tuvo la discreción de mostrarse un poco confuso.
—Ah… sí… Bien, dejemos esto. —Dejó la hoja y tomó otra—. ¿Y ésta? ¿Por qué necesitamos ahora suero Coombs? ¿Quién lo ha pedido?
—El doctor Coleman —respondió prestamente Bannister, que había estado deseando que se suscitara esta cuestión.
A su lado, John Alexander tuvo un mal presentimiento.
—¿Cuándo? —preguntó vivamente Pearson.
—Ayer. De todos modos, el doctor Coleman firmó el pedido. —Señaló la hoja y añadió, con malicia—: En el lugar donde suele firmar usted.
Pearson examinó el impreso. Hasta ahora no se daba cuenta de que aparecía una firma en él. Le preguntó a Bannister:
—¿Sabe para qué lo quiere?
El jefe técnico se relamió. Había puesto la máquina en movimiento, y ahora podía contemplar la escena como espectador. Se volvió a John Alexander.
—Vamos, dígaselo.
Un poco receloso, dijo John Alexander:
—Es para una prueba de sensibilización de sangre, doctor Pearson. Para mi esposa. El Dr. Dornberger la encargó.
—¿Con suero Coombs?
—Es para un Coombs indirecto, doctor.
—Óigame: ¿tiene su mujer algo especial? —La voz de Pearson sonaba sarcástica—. ¿Qué tienen de malo la solución salina y la proteínica? ¿No las empleamos para todas las demás?
Alexander tragó saliva, nervioso. Hubo un silencio. Pearson dijo:
—Estoy esperando la respuesta.
—Pues… —Alexander vaciló, y se decidió de pronto—: Yo le sugerí al doctor Coleman, y él estuvo de acuerdo, que sería más seguro, después de las otras pruebas, hacer un…
—«Usted» lo sugirió al doctor Coleman, ¿eh?
El tono de la pregunta no dejaba ninguna duda sobre lo que ocurriría después. Al advertirlo, Alexander se revistió de valor.
—Sí, señor. Pensamos que, ya que algunos anticuerpos pueden no manifestarse en las pruebas salina y proteínica, haciendo la tercera prueba…
—¡Basta!
La palabra brotó estridente, violenta, brutal. Pearson la acompañó de un fuerte manotazo sobre el montón de hojas de pedido. Se hizo el silencio en el laboratorio.
El viejo esperó, resoplando y mirando fijamente a Alexander. Al rato, dijo, con voz hosca:
—Tiene usted un grave defecto… y es que abusa de todas las monsergas que le enseñaron en la escuela técnica.
Las palabras de Pearson dejaban traslucir su resentimiento…, su resentimiento contra los jóvenes entrometidos que trataban de privarle de la autoridad —absoluta e indiscutida— de que había gozado hasta entonces. En otra ocasión, y con otro humor, se habría mostrado más tolerante. Pero ahora, dadas las circunstancias, decidió poner de una vez para siempre en su lugar al atrevido ayudante de laboratorio.
—Escúcheme y entiéndame bien. Se lo dije ya una vez y no quiero tener que repetirlo. —Hablaba la autoridad, el jefe de un departamento, el hombre duro, advirtiendo a un empleadillo que en lo sucesivo no habría más avisos, sino sólo la acción inmediata. Con la cara casi tocando la de Alexander, prosiguió—: Yo soy el único jefe de este departamento, y si usted o cualquier otro quieren pedir algo, tienen que acudir a mí. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
En este momento, lo único que quería Alexander era terminar. Comprendió que aquélla había sido su última iniciativa. Si esto era lo que se ganaba con pensar, en lo sucesivo haría su trabajo y se guardaría las ideas. Que se preocuparan otros… y que cargaran con la responsabilidad.
Pero Pearson no había terminado.
—No me gusta que actúe a espaldas mías —dijo—, aprovechándose de que el doctor Coleman es nuevo aquí. Alexander tuvo una chispa de genio.
—Yo no me aproveché…
—¡Pues yo digo que sí! ¡Y además le digo que se calle! —gritó irritado, el viejo, contrayendo los músculos de la cara y echando chispas por los ojos.
Alexander quedó apabullado y silencioso.
Durante unos instantes, Pearson observó al joven hoscamente. Después, satisfecho de haber dejado aquel punto bien sentado, habló de nuevo:
—Ahora voy a decirle algo más. —Su tono, si no cordial, era menos duro—. Por lo que atañe al análisis de sangre, la prueba salina y proteínica nos dará toda la información que necesitamos. No olvide que yo soy patólogo y que sé lo que me digo. ¿De acuerdo?
—Sí, señor —respondió Alexander, en tono apagado.
—Bien; ahora le diré lo que voy a hacer. —La voz de Pearson se había aplacado; parecía que ofreciese una compensación—. Ya que este análisis le interesa tanto, lo haré yo personalmente. Y ahora mismo. ¿Dónde está la sangre?
—En la cámara frigorífica —dijo Bannister.
—Tráigala.
Mientras cruzaba el laboratorio, Bannister pensó que la escena no se había desarrollado precisamente como él hubiera querido. Cierto que el joven Alexander merecía que le bajaran los humos, pero, a pesar de ello, el viejo había pegado demasiado duro. A Bannister le hubiese gustado que parte de la tormenta se hubiera desviado en dirección al presumido y joven doctor. Pero tal vez el viejo lo reservara para más tarde. Cogió el tubito de sangre marcada «Alexander, Sra. E.» y cerró la puerta de la cámara.
Pearson tomó el tubo de ensayo, del que se había quitado ya el cuajaron. Al mismo tiempo, Bannister vio el pedido que había sido causa del altercado y que había caído al suelo. Se agachó a recogerlo.
—¿Qué hago con esto? —le preguntó a Pearson.
El viejo patólogo había tomado dos tubos de ensayo limpios. Vertió un poco de suero sanguíneo en cada uno de ellos. Sin alzar la cabeza, dijo, irritado:
—¿Con qué?
—Con el pedido… de suero Coombs.
—No lo necesitamos. Rásguelo.
Pearson examinaba el marbete de una botellita que contenía células Rh positivas. Preparada por una empresa de productos farmacéuticos, aquella solución se empleaba como reactivo en todas las pruebas de sangre Rh negativa.
Bannister titubeó. Por mucho que le molestara Coleman, comprendía que se ventilaba una cuestión de ética profesional.
—Debería decírselo al doctor Coleman —observó, vacilante—. ¿Quiere que lo haga yo?
A Pearson se le había atascado el tapón de la botella. Respondió, impaciente:
—No; se lo diré yo mismo.
Bannister se encogió de hombros. Él ya le había advertido; si había complicaciones, no sería él el responsable. Rasgó el pedido y dejó caer los trozos en una papelera.
Roger McNeil, residente de patología, pensó que por muchos años que ejerciera la medicina, jamás se habituaría a practicar autopsias de niños. Acababa de terminar una y tenía él, en la sala de autopsias, el cuerpo ensangrentado y trágicamente abierto de un niño de cuatro años. Esta visión descompuso a McNeil como otras veces. Sabía que, como siempre, poco podría dormir aquella noche. La escena acudiría una y otra vez a su memoria, principalmente al recordar, como no dejaría de hacer, que aquella muerte habría podido evitarse.
Al alzar los ojos, vio que Mike Seddons le estaba observando. El residente de cirugía dijo:
—¡Pobre pequeño! —Y añadió, con amargura—: ¡Qué estúpida puede ser la gente!
—¿Todavía espera la policía? —preguntó McNeil.
Seddons asintió con la cabeza.
—Sí… y los otros también.
—Será mejor llamar a Pearson.
—Está bien.
Había un teléfono en un cuarto anexo a la sala de autopsias, y Seddons se dirigió a él.
McNeil se preguntó si era cobardía el eludir la responsabilidad. De todos modos, el caso tenía que notificarse al viejo. Este decidiría quién debía dar la noticia a los de fuera. Volvió Seddons.
—Pearson estaba en serología —dijo—. Ahora viene.
Los dos hombres esperaron en silencio. Después oyeron las pisadas de Pearson, y entró el viejo. Contempló el cadáver mientras McNeil refería los detalles del caso. Hacía una hora o dos que el chico había sido atropellado por un automóvil frente a la puerta de su casa. Lo habían llevado al hospital en una ambulancia, pero al llegar estaba ya muerto. Hecha la notificación al «coroner», éste había ordenado la autopsia. McNeil le dijo a Pearson lo que había descubierto.
—¿Quiere decir que no hay nada más? —preguntó el viejo, con incredulidad.
—Esto fue lo único que lo mató —respondió McNeil—. Pearson se acercó al cadáver, y se detuvo. Conocía lo bastante a McNeil para saber que el residente no podía haberse equivocado. Dijo:
—Entonces, se habrán quedado plantados allí… esperando.
—Lo más probable es que nadie se diera cuenta de lo que ocurría —terció Seddons. Nada más.
Y Pearson asintió lentamente con la cabeza. Seddons se preguntó qué estaría pensando el viejo. Entonces preguntó Pearson:
—¿Cuántos años tenía el pequeño?
—Cuatro —respondió McNeil—. Y era bien guapo.
Los tres se quedaron mirando la mesa de autopsias y el cuerpecillo inmóvil. El niño tenía los ojos cerrados y el rizado cabello había vuelto a su sitio después de extraído el cerebro. Pearson sacudió la cabeza y se volvió hacia la puerta. Por encima del hombro, dijo:
—Bueno, yo se lo diré.
Los tres ocupantes de la antesala levantaron los ojos al entrar Pearson. Uno de ellos era un agente informativo de la policía local, y junto a él estaba un hombre alto de ojos enrojecidos. El tercero, abandonado y sólo en un rincón, era un hombrecillo de cara de ratón y erizado bigote.
Pearson se presentó, y el policía dijo:
—Me llamo Stevens, señor. Agente del Distrito Quinto. —Y sacó una libreta y un lápiz.
Pearson le preguntó:
—¿Presenció usted el accidente?
—Llegué un momento después de que ocurriera. —Señaló al hombre alto—: Ése es el padre del niño. El otro caballero conducía el coche.
El hombre de la cara de ratón alzó la mirada. Con voz suplicante, le dijo a Pearson:
—Salió de improviso… de un lado de la casa. Yo soy un conductor prudente. También tengo hijos. Y no iba de prisa. Estaba casi parado cuando ocurrió.
—¡Y yo digo que es un maldito embustero! —Hablaba el padre, con voz agitada por la emoción y el dolor—. Usted lo ha matado, y espero que lo metan en la cárcel por ello. Pearson dijo, con voz tranquila:
—Un momento, por favor. —Se hizo el silencio, y los otros le observaron. Señaló la libreta del policía—. El «coroner» recibirá un informe detallado, pero puede anotar los primeros resultados. —Hizo una pausa—. La autopsia demuestra que no fue el coche el que mató al niño.
El agente pareció no comprender. El padre dijo:
—¡Pero si yo estaba allí! Le aseguro que…
—Quisiera poder decírselo con otras palabras —le interrumpió Pearson—, pero temo que es imposible. El golpe que recibió su hijo lo hizo caer al suelo, produciéndose una ligera conmoción que le dejó inconsciente. También sufrió una pequeña fractura en la nariz… muy leve, pero que, desgraciadamente, hizo que la nariz sangrara en abundancia. —Pearson se volvió al agente—. Supongo que dejaron al niño tendido de espaldas… donde cayó.
—Sí, señor; exacto —respondió el policía—. No quisimos moverle hasta que llegó la ambulancia.
—¿Cuánto tiempo tardó en llegar?
—Unos diez minutos.
Pearson asintió despacio con la cabeza. Hubo tiempo más que suficiente; cinco minutos habrían bastado. Dijo:
—Lamento decirles que ésta ha sido la causa de la muerte. La sangre de la nariz pasó a la garganta del niño. Incapaz de expulsarla, la aspiró, entrando aquélla en los pulmones. Murió por asfixia.
El semblante del padre revelaba horror, incredulidad. Luego murmuró:
—¿Quiere usted decir… que si le hubiésemos puesto boca abajo…?
Pearson alzó las manos en ademán expresivo.
—No quiero decir más que lo que le he dicho, y ojalá hubiese podido hacerlo de otra forma. Pero yo estoy obligado a declarar la verdad: las primitivas lesiones sufridas por el niño fueron leves.
—Entonces, ¿el golpe del coche…? —dijo el agente.
—No puedo afirmarlo con seguridad, desde luego, pero opino que fue de refilón y relativamente débil. —Pearson señaló al hombre de cara de ratón, que ahora estaba a su lado—. Presumo que ese hombre dice la verdad cuando afirma que iba a una marcha lenta.
—¡Madre de Dios!
El padre había lanzado un gemido desesperado, torturado. Ahora sollozaba, tapándose la cara con las manos. Un momento después, el hombre de cara de ratón lo condujo a una silla, rodeándolo con un brazo. Tenía los ojos humedecidos.
El policía se había puesto pálido. Dijo:
—Doctor, yo estuve allí todo el rato. Podía haber movido al niño… Pero yo no sabía…
—No creo que usted tenga nada que reprocharse.
El hombre pareció no haberlo oído. Prosiguió, como un alelado:
—Tengo un curso de primeros auxilios. Me ascendieron por ello. Y siempre nos estaban diciendo: «¡No mováis a los accidentados! ¡Haced cualquier otra cosa, pero no los mováis!».
—Ya lo sé —dijo Pearson, con una amable palmada en el brazo del hombre; y añadió, despacio—: Desgraciadamente, hay algunas excepciones a la regla… y una de ellas es cuando la herida sangra en la boca.
En el corredor de la planta baja, cuando David Coleman se dirigía a almorzar, vio a Pearson que salía de la antesala. Parecía absorto, alejado de cuanto le rodeaba. Después su mirada tropezó con Coleman, y se dirigió a él. El joven se detuvo.
—Ah, sí…, doctor Coleman… Tenía que decirle algo.
Coleman tuvo la impresión de que, por alguna razón desconocida, Pearson no lograba ordenar sus ideas. Ahora alargó una mano distraídamente y asió la solapa de la blanca chaqueta de laboratorio de Coleman. Éste advirtió que las manos del viejo tenían un temblor nervioso. Desprendió la solapa.
¿De qué se trata, doctor Pearson?
Es… algo referente al laboratorio. —Pearson sacudió la cabeza—. Bueno, no me acuerdo ahora… Lo recordaré más adelante. —Iba a alejarse cuando se le ocurrió otra idea—. Creo que debería usted encargarse de la sala de autopsias. Puede empezar mañana. Vigílelo todo y cuide de que hagan bien el trabajo.
—Está bien; con mucho gusto. —David Coleman tenía algunas ideas precisas sobre la autopsia, y esto le daría ocasión de ponerlas en práctica. Y pensó que, aprovechando el encuentro, podía también hablar de otra cosa. Dijo—: Quisiera hablarle de… los laboratorios.
—¿Los laboratorios?
El viejo seguía, al parecer, teniendo la cabeza en otra parte.
—Recordará usted que en mi carta le pedía que me encargara alguna sección de los laboratorios.
Desde luego, no parecían muy adecuados el lugar y el momento para discutir aquello, pero Coleman pensó que tal vez no volvería a presentarse la oportunidad de hacerlo.
—Sí…, sí, recuerdo que se habló algo de esto.
Pearson parecía concentrar toda su atención en un grupo que se alejaba por el pasillo: un policía y un hombrecillo que sostenían entre los dos a un hombre más alto.
—Desearía saber si puedo empezar con Serología —dijo Coleman—. Me gustaría comprobar algunos análisis… de laboratorio, naturalmente.
—¡Hum! ¿Decía usted…?
Resultaba molesto tener que repetirlo.
—Decía que quisiera comprobar algunos análisis en el laboratorio de Serología.
—Ah, sí, sí…, está bien.
Pearson lo había dicho distraídamente. Cuando Coleman se separó de él, seguía mirando a lo lejos, pasillo abajo.
Elizabeth Alexander estaba encantada. A punto de empezar el almuerzo en la cafetería del Hospital Tres Condados, pensó que hacía ya días que se sentía así, pero nunca como esta mañana. La criatura que llevaba en su seno estaba vivita y coleando; en aquel mismo instante advertía débilmente sus movimientos. Acababa de volver de unos almacenes en los que, entre el alud de mujeres, había adquirido victoriosamente algunas cortinas brillantes para su hogar, incluyendo lo necesario para el pequeño dormitorio destinado al niño. Y ahora se había encontrado con John.
Era la primera vez que comían juntos en el hospital. El uso de la cafetería por los familiares del personal, era uno de los privilegios no escritos que el hospital les otorgaba, y John se había enterado de ello hacía unos días. Ahora habían hecho cola para elegir los platos, y Elizabeth había escogido ensalada, sopa, un panecillo, cordero asado con patatas y coles, tarta de queso y leche. John le había preguntado, de buen humor:
—¿Crees que tendrás bastante?
Elizabeth eligió un tallo de apio. Lo mordió y dijo:
—Es un niño muy hambriento.
John sonrió. Minutos antes, cuando se dirigía al comedor, se había sentido deprimido y derrotado, recordando la filípica del doctor Pearson. Pero el ánimo contagioso de Elizabeth había hecho que lo alejara de su mente, al menos por un rato. Después de todo, pensó, no habrá más disgustos en el laboratorio, ya que se proponía no volver a dar ningún paso en falso. Y, a fin de cuentas, el doctor Pearson había hecho personalmente los análisis —en solución salina y en proteínas— y había declarado que ambos resultados habían sido negativos. «En lo que atañe a la sangre de su mujer —había dicho—, no tiene por qué preocuparse». Había estado casi amable; al menos lo había parecido después de su explosión anterior.
También tenía que recordar otra cosa: el doctor Pearson era patólogo, y John no lo era. Tal vez el doctor Pearson tenía razón; tal vez John daba demasiada importancia a las enseñanzas de la escuela tecnológica. ¿No era un hecho comprobado que en las escuelas le atiborraban a uno de teorías que después no servían para nada en la práctica? Dios sabe, pensó, que se estudian muchos temas en los colegios e institutos que no vuelven a tocarse una vez pasado el examen. ¿No podía ser esto lo mismo? ¿No era posible que John se hubiese tomado demasiado en serio la teoría de la tercera prueba, mientras el doctor Pearson, con la experiencia de la práctica, sabía que era innecesaria?
¿Qué dijo el doctor Pearson mientras hacía los análisis esta mañana? «Si cada vez que se inventa algo cambiáramos los métodos de nuestros laboratorios, no acabaríamos nunca. En medicina, cada día surgen otras nuevas ideas. Pero, en los hospitales, tenemos que asegurarnos de su utilidad y eficacia antes de emplearlas. Se juegan vidas humanas y no debemos correr riesgos».
John no había logrado comprender que un análisis adicional de sangre pudiera poner en peligro una vida humana, pero, de todos modos, lo que el doctor Pearson decía de las nuevas ideas era razonable. John sabía, a través de sus lecturas, que había muchas de aquéllas y que no todas eran buenas. Desde luego, el doctor Coleman se había mostrado convencido de la necesidad de una tercera prueba de sensibilización. Pero el doctor Coleman era mucho más joven que el doctor Pearson y no tenía su experiencia…
—Se te está enfriando la sopa —dijo Elizabeth, interrumpiendo sus reflexiones—. ¿Por qué estás tan pensativo?
—Por nada, cariño. —Decidió borrar todo aquello de su mente. Elizabeth, a veces, tenía la extraña virtud de descubrir sus pensamientos—. Olvidé preguntarte una cosa la semana pasada —dijo—. ¿Cómo andas de peso?
—Bien —respondió Elizabeth, alegremente—, pero el doctor Dornberger dijo que tenía que comer mucho.
Había terminado la sopa y atacaba con furia el cordero asado.
Al levantar la vista, John Alexander vio al doctor Coleman que se acercaba. El nuevo patólogo se dirigía a las mesas que solía ocupar el cuerpo médico.
Impulsivamente, Alexander se levantó de la silla.
—¡Doctor Coleman!
David Coleman miró en su dirección.
—¿Sí?
—Doctor, quisiera presentarle a mi esposa. —Y luego, al acercarse Coleman—: Elizabeth, cariño, te presento al doctor Coleman.
—¿Cómo está usted, señora Alexander?
Coleman se paró, sosteniendo la bandeja que había cogido en el mostrador. Con cierta torpeza, dijo John Alexander:
—¿Te acuerdas, encanto? Te dije que el doctor también es de New Richmond.
—Sí, claro —dijo Elizabeth, y, sonriéndole a Coleman—: Me acuerdo muy bien de usted. ¿No solía ir a veces a la tienda de mi padre?
—Exacto.
Ahora la recordaba perfectamente: una niña vivaracha y patilarga que correteaba diligente por el atestado y viejo almacén, buscando artículos extraviados entre aquella confusión. Parecía no haber cambiado mucho. Dijo él:
—Creo que una vez me vendió una cuerda para tender ropa.
—Me parece recordarlo —dijo ella, encantada—. ¿Le dieron buen resultado?
Él fingió recordar:
—Ahora que lo dice, me parece que se rompió.
Elizabeth se echó a reír.
—Si la devuelve, estoy segura de que mi madre se la cambiará. Todavía gobierna ella la tienda, que está más revuelta que nunca.
Su buen humor era contagioso. Coleman sonrió. Alexander había apartado una silla.
—¿Quiere acompañarnos, doctor?
Por un instante Coleman vaciló. Después, advirtiendo que sería una indelicadeza rehusar, dijo:
—Con mucho gusto. —Dejó su bandeja, que contenía un almuerzo espartano —ensalada de frutas y un vaso de leche—, y se sentó a la mesa. Mirando a Elizabeth, dijo—: Si no me equivoco, llevaba usted trenzas cuando la conocí.
—Sí —respondió ella, con presteza—, y aros en los dientes. Al crecer me libré de ellos.
A Coleman le resultaba simpática la chica. El encontrarla hoy allí había sido como abrir de pronto una página del pasado. Le recordaba sus años mozos. En Indiana se vivía bien. Evocaba las vacaciones de verano, durante las cuales daba largos paseos en el «Chevrolet» viejo y destartalado de su padre. Dijo, reflexivo:
—Hace mucho tiempo que salí de New Richmond. Ya sabe usted que murió mi padre, y mamá se trasladó a la Costa Occidental. Ahora no hay prácticamente nada que me reclame allí. —Y después, alejando sus propios recuerdos—. Dígame, ¿qué le parece esto de estar casada con un hombre de medicina?
Rápidamente, terció John Alexander:
—No un hombre de medicina… sólo un tecnólogo. Después de decirlo se preguntó por qué lo había hecho. Tal vez fue un reflejo de lo ocurrido por la mañana. Hacía unos minutos, cuando Coleman se había sentado con ellos, había pensado en referirle el incidente del laboratorio. Pero inmediatamente había decidido no hacerlo. El franquearse con el doctor Coleman le había costado ya bastantes disgustos. Era mejor dejarlo correr.
—No menosprecie la tecnología —dijo Coleman—. Es algo muy importante.
—No la desprecia —dijo Elizabeth—. Sólo que, a veces, preferiría haber estudiado para médico.
Coleman se volvió hacia él.
—¿Es cierto esto?
Alexander hubiese preferido que Elizabeth no suscitara aquel tema. Dijo, a regañadientes:
—Tuve proyectos en tal sentido… durante un tiempo. Coleman pinchó unos pedazos de fruta con el tenedor.
—¿Por qué no fue a la Facultad?
—Por los motivos de siempre… principalmente por el dinero. No lo tenía y quería empezar a ganarlo cuanto antes. Entre dos bocados, dijo Coleman:
—Aún podría hacerlo. ¿Cuántos años tiene usted?
Elizabeth respondió por él.
—Cumplirá veintitrés. Dentro de dos meses.
—Muy viejo, desde luego. —Rieron los tres, y Coleman añadió—: Todavía está a tiempo.
—Sí, ya lo sé —dijo Alexander, muy despacio, reflexivamente, como si supiera de antemano que su razonamiento no era convincente—. Lo malo es que significará una tremenda lucha económica, precisamente ahora que empezamos nuestro hogar. Y, además, con un hijo en camino… Dejó la frase sin terminar. Coleman tomó el vaso de leche y bebió un largo trago. Después dijo: —Mucha gente ha cursado medicina teniendo un hijo… y problemas económicos.
—¡Esto es precisamente lo que yo digo! —exclamó Elizabeth, inclinándose sobre la mesa—. Me alegra oírlo decir a otra persona.
Coleman se secó los labios con la servilleta y dejó ésta sobre la mesa. Miró fijamente a Alexander. Tenía el presentimiento de que su primera impresión sobre el joven tecnólogo había sido acertada. Parecía inteligente y recto; y le interesaba su trabajo, como se había demostrado el otro día. Coleman dijo:
—¿Sabe lo que pienso, John? Creo que si sigue por este camino y no va a la Facultad mientras esté a tiempo, lo lamentará durante el resto de su vida.
Alexander tenía los ojos fijos en el plato y manejaba distraídamente el cuchillo y el tenedor.
—Todavía se necesitan muchos médicos en patología, ¿verdad? —preguntó Elizabeth.
—¡Oh, sí! —asintió Coleman, con énfasis—. Tal vez más en patología que en cualquier otra rama.
—¿Por qué?
—Ante todo, existe la necesidad de investigación… Empujar la medicina hacia adelante, y llenar los huecos que deja atrás.
Ella preguntó:
—¿Qué quiere decir… con llenar los huecos?
De pronto se dio cuenta David Coleman de que hablaba con mayor ligereza de lo acostumbrado. Estaba a punto de exponer ideas que casi siempre mantenía encerradas en su propio cerebro. Pero la compañía de aquellos dos le resultaba refrescante, tal vez por el contraste de la juventud después de haber estado con el doctor Pearson. Respondiendo a la pregunta de Elizabeth, dijo:
—En cierto aspecto, la medicina es como la guerra. Y, como en la guerra, a veces se producen avances espectaculares. Cuando esto ocurre, los soldados (los médicos) corren a ocupar la nueva línea del frente. Y dejan a su espalda bolsas de reconocimiento que es preciso llenar.
—¿Y éste es el trabajo de los patólogos…: llenarlas? —dijo Elizabeth.
—Es el trabajo de todas las ramas de la medicina. Pero a veces, en patología se presentan mayores oportunidades. —Coleman reflexionó un momento, y prosiguió—. Además, hay otra cosa. Toda investigación, en medicina, es semejante a la construcción de una pared. Alguien aporta un nuevo conocimiento, coloca un ladrillo encima de otro; alguien coloca otro, y la pared va creciendo. Finalmente llega alguien que pone el último ladrillo. —Sonrió—: No son muchos los que llegan a realizar cosas espectaculares, a ser un Fleming o un Salk. Lo más que un patólogo puede hacer, en general, es aportar su modesta contribución al conocimiento médico, algo que esté a su alcance y al nivel de su propia época. Pero, al menos, esto tiene que hacerlo.
John Alexander le había escuchado con atención. Ahora preguntó, ávidamente:
—¿Tiene usted el propósito de hacer investigaciones aquí?
—Así lo espero.
—¿Sobre qué?
Coleman vaciló. Esto era algo de lo que no había hablado nunca antes de entonces. Pero ya había dicho demasiado, y pensó que un poco más ya no importaba.
—Pues, entre otras cosas, sobre los lipomas, tumores benignos de tejido graso. Sabemos muy poco acerca de todos ellos. —Inconscientemente, al calor del tema, se habían desvanecido su frialdad y reserva habituales—. ¿Sabe usted que se han dado casos de hombres muriéndose de inanición, mientras los tumores florecían en su interior? Lo que pretendo es… —Se interrumpió, bruscamente—: Señora Alexander, ¿le ocurre algo?
Elizabeth había sofocado un grito y se había tapado la cara con las manos. Ahora volvió a bajarlas, y sacudió la cabeza como para despejarla.
—¡Elizabeth! ¿Qué te pasa?
Alarmado, John Alexander se puso en pie de un salto y se acercó a ella.
—Es… estoy bien. —Elizabeth lo detuvo con un ademán. Cerró los ojos un momento y los abrió de nuevo—. Ha sido sólo… un momento… un dolor, y después un vahído. Pero ya pasó.
Bebió un poco de agua. Sí, ya había pasado. Pero por un momento había sido como si la pincharan con agujas ardientes… precisamente donde se movía el pequeño; y, luego, la cabeza que se le iba y la cafetería que daba vueltas.
—¿Le ha ocurrido otras veces? —preguntó Coleman.
—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza.
—¿De veras, cariño? —Ahora preguntaba la voz ansiosa de John.
Elizabeth se inclinó sobre la mesa y apoyó una mano en la de él.
—Bueno, no te preocupes. Aún es muy pronto para el niño… Al menos tendremos que esperar otros cuatro meses.
—De todos modos —dijo Coleman gravemente—, le aconsejo que visite a su tocólogo y le cuente lo que le ha ocurrido. Tal vez crea conveniente hacerle un examen.
—Lo haré. —Le dirigió una sonrisa afectuosa—. Se lo prometo.
Elizabeth lo dijo y pensaba hacerlo. Pero después, fuera ya del hospital, le pareció que era una tontería molestar al doctor Dornberger por un simple dolor que se había presentado y había desaparecido con tanta rapidez. Si volvía a ocurrirle… entonces se lo diría. Y decidió esperar.