CAPÍTULO V
UNA MAQUINACIÓN DESHECHA
Los comisarios de la Quebrada del Buitre pusieron sus monturas al galope en la obscuridad. Sabían que estaban desempeñando una misión peligrosa. Iban camino de un probable encuentro, en el que no podían defenderse, puesto que sabían que sus presuntos enemigos eran personas decentes.
Sin embargo, ambos comisarios iban equipados convenientemente para defenderse sin necesidad de disparar un solo tiro. Hicks “Miserias” llevaba sus bolas.
Este instrumento, usado principalmente en la Argentina para sujetar al ganado bovino y cazar potros salvajes, consistía en tres correos de cuero crudo terminadas en sendas bolas metálicas. “Miserias” sabía arrojar sus bolas con rara habilidad y precisión.
Varias veces había conseguido evitar la fuga de un bandido con su arma de tres brazos. Lanzada a las piernas de un fugitivo, las tres tiras de cuero se enroscaban en ellas y determinaban la caída violenta del fugitivo.
Al mismo tiempo que las “bolas” habían metido a más de un bandido en la cárcel, también es verdad que los habían salvado de ser agujereados por las balas.
Teeny Butler, por su parte, llevaba también un arma original. En su mano derecha, del tamaño de un jamón, empuñaba el mango de un largo látigo de cuero, al que llamaba su “toro amaestrado”.
Este látigo era como una mano que tuviese un alcance de varios pies. Teeny lo empleaba con la misma seguridad que su 45, lanzándolo con rara precisión conseguía arrebatar un cuchillo o un revólver de la mano de un bandido. Un tirón seco arrancaba el arma, una vez enrollada la punta del látigo a la muñeca.
A unas tres millas de distancia del rancho los dos comisarios iniciaron la escalada de un monte arbolado. En el valle que se extendía bajo avanzaban a campo descubierto cinco jinetes, que se dirigían en línea recta hacia los dos representantes de la autoridad.
A unas pocas yardas de la cresta coronada de pinos los cinco hombres experimentaron una desagradable sorpresa. Los dos comisarios lanzaron una verdadera rociada de plomo sobre ellos; aunque diestros ambos en el manejo del revólver, procuraban que las balas no hicieran más que asustar a aquellos hombres.
Los recién llegados no eran cobardes y lanzaron agudos gritos de reto al mismo tiempo que empuñaban sus revólveres. La luz de la luna, dándoles de pleno, puso de manifiesto la honradez que se pintaba en sus facciones.
El jinete que iba en la cabeza del grupo era un fornido hombretón de mediana edad con una barba a lo Van Dyck. Llevaba un traje elegante ciudadano y en toda su figura y en sus ademanes se adivinaba al hombre de posición y acostumbrado al mando.
—¡Cazadme a esos granujas, muchachos! —gritó—. ¡Son ladrones de ganado! No sirven para otra cosa que para carnada de buitres. Además no saben manejar un arma. ¡No son capaces de acertar a un burro a diez pasos de distancia!
Hicks “Miserias” dejó escapar un juramento de indignación. Había desmontado rápidamente y estaba oculto tras el tronco de un pino.
—¿Qué es eso? —gritó, a voz en cuello—. Voy a hacerle rectificar esa opinión en el acto. ¡Fíjese en esto, señor Barbas de Trigo! ¡Voy a hacerle un agujero a una pulgada por encima de la cinta de ese magnífico Stetson que lleva en la cabeza!
¡Crack!
Rotó una llamarada de la boca del cañón del revólver de “Miserias”. El sombrero dio un pequeño salto en la cabeza del jinete barbudo, pero no cayó al suelo.
—¡Pardiez! —exclamó otro de los jinetes, que estaba junto al jefe—, ¡lo ha hecho como lo ha dicho! ¡Ha agujereado su sombrero a una pulgada de la cinta!
—¡Ha cumplido lo prometido! —gritó Teeny Butler a su vez—. ¡Y fíjese en esto, señor Barbudo! ¡Voy a cortarle el tercer botón del ala derecha de sus zahones!
¡Bang!
El revólver de Teeny habló amenazador ahora, y un disco brillante saltó en el aire a un metro de altura. ¡Era el botón niquelado, el tercero precisamente, del ala derecha de los zahones del hombre de las barbas a lo Van Dyck!
—¡Mil rayos! —dijo la voz de uno de los jinetes—. ¿Qué quiere decir esto?
—Es sencillamente demostrarle que conocemos el oficio —contestó Hicks “Miserias”—. Ya ven ahora lo que somos capaces de hacer. ¡Suelten los revólveres... y arriba las manos!
Los comisarios habían demostrado suficientemente que eran dueños de la situación. Las manos de los cinco hombres se alzaron al cielo. Los dos comisarios salieron del bosquecillo y se acercaron a los cinco prisioneros.
—Y ahora, vamos a ver, ¿quiénes son ustedes? —preguntó Hicks “Miserias”.
—¡Demasiado sabes quiénes somos y por qué estamos aquí! —contestó el que parecía jefe de aquellos hombres, el jinete barbudo—. Yo soy Bronson, del Rockin R.
Y añadió, volviendo la cabeza hacia el que se hallaba más cerca de él.
—Este es Sanderson, de la finca Pitchfork. Los otros son empleados nuestros. Vosotros habéis robado algunos bueyes de la propiedad de Sanderson y unos cuantos míos que teníamos en los corrales del embarcadero marítimo de Sweetwater.
—Eso es lo que nosotros queríamos saber. Mr. Bronson —dijo Hicks “Miserias”, en tono amistoso—. Nosotros no somos ladrones de ganado, aunque en realidad nuestra misión es guardar, si podemos, su ganado en nuestro poder.
El intrépido comisario hablaba dirigiéndose a Bronson. Sabía que en aquellos momentos ofrecía un blanco perfecto para cualquier tirador mediano, pero Hicks “Miserias” conocía a los hombres. Bronson y Sanderson, lo mismo que sus empleados podían tratar de capturarlos, pero estaba seguro de que no los matarían a sangre fría.
—Ahora, escuche lo que voy a decirle, Mr. Bronson —ordenó el diminuto barbero—, y no ponga en duda ninguna de mis palabras.
“Miserias” hizo una minuciosa explicación de su ingerencia en aquel asunto. Al principio Bronson y sus jinetes parecían incrédulos, pero gradualmente, conforme iba hablando “Miserias”, comprendieron que el fogoso comisario estaba diciendo la pura verdad. Los dos comisarios habían enfundado sus revólveres desde el principio de la conversación.
—Propongo que sus hombres vuelvan atrás —dijo Hicks, al terminar sus explicaciones—, y dejen este asunto en nuestras manos. A Teeny y a mí se nos paga para matarlos y no creo que usted tenga deseos de que no cumplamos nuestro deber.
Bronson estaba indeciso.
—Pero nosotros continuaremos persiguiendo a esos bandidos del Slash C. —arguyó.
—Sí, pero nosotros necesitamos que esos granujas obren en completa libertad durante un período de tiempo. Están sucediendo muchas cosas allí, además de lo del robo de ganado. Si ustedes permanecen quietos y en silencio, todo acabará perfectamente. Si no lo hacen así, además de entorpecer nuestro trabajo van a salir perdiendo.
Bronson asintió a estas palabras.
—Me ha convencido usted, Hicks. ¿Y usted qué piensa, Sanderson? —preguntó a su compañero—. ¿Cree usted que debemos dejar esta tarea en manos de los dos comisarios?
Sanderson asintió también.
—He oído hablar mucho de ellos —dijo volviéndose hacia los dos comisarios—, y su patrón, Pete Rice, que es un “as”.
Aún siguieron hablando un buen rato conviniendo los dos propietarios en conformarse de momento con la pérdida de su ganado. Los dos comisarios rogaron a los cinco hombres que guardasen secreto sobre cuanto acababan de hablar, y éstos, obedeciendo a las sugerencias de Hicks y Teeny, emprendieron el camino de regreso a sus lares respectivos.
Lo mismo hicieron los comisarios, hacia Slash C., y a un par de millas del cobertizo encontraron un pequeño campamento, en el que había una hoguera y una especie de corral. El ganado robado había sido metido en el corral. Era indudable que alguien estaba vigilando, porque saltó un grito de la obscuridad.
—¡Eh! ¿Qué desean ustedes? ¿Quiénes son?
La voz de Teeny sonó como un trompetazo.
—Nos envía McCarron —contestó—. Somos del Slash C., como creo que lo es usted.
Los comisarios siguieron adelante y comprobaron que no se trataba de un hombre, sino de tres. Dos de ellos estaban en primer plano y el tercero agazapado detrás.
El tercer hombre era pequeño y sus ojos tenían un centelleo asesino. Tenía unos colmillos sobresalientes que daban a su rostro una apariencia de roedor. Ni “Miserias” ni Teeny se fijaron en él al principio. Tenía el sombrero calado hasta los ojos y además la luz era allí bastante mala.
Los comisarios empezaron a hablar tranquilamente. Querían que aquellos hombres les creyesen como de los suyos. Estaban convencidos de que McCarron era un ladrón de ganado pero sospechaban que era algo más que esto y serían capaces de comprobarlo muy pronto. Tenían prisa por regresar para ponerse de acuerdo con su jefe, Pistol Pete Rice.
—Bien, compañeros —dijo Teeny Butler, perezosamente—. Vamos a galopar de nuevo para ver si McCarron tiene algún otro trabajo que encomendarnos. Podía ser...
¡Bang! ¡Ba-ram! ¡Br-rang!
Una llamarada iluminó súbitamente las tinieblas. El hombre menudo que se mantenía escondido enviaba una granizada destructiva contra los dos comisarios.
Las manos de los dos amigos se dirigieron instintivamente hacia sus 45, pero en el mismo instante entraban en acción los revólveres de los otros granujas. Pete Rice hubiese hecho uso de su inteligencia en caso parecido. Hubiera levantado los brazos para desembarazarse después de aquellos bandido, y eso fue, precisamente, lo que hicieron Teeny Butler e Hicks “miserias”.
—¿Qué demonios estáis haciendo, muchachos? —preguntó tranquilamente, Teeny mientras alzaba los brazos—. No hemos venido aquí para merendar balas. ¿No estamos trabajando todos para el Slash C.?
El hombrecillo de los colmillos de roedor dio un paso adelante. Se había echado hacia atrás el sombrero y los dos comisarios vieron su rostro completo por primera vez.
—¡Weasel Fenwick! —exclamó Teeny.
El gigantesco comisario acababa de reconocer a un bandido a quien el juez de la Quebrada del Buitre había sentenciado a siete meses de cárcel.
Weasel Fenwick había cumplido su condena, alimentando un odio furioso contra los comisarios, a los que había jurado matar en cuanto estuviese libre.
Aquel tipo de cara de rata hizo una mueca feroz. Ahora tenía a sus jurados enemigos bajo el fuego de sus revólveres.
—¡Quitadles esos cacharros, muchachos! —ordenó a sus compinches.
Los comisarios fueron desarmados en el acto.
Fenwick rió burlonamente y alzó sus revólveres una pulgada más altos. En su rostro repugnante podía verse el gozo lujurioso de aquel momento de venganza.
—¡Os quedan tres segundos de vida! —dijo a sus prisioneros.
Sus dedos se prepararon a apretar los gatillos de sus dos 45.
—¡Eh, espera un minuto! —dijo uno de los otros dos ladrones de ganado—. Nosotros recibimos órdenes de McCarron, puesto que es él el que nos paga. Seguramente que mandará matarlos en cuanto los vea y sepa quiénes son, pero McCarron no es hombre a quien le gusta que se le adelante. Si tú los matas todos nos habremos puesto enfrente de McCarron.
Fenwick dejó oír un gruñido, pero bajó las armas, lentamente.
—¡Perfectamente! —dijo, al fin—. Ve a decirle a McCarron lo que tenemos aquí. Ya sé cuál será su contestación: volarles la cabeza a este par de pájaros, pero no importa; ve a verle y recibe la orden, para más seguridad.
El hombre que había insistido en consultar con McCarron no tardó en ponerse en marcha hacia la casa del rancho. Los revólveres de Weasel Fenwick se alzaron otra vez apuntando a Teeny Butler, mientras que los de su compañero amenazaban a Hicks “Miserias”.
Fenwick soltó una carcajada, y su risa sonó como un gruñido.
—¡Si McCarron dice que os matemos, moriréis! —dijo—. ¡Y si dice que no os matemos, de todos modos moriréis! Sólo que si ocurre el segundo caso, tendré que pasar la frontera.
Su risa se convirtió en un verdadero acceso de histerismo, del que rezumaba un odio feroz.
—¡Sea como sea, os queda poco de estar en este mundo, y cuando estéis bajo tierra, si se presenta Pete Rice, que no debe andar muy lejos de aquí, le tocará a él a su vez, os lo prometo!