CAPÍTULO XV
PREPARANDO LA ENCERRONA
Pete Rice habría visto muchas cosas. Porque aquella noche —una noche muy obscura— un tren descendía con un ruido sordo una colina sembrada de rocas a pocas millas debajo de la línea del ferrocarril Internacional de Bounudary. Resoplaban los caballos cuando tropezaban y resbalaban cuesta abajo la traidora pendiente. Los groseros y mal hablados tronquistas empleaban sus látigos con crueldad.
Flanqueando ambos lados del tren podía verse a varios jinetes de rostros patibularios, con las manos descansando en las culatas de sus 45. Guardaban todos un silencio huraño, excepto los dos hombres encaramados en el primero de los vagones.
—Desde luego, que si algo fuese mal..
—¡Nada irá mal! —interrumpió resueltamente su compañero—. Nada irá mal siguiendo mis planes. Atravesaremos las quebradas sin ser vistos, o bien, en caso de que seamos perseguidos, meteremos a Pete Rice y a sus dos comisarios en una trampa de la que será imposible que se escapen.
—Pero la reputación de Pete Rice...
—¿Y qué tenemos con eso? —interrumpió de nuevo la misma voz resuelta de antes—. ¿No se ha visto fracasar hasta ahora a todos los agentes de la autoridad? El comisario May está ahora en la penitenciaria del Estado por robar la caja del distrito, ¿no es eso? No podía ser tan famoso como Pete Rice, pero tenía la misma reputación de honradez.
—¿Pero suponiendo que no seamos perseguidos?...
—Aun si así fuera, atravesaremos las quebradas y sacaremos de ello buen provecho. Podremos madurar nuestros planes para atrapar a Pete Rice la próxima vez, o la otra.
—Si nos persiguen hay que acabar con todos los miembros de la Patrulla de la Frontera. Los muertos no pueden ir con cuentos, pero si no conseguimos segarlos a todos y alguno de ellos escapa herido... mejor, no creo que les haga mucha gracia a Pete Rice y sus comisarios cuando esos hombres hablen.
Guardaron silencio unos instantes. Los vagones del tren chirriaban escandalosamente. Hacia delante del convoy se extendía la frontera y al otro lado estaba el Estado de Arizona. Era un paraje solitario y devastado, en el que sólo sobresalían masas rocosas en las que crecía la artemisa y el mezquite. Rugía el viento fúnebremente sobre el terreno desierto.
—¿Está usted seguro de que los componentes de la Patrulla de la Frontera conocen la voz de Rice? —preguntó el primero de los hombres.
—Desde luego. Rice es conocidísimo en todo el Estado de Arizona. Es un hombre completo. Nada tengo que decir contra él personalmente, pero ya me ha costado mucho dinero. Es este un negocio demasiado importante para mí. Si alguien, Pete Rice o cualquier otra persona, intenta atravesarse en mi camino, peor para él. Yo tengo un cerebro y el cerebro se nos ha dado para que nos sirvamos de él.
Seguía el tren vía adelante. Cruzaron la frontera. El hombre que acababa de brabuconear de la manera referida, saltó del primer vagón y se ocultó bajo el encerado de uno de posteriores.
—¡Alto!
Esta orden cortante, partió de la obscuridad como un tiro. El conductor del vagón que iba en cabeza detuvo el coche y los conductores de los restantes vagones le imitaron.
Varios individuos de la Patrulla de la Frontera se acercaron a caballo a los vagones, para cumplir con su deber de cerciorarse de que no se trataba de introducir algún contrabando en los Estados Unidos. Los fieles componentes de la Patrulla de la Frontera, exponían sus vidas todas las noches. El heroísmo era en ellos como una segunda naturaleza. Eran todos hombres duros, que mantenían la frontera infranqueable.
—¿Qué llevan ustedes en esos vagones? —preguntó autoritariamente uno de los vigilantes montados.
El conductor del primer vagón se inclinó hacia delante y sondeó con la vista la obscuridad.
—¿Quiénes son ustedes —preguntó—, y qué desean?
—Soy el cabo Santee, de la Compañía M. De la Patrulla de la Frontera —fue la seca contestación.
El conductor del vagón se echó a reír.
—Perdone, es lo último que podía ocurrírseme —dijo afablemente—. Me alegro de conocerle, cabo Santee. Crea que estoy muy contento de ello. Yo soy Frank Harron. ¿No ha oído hablar de mí?
—No —contestó el cabo con frialdad.
—Pues es extraño, porque la mayoría de las gentes de por aquí me conocen. Me dedico al negocio de ganados. Calculo que mi tren se ha metido por un camino de ladrones o montoneros.
Uno de los componentes de la Patrulla de la Frontera había encendido una linterna. A su resplandor pudo verse que Aarón era un hombre corpulento, con unas cejas muy espesas y una mandíbula poderosa. Llevaba un sombrero Stetson de amplias alas y copa baja. Su traje de pana ajustado a sus formas musculares, indicaba bien a las claras que se trataba de un ganadero adinerado.
—Le he preguntado a usted qué llevaba en esos vagones —repitió el cabo Santee.
—Carne de buey... carne de buey en adobo —contestó Aarón—. Sabrá usted que yo tengo intereses en todo Sonora. Tengo unos cuantos ranchos en la Sierra Madre. Tengo un matadero en Magdalena. Adobo mi carne al Sur de la frontera y luego la traigo a través de ella.
—Pero eso me parece algo irregular —observó el cabo.
Aarón volvió a reírse.
—Se lo parecerá, pero no voy a perder el dinero dejando que otros hagan lo que puedo hacer yo. Es más barato el trabajo en Méjico. Mis peones trabajan para obtener frijoles, marijuana y tequila.
—De todos modos voy a echar una ojeada a esos vagones —contestó el cabo.
—Mire lo que quiera —dijo Aarón afablemente—. Convénzase por sí mismo que todo está normal.
El cabo Santee murmuró algo entre dientes y se volvió hacia los dos hombres:
—Saltad a esos vagones y mirad lo que hay dentro. ¡Y vosotros, ayudadles!
Los dos soldados de la frontera saltaron a dos vagones y exploraron su contenido.
—Cargados de buey adobado, cabo —dijo uno de ellos al cabo de un rato.
—Aquí también, cabo —dijo el otro.
—¿Lo ve usted? ¿Está satisfecho? —preguntó jovialmente Aarón—. ¿Quiere usted echar un trago? ¡Es un vino que está pidiendo beberlo!
—Gracias, no bebo —contestó secamente Santee—. Y no estoy completamente satisfecho. Esto no me parece natural. Está usted empleando mejicanos para que el trabajo le resulte más barato, pero los conductores de sus vagones me parecen americanos y dos o tres vaqueros podían haber transportado toda esta carne perfectamente.
—Verá usted, cabo —empezó a decir Harron—. Esto es como...
—¡No me importa! —le interrumpió Santee—. ¡Muchachos! —añadió dirigiéndose a dos de sus hombres—. Dad una mano a Tilden en ese segundo vagón. Sacad un par de esas reses muertas hasta llegar a la capa interior.
Harron protestó, pero sus protestas no impidieron el que los agentes obedecieran las órdenes recibidas. El cabo Santee desmontó a su vez y se encaramó al segundo vagón y ayudó a sus hombres a remover una de las reses de la capa superior, y empezó a mirar en una de las reses que había debajo.
—¡Traed aquí la linterna! —gritó a sus hombres.
Los rayos iluminaron la parte superior de una de las reses. Santee la hurgó por la parte del vientre. El interior del buey estaba relleno con algo envuelto en un poncho de goma. Y aquel algo no sólo se movía, sino que dejó oír unos agudos chillidos en una extraña jerigonza.
—¡Chinos! —gritó Tilden—. ¡En la mayoría de estos bueyes llevan chinos escondidos!
Tilden saltó a tierra y lo mismo hizo el cabo Santee. Todos los hombres de la Patrulla de la Frontera tenían sus armas en la mano.
—¡Están ustedes todos arrestados! —gritó el cabo Santee—. ¡Es inútil que traten de hacer ninguna resistencia! Somos empelados federales y los Estados Unidos apoyan la conducta de sus hombres.
Su revólver encañonó a Harron al notar que éste hacía un movimiento sospechoso.
—¡No gaste bromas ahora! Tiene usted para unos cuantos años por esta faena en la Penitenciaria Federal, pero si intenta usted alguna resistencia y tiene la desgracia de matar a alguno de nosotros, será condenado a la horca por asesino. Tenga un poco de sentido común.
Súbitamente se oyó el ruido de cascos de caballo en la parte posterior del convoy y varios jinetes aparecieron como surgiendo de la obscuridad. Eran los bandidos que iban custodiando el tren.
¡Ba-ram! ¡Bang! ¡Bang!
Una llamarada de fuego brotó de los revólveres de los acompañantes del convoy. Santee y la mayoría de sus hombres contestaron disparando a su vez. Creyeron que iban a morir, pues desde luego eran notoriamente inferiores en número pero su único pensamiento fue hacer el mayor estrago posible antes de caer.
Una granizada de plomo tumbó a Tilden antes de que pudiesen apretar un gatillo de su rifle. Poco después una bala alcanzándole de pleno dio en tierra con el cabo Santee. Era una verdadera lluvia de plomo la que caía sobre ellos.
Antes de morir, sin embargo, y mientras la muerte no llegó a enseñorearse de sus órganos vitales, Santee aun tuvo tiempo de dar cuenta de dos de aquellos granujas.
Sus restantes hombres peleaban duramente, sometiendo a los bandidos a un fuego cruzado despiadado. La linterna se había hecho añicos de un balazo y los soldados de la Patrulla no podían ver a sus enemigos bien, pero sus balas no dejaban de hacer blanco.
Los chinos lanzaban chillidos de terror, mezclados con algunos aullidos de dolor, pues varios de ellos resultaron heridos en el tiroteo. Los pobres estaban aprisionados en las reses, imposibilitados de huir. Los componentes de la patrulla, comprendiendo que aquellos infelices eran inocentes, trataban de desviar sus tiros de los vagones y así lo hicieron hasta que los bandidos buscaron protección contra sus balas dentro del tren.
—¡Cortarles la retirada! —gritó una voz que venía de la oscuridad—. ¡Es muy fácil! ¡Si no acabáis con ellos, jamás podremos nosotros volver a la Quebrada del Buitre! ¡Rellenad esas mollejas de plomo! ¡No dejéis a uno vivo para que pueda contarlo!
Dos soldados de la Patrulla de la Frontera se habían retirado al abrigo de unas peñas y uno de ellos disparaba con su rifle automático contra los vagones.
—¡Caramba! —dijo uno de ellos a su compañero—. ¡Yo conozco esa voz! ¡Y sin embargo, es imposible!
—¡Por todos los diablos! —gritó otra voz en la obscuridad—. ¡El empresario de pompas fúnebres se va a enternecer cuando meta a esos federales en una caja de pino! ¡Claro que los rellenaremos con plomo!
Las balas seguían saliendo de los vagones y otro de los soldados de la patrulla cayó hacia delante con el corazón atravesado de un balazo.
—¡Hay algunos escondidos! —gritó una tercera voz en las tinieblas—. ¡Vamos a buscarlos, “Miserias”! ¡Ya has oído que nos han dicho que no dejemos a ninguno con vida! ¡Yo mataré uno!
—¡Yo ya he escogido mi blanco, Teeny! —se oyó contestar.
E inmediatamente se oyeron dos detonaciones. Ya no contestó a los disparos ningún soldado. Una figura tenebrosa salió de debajo del encerado del vagón posterior del convoy y se sentó en el borde del coche.
—¡Adelante! —le gritó alborozadamente a Harron.
Los latigos silbaron sobre los caballos. El vagón que iba en cabeza empezó a andar y los demás le siguieron.
El hombre que estaba junto a Harron, soltó una carcajada.
—¡Bien trabajado! ¿Verdad? —preguntó.
—¡Admirable! —admitió Harron—. Si todos los hombres de la Patrulla han muerto y... —Si han muerto todos, cobraremos mil dólares por cabeza de esos amarillo... menos por unos cuantos que han muerto. Si alguno de esos soldados ha logrado escapar... ¿creo que ha oído usted esas voces?
—Parecían exactamente las de Pete Rice y sus dos comisarios —dijo Harron entusiasmado—. Creo que hemos ganado la partida.
Y azotó con furia a sus caballos con el cuero de su látigo.