Quince

—¿Hay alguna noticia?

Desde la silla de ruedas, Vivian miró a la doctora Lucy Grainger al entrar ésta en el cuarto del hospital. Habían transcurrido cuatro días desde la biopsia, tres desde que Pearson había mandado las preparaciones a Nueva York y a Boston.

Lucy sacudió la cabeza.

—Ya te lo diré, Vivian…, en cuanto lo sepa.

—¿Cuándo…, cuándo lo sabrá… seguro?

—Probablemente, hoy.

Lucy había respondido con naturalidad. No quería demostrar que también ella estaba inquieta por la espera. La noche pasada había vuelto a hablar con Joe Pearson, y éste había dicho que si no tenían noticias antes del mediodía siguiente, llamaría por teléfono a los dos consultados para que se diesen prisa. La espera era angustiosa para todos, sin olvidar a los padres de Vivian, que habían llegado de Oregón el día antes.

Lucy levantó el apósito de la rodilla de Vivian: la herida de la biopsia estaba cicatrizando bien. Mientras la vendaba de nuevo, dijo cariñosamente:

—Ya sé que es difícil lograrlo, pero trata de pensar en otras cosas siempre que puedas.

La muchacha sonrió débilmente.

—No es fácil.

Lucy estaba ya junto a la puerta. Dijo:

—Tal vez un visitante ayudaría a distraerte. Tienes uno muy madrugador.

Abrió la puerta e hizo una seña.

Mike Seddons entró en cuanto Lucy hubo salido.

Seddons llevaba su bata blanca de hospital.

—He robado diez minutos —dijo— y te los dedico enteros.

Se acercó a la silla de ruedas y besó a Vivian. Durante un instante, ella le estrechó fuertemente, cerrando los ojos. Él le acarició los cabellos. Le dijo al oído, con mucha dulzura:

—¿Es duro, verdad…, eso de estar esperando?

—¡Oh, Mike, si sólo supiese lo que va a pasar! Creo que no me importaría tanto. Es… la espera…, la incertidumbre.

Él se apartó un poco y la miró a la cara.

—Vivian, querida, ¡ojalá yo pudiese hacer algo!

—Ya has hecho mucho. —Ahora Vivian sonreía—. Sólo con ser tú, y estar aquí. No sé lo que habría sido de mi sin…

Se interrumpió al cerrarle él los labios con un dedo.

—¡No lo digas! Yo tenía que estar aquí. Estaba escrito. Todo ha ocurrido tal como estaba dispuesto en las estrellas —dijo, con su abierta y franca sonrisa.

Sólo él sabía que ésta era falsa. Mike Seddons, igual que Lucy, sabía las consecuencias que podía tener el retraso en el dictamen de Patología. Sin embargo, había logrado hacer reír a Vivian.

—¡Tonto! —dijo ella—. Si yo no hubiese asistido a aquella autopsia, y si otra estudiante de enfermera te hubiese pillado antes que yo…

—¡Oh, no! —Él sacudió la cabeza—. Puede parecerte esto, pero no es imposible escapar al destino. Desde que nuestros antepasados se columpiaban en los árboles, rascándose los sobacos, nuestros genes se estaban ya buscando en los turbios arenales del Tiempo, de la Vida y de la Fortuna. Ahora hablaba por hablar, pronunciando las palabras que antes se le ocurrían…, pero con ello lograba el efecto apetecido.

Vivian le dijo:

—¡Oh. Mike! ¡Dices unas tonterías tan estupendas! Y yo te quiero mucho.

—No me extraña. —La besó de nuevo ligeramente—. Creo que a tu madre también le gusto.

Ella se llevó una mano a la boca.

—¿Ves lo que me pasa contigo? Tenía que haberte preguntado primero. ¿Fue todo bien… cuando os marchasteis todos anoche?

—Naturalmente. Los acompañé al hotel. Nos sentamos allí y estuvimos un rato charlando. Tu madre no dijo gran cosa, pero pude advertir que tu padre me observaba atentamente y se decía: «¿Qué clase de hombre será ése, que tiene la pretensión de casarse con mi bella hija?».

—Hoy se lo diré.

—¿Qué le dirás?

—¡Oh, no lo sé! —Estiró los brazos y asió las dos orejas de Seddons, moviendo su cabeza a un lado y otro, e inspeccionándola atentamente—. Podría decirle: «Tiene un cabello rojo precioso; aunque siempre está despeinado, me gusta acariciarlo con los dedos, y es muy fino». —Y la acción acompañó sus palabras.

—Bueno, esto ya es una gran cosa. Es una de las bases de la felicidad del matrimonio. ¿Qué más?

—También le diré: «Desde luego, no es nada guapo; pero tiene un corazón de oro y llegará a ser un eminente cirujano».

Seddons frunció las cejas.

—¿No podrías decir «un cirujano excepcional»?

—Lo haría si…

—Si, ¿qué?

—Si me dieras otro beso, ahora.

En el segundo piso del hospital, Lucy Grainger llamó suavemente a la puerta del despacho del jefe de cirugía, y entró. Levantando la mirada de un montón de informes, Kent O’Donnell dijo:

—Hola, Lucy…, da reposo a tus cansados huesos.

—Ahora que lo dices, sí que están un poco cansados.

Se dejó caer en el gran sillón de cuero frente a la mesa de O’Donnell.

—El señor Loburton me ha visitado esta mañana temprano —dijo O’Donnell, levantándose y yendo a sentarse sin cumplidos en el ángulo de la mesa más próxima a Lucy—. ¿Un cigarrillo? —Y sacó una pitillera de oro.

—Gracias. —Tomó ella un cigarrillo—. Sí, el padre de Vivian. —Lucy aceptó el fuego que O’Donnell le ofrecía y aspiró el humo profundamente; el humo era fresco, sedante—. Ambos padres llegaron ayer. Naturalmente, están muy preocupados, y nada saben de mí. Por esto sugerí al señor Loburton que hablara contigo.

—Y lo ha hecho —dijo O’Donnell, pausadamente—. Le he dicho que, en mi opinión, su hija no podía estar en mejores manos; que, entre todos los médicos del hospital, nadie me merece mayor confianza. Puedo decirte que salió de aquí muy tranquilizado.

—Gracias.

Lucy se sintió sumamente halagada por las palabras de O’Donnell. El jefe de cirugía sonrió.

—No me des las gracias; ha sido una opinión muy sincera. —Hubo una pausa—. ¿Qué hay de esa chica, Lucy? ¿Cuál es su estado?

En pocas palabras resumió ella la historia clínica, su primer diagnóstico y la biopsia.

O’Donnell asintió con la cabeza y preguntó:

—¿Ha habido algún problema con Patología? ¿Ha despachado pronto el dictamen?

Lucy le explicó la dilación y razones de ésta. Él reflexionó un momento y después dijo:

—Bueno, supongo que esto es razonable, y no creo que tengamos motivo de queja. Pero no dejes a Joe de la mano; entiendo que no hay que pasar de hoy.

—No temas. —Lucy consultó su reloj—. Pienso ver de nuevo a Joe después del almuerzo. Espera saber algo definitivo por entonces.

—Todo lo definitivo que puede saberse en estos casos —dijo O’Donnell, con triste expresión. Y murmurando—: ¡Pobre pequeña! ¿Cuántos años dices que tiene?

—Diecinueve.

Lucy observaba el semblante de O’Donnell. Según ella, revelaba inteligencia, carácter y comprensión. Pensó: «Tiene genio y no le da importancia porque es consustancial con él». Esto daba mayor elocuencia y significación a las frases que le había dedicado hacía unos momentos sobre los méritos de ella. Y, de pronto, de un modo casi explosivo, tuvo una deslumbrante revelación. Lucy supo que era verdad lo que había intentado ocultarse durante los últimos meses: amaba a aquel hombre… profunda, ardientemente. Supo, con sorprendente claridad, que había disfrazado aquel sentimiento, tal vez a causa de un miedo instintivo a verse rechazada. Pero ahora, pasara lo que pasara, ya no podía seguir disimulando. Por un instante, esta idea la hizo vacilar, y se preguntó si su cara la habría traicionado.

O’Donnell dijo, excusándose:

—Tengo que dejarte, Lucy. Hoy es otro día abrumador. —Sonrió—. Pero ¿acaso no lo son todos?

Acelerados los latidos de su corazón, en el torbellino de sus emociones, ella se levantó y se dirigió a la puerta. O’Donnell la abrió y apoyó un brazo en los hombros de ella. Fue un gesto casual y amistoso, que igual podría haber hecho cualquiera de sus colegas. Pero, en aquel momento, prodújole el efecto de una corriente eléctrica; se quedó falta de aliento, confusa.

O’Donnell dijo:

—Si hay algún problema, Lucy, no dejes de decírmelo. Y, si no te importa, me gustaría visitar hoy a tu enferma. Dominando sus pensamientos, respondió ella:

—Estoy segura de que a ella le gustará, y a mí también.

Y, al cerrarse la puerta a su espalda, Lucy cerró los ojos un instante para frenar el galope de su mente.

La incertidumbre de la espera del diagnóstico de Vivian había causado un gran efecto en Mike Seddons. Alegre y extravertido por naturaleza, era conocido, en tiempos normales, por uno de los caracteres más animados entre el personal del Tres Condados, y no era extraño verle en el centro de un ruidoso grupo en las habitaciones de los residentes. En cambio, durante los últimos días, había evitado la compañía de los otros, abrumado por el conocimiento de lo que un veredicto adverso del departamento de Patología podía significar para Vivian y para él.

Sus sentimientos para con Vivian no habían variado; en todo caso, se habían fortalecido. Esperaba haberlo dado a entender claramente durante el rato que pasó la última noche con los padres de Vivian, después de su primer encuentro en el hospital. Al principio, como era de esperar, todos ellos —el señor y la señora Loburton, Vivian y él mismo— habían estado cohibidos, habían hablado torpemente y, en ocasiones, con solemnidad. Incluso más tarde había parecido que la presentación a los Loburton de un presunto yerno, que en otras circunstancias habría sido todo un acontecimiento, quedaba relegada a segundo término por el problema inmediato de la salud de Vivian. En cierto modo, Mike Seddons tenía la impresión de que lo habían aceptado porque no había tiempo para otra cosa.

Sin embargo, ya en el hotel de los Loburton, habían hablado brevemente de él y de Vivian. Henry Loburton, embutida su corpulenta figura en el sillón excesivamente mullido del saloncito del hotel, había interrogado a Seddons sobre su futuro, más por cortesía —pensó Seddons— que por verdadero interés. Él le había contestado explicándole sus intenciones de practicar la cirugía en Filadelfia cuando terminara su residencia en el Tres Condados. Los Loburton habían asentido cortésmente, y ya no habían hablado más del asunto.

Desde luego, no parecía que hubieran de hacer oposición a su matrimonio.

—Vivian siempre ha sabido lo que quiere —había observado Henry Loburton en una ocasión—. Pasó lo mismo cuando quiso hacerse enfermera. Nosotros teníamos nuestras dudas, pero ella estaba resuelta. En vista de ello, poco podíamos decir.

Mike Seddons había dicho que esperaba que no considerasen a Vivian demasiado joven para casarse. Angela Loburton había sonreído.

—Supongo que nos sería difícil poner reparos sobre esta cuestión —había dicho—. Mire, yo me casé a los diecisiete, y me escapé de casa para hacerlo. —Sonrió a su marido—. No teníamos dinero, pero pudimos arreglamos.

Seddons había dicho, con un guiño:

—Bueno, en esto estaremos iguales… al menos, hasta que venga la clientela.

Esto había sido la noche pasada. Esta mañana, después de la visita a Vivian, se había sentido, por alguna razón, más aliviado. Tal vez su depresión se había prolongado en exceso y su optimismo pugnaba por manifestarse. Pero, fuese cual fuera la causa, tenía la animosa convicción de que todo acabaría bien. Esta impresión persistía ahora, en la sala de autopsias, donde ayudaba a Roger McNeil en la necropsia de una anciana que había fallecido en el hospital durante la pasada noche. Y se manifestaba en una serie de chistes que le estaba contando a McNeil. Mike tenía de ellos una provisión inagotable, y era ésta otra de las razones de su fama de bromista.

Interrumpiéndose en mitad del último, de pronto preguntó a McNeil:

—¿Tienes cigarrillos?

El residente de patología señaló con la cabeza. Ahora estaba abriendo el corazón, que acababa de extraer del cuerpo.

Seddons cruzó la sala, buscó los cigarrillos en la chaqueta de McNeil, y encendió uno. Al volver, prosiguió:

—Así, pues, ella le dijo al enterrador: «Se lo agradezco; debe de haberle costado mucho trabajo». A lo que respondió el enterrador: «¡Oh! Tuve muy poco. Todo lo que hice fue cambiar las cabezas».

Por macabro que fuese el chiste en aquel ambiente, McNeil tuvo que echarse a reír. Y seguía riendo cuando se abrió la puerta y apareció David Coleman.

—Doctor Seddons, ¿quiere tirar el cigarrillo, por favor?

La voz de Coleman pareció cortar el aire limpiamente. Mike Seddons volvió la cabeza y dijo, con amabilidad:

—¡Oh! Buenos días, doctor Coleman. De momento no le había visto.

—¡El cigarrillo, doctor Seddons! —repitió Coleman, con voz helada, acerados los ojos.

Sin acabar de comprender, dijo Seddons:

—¡Ah…! ¡Ah, sí…!

Miró a su alrededor buscando un lugar donde arrojar la colilla y, al no ver ninguno, se dirigió a la mesa de autopsias donde estaba el cadáver.

—¡Ahí no!

Las palabras de Coleman restallaron, parando en seco al residente. Después de un momento, Seddons cruzó la sala, encontró un cenicero y tiró el cigarrillo.

—Doctor McNeil.

—Diga, doctor Coleman —respondió McNeil.

—¿Tiene usted la bondad… de taparle la cara?

Inquieto, sabiendo lo que pasaba por la cabeza de Coleman, McNeil buscó una toalla. Era la misma que habían usado antes y mostraba varias manchas grandes de sangre. Con la misma tranquila energía, dijo Coleman:

—Una toalla «limpia», por favor. Y cubra también los genitales.

McNeil hizo una seña a Seddons, y éste trajo dos toallas limpias. McNeil extendió una cuidadosamente sobre la cara de la difunta, y cubrió con la otra los órganos genitales externos.

Después los dos residentes se quedaron plantados frente a Coleman. Ambos mostraban señales de turbación. Ambos presentían lo que vendría después.

—Caballeros, creo que hay algo que debo recordarles. —David Coleman seguía empleando un tono mesurado (en realidad no había alzado la voz desde que entrara), pero la energía y la autoridad que revelaba eran inconfundibles. Prosiguió, recalcando las palabras—: Cuando practicamos una autopsia, lo hacemos con el permiso de la familia del que ha muerto. Sin este permiso, no habría autopsia. Supongo que lo saben ustedes perfectamente.

—Perfectamente —dijo Seddons, y McNeil asintió con la cabeza.

—Muy bien. —Coleman miró la mesa de autopsias y después a los otros—. Nuestro objeto es el progreso de los conocimientos médicos. La familia del difunto, por su parte, nos confía el cadáver en depósito, confiando en que lo trataremos con respeto, con cuidado y con decoro.

Hizo una pausa y el silencio reinó en la sala. McNeil y Seddons permanecían inmóviles.

—Y así es como los «trataremos», señores. —Coleman recalcó de nuevo las palabras—: Con respeto, con cuidado y con decoro. —Y prosiguió—: En todas las autopsias se cubrirán la cara y las partes genitales, y en ningún momento se fumará en la sala. En cuanto a su comportamiento, y especialmente las manifestaciones humorísticas —Mike Seddons enrojeció intensamente—, lo dejo a su propia discreción.

Coleman los miró fijamente y por turno. Después:

—Gracias, señores. ¿Quieren proseguir, por favor? Saludó con la cabeza y salió.

Después de cerrarse la puerta, los dos residentes guardaron varios segundos de silencio.

Después, en voz baja, observó Seddons:

—Parece que nos han dado un limpio rapapolvo.

McNeil respondió, compungido:

—Y creo que con razón, ¿no te parece?

Elizabeth Alexander decidió comprar una aspiradora neumática, tan pronto como pudieran. El aparato anticuado que ahora empleaba sólo absorbía el polvo superficial y nada más. Volvió a pasarlo dos o tres veces sobre la alfombra y observó el resultado minuciosamente. No muy bueno, pero no podía hacer más. Tenía que recordar hablarle a John esta noche. Las aspiradoras neumáticas no eran excesivamente caras, y el pago de otro plazo mensual no significaría una gran diferencia. Lo malo estaba en que necesitarían muchas otras cosas. Y el problema era decidir cuál tenían que comprar primero.

En cierto modo, pensó, John tenía razón. Eso de hablar de sacrificios y de privaciones para que John pudiera ingresar en la facultad estaba muy bien; pero, en la práctica, era difícil pasar con unos ingresos mínimos cuando una se había acostumbrado a un cierto nivel de vida. El sueldo de John en el hospital, por ejemplo, no les permitía nadar en la abundancia, pero sí gozar de una vida acomodada y darse pequeños lujos que hacía unos meses estaban fuera de su alcance. ¿Podían ahora prescindir de ellos? Elizabeth suponía que sí, pero comprendía que les sería difícil. La facultad significaba otros cuatro años de lucha, e, incluso, el internado y acaso la residencia si John decidía especializarse. ¿Valían la pena? ¿No era tal vez mejor aceptar la fortuna que ahora les sonreía y limitarse a aceptar el papel, aunque fuese modesto, que aquélla les brindaba?

Esto era sensato, ¿no? Y, sin embargo, Elizabeth no estaba segura. ¿Debería, por contra, seguir animando a John a superarse, a entrar en la Facultad, costase lo que costase? El doctor Coleman, evidentemente, lo creía así. ¿Qué le había dicho a John? «Creo que si no va a la Facultad mientras sea tiempo, lo lamentará durante el resto de su vida». En aquel momento, esas palabras habían impresionado vivamente a Elizabeth, y, pensaba ésta, también a John. Ahora, al recordarlas, parecían aún más significativas. Frunció las cejas; tal vez sería mejor que volvieran a hablar de todo ello por la noche. Si se convencía de lo que realmente quería John, tal vez podría forzarlo a tomar una decisión. No sería la primera vez que Elizabeth imponía su criterio en cuestiones que concernían a los dos.

Elizabeth dejó a un lado la aspiradora y empezó a rondar por el piso quitando el polvo y arreglando cosas. Dejó de pensar en cosas serias y se puso a cantar. La mañana era espléndida. El cálido sol de agosto que brillaba en el pequeño pero amable saloncito hacía resaltar las cortinas que había confeccionado y colgado la noche anterior. Elizabeth se detuvo junto a la mesita de centro para arreglar un jarro de flores. Acababa de arrancar dos capullos marchitos y se disponía a pasar a la cocina cuando la acometió el dolor. Vino de súbito, sin previo aviso, como una llama, derramando fuego, y más fuerte, mucho más fuerte que ayer en la cafetería del hospital. Conteniendo la respiración, mordiéndose los labios, haciendo esfuerzos para no gritar, se dejó caer en un sillón. Menguó el dolor unos instantes; luego volvió, más intenso aún al parecer. Era como un ciclo repetido. De pronto comprendió el significado. Sin querer, dijo en voz alta:

—¡Oh, no! ¡No!

Vagamente, a pesar de la angustia, comprendió que tenía que actuar de prisa. El número del hospital estaba anotado en un bloc junto al teléfono. El aparato, al otro lado de la habitación, se convirtió en su objetivo. Aprovechando los momentos en que menguaba el dolor, apoyándose en la mesa, Elizabeth se levantó del sillón y avanzó. Cuando hubo marcado el número y le contestó una voz, dijo entrecortadamente:

—El doctor Dornberger… Es urgente.

Hubo una pausa y el médico se puso al aparato.

—Soy… la señora Alexander —dijo Elizabeth—. He empezado… a tener… el niño.

David Coleman llamó con los nudillos a la puerta del despacho del doctor Pearson, y entró. El jefe de Patología estaba sentado a su mesa y Bannister se hallaba de pie a su lado. La cara del técnico de laboratorio mostraba una expresión tirante; después de la primera ojeada, evitó con gran cuidado mirar en la dirección de Coleman.

—Creo que quiere verme.

Coleman volvía de hacer una preparación en el servicio de cirugía cuando su nombre había sonado en los altavoces.

—Sí, en efecto. —La actitud de Pearson era fría y correcta—. Doctor Coleman, he recibido una queja contra usted de un miembro del personal; de Carl Bannister, aquí presente.

—¿Sí?

Coleman enarcó las cejas. Bannister miraba al frente.

—Tengo entendido —prosiguió Pearson— que han tenido un pequeño altercado esta mañana.

—Yo no lo llamaría precisamente así —dijo Coleman, con naturalidad.

—¿Cómo lo llamaría, pues?

La acritud del tono no ofrecía dudas.

Coleman dijo, sin inmutarse:

—Precisamente quería distraer su atención sobre este asunto. Pero, ya que el señor Bannister se me ha anticipado, creo que lo mejor será que le refiera toda la historia.

—Si no es demasiada molestia…

Prescindiendo del sarcasmo, explicó Coleman:

—Ayer por la tarde les dije a los dos técnicos de serología que pensaba comprobar de vez en cuando los trabajos del laboratorio. Esta mañana a primera hora he hecho una de esas comprobaciones. —Miró a Bannister—. He interceptado una muestra antes de ser entregada al laboratorio de serología y la he dividido en dos. Después he añadido la muestra que había separado a la lista de los análisis, marcándola como un análisis adicional. Finalmente, al hacer la comprobación, he observado que el señor Bannister había consignado dos resultados diferentes cuando, sin duda alguna, debían ser idénticos. —Y añadió—: Si usted lo desea, los detalles constan en los papeles del laboratorio.

Pearson sacudió la cabeza. Se había levantado de su silla y estaba medio vuelto de espaldas; parecía reflexionar. Coleman se preguntó con curiosidad qué ocurriría ahora. Sabía que pisaba tierra firme. El procedimiento que había seguido se empleaba en los mejores laboratorios de hospital. Era una protección para los enfermos y una garantía contra los descuidos. Los técnicos conscientes de su misión aceptaban las comprobaciones sin resentimiento y como parte de su labor. Además, Coleman había observado el protocolo al decirles a Bannister y a John Alexander que haría comprobaciones.

Bruscamente, Pearson se volvió a Bannister.

—Bueno, ¿qué tiene usted que decir?

—Que no me gusta que me espíen. —La respuesta revelaba ofensa y agresividad—. Nunca he trabajado de esa forma y espero que no tenga que empezar ahora.

—¡Y yo le digo que es un imbécil! —gritó Pearson—. Es un imbécil por equivocarse estúpidamente, y más imbécil aún por acudir a mí cuando se le ha descubierto. —Se interrumpió, apretados los labios y jadeando. Coleman se dio cuenta de que una parte de la ira del viejo procedía de su fracaso al tener que aprobar lo que había hecho el joven patólogo, por mucho que le disgustara. Ahora, plantado frente a Bannister, se burló—: ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Darle unas palmadas en el hombro y ofrecerle una medalla?

Bannister contraía los músculos de la cara. Por una vez, se quedó sin respuesta. Observándole con hosquedad, Pearson parecía dispuesto a continuar; pero se detuvo de pronto. Volviéndose a medias, hizo un gesto con la mano.

—¡Márchese! ¡Márchese!

Sin pronunciar palabra, contraído el semblante, sin mirar a derecha ni a izquierda, Bannister salió, cerrando la puerta a su espalda.

Y Pearson se volvió a Coleman, vivamente.

—¿Qué diablos se propone con eso?

David Coleman percibió la ira que ardía en los ojos del viejo. Comprendió que lo de Bannister había sido sólo una escaramuza preliminar. Dispuesto a no perder la serenidad, respondió, llanamente:

—¿Qué me propongo sobre qué, doctor Pearson?

—¡Sabe perfectamente lo que quiero decir! Me refiero a las comprobaciones del laboratorio… sin mi autorización. Coleman dijo, fríamente:

—¿Necesito realmente su autorización? ¿Para una cosa de trámite como ésa?

Pearson dio un puñetazo en la mesa.

—¡Soy yo quien ordena las comprobaciones de laboratorio cuando las considero necesarias!

—Si le interesa saberlo —dijo Coleman, sin excitarse—, usted me autorizó. Por mera cortesía, le dije ayer que deseaba hacer comprobaciones en el laboratorio de serología, y usted asintió.

Receloso, dijo Pearson:

—No me acuerdo.

—Y yo le aseguro que hablamos de ello. En todo caso, no acostumbro inventar cosas de esta clase. —David Coleman sentía ahora crecer su irritación; le costaba disimular el desprecio que sentía por aquel viejo incompetente. Añadió—: Debo aclarar que usted parecía bastante preocupado en aquel momento.

Con esto contuvo a Pearson, al menos parcialmente. Gruñendo, dijo el viejo:

—Si usted lo dice, lo creo. Pero que sea la última vez que hace una cosa así sin consultarme. ¿Comprende?

Coleman comprendió que habían llegado al momento crítico, tanto para Pearson como para él mismo. Preguntó, con voz helada:

—¿Tiene la bondad de decirme qué funciones me corresponden en este departamento?

—Hacer todo lo que yo le diga.

—Lamento decirle que no me parece bien.

—¿Conque no, eh? —Pearson se había plantado ahora frente al joven, con ademán agresivo—. Bueno, hay otras cosas que no me parecen bien a mí.

—¿Por ejemplo?

David Coleman no tenía la menor intención de dejarse intimidar. Si el viejo quería poner las cosas en claro, también lo quería él, y ahora mismo.

—Por ejemplo, tengo entendido que ha implantado su ley en la sala de autopsias —dijo Pearson.

—Usted me dijo que me encargara de ella.

—Yo le dije que vigilara las autopsias, no que dictara una serie de normas extravagantes. Prohibido fumar, según me han dicho. ¿Debo entender que la orden me atañe también a mí?

—Supongo que es usted quien tiene que decirlo, doctor Pearson.

—¡Claro que soy yo quien tiene que decirlo! —La serenidad del otro parecía irritar aún más a Pearson—. Ahora escúcheme con atención. Usted puede poseer títulos brillantes, caballero, pero todavía tiene mucho que aprender, y yo sigo siendo el jefe de este departamento. Es más, existen razones para que siga siéndolo durante largo tiempo. Por consiguiente, ahora es el momento de decidirse: si no le gusta a usted mi manera de llevar las cosas… ya sabe lo que puede hacer.

Antes de que Coleman pudiera responder, llamaron a la puerta. Impaciente, Pearson gritó:

—¿Quién?

Entró una joven secretaria, mirando curiosamente a uno y a otro. Coleman pensó que al menos la voz de Pearson debía de haberse oído claramente desde el pasillo. La muchacha dijo:

—Excúseme, doctor Pearson. Traigo dos telegramas para usted. Acaban de llegar.

Pearson tomó los dos sobres que la joven le tendía.

Cuando ésta hubo salido, Coleman se dispuso a replicar. Pero Pearson le atajó con un ademán. Mientras rasgaba con el pulgar el primero de los sobres, dijo:

—Deben de ser las respuestas acerca de esa chica…, la enferma de Lucy Grainger. —Su tono era completamente distinto del de unos momentos antes. Añadió—: Han tardado bastante.

Automáticamente, David Coleman sintió que se despertaba su interés. Aceptó tácitamente el acuerdo de Pearson de aplazar su discusión. Esto era más importante. Cuando Pearson acababa de abrir el sobre, repiqueteó el teléfono. Con una exclamación de fastidio, dejó los dos sobres para contestar la llamada.

—Doctor Pearson, aquí Obstetricia —dijo una voz—. El doctor Dornberger desea hablar con usted. Un momento, por favor.

Hubo una pausa, y después Dornberger se puso al aparato. Dijo, con voz apremiante:

—Joe, ¿qué os pasa en Patología? —Sin esperar respuesta—: La esposa de tu técnico, la señora Alexander, va a dar a luz a un hijo prematuro. Ahora la traen en una ambulancia y aún no tengo el informe sobre sensibilización de sangre. ¡Que me lo traigan en seguida!

—Está bien, Charlie. —Pearson colgó de golpe y cogió un montón de papeles que había en una cesta con el letrero «Firma». Al hacerlo, sus ojos tropezaron con los dos telegramas. Rápidamente, se los pasó a Coleman.

—Tome. Vea lo que dicen.

Pearson hojeó los papeles. La primera vez, con las prisas, pasó por alto el que buscaba; la segunda vez lo encontró. Tomó de nuevo el teléfono, escuchó y dijo bruscamente:

—¡Qué venga Bannister! —Y, dejando el aparato, garrapateó una firma en el papel.

—¿Me llamaba?

El tono y la expresión de Bannister demostraban que aún le escocía la reprimenda anterior.

—¡Claro que le he llamado! —Pearson le alargó el papel que había firmado—. Lleve esto al doctor Dornberger, ¡de prisa! Está en Obstetricia. Se trata de la mujer de John Alexander. Un parto prematuro.

La expresión de Bannister cambió.

—¿Lo sabe ya el chico? Está en…

Impaciente, Pearson le interrumpió:

—Váyase, ¿quiere? ¡Váyase!

Bannister se retiró velozmente llevándose el papel…

David Coleman se había dado cuenta vagamente de lo que pasaba a su alrededor. Sin embargo, no había captado los detalles. De momento estaba demasiado preocupado por la terrible significación de los dos telegramas abiertos que tenía en la mano.

Ahora Pearson se volvió a él y dijo:

—Bueno, ¿va a perder la chica la pierna o no? ¿Son concluyentes?

Coleman pensó: «Aquí es donde la patología empieza y termina; en estas zonas intermedias nos damos cuenta de lo poco que sabemos en realidad; he aquí el límite del conocimiento, la frontera de la noche, las turbias aguas de lo que aún ignoramos». Dijo, a media voz:

—Sí, los dos son concluyentes. El doctor Chollingham, de Boston, dice: «Muestra claramente maligna». El doctor Earnhart, de Nueva York, dice: «El tejido es benigno. Ni rastro de malignidad».

Se hizo un silencio. Después Pearson dijo, despacio:

—Las dos eminencias del país, y uno vota a favor, y el otro, en contra. —Miró a Coleman y habló con ironía, pero sin hostilidad—: Bueno, mi joven amigo patólogo, Lucy Grainger espera hoy la respuesta. Tenemos que dársela, y ha de ser definitiva. —Y con forzada sonrisa—: ¿Se siente capaz de hacer de Dios?