CAPÍTULO I
TRES TIROS
Iba desapareciendo lentamente el sol, tiñendo de púrpura los lejanos picachos de los montes de San Lorenzo, y su luz difusa iluminaba una escena de belleza incomparable, bañando como en polvo de oro el valle que se extendía a sus plantas. Y sin embargo, el individuo corpulento, recio como un atleta, que cabalgaba a lomos de un alazán de piel plomiza, apenas si paraba mientes en tanta hermosura, preocupado solamente con la pequeña fortuna de que era portador.
Su rostro, cubierto de arrugas, era bronceado. Blanqueaba ya su cabello sobre sus orejas y tenía un intenso matiz gris, el que escapaba bajo el sombrero caído sobre su espalda. Sus ojos eran de un azul claro, intenso. Miraban a todas partes con impaciencia, como si su propietario fuese un espíritu animoso y jovial.
Y lo era. Cantaba al compás del choque de los cascos de su caballo contra el suelo y el retañir de las cadenillas del bocado. Era su canción “El lamento del cowboy”, que no es ciertamente una canción alegre, pero Hal Wheeler, el maduro jinete, la entonaba más por la fuerza de la costumbre que porque reflejase su estado de ánimo.
Como hombre positivista, pocas veces había gozado de felicidad. Iba pensando en la cartera que llevaba guardada en el interior de la camisa y en los siete mil dólares que contenía y, de cuando en cuando, acariciaba, complacido, su tesoro.
La cantidad no era, realmente, una gran cosa por la venta de una manada de bueyes del rancho de Slash C., reunidas apresuradamente para enajenarlos. Siete mil dólares era, por el contrario, un precio irrisorio, pero, de cualquier modo, eran siete mil dólares, y esa cantidad bastaba de momento para salvar el Slash C. Podía haberse reunido mayor cantidad de ganado en el rancho, pero, una vez perdido, era difícil reponerlo.
Wheeler guió su montura, en la que los correones de espuma denunciaban su cansancio, a través del alto chaparral y entró lentamente en un abarrancada tortuosa. Había pasado ya la parte más peligrosa de su camino.
Cada movimiento de su plomizo alazán le acercaba más a su destino, el rancho de Slash C. Iba a llegar sano y salvo a su hogar, con la cantidad de dinero que necesitaba.
¡Hogar! Eso había sido para Hal Wheeler el Slash C. Cuarenta años de su vida había pasado allí. No hubiese podido tener mayor interés por aquellas tierras de haber sido su propietario. Ya trabajaba allí al servicio de Jeb Calvert, cuando el Slash C. tenía sólo seiscientos cuarenta acres de tierra y setenta cabezas de ganado vacuno.
Fue Hal quien llevó la hacienda cuando el viejo Jeb exhaló el último suspiro. Su viuda cogió las riendas de la casa a su muerte, hasta que volvió a casarse. Ahora había muerto ella a su vez y su hija Virginia pasó a ser propietaria del rancho.
Fue el veterano Wheeler quién le enseñó a manejar su primer caballito. Él había vendado sus dedos magullados, y compuesto las cabezas rotas de sus muñecas. Había sido siempre para ella el “tío Hal”. Aun ahora que Virginia llegó a ser una mujer, convirtiéndose en la “gran patrona”.
Aquellos siete mil dólares eran para pagar una demanda judicial contra el rancho. Hecho este pago, el viejo vaquero entreveía un porvenir que se presentaba risueño y despejado para la muchacha.
Sabía Wheeler que a él no le quedaban ya muchos años de vida. No le tenía miedo a la muerte. Su única preocupación era que cuando llegase ese día el porvenir de la muchacha estuviese asegurado y el rancho a salvo de acreedores.
El rostro del jinete púsose ceñudo de pronto. Habían sucedido cosas muy extrañas en el Slash C. últimamente. A Wheeler no le era simpático el nuevo capataz, Luke McCarron. Lon Brenford, padrastro de Virginia, había desaparecido. Por la noche se veían en el rancho unos jinetes misteriosos.
Y luego apareció aquella maldita hipoteca, precisamente cuando el apoderado del Slash C. había dicho que el rancho estaba libre de deudas y el título de propiedad clarísimo.
Pues bien, si se amontonaban los trastornos, Hal Wheeler estaba preparado. Sería para él un final glorioso el morir peleando en defensa del Slash C. y de Virginia Calvert. Desconocía la muchacha la responsabilidad que pesaba sobre ella y aún llegaba ésta a aturdirle, pero tenía en Hal Wheeler un fiel aliado.
El viejo vaquero dirigió su plomizo alazán hacia una ladera cubierta de salvia y cabalgó un rato entre los piñones de la vertiente. A sus pies se extendía un extenso y fértil valle en el que pacía el ganado en la roja sabana de grama. El rebaño de novillos triscaba y saltaba en torno a los manantiales.
Aquí y allá podía verse una vaca con cuatro o cinco crías rondando en torno suyo. Cuando las vacas iban a beber agua, su instinto protector las impulsaba a dejar sus crías con las otras. Había lobos en la región. El mismo Wheeler mataba, generalmente, un adocena de estos animales carniceros cada año.
Hal galopó ahora en línea recta. Los dominios de la Calvert se extendía al otro lado del monte próximo. El veterano esperaba llegar allí en menos de una hora. Para entonces ya habría desaparecido el sol tras la montaña de San Lorenzo.
Avivó algo la marcha cuando empezó a descender una pendiente cubierta de matojos. Algunos novillejos pelados huyeron al paso del caballo.
Hal oyó de pronto golpear de cascos contra el suelo, bien distintos del golpe de las pezuñas del ganado, señal de que se aproximaba algún jinete. Poco después se recortó a poca distancia frente a él la silueta del intruso, que llamó a gritos al veterano.
A la distancia que aún les separaba, Hal no podía distinguir las facciones de aquel hombre, ocultas bajo las amplias alas de su sombrero de cowboy.
—¡Eh! Miss Virginia me encargó que le saliera al encuentro, Hal. Necesita usted alguien que le proteja llevando encima todo ese dinero. ¡Espérese un momento, viejo endemoniado!
El tono era jocoso, amistoso. La voz era la misma gutural y ronca de Johnny Boot.
Y, sin embargo, en el rostro de Hal volvió a cernirse la sospecha. No estaba tan seguro ahora, conforme se acercaba el jinete, de que aquel hombre fuese su amigo Johnny. De todos modos, se dispuso a tirar de las riendas de su montura para detenerla en su galope. Un segundo después su mano fue rápidamente a la culata de su revólver, pero no llegó a tiempo de desenfundarlo.
¡Bang!
Un 45 vomitó plomo sobre Wheeler. El arma humeante, estaba en la mano del hombre cuya voz se parecía a la de Johnny Boot. Wheeler se tambaleó en la silla, pero su mano aún intentó sacar el revólver.
¡Bang!
El segundo tiro del jinete incógnito derribó al veterano de la silla, cayendo pesadamente sobre un montón de maleza y quedando tendido en tierra sin hacer el menor movimiento. Un par de novillos se le quedaron mirando de hito en hito, lanzaron un bufido y se alejaron presurosos al ver cabalgar hacia ellos al asesino. El bandido se apeó al llegar junto caído y aún le disparó otra vez, para estar más seguro de su muerte, la última bala atravesó el corazón del veterano.
Luego, haciendo una mueca, el asesino enfundó su revólver, se inclinó sobre el cadáver y sus manos lo registraron febrilmente hasta encontrar la cartera que contenía los siete mil dólares en billetes. En sus labios se dibujó una odiosa sonrisa.
Montó de nuevo a caballo y se alejó a galope tendido, dirigiendo su montura en sentido diagonal hacia el lado opuesto del valle. Cruzaba el terreno un río. Sus aguas facilitarían al bandido el medio de borrar sus huellas.
Unos centenares de metros cabalgó dentro del agua. Empezaban a brillar las estrellas en el cielo de Arizona cuando torció a al izquierda y empezó a cabalgar hacia un boscaje de algodoneros. Se oyó un silbido que partía de la arboleda y, un segundo después hizo su aparición la figura borrosa de un hombre.
—¿Tuvo usted suerte con...?
—¡Basta!
El jinete calló en el acto y desmontó.
—¡Habla bajo! —ordenó el hombre que estaba en la linde del bosquecillo—. ¡Nada de nombres!
—Muy bien, patrón.
El hombre que había estado esperando parecía agachado, aunque era bastante más alto que el recién llegado.
—¿Tuvo usted suerte? —repitió, esta vez en voz más queda.
—No se trata de suerte —contestó el otro con sequedad—. Tenía un plan y lo he realizado.
—¿Tiene el dinero?
—¿No fui a buscarlo? —contestó más un gruñido que una voz humana.
El asesino le entregó la cartera al hombre corpulento.
—¡Aquí está! Tómela. Dé la vuelta y cabalgue hacia el rancho desde el Sur. Si intenta hacerlo por la frontera, más le valdría no haber nacido.
—No pienso hacer semejante cosa, patrón —contestó el interpelado—. Seguiré sus órdenes.
El hombre corpulento se dirigió hacia donde tenía su caballo.
—Ahora ya es cosa segura —dijo, al regresar—. Ahora no pueden vencernos, pero se me ocurrió algo mientras usted estaba fuera, patrón.
—¿Qué? —contestó el otro, con su tono seco habitual.
—Pues que no me parece lo mejor para nuestros propósitos el agarrar el Slash C. Está a poca distancia de la línea internacional, a la que se puede llegar con sólo una noche a caballo, desde la puesta a la salida del sol. Está demasiado cerca de la frontera para no despertar sospechas.
—¿Y qué quieres decirme con eso? —preguntó el que llamaba patrón—. Creo que todo eso ya lo sabíamos antes.
—Es verdad, pero desde que yo me he hecho responsable de esa faena, deseo jugar a salvo de todas esas cosas...
—¡Más vale que...! —contestó el otro, con indiferencia.
—Ya sé lo que va a decirme, patrón, pero se me ocurre una cosa acerca de eso.
—¿Cuál?
El hombre extendió el brazo hacia la obscuridad, donde se alzaban las cumbres de San Lorenzo.
—Detrás de esas montañas está el distrito de Trinchera.
—¿Y qué?
—Y el sheriff del distrito de Trinchera es Pistol Pete Rice.
—¿Y qué tenemos con eso? El Slash C. no está en el distrito de Trinchera.
—Pero no impediría que Pete Rice cayese sobre nosotros si le venía en gana. Dicen que es un hombre que huele a cien kilómetros lo que ocurre en toda esta parte del Estado. El único hombre que podría estropearnos este negocio es Pete Rice.
Su interlocutor sacó su 45 de la funda. Expelió los tres cartuchos vacíos por los anteriores disparos y metió otros tres nuevos de las cananas que llevaba en el cinto.
—Pisto Pete Rice es un hombre como cualquier otro —dijo—. Somos muchos los que participamos en este negocio. Tenemos muchos revólveres y con uno solo de estos “muchachos” —añadió, golpeándose en la canana— podemos darle lo que se merece. ¿Ha visto usted alguna vez a Pete Rice?
El hombretón movió la cabeza en un gesto negativo.
—No lo he visto nunca, patrón. Los de mi cuerda nos hemos apartado siempre del distrito de Trinchera, pero he visto varias veces su retrato en los periódicos. Creo que le conocería si viniese contra nosotros.
El más pequeño de los hombres se quedó un momento pensativo, hasta que acabó por decir:
—Ponga un par de hombres que vigilen los caminos que vienen del Norte. Si ven aparecer a alguno que les parezca demasiado curioso, que caigan sobre él. Si se equivocan, no se habrá perdido gran cosa. Si es Pete Rice nos libramos de ese moscón que tanto le preocupa. Y ahora, creo que lo mejor que puede usted hacer es ir donde le he dicho.
—Muy bien, patrón.
Y el bandido espoleó su caballo y se dirigió, galopando, hacia el Sur.