CAPÍTULO XVI
ENFRENTE DE LA LEY
Emmett, uno de los soldados de la Patrulla de la Frontera había recibido un balazo que le atravesó el brazo derecho y sangraba en abundancia por otra herida en el cuello. Estaba completamente inútil para seguir peleando, pero aun le quedaba la suficiente energía para intentar llevar a uno de sus compañeros más seriamente herido hasta donde se hallaban los caballos de la patrulla que se habían apartado de la lucha.
Aquel que resultara herido de más gravedad, gruñía con voz sorda.
—Procura no gritar, compañero —le dijo Emmett—. Si podemos escapar, yo te prometo que hemos de coger pronto a esos coyotes en la trampa. ¡Por los cuernos del diablo! ¡Pistol Pete Rice! ¡Si me parece imposible!
—Túmbame en el suelo —dijo el otro—. Déjame descansar un momento.
Emmett lo dejó suavemente sobre el césped.
—¡Pues es posible! —murmuró el herido haciendo un visible esfuerzo—. Y no sólo Pete Rice, sino sus dos comisarios. Yo oí... sus... voces... lo mismo que... he oído la tuya... hace un momento...
Hablaba trabajosamente.
—Seguramente.. estaban comprometidos... en el baile... o algo... por el estilo..
—¡Pues van a bailar en la horca! —dijo Emmett con fiereza—. Usted ha oído sus voces. Usted conoce a esos granujas igual que yo. No puede haber duda acerca de ello, por muy imposible que parezca. Los representantes de la ley se han pasado a los bandidos. ¿Usted puede jurar que eran sus voces, no es eso, compañero?
La pregunta quedó sin contestación. Emmett miró hacia abajo y pudo convencerse de que estaba hablando con un hombre que no lo escuchaba, pero el herido aún respiraba y Emmett logró incorporarlo con alguna dificultad se lo echó al hombro. Trabajosamente avanzó unos cuantos pasos en la oscuridad.
Poco después tropezó con hombre tendido en el suelo. Se oyó un quejido. Emmett dejó en tierra cuidadosamente su carga y encendió un fósforo. El hombre con quien había tropezado era un soldado llamado Randolph, que estaba destrozado, con las dos piernas atravesadas por las balas.
—¿Puedes arrastrarte, compañero? —le preguntó Emmett.
Randolph refrenó su dolor y contestó casi con dureza:
—¡Puedo! Quiero llegar al cuartel general, aunque me muriera después. ¡Quiero vivir lo bastante para ver a esos granujas de la Quebrada del Buitre danzando al extremo de una cuerda de cáñamo!
—Luego, ¿tú les oístes también? —preguntó prestamente Emmett—. ¿Reconociste sus voces?
—¡Puedes estar seguro! Eran Pete Rice y sus dos comisarios. He oído sus voces otras veces. ¿No te acuerdas? Estaban en el cuartel de Hondo anteayer. Yo creía que eran personas decentes. ¡Bandidos, coyotes!
—He visto suceder cosas muy extrañas, pero esta es la más repugnante que recuerdo —dijo Emmett.
La cerilla estaba a punto de consumirse y encendió otra. Alzó la luz y examinó la cara del hombre a quien llevara al hombro durante una parte del trayecto. Luego dejó caer la cerilla y le tocó en el lado izquierdo del pecho.
Había estado llevando un cadáver. Había sido una noche terrible para los hombres de la Patrulla de la Frontera.
Una claridad incierta empezaba a notarse hacia el Este.
—Está amaneciendo —dijo Emmett—. Cuando la claridad sea más intensa, podré ver si encuentro un caballo. Podremos llegar los dos hasta el cuartel, y Pete Rice y sus comisarios acabarán en la horca. ¡Ahora deben estar muy confiados en los vagones con los contrabandistas de chinos!. ¡Pero ya veremos!
Pero en aquel mismo instante, Pistol Pete Rice no estaba “en los vagones de los contrabandistas de chinos”, y el sheriff de la Quebrada del Buitre, estaba muy lejos de estar “muy confiado”.
Pete Rice galopaba ahora hacia Broken Arrow de regreso de Grizzly Butte, adonde fuera a consecuencia del telegrama que recibiera en el tren de Ellsworth Junction.
Iban con él sus dos comisarios Teeny Butler y Hicks “Miserias”. Teeny montaba un gigantesco caballo b ayo, y Hicks “Miserias” iba a lomos de su pequeño ruano Caballero. El rostro de Pete Rice aparecía ceñudo y hosco. Marchaba en silencio, mientras su caballo avanzaba levantando nubes de polvo y yeso al atravesar la llanura.
Teeny Butler también miraba de una manera torva, y los penetrantes ojillos azules de Hicks “Miserias” centelleaban furioso. La noche anterior, en Broken Arrow, Teeny y “Miserias” habían recibido un telegrama ordenándoles montar inmediatamente a caballo y galopar hasta las cabañas de detrás de Grizzly Butte.
“Grandes acontecimientos” “Puede lograrse terminar el asunto”, decía el telegrama, y lo firmaba “Pete”. Pete había recibido un telegrama idéntico en el tren, y estaba firmado “Miserias”.
Los tres hombres se habían dirigido a toda marcha a Grizzly Butte y se encontraron en las desiertas cabañas. Después de practicar un detenido reconocimiento sacaron la consecuencia de que habían caído en una grosera trampa. Indudablemente aquello debía de ser una emboscada. Se habían visto muchas veces en trances parecidos, pero en esta ocasión el aturdimiento había alterado sus rostros.
“Miserias” galopaba junto a Pete.
—¿No crees, patrón, que pueda tratarse de alguna broma? —preguntó.
Pete movió la cabeza enérgicamente.
—No. Tengo la seguridad de que esto tiene algo que ver con las bravatas de Fancy Weldron cuando lo llevaba a Phoenix.
Mascaba su goma nervioso.
—Weldron me estuvo mirando con los ojos entronados todo el camino. Un hombre que mira con ojos medio cerrados no suele fantasear. Está urdiendo algo. Temo que estemos yendo a parar en un trastorno grave o en un desengaño.
—Tal vez haya ocurrido algo grave en el Slash C mientras hemos estado ausentes —aventuró Teeny Butler.
—Tal vez —asintió Pete.
Y volvió a mascar su goma unos segundos.
—Yo esperaba detener al jefe de esa cuadrilla de granujas. Fue un buen pensamiento mío el de arrestar a algunas de las personas que eran allí sospechosas, peor debíamos haberlos cogido a todos. Las pruebas nos hubieran demostrado quiénes eran culpables y quiénes no.
El sol era ya un disco de fuego en el cielo cuando el trío galopaba a través de un terreno reseco y reluciente. Era ya el calor sofocante cuando se hallaron de nuevo atravesando una tierra rica en grama y en la que pastaban los ganados.
En lo alto de una loma podían ver la ciudad de Ellsworth Junction. Materialmente se achicharraban en aquella polvorienta llanura. Apretaron el paso de sus monturas y no tardaron en llegar ante los primeros hacinamientos de viviendas de adobe y madera.
El duro sol del mediodía había hecho refugiarse en sus casas a la mayoría de los habitantes de la ciudad, y al parecer nadie vió a los tres comisarios cabalgar por la calle principal de Ellsworth Junction.
Pete se adelantó hasta el establo que había alquilado para su caballo, pero se detuvo ante un abrevadero situado en el centro de la calle. Los tres caballos estaban sedientos y sus jinetes desmontaron, pues querían evitar que los caballos, sudorosos como estaban, bebiesen demasiado.
En la puerta de una herrería que estaba situada detrás del abrevadero apareció un hombre, que miró en torno suyo y luego echó a andar y a poco corría apartándose de la herrería hacia la parte baja de la calle. Una o dos veces miró hacia atrás, y en su rostro había muestras evidentes de asombro y miedo.
Pete notó que se dirigía hacia una tienda que había al extremo opuesto de la calle y que debía ser una taberna. Casi inmediatamente salieron de la taberna a la calle varios hombres. Uno de ellos iba abrochándose un cinturón de cartuchos. Otros varios desenfundaban sus revólveres, que los demás empuñaban ya dispuestos a disparar.
Pete y sus comisarios miraban la escena con curiosidad. Dos de aquellos hombres penetraron en una de las casas y salieron a poco con varios hombres más. Todos ellos cruzaron la calle y luego la volvieron a cruzar, avanzando hacía donde se hallaban Pete Rice y sus dos comisarios.
Uno de ellos llevaba un rifle y se agazapó en la esquina de un edificio, y apuntó con el arma hacia nuestros tres amigos.
—¡Arriba las manos, pronto! —gritó a Pete y a sus dos compañeros—. ¡Yo os lo enseñaré!
¡Bang!
Pete se dejó caer sobre una rodilla y la bala silbó sobre su cabeza. El sheriff cambió súbitamente de actitud.
—¡Corramos a esa calleja! —gritó a sus comisarios.
Y él mismo echó a correr hacia el sitio indicado, a tiempo que una segunda bala se le llevaba su amplio sombrero. Los hombres que habían cruzado la calle corrieron hacia Pete gritando:
—¡Es él! ¡Es él! ¡Cojámoslo!
Un hombre de elevada estatura que vestía el uniforme de la Patrulla de la Frontera, vino corriendo calle arriba.
—¡Cogedlos vivos! —gritó—. ¡Cogedlos vivos! ¡Esas son las órdenes!
¡Slam!
Un hombretón corpulento corrió hacia delante y asestó un terrible puñetazo a la cabeza de Pete.
Este dio un traspiés, pues el golpe le había cogido desprevenido, pero se defendió enérgicamente contra un bulto amenazador que se precipitaba hacia él como una catapulta y sus nudillos chocaron contra una masa de carne. Se oyó un ruido sordo al chocar un hombre contra el suelo.
Instantáneamente, los tres comisarios fueron el centro de un ataque furioso. Los puños volaban en todas direcciones, Teeny derribó a dos hombres casi simultáneamente. El pequeño “Miserias” peleaba como un gigante.
Los tres amigos no podían comprender el por qué de aquel ataque brutal, pero no era aquella la ocasión oportuna de entretenerse en hacer averiguaciones. Los ciudadanos se aglomeraron con preferencia en torno a Pete Rice. El sheriff se defendía como un león acorralado por una manada de lobos carniceros.
Sus puños chocaban como mazas contra los rostros de los que se ponían a tiro. Sus brazos trabajaban como los pistones de una locomotora de tren expreso. A uno de sus asaltantes lo puso fuera de combate de un puñetazo formidable a ala nariz, fracturó las costillas a otro enemigo y a un tercero le hizo saltar los dientes.
Ni un momento se le ocurrió la idea de emplear sus revólveres. Había en todo aquello algún error y cada vez se convencía más de ello. Sostendría aquella pelea con serenidad. Sólo era Pete Rice, el sheriff de la Quebrada del Buitre, y no una bestia salvaje. Se limitaba a defenderse para salvar su vida.
Aquellos hombres blasfemaban y juraban como energúmenos. Tres de ellos se arrojaron sobre Teeny Butler, pero el gran comisario se los quitó de encima fácilmente y derribó a dos de ellos. Sin embargo, la multitud amenazadora iba en aumento. Los comisarios derribaban hombres a derecha e izquierda, pero siempre había nuevos combatientes que llenaban los huecos abiertos en sus filas.
—¡Parad este alboroto y explicaos! —gritó Pete.
Nadie le hizo caso y, por el contrario cargaron sobre él con más furia. Se veía brillar en sus ojos la sed de linchamiento. Las palabras no producían efecto alguno sobre aquellos energúmenos.
Sus puños empezaron de nuevo a actuar. Estaba perplejo, condición en la que un hombre hace con frecuencia un trabajo más efectivo. De nada servía allí la ciencia. Era nada más que una locura, una batalla terrorífica.
La lucha no podía prolongarse. Pete vió de pronto derrumbarse a “Miserias”. El sheriff dio un paso adelante y derribó al hombre que había noqueado a su comisario. En aquel momento alguien le alcanzó de lado con un terrible golpe a la sien y otro le golpeó en la cabeza con la culata de un revólver.
La boca de Pete se abrió en un gesto de dolor. La flaquearon las rodillas y estuvo a punto de caer durante una fracción de segundo. En el mismo instante un potente gancho al plexo solar paralizó todos sus movimientos. Los brazos cayeron a lo largo del cuerpo y todo él fue a partir de entonces un blanco perfecto.
Una docena de hombres empezaron a golpearle con furia en la cabeza. Aun tuvo tiempo de ver cómo desparecía la enorme mole de Teeny Butler bajo una verdadera montaña de carne humana. Luego se le nublaron los ojos y todo pareció dar vueltas en torno suyo.
Eran demasiados enemigos para un hombre solo. Otro revólver chocó contra su cabeza, y cayó de bruces, aunque haciendo esfuerzos inauditos para conservar el conocimiento. SI no podía conservar los sentidos, era seguro que despertaría balanceándose de la rama de algún algodonero. Sin embargo, la furia de aquella jauría seguía desatada y alguien se aprovechó de su impotencia para asestarle el golpe definitivo en la mandíbula.
No se acordó de nada más de cuanto había sucedido posteriormente cuando abrió los ojos en una habitación que se parecía mucho a la celda de una cárcel. Estaba sentado en una silla y le habían vendado la cabeza.
Teeny Butler, en plena posesión de sus sentidos, estaba atado a otra silla enfrente de él. En cuanto a “Miserias” todavía inconsciente, estaba tendido en el suelo, y trataban de ponerlo en pie entre varios hombres, entre ellos uno que llevaba uniforme de soldado de la Patrulla de la frontera.
—¿Qué demonios significa todo esto? —preguntó Pete—. Mis comisarios y yo hemos llegado aquí de visita y apenas llegados parece como si todo el pueblo intentase asesinarnos.
Estas palabras iban dirigidas al soldado.
—Usted no puede contemplar esto impasible —le dijo el sheriff con severidad—. ¡Representa usted la ley!
El soldado se volvió hacia él.
—¡Sí... la ley! —dijo con desprecio—. Ustedes, los bandidos, tienen mucho respecto a la ley, ¿no es eso?
Los ojos de Pete se abrieron atónitos.
—¡Basta de disparates! ¿Qué demonios ocurre aquí?
—¡Como si no lo supiese! —contestó secamente el soldado—. Usted y sus comisarios están detenidos por haber matado a cuatro soldados de mi Patrulla, anoche, mientras pasaban chinos de contrabando en la frontera.
—¡Usted está loco! —exclamó Pete estupefacto.
—¡Demasiado sabe usted que no lo estoy! Gracias a mí, no os han matado estas gentes y os han hecho pedazos. Ruegue usted a Dios que venga pronto el capitán Early y se lo lleve a Hondo antes de que el pueblo se tome la justicia por su mano. De todos modos —añadió tendiendo hacia Pete un dedo amenazador,— ha de balancearse usted al extremo de una soga, pero antes explicará usted cómo un empleado del gobierno ha vulnerado la ley y se ha convertido en un asesino.
Pete miró estupefacto a Teeny Butler y éste le miró con el mismo asombro.
En toda su larga vida de aventuras no se había encontrado nunca en una situación tan estrambótica como aquella. Pete se acordó entonces de las amenazas encubiertas de Fancy Weldrom. Este le había dicho: “Me estoy riendo de lo que va a sucederle a usted”.
¿Qué había querido decir Weldron? ¿Y cómo podía haber llegado a suceder aquello? Pete y sus comisarios, por una vez en la vida, estaban expuestos al desastroso final que la ley reserva a sus contraventores.