CAPÍTULO III

LOS JINETES VAGABUNDOS

La muchacha se estremeció. Sabía que en aquellas tierras salvajes, los hombres solían con frecuencia tener un fin trágico; pero hasta aquella noche la muerte violenta de un ser le había parecido una cosa remota. Hízose, no obstante, cargo de la situación y dijo dirigiéndose al cocinero Wan Lo:

—¿Dice usted que vió el asesinato, Wan Lo?.

El interpelado afirmó con energía:

—¡Lo vi! Hace mucho tiempo que Moy Tang sacó cuchillo y clavó en espalda de Chung Yun. ¡Sí!

—Este no es espectáculo para usted, miss Calvert —dijo Quayne a la joven dulcemente—. ¿Por qué no se retira a sus habitaciones y deja esto para nosotros, los hombres?

—Pero esta aún es mi casa —protestó Virginia—. Creo que me corresponde a mí conocer todos los detalles de lo que ha pasado.

—Se trata de un sencillo y clarísimo caso de homicidio cometido por Moy Tong.

En realidad parecía lo mejor. El cocinero Wan Lo contó cuanto sabía del asesino. Luego habló en cantonés a Moy Tong.

El acusado inclinó la cabeza con muestras de resignación. No hizo resistencia alguna cuando Johnny Boot y otro de los vaqueros del rancho le ataron las manos y se dispusieron a conducirlo a la ciudad. El chino asesinado fue envuelto en un poncho y atado a la grupa de un caballo.

Virginia observó todos los preparativos frente a la puerta principal de la casa. Por un instante experimentó el deseo imperioso de seguir a la caravana hacia el Este, pero logró al fin dominarse y permaneció en el rancho.

Los huéspedes del Slash C. fueron muy bondadosos con ella. Cuando al fin se retiró a sus habitaciones estuvieron haciéndole compañía gran rato. Eran todos hombres de posición que pagaban altos alquileres por el privilegio de residir en el rancho.

—No se deje usted impresionar por este desgraciado incidente, miss Virginia —le dijo amablemente Elbert Vaughn—. Por un homicidio no vamos a desertar de aquí. Por mi parte, pienso seguir en el rancho algunos meses. Precisamente he empezado a tejer una nueva manta.

—Han sido todos ustedes muy amables conmigo —contestó Virginia.

Vaughn esbozó una sonrisa.

—Puede usted contar siempre con nuestra cooperación.

Elbert Vaughn era un artista soñador de abundante caballera. No era la casualidad la que, como a la mayoría de su compañero le había llevado a aquellos parajes. Tejía alfombras indias y mantas y moldeaba el barro. Podía pintar flores y dibujar delicados en platos y había descubierto algunas especies originales de alfarería Papago India, cerca de Broken Arrow e intentaba reproducirlas.

Los otros hombres trataban a Vaughn con una especie de amable tolerancia, excepto Orvin Reynal.

Reynal estaba sentado en un gran butacón cerca de la ventana. Era un hombre elegante, aun cuando su rostro largo y delgado mostraba poca consistencia. Su frente era espaciosa, y en sus ojos profundos brillaba la inteligencia. Miraban de una manera escudriñadora aquellos ojos.

Virginia sentía cierta desconfianza hacia aquel hombre. Su rostro tenía una palidez especial parecía continuamente pensativo. Sabía muy poco acerca de su pasado, salvo que era un profundo conocedor de las leyes.

Virginia había notado que cuando Reynal miraba a Vaughn, se pintaba en sus ojos algo como aversión, odio. Por su parte, Vaughn parecía no darse cuenta de que existiera Reynal.

Reynal fue el único de los huéspedes que no se ofreció a Virginia en aquellas circunstancias. El repugnante asesinato le había dejado indiferente. Parecía no preocuparse más que del profundo rencor que disfrazaba su personalidad.

Los demás huéspedes dieron a Virginia la seguridad de continuar en el rancho. Justo Otera, un exportador adinerado de Tampico, México. Clinton Borrel, que había hecho su fortuna en un importante comercio de manufacturas diversas. Jeff Carter, que era natural de Alaska, y aseguraba haber extraído mucho oro en el Polo Norte.

Sus bondades no hacían más que aumentar la tristeza de Virginia Calvert. No tenía el valor suficiente para decirles que ella sólo podría disponer del Slash C. unas pocas horas más.

Es probable que hubiese podido pedirles que le prestasen el dinero necesario para pagar la hipoteca, pero no era esa su manera de ser. El préstamo llevaría aparejado un riesgo. Aquel era un país de bandoleros a caballo. La muchacha no quería aventurarse a perder el dinero de sus generosos amigos.

Miró en torno suyo buscando a Smiley, pero el sordomudo había desaparecido. En aquellos momentos Smiley iba a horcajadas de un veloz caballo castaño y galopaba a una marcha más que regular por el camino que llevaba hacia el Norte. Pero ahora Smiley no montaba torpemente como lo hiciera frente a la galería de la casa del rancho y, además, parecía haber recobrado de pronto el don de la palabra.

—¡Adelante, muchacho! —apremiaba a su caballo—. ¡Nos quedan aún unas cuantas millas que hacer y no quiero estar fuera mucho tiempo!

Era muy cerca de medianoche cuando oyó el ruido de caballos que se acercaban. Guió a su montura al abrigo de un bosquecillo de algodoneros y esperó oculto en él.

La luz de la luna recortó bien pronto las figuras de los jinetes que se acercaban. Uno de ellos era un individuo diminuto, de rostro enjuto. Su compañero no pesaría menos de trescientas libras. Ambos llevan el traje usual en los vaqueros.

El hombre llamado Smiley ululó como una lechuza. El más pequeño de los jinetes paró en seco su montura.

—¡Por los cuernos del diablo! —exclamó—. ¡Esa es la señal de Pete Rice!

—¡No volveré a comer carne en mi vida, si no es él! —dijo su compañero.

Un segundo después estaban reunidos los tres al abrigo de los algodoneros del bosquecillo. Eran los tres luchadores más duros, los tres mejores tiradores, los más sagaces comisarios de todo el Suroeste.

Eran “Pistol” Pete Rice, sheriff del distrito de Trinchera, y sus dos inseparables comisarios: Hicks “Miserias” y “Teeny” Butler.

Con la mayor brevedad posible el sheriff Pistol Pete Rice explicó a sus dos comisarios cómo estaba representando el papel de sordomudo Smiley en el rancho Slash C. Díjoles también cómo su caída dentro de un charco de barro había interrumpido la peripatética declaración de amor de Ramón Laredo, que pretendía unirse en matrimonio con Virginia Calvert.

—En esta región está sucediendo algo bastante raro —continuó diciendo—. Tenemos que averiguar quién ha asesinado a Hal Wheeler y desentrañar el por qué del asesinato de ese chino en la cocina. No estoy convencido de que el que han acusado como asesino sea el verdadero culpable, pero tenemos que trabajar a escondidas, por lo menos hasta averiguarlo.

—¿No podíamos practicar algunas detenciones con lo que tú ya sabes, patrón? —preguntó Hicks “Miserias”.

—Tal vez podríamos, pero tenemos que descubrir a los jefes. Se me figura que hay en todo esto alguna conspiración de cierta envergadura. Debe haber mucho dinero a ganar para alguien. Prenderemos al jefe o los jefes.

El anguloso y talludo sheriff sonrió astutamente y continuó:

—Si tratas de pescar a un hombre, déjale que se apodere de una de las esquinas de un billete de diez dólares. Es entonces cuando te convencerás de si lo suelta o si tira de él hasta partirlo en dos. La fortuna que esperan obtener los granujas que operan en esta conspiración, dará con ellos en la cárcel... en el extremo de una cuerda.

Los penetrantes ojos del mayor de los dos comisarios brillaron intensamente ante la perspectiva de aquel nuevo asunto.

—Bien, nos pondremos en camino en cuanto recibamos tu carta, Pete —dijo—. Me alegraré mucho de que nos reunamos pronto. No sabemos con exactitud cómo debemos actuar, a menos que nos dés instrucciones.

Pistol Pete Rice permaneció pensativo unos segundos. Sacó de uno de sus bolsillos una bola de goma y empezó a mascarla concienzudamente.

—El nuevo capataz allí, Luke McCarron, es un hombre en el que no tendría confianza alguna, lo mismo que si cogiese una oveja por el rabo —dijo—. Tengo la idea de que está formando una cuadrilla de salteadores.

Un momento examinó los tal vez demasiado nuevos vestidos de sus comisarios.

—Lo único que tengo que deciros, muchachos, es que os ocultéis hasta mañana. Entonces cabalgad hasta el Slash C., en dónde os presentaréis como jinetes vagabundos, pero vestiros con la ropa más sucia y más deteriorada que tengáis. Uno de vosotros puede agujerear su sombrero de un balazo. Hay que actuar de manera misteriosa. Cuanto más aparentéis ser hombres fugitivos, más fácil es que McCarron os admita a su servicio.

Otra vez mascó la goma, pensativamente.

—No puedo precisar qué es lo que va a ocurrir en el Slash C., pero me apuesto cualquier cosa a que se trata de un asunto en grande. Vais a meteros en un verdadero peligro, muchachos, en el instante en que pongáis el pie en los terrenos del Slash C.

Pete Rice añadió con una mueca burlona:

—Creo que nadie será capaz de apararos los pies en cuanto hayáis echado a andar...

Hicks “Miserias”, el diminuto comisario, lanzó a los vientos uno de sus discursos más explosivos.

—¡Vientre de ballena! —exclamó—. ¡Déjame a mí esos granujas! ¡Yo puedo cascar a cinco de esos pillos que quieren sacrificar a esa pobre muchacha desamparada!

En boca de algunos hombres estas palabras podían haber sonado a baladronada, pero Hicks “Miserias” había demostrado ya infinitas veces su valor y su habilidad en la pelea. En su residencia en la Quebrada del Buitre, Hicks era barbero, cuando no estaba actuando como comisario en el camino, pero siempre estaba más a gusto en su mano el revólver que la navaja de afeitar o la maquinilla de cortar el pelo.

Los tres comisarios siguieron hablando por espacio de una hora. Pasada ésta, Pete Rice dirigió la cabeza de su caballo hacia el rancho de Slash C.

Ya se había puesto hacia rato el sol por el Oeste, a la tarde siguiente, cuando dos jinetes llegaron cabalgando hasta el patio del rancho Slash C. Sus cansados caballos estaban cubiertos de una costra formada por el sudor y el polvo del camino. En el sombrero del más pequeño de los dos hombres podía verse el agujero de una bala. Las camisas y los trajes de ambos estaban hechos jirones y tenían un color indefinible, como de prendas que hacía tiempo que no conocieran la limpieza.

Sus zahones estaban llenos de arañazos y desgarrones, y en los del mayor de los dos jinetes, podía verse un agujero que ni los abrojos ni las ramas de los arbustos podían haber hecho. Era un agujero de bala.

El más pequeño de los dos forasteros fue el que llevó la voz cantante en las explicaciones de su llegada. Sus ojos azules iban de un lado a otro, mientras se dirigía al capataz del rancho, Lucke McCarron. Unos ojos movibles indican, ordinariamente, un carácter movible también. Además, el pequeño orador hablaba saliéndole las palabras por la comisura de los labios, como un ex convicto o un hombre perseguido o fugitivo.

—No estamos necesitados de nuevo personal —le dijo McCarron—. El Slash C. no es un asilo en donde vayamos a admitir a todos los jinetes vagabundos que se nos presenten.

Luke McCarron era un hombre de rostro cuadrado, de mandíbulas cuadradas, de hombros cuadrados, excepto en el carácter. Tenía los ojos como barrenados en la piel su boca denunciaba crueldad y su lengua era de víbora.

El pequeño fugitivo de los ojos azules, clavó la mirada como un puñal en el capataz del rancho. Su faz bronceada y correosa adquirió un tinte de dureza. Restregó la reluciente funda de cuero de sus pistoleras que descansaban sobre sus muslos.

—Está usted hablando con dos hombres que no son dos vagabundos vulgares —dijo de una manera significativa—. Somos gentes que saben llegar hasta donde es preciso.

Había algo insinuante en el tono con que fueron dichas estas palabras.

McCarron abrió los ojos.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó.

Fue el gigantón el que contestó:

—Yo soy Bill. El enano responde al nombre de Mike, si se le habla con buenos modos. Los demás nombres que nos han dado en nuestras andanzas es cosa nuestra. ¿Necesita usted buenos tiradores o no los necesita?

McCarron pareció durante un minuto o dos estudiar a aquel par de tipos.

—Bien, muchachos, quedáis admitidos —dijo al fin—. Necesito gentes que sepan algo de manejar novillos. Tengo además necesidad de enviar un hombre a perseguir un lobo. No me hacen falta gentes que se dediquen sólo a mascar y rascar.

Y añadió intencionadamente, dirigiéndose a los dos nuevos empleados:

—Supongo que no habréis dejado algún rastro reciente detrás de vosotros, ¿eh? No quiero en el Slash C. a gentes que tengan algo que ver con la justicia.

—¡Pardiez! Demasiado sabemos borrar una pista —dijo el más pequeño de los vagabundos—. ¡No hay ningún sheriff capaz de descubrir nuestras huellas!

McCarron torció su boca en una mueca burlona. Ni Bill ni Mike habían afirmado que no tuviesen algo que ver con la justicia, pero el aspecto de ambos había satisfecho plenamente al capataz. Montó rápidamente a caballo y se dirigió a los corrales de la casa.

—Id a dejar vuestros caballos en el corral y dejad el equipaje en el cobertizo. —dijo antes de marcharse—. Tal vez os necesite para un trabajo especial esta noche. Decid al cocinero chino que McCarron os ha admitido como empleados.

Cuando el capataz hubo desaparecido, lo dos vagabundos cambiaron entre sí una extraña mirada.

—Lleva los caballos al corral, Bill —dijo el más pequeño de los dos—. Yo llevaré nuestro equipaje al cobertizo.

Los dos comisarios no habían mentido al decir que se llamaban Bill2 y Mike3. El más pequeño era Lawrence Michael Hicks, mientras que su compañero, el gigantón tenía un pasaporte en el que podía leerse William Alamo Butler.

Este último llevó los caballos hacia el corral y Hicks “Miserias” los equipajes de ambos al cobertizo. Pero al entrar en éste, Hicks “Miserias” experimentó el primer sobresalto y dio muestras de una excitación extraordinaria. Era su sino, sin duda.

En el interior del cobertizo destinado a vivienda de la servidumbre estaba un hombre, que lanzó una rápida y penetrante mirada al recién llegado y dejó escapar un grito de sorpresa. Su mano derecha como una garra cayó sobre su espalda.

Pero Hicks “Miserias” fue más rápido que él. Con la presteza de un rayo, las manos del diminuto comisario llegaron a sus caderas y un momento después encañonaba a su enemigo.

—¡Arriba las manos! ¡Pronto! —ordenó.

—¡Hicks “Miserias”! —exclamó aquel hombre alzando ambas manos sobre su cabeza. Estaba cazado.

Pero Hicks “Miserias” se daba cuenta de que la entrada en el cobertizo en aquellos momentos de alguno de los vaqueros de Slash C. frustraría los propósitos suyos y los de Teeny y Pete Rice.

Porque aquel hombre que tenía delante con las manos en alto, era un individuo conocido con el apodo de “Gila Kid”, un traidor renegado reclamado por la justicia de tres Estados.

Gila Kid había sufrido un arresto en la cárcel de la Quebrada del Buitre, mientras Pete Rice se hallaba ausente investigando un caso de asesinato cometido en las inmediaciones del distrito. Por eso el renegado no había podido reconocer en el sordomudo Smiley al sheriff Pistol Pete Rice.

Pero sí reconoció a Hicks “Miserias”, como reconocería a Teeny Butler en cuanto lo viese. La salvación de los tres comisarios dependía del silencio de aquel hombre. Había que hacer callar para siempre a Gila Kid... y eso con la mayor prontitud posible.

Gila Kid, venenoso, criminal, tenía una inteligencia despierta y comprendió desde el primer instante lo crítico de la situación dándose cuenta de que el pequeño comisario debía hallarse en el Slash C. cumpliendo una misión oficial.

—¿Qué es lo que quiere usted de mí? —peguntó nerviosamente—. He cumplido mi arresto en el calabozo de la Quebrada del Buitre. No puede usted acusarme ahora de nada. Yo soy aquí en Slash C. un ciudadano honrado que se gana la vida con su trabajo.

“Miserias” comprendió que aquel granuja lo que quería era ganar tiempo para dar lugar a que entrase alguien del rancho en el cobertizo. Eso era lo que había que evitar a toda costa.

El comisario no quería disparar su revólver, ni aun en el caso de que Gila Kid hiciese uso del suyo, porque el ruido se oiría en todo el rancho.

Observó que el bandido, a tiempo que daba un paso hacia delante, iba bajando casi imperceptiblemente una de sus manos para coger un arma.

“Miserias” entró en acción. Aun no había llegado la mano de Kid a la mitad del camino cuando ya Hicks le había asestado un golpe formidable en la cabeza con la culata de su 45.

El revólver que Gila ya había asido cayó al suelo. El golpe le había aturdido, antes de que tuviese tiempo de apretar el gatillo.

“Miserias” dejó caer sus revólveres a su vez. Y enseguida: ¡Blam! ¡Blam! ¡Crack! Derecha e izquierda cayeron como una lluvia sobre la quijada del facineroso. El cuerpo de Hicks, aunque pequeño, tenía una fuerza extraordinaria, de la que sabía servirse con una precisión matemática.

Un puñetazo aplastó la nariz de Gila, otro le alcanzó de lleno detrás de la oreja. Gila Kid era un hombretón robusto, pero la fuerza de aquellos golpes acabó con su resistencia y su cuerpo cayó pesadamente delante de la puerta del cobertizo.

Y precisamente en aquel mismo segundo se oyeron pasos en el exterior.