Nueve

—Deme los detalles.

Inclinado sobre el microscopio binocular, el doctor Joseph Pearson había gruñido aquellas palabras dirigidas a McNeil. El residente de Patología examinó su pliego de notas.

—Se trata de un hombre de cuarenta años, ingresado a causa de apendicitis.

Pearson sacó el portaobjetos que había estado estudiando y lo sustituyó por otro. Preguntó:

—¿Qué aspecto presentaba el tejido en el examen general?

McNeil, que había practicado aquel examen del apéndice extirpado que le habían traído del quirófano, respondió:

—A primera vista, parecía bastante normal.

—¡Hum! —Pearson hizo girar el portaobjetos. Después dijo—: Espere un momento; aquí hay algo. —Después de un rato, extrajo la segunda muestra, cogió una tercera y dijo—: Aquí está… Apendicitis aguda. Estaba empezando en esta sección. ¿Quién fue el cirujano?

—El doctor Bartlett —respondió McNeil.

Pearson asintió con la cabeza.

—Un trabajo limpio y rápido. Eche una mirada. —Y se apartó del microscopio para que mirara McNeil.

Ayudado por el residente, tal como ordenaba el programa de instrucción del hospital, Pearson se esforzaba en poner al corriente los informes patológicos de cirugía.

A pesar de poner todo su empeño, los dos hombres sabían, sin embargo, que su trabajo estaba muy atrasado. Las muestras que ahora estudiaban habían sido cortadas de un apéndice extraído hacía varias semanas. El paciente había sido dado de alta hacía tiempo, y, en este caso, el informe sólo serviría para confirmar o negar el diagnóstico del cirujano. En esta ocasión Gil Bartlett había estado plenamente acertado y merecía plácemes por ello, ya que había atajado la dolencia en sus comienzos y antes de que el enfermo sufriera grandes dolores.

—El siguiente.

Pearson volvió al microscopio, mientras McNeil se colocaba de nuevo al otro lado de la mesa.

McNeil empujó un sobre que contenía varios portaobjetos y, mientras Pearson lo abría, consultó un nuevo fajo de notas. Mientras trabajaban, Bannister entró en la estancia sin hacer ruido. Después de echar una mirada a los otros dos, pasó por detrás de ellos y se puso a archivar papeles.

—Éste es reciente —dijo McNeil—. Lo bajaron hace cinco días y están esperando el resultado.

—Debería pasarme siempre estos casos los primeros —dijo Pearson, agriamente—. En otro caso lloverán más quejas desde arriba.

McNeil estuvo a punto de replicar que, hacía unas semanas, él mismo había sugerido que siguieran este nuevo sistema, pero Pearson había insistido en que debían examinar todas las muestras siguiendo el orden de entrada en el departamento. Sin embargo, el residente se contuvo. «¿Para qué preocuparse?», pensó. Y le dijo a Pearson:

—Es una mujer de cincuenta y seis años. Lesión cutánea; superficialmente, una peca. Preguntan: ¿Puede tratarse de un melanoma maligno?

Pearson colocó el primer portaobjetos y le hizo dar vuelta. Después dispuso las lentes de mayor potencia y ajustó el doble ocular.

—Podría ser. —Tomó la segunda muestra, y luego, otras dos. Después se echó atrás, pensativo—. Pero también puede ser un nevus azul. A ver qué le parece.

McNeil se aproximó. Sabía que la cosa era importante. Un melanoma maligno era un tumor extraordinariamente nocivo. Sus células podían extenderse rápida y fatalmente por el cuerpo. Si era diagnosticado como tal a base de la pequeña porción extraída, la enferma tendría que ser sometida en el acto a una intervención profunda. En cambio el nevus azul es un tumor completamente inofensivo. Podía seguir donde estaba por todo el resto de la vida de la mujer, sin causarle ningún daño.

McNeil sabía, por sus propios estudios, que el melanoma maligno no es frecuente, pero sabía también que los nevus azules son extraordinariamente raros. Desde un punto de vista matemático, las probabilidades se inclinaban del lado del tumor maligno. Pero aquí no se trataba de matemáticas, sino de pura patología.

Tal como habían aprendido a hacer, McNeil repasó en su memoria las características de los dos tipos de tumor. Desgraciadamente, eran muy parecidas. Ambos eran en parte cicatriciales y en parte celulares, con un alto grado de pigmentación. En ambos, la estructura celular era muy pronunciada. Otra de las cosas que le habían enseñado a McNeil era a ser sincero. Después de examinar todas las muestras, le dijo a Pearson:

—No lo sé. —Y añadió—: ¿Ha habido otros casos previos? ¿Podríamos encontrar alguno? Para compararlos…

—Tardaríamos un año en encontrarlo. No recuerdo cuando vi un nevus azul por última vez. —Pearson tenía las cejas fruncidas. Dijo, con voz opaca—: Uno de estos días tenemos que empezar un archivo comparativo. Así, cuando se presente un caso dudoso como éste, podremos cotejarlo.

—Hace cinco años que lo está diciendo.

La voz seca de Bannister había sonado a su espalda, y Pearson se volvió en redondo.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Archivando —respondió lacónicamente el técnico de laboratorio—. Algo que deberían hacer los empleados, si tuviéramos el personal adecuado.

«Y, probablemente, mucho mejor», pensó McNeil. Sabía que el departamento tenía gran necesidad de personal de oficina, y que el sistema de archivo empleado era anticuado a todas luces. Además, la referencia a un archivo comparativo le había hecho pensar en una laguna de su sistema administrativo. Había pocos hospitales buenos cuyo departamento de Patología no lo tuviera. Algunos los llamaban ficheros de lesiones orgánicas; pero, independientemente del nombre, el objeto del sistema era ayudar a resolver problemas como el que se les presentaba en aquel momento. Pearson volvía a estudiar las muestras, y murmuraba, como suelen hacer muchos patólogos cuando mentalmente tachan algunos factores y confirman otros. McNeil oyó que decía: «Es algo pequeño… No hay hemorragia… El tejido no está necrosado… Sí, ya está».

Pearson dejó de mirar por el microscopio, sacó el último portaobjetos, lo metió en el sobre y lo cerró. Haciendo una seña al residente para que escribiera, dijo:

—Diagnóstico: Nevus azul.

Por gracia de la Patología, la enferma fue indultada.

Metódicamente, y en provecho de McNeil, Pearson expuso las razones de su dictamen. Al entregarle el sobre, añadió:

—Haría bien en estudiarlo. Es un caso que no verá muy a menudo.

McNeil estaba seguro de que el dictamen del viejo era correcto. En su función pesaban mucho los años de experiencia, y McNeil había aprendido a respetar el criterio de Pearson en cuestiones de anatomía patológica. «Pero cuando usted falte —pensó, mirando al viejo— sí que se necesitará un archivo comparativo… inexcusablemente». Estudiaron otros dos casos, los dos muy sencillos, y después Pearson colocó el primer portaobjetos de una nueva serie. Aplicó el ojo al ocular, se irguió de pronto y le dijo a McNeil a gritos:

—¡Tráigame a Bannister!

—Todavía estoy aquí —dijo tranquilamente Bannister, que aún trajinaba con los ficheros.

Pearson se volvió en redondo.

—¡Mire esto! —empleaba su voz más fuerte y tonante—. ¿Cuántas veces tengo que decirles cómo hay que preparar las muestras? ¿Qué les pasa a los técnicos de Histología? ¿Están sordos o son sencillamente idiotas?

McNeil había oído otras veces aquellas expresiones. Se echó atrás en su silla y observó a Bannister, que respondía:

—¿Qué es lo que pasa?

—¡Yo le diré lo que pasa! —Pearson sacó el portaobjetos del microscopio y lo arrojó sobre la mesa—. ¿Cómo puedo hacer un buen diagnóstico con esa sección de tejido?

El jefe técnico del laboratorio tomó el portaobjetos y lo miró a contraluz.

—Demasiado gruesa, ¿eh?

—Claro que sí. —Pearson le hizo un guiño. Tomó una segunda muestra—. Mire ésta. Si tuviera pan, podría arrancar la carne y hacerse un bocadillo.

Bannister sonrió.

—Repasaré el microtomo. Recientemente, hemos tenido dificultades con él —señaló el paquete de muestras—. ¿Quiere que me lleve todo esto?

—No. Tendré que arreglarme con ello —la explosión había pasado; ahora el viejo sólo gruñía—. Procure vigilar mejor a los de Histología.

Bannister, a quien le tocaba ahora mostrarse irritado, gruñó al dirigirse a la puerta:

—Como si no tuviera ya bastante que hacer…

—Está bien —le gritó Pearson—. Ya he oído otras veces la misma cantinela.

En el momento en que Bannister llegaba a la puerta, sonó en ella un ligero golpe y apareció el doctor Charles Dornberger, que preguntó:

—¿Puedo pasar, Joe?

—Claro que sí. —Pearson le hizo un guiño—. Tal vez podrás incluso aprender algo, Charlie.

El tocólogo saludó amablemente a McNeil con la cabeza, y le dijo a Pearson, como sin darle importancia:

—Habíamos quedado en que bajaría a verte esta mañana. ¿Lo habías olvidado?

—Sí, por cierto. —Pearson apartó a un lado el envoltorio y le preguntó al residente—: ¿Cuántos más en esta serie? McNeil contó los restantes paquetitos.

—Ocho.

—Terminaremos más tarde.

El residente empezó a recoger los documentos ya completados.

Dornberger sacó su pipa y empezó a llenarla, con calma. Contempló la grande y gris estancia y tuvo un escalofrío.

—Este lugar es muy húmedo, Joe —dijo—. Cada vez que entro aquí tengo la impresión de que voy a pillar un resfriado.

Pearson rió entre dientes y respondió:

—Todas las mañanas rociamos esto con gérmenes de gripe. Esto aleja a las visitas —esperó a que McNeil cruzara la estancia y saliera. Luego preguntó—: ¿Qué traes entre manos? Dornberger no perdió tiempo. Respondió:

—Vengo como delegado. Me han dicho que emplee mucho tacto.

Se llevó la pipa a la boca y guardó la bolsa del tabaco. Pearson le miró.

—¿Qué pasa ahora? ¿Más jaleos?

Sus miradas se encontraron. Dornberger dijo, con voz tranquila:

—Esto depende —y después de una pausa, añadió—: Al parecer, pronto tendrás un ayudante patólogo.

Dornberger había esperado un estallido, pero Pearson permaneció extrañamente tranquilo. Dijo, reflexivamente:

—Tanto si lo quiero como si no, ¿eh?

—Sí, Joe.

Dornberger lo dijo así, a rajatabla; era inútil andarse con paños calientes. Había pensado mucho en la manera de enfocar el asunto desde la reunión de días pasados.

—Supongo que O’Donnell está detrás de esto —dijo Pearson, con un deje de amargura, pero tranquilo aún. Como siempre, reaccionaba del modo más inesperado.

—En parte sí, pero no del todo —respondió Dornberger.

Y de nuevo la sorpresa:

—¿Qué piensas tú que debo hacer?

Era la pregunta de un amigo a otro.

Dornberger dejó su pipa, sin encender, en un cenicero sobre la mesa de Pearson. Estaba pensado: «Me alegro de que lo tome así. Esto demuestra que estuve en lo cierto. Puedo ayudarle a aceptar la situación, a amoldarse a ella». Dijo:

—No creo que quepa la elección, Joe. Vas retrasado en los informes de cirugía, ¿no? Y en algunas otras cosas…

Por un instante pensó que había ido demasiado lejos. Había tocado el punto sensible. Vio que el otro se ponía tieso y esperó el estallido de la tormenta. Pero tampoco esta vez se produjo. Con más vigor que antes, pero de un modo razonable, dijo Pearson:

—Sí, hay que arreglar unas cuantas cosas. Lo reconozco. Pero no hay nada que no pueda hacer yo sólo… con tal de que tenga tiempo.

«Lo ha reconocido —pensó Dornberger—. Ahora echa la sonda, pero lo ha reconocido». Dijo, con naturalidad:

—Bueno, tal vez tendrás tiempo… si sois dos.

Y con la misma despreocupación sacó de un bolsillo el papel que le había dado el administrador.

—¿Qué es esto? —preguntó Pearson.

—Nada definitivo, Joe. Es un nombre que tenía Harry Tomaselli… Por lo visto, es de un joven que tiene interés en trabajar aquí…

Pearson tomó la hoja de papel y dijo:

—Ya veo que no pierden el tiempo.

—Nuestro administrador es hombre de acción —respondió Dornberger, con ligereza.

Pearson examinó el papel y leyó en voz alta:

—Doctor David Coleman. —Hizo una pausa. Después, con amargura, desengaño y envidia, añadió—: Edad, treinta y un años.

Eran las doce y veinte del mediodía, y la cafetería del hospital estaba en plena actividad. La mayoría de los médicos, enfermeras y empleados del hospital solían almorzar a aquella hora, y se estaba formando ya una cola en el lugar donde los recién llegados recogían las bandejas para pasar después al mostrador donde se les servía la comida.

La señora Straughan, como siempre a aquella hora, estaba ojo avizor, cuidando de que al agotarse una hornada de comida trajeran en seguida otra de la cocina, a fin de que la hilera de parroquianos no se atascara. Hoy había, para elegir, estofado de ternera, chuletas de cordero y «halibut[3]» a la parrilla. El jefe de Dietética observó que se hacía poco consumo de chuletas de cordero y decidió probar una dentro de unos minutos para comprobar si había alguna razón especial para ello. Tal vez la carne no era bastante sabrosa, y, cuando esto ocurría, los que salían de la cafetería solían avisarlo a los que entraban. La señora Straughan advirtió después que un plato que estaba en lo alto de una pila tenía unas señales. Acudió veloz y lo quitó de allí; efectivamente, tenía huellas de haber sido usado. «¡Otra vez las dichosas lavadoras!», pensó. Sus defectos constituían un problema constante. Resolvió plantearle de nuevo y a no tardar la cuestión al administrador.

En las mesas reservadas al personal médico había gran alboroto de risas. Procedían éstas de un grupo cuyo centro era el doctor Ralph Bell, el radiólogo.

Gil Bartlett, que venía del mostrador con una bandeja, la dejó en la mesa y tendió la mano.

—Enhorabuena, Ding Dong —dijo—. Acabo de enterarme.

—Enterarte, ¿de qué? —preguntó Lewis Toynbee, el internista, que le seguía, también con una bandeja en la mano.

Y como Bell, haciendo una reverencia, le diera un cigarro a Bartlett, exclamó:

—¡Dios mío! ¿Otra vez?

¡Claro que sí! ¿Y por qué no? —El radiólogo sacó otro cigarro—. Siéntate aquí, Lewis. Pues sí, ha nacido el octavo Bell.

—¡Ocho! ¿Cuándo ha sido?

Bell respondió, tranquilamente:

—Esta mañana. Otro chico para el equipo de fútbol.

Tercio Bill Rufus:

—No critiques, Lewis. Lo está haciendo lo mejor que puede. Al fin y al cabo, sólo lleva ocho años de casado, Lewis Toynbee le tendió la mano.

—No aprietes demasiado fuerte, Ding Dong, no se te vaya a escapar parte de la fertilidad.

—Soy refractario a la envidia —dijo Bell, de buen humor. No era la primera vez que tenía que aguantar aquellas bromas.

Lucy Grainger preguntó:

—¿Cómo está su esposa?

—Estupendamente, gracias —respondió Bell.

—¿Qué impresión produce el ser un diablo sexual? —preguntó Harvey Chandler, jefe de Medicina, que estaba en una punta de la misma mesa.

—No soy ningún diablo —respondió Bell—. En mi casa sólo se cohabita una vez al año. Pero tengo una puntería formidable.

Lucy Grainger rió con los demás y después dijo:

—Ralph, esta tarde te enviaré una paciente. Es una de nuestras estudiantes de enfermera. Vivian Loburton.

Las risas se apaciguaron.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Bell.

—Quiero que saques unas radiografías de la rodilla izquierda —respondió Lucy. Y añadió—: Tiene un bulto en ella; no me gusta su aspecto.

Al volver a su despacho, el doctor Charles Dornberger había telefoneado a Kent O’Donnell para explicarle el resultado de su charla con Pearson. Al terminar, le había dicho al jefe de Cirugía:

—Le he comunicado lo del muchacho con quien habéis sostenido correspondencia.

—¿Y cómo lo ha tomado? —preguntó O’Donnell.

—No te diré que se mostrara entusiasmado. Pero creo que si os interesa ese joven…, ¿cómo se llama…, Coleman…?, si queréis que venga a veros, Joe no opondrá dificultades. En cambio, creo que deberías tener a Joe al corriente de cuanto hagáis en lo sucesivo.

—Puedes estar seguro de que lo haré —había respondido O’Donnell. Y, después—. Gracias, Charlie. Te lo agradezco muchísimo.

Después Dornberger había hecho otra llamada telefónica. A una tal señora Alexander, que había llamado antes y le había dejado recado. Antes de telefonear, él había consultado su ficha y recordado que era la esposa del graduado en tecnología patológica de que le había hablado Pearson. Al hablar con la señora Alexander, ésta le había dicho que acababa de llegar a la ciudad para reunirse con su esposo. Habían quedado en que ella iría a la consulta de Dornberger la semana siguiente.

Aproximadamente al mismo tiempo que la señora Alexander hablaba con Dornberger, el marido de aquélla recibía la primera bronca del doctor Joseph Pearson.

La cosa ocurrió así:

Después de la filípica de Pearson sobre la defectuosa preparación de los cristales, Bannister había vuelto al laboratorio de serología, donde estaba trabajando John Alexander, y le había contado todo lo ocurrido. Bannister se había ido excitado y después había descargado parte de su mal humor en los dos jóvenes y en su ayudante varón que trabajaban en el contiguo laboratorio de Histología. Alexander lo había oído todo a través de la puerta que Bannister había dejado abierta.

Alexander, empero, sabía que no era toda la culpa de los técnicos de Histología. A pesar del poco tiempo que llevaba en el hospital, había podido apreciar cuál era el principal problema y, más tarde, le había dicho a Bannister:

—Carl, no creo que sea todo culpa suya. Tienen demasiado trabajo.

Bannister había respondido, con mal humor:

—Todos tenemos demasiado trabajo —y, con tosco sarcasmo, había añadido—: Ya que sabe tanto, podría ayudarles un poco.

Alexander había eludido la provocación.

—Lo veo difícil. Pero creo que adelantarían mucho más con una máquina de preparar tejidos en vez de tener que hacerlo todo a mano… a la manera de los antiguos.

—Olvídelo, muchacho. Esto no es asunto de su incumbencia. —Bannister mostraba ahora una altiva benevolencia—. Además, todo lo que signifique gastar dinero puede darse aquí por descartado.

Alexander no había discutido, pero había resuelto plantear la cuestión al doctor Pearson a la primera oportunidad. Por la tarde había tenido que ir al despacho de Pearson a dejarle algunos informes del laboratorio para la firma, en el momento en que el patólogo revisaba un montón de cartas con manifiesta impaciencia. Después de mirar a Alexander, Pearson le había indicado con un movimiento de cabeza que dejara los papeles sobre la mesa, y había continuado leyendo. Alexander había vacilado, y había ladrado el viejo:

—¿Qué quiere? ¿Qué quiere?

—Doctor Pearson, quisiera hacerle una sugerencia.

—¿Ahora?

Un hombre dotado de más experiencia habría comprendido, por el tono de la voz, que quería decir: ¡Déjeme en paz! Pero Alexander respondió:

—Sí, señor.

Resignadamente, había dicho Pearson:

—¿Y bien?

Con corto nerviosismo, había comenzado Alexander:

—Se trata de acelerar los informes de cirugía, doctor —al mencionar los informes de cirugía, Pearson había soltado la carta que estaba leyendo y, mirando hacia arriba, Alexander había proseguido—: ¿No ha pensado nunca en adquirir una máquina que prepare los tejidos?

—¿Qué sabe usted de esas máquinas? —había dicho Pearson en un tono casi siniestro—. Además, tenía entendido que trabajaba usted en Serología.

Alexander le recordó:

—Hice un curso de histología en la escuela tecnológica, doctor —hubo una pausa. Pearson no dijo nada, y Alexander prosiguió—: Yo he empleado una de esas máquinas, y son buenas, doctor. Al menos nos ahorrarían un día de trabajo. En vez de tener que preparar los tejidos a mano, sometiéndolos a todas las soluciones, se dispone la máquina por la noche y, a la mañana…

Pearson le interrumpió bruscamente.

—Ya sé cómo funcionan. Las he visto.

—Desde luego, señor —dijo Alexander—. ¿Y no cree…?

—Ya le he dicho que he visto esas máquinas, y no me convencen. —La voz de Pearson era bronca y áspera—. Los preparados no tienen la calidad que se logra con el viejo sistema manual. Y, lo que es peor, esas máquinas son caras. ¿Ve eso? —Y señaló un montón de papeles amarillos escritos a máquina, en una cesta que había encima de la mesa.

—Sí, señor.

—Son peticiones de compras. Cosas que necesito en el departamento. Y cada vez me cuestan una pelea con el administrador. Dice que gastamos demasiado dinero.

Alexander había cometido la primera equivocación al hacer su sugerencia cuando Pearson no tenía ganas de escuchar. Después incurrió en el segundo error: interpretó la declaración de Pearson como una invitación a proseguir la charla.

Y dijo, tratando de contemporizar:

—Pero, naturalmente, si con ello ganáramos un día, o tal vez dos… —se hizo más insistente—. Doctor Pearson, he visto secciones preparadas a máquina, y son buenas. Tal vez la que vio usted no supieron hacerla funcionar.

Ahora el viejo se había levantado de su silla. Fuese cual fuese el estímulo del joven, había rebasado la línea que separa al técnico del médico.

Avanzando la cabeza, gritó:

—¡Basta! ¡Ya he dicho que no me interesa esa máquina, y no tolero discusiones! —Dio la vuelta a la mesa hasta enfrentarse con Alexander, su cara muy cerca de la de éste—. Y aún quiero que sepa algo más: Yo soy el patólogo y yo dirijo este servicio. No me importa que se me hagan sugerencias, siempre que sean razonables. Pero no consiento que se pase de la raya. ¿Comprendido?

—Sí, señor; comprendido.

Cuitado, alicaído, y sin comprender nada en absoluto, John Alexander había vuelto a su trabajo en el laboratorio.

Mike Seddons había estado preocupado todo el día; varias veces había tenido que hacer un esfuerzo considerable para no distraerse en su trabajo. Una vez, durante una autopsia, McNeil había tenido que advertirle:

—Saca la mano de debajo de ese trozo que vas a cortar. Sentiríamos que salieras de aquí con un dedo menos. Seddons se había apresurado a cambiar la posición de su mano; no habría sido la primera vez que un aprendiz inexperto se había cortado un dedo con uno de los afilados bisturíes de Patología.

Pero su atención siguió alejada de allí, mientras se repetía una y otra vez la misma pregunta: «¿Qué tenía Vivian que le turbaba de aquel modo?». Era atractiva y deseable, y él estaba ansioso de hacerla suya… Sobre esto no tenía muchas dudas. Ella parecía bien dispuesta, siempre que el dolor de la rodilla hubiese sido real, y ahora estaba convencido de que lo había sido. Esperaba que siguiera en la misma disposición, aunque de esto no podía tener ninguna garantía. Hay muchachas inconsecuentes que un día permiten los más audaces avances y al siguiente niegan la más tímida caricia, como si nada hubiese ocurrido.

Pero ¿había algo más entre Vivian y él? Mike Seddons empezaba a sospecharlo. Ninguna de sus anteriores aventuras —y había tenido varias— le había producido la mitad de la preocupación que sentía ahora. Se le ocurrió pensar: «Tal vez si pudiera satisfacer el instinto, se aclararía otro orden de cosas». Decidió pedirle a Vivian otra entrevista; y aquella noche —suponiendo que ella estuviera libre— era tan buena como otra cualquiera.

Vivian encontró la nota de Mike Seddons cuando, terminada la última clase, volvió a la residencia de enfermeras. La habían traído a mano y depositado en el casillero de la correspondencia, bajo la letra «L». Le pedía que estuviera en el cuarto piso del hospital, cerca de Pediatría, a las 9:45 de aquella noche. Al principio pensó no acudir, pues no podría justificar su presencia en el hospital y podía comprometerse si tropezaba con alguna de las enfermeras inspectoras. Pero, como su deseo era ir, a las 9:40 recorrió el camino que separaba la residencia de enfermeras de las dependencias principales del hospital.

Mike la esperaba, paseando por el pasillo, visiblemente preocupado. En cuanto la vio, señaló una puerta y salieron por ella a una escalera interior, de peldaños metálicos, que llevaba al piso de arriba y a los de abajo. A aquella hora de la noche estaba desierta, y fácilmente advertirían si alguien se acercaba. Mike, llevándola de la mano, descendió hasta el siguiente rellano, y allí, como una cosa natural, ella cayó en sus brazos. Después él le dijo:

—Ven.

Vaciló ella.

—¿Qué ocurriría… si nos sorprendieran?

—Nos echarían a los dos del hospital. Pero en este momento no me importa —volvió a tomarla de la mano—. Vamos.

Bajaron un tramo de escaleras y enfilaron un largo corredor. Se cruzaron con otro residente, que sonrió al verlos, pero no hizo comentarios. Después, más escaleras y otro pasillo. De pronto, una figura salió por una puerta, precisamente delante de ellos. A Vivian le dio un salto el corazón al reconocer a la inspectora de noche. Pero ésta no se volvió y entró por otra puerta antes de que ellos llegaran a su altura. Después pasaron a otro corredor estrecho, con puertas cerradas a ambos lados. Era el departamento de los residentes. Se filtraba luz por debajo de algunas puertas, y detrás de una de ellas sonaba una música. Ella reconoció el Preludio en mi menor de Chopin: la Sinfónica de Burlington lo había interpretado hacía un mes o dos.

—Aquí.

Mike había abierto una puerta, y los dos entraron rápidamente. Vivian oyó que él corría el pestillo.

—¡Vivian! ¡Querida Vivian!

Y perdió ella la conciencia de cuanto la rodeaba, sumida en un éxtasis tempestuoso.

Sólo más tarde, reposando ambos en silencio, volvió a oír Vivian la música, que llegaba débilmente a través del pasillo. Seguía siendo Chopin: esta vez, el Estudio en mi mayor. Parecía extraño que, en aquel momento, se esforzara en identificar un trozo de música; la dulce y embrujada melodía, lejana en la oscuridad, se adaptaba perfectamente a su estado de ánimo.

Mike le dio un beso muy suave, y dijo:

—Vivian, querida, quiero casarme contigo.

—¿Estás seguro, Mike?

El ímpetu de sus mismas palabras había sorprendido al propio Mike. Había hablado cediendo a un impulso, pero de pronto, con convicción nacida de lo más hondo, supo que había sido sincero. Su manía de evitar ligámenes le parecía ahora vacía y carente de sentido; lo que necesitaba era un lazo que excluyera todos los demás. Ahora comprendía lo que le había estado preocupando antes; lo que en aquel momento había dejado de preocuparle. Como era típico en él, respondió a la pregunta de Vivian con un rasgo de humor:

—Estoy seguro de que estoy seguro. ¿Y tú?

—Jamás en la vida he estado más segura de algo.

—¡Oh! Con todo esto lo había olvidado. ¿Cómo sigue tu rodilla?

Vivian sonrió, maliciosa.

—Hoy no me ha molestado, ¿verdad?

Y, después de darle un beso, volvió él a preguntar:

—¿Qué ha dicho Lucy Grainger?

—Nada. Ha hecho que el doctor Bell tomara esta tarde unas radiografías. Y dijo que me llamaría dentro de un par de días.

—No estaré tranquilo hasta que se haya aclarado este asunto —dijo Mike.

Vivian replicó:

—No seas tonto, querido. ¿Cómo puede ser grave un bultito tan pequeño?