CAPÍTULO XI

DROGAS

Broken Arrow había sido en sus orígenes un poblado indio, habiéndose convertido en la actualidad en una ciudad ganadera con más de cinco mil habitantes. El barrio comercial, donde estaban instaladas todas las oficinas de negocios, comprendía varias manzanas de edificios. Muchos almacenes —una gran parte de ellos de verdadera importancia— tenían aspecto próspero. La casa consistorial era un edificio nuevo, digno de una gran población. Pero fue hacia la parte más pobre de la población hacia donde Pete dirigió sus pasos. Aquel barrio era conocido con el nombre de Mex Town6 y estaba formado por casas de adobe, bajas, de una sola planta.

Las casas eran de mal aspecto; montones de basura, botellas rotas de tequila, potes de hojalata, cubrían el pavimento. Callejas y plazas mal cuidadas en las que los mejicanos instalaban sus reñideros de gallos. Veíanse también pequeñas cantinas de sórdido aspecto.

Fue a una de éstas hacia la que se dirigió Pete. Se había teñido el rostro de un color aceitunado y hablaba el español a la perfección. El dueño del establecimiento no hacía preguntas a sus parroquianos, con tal de que le pagasen la renta e sus habitaciones por adelantado. No le importaba que sus huéspedes fuesen mejicanos o americanos. Lo que únicamente del interesaba era que los dólares fuesen legítimos.

Siguiendo instrucciones de Pete, Teeny e Hicks “Miserias” habían llegado por separado, alquilando habitaciones distintas. De haber llegado en grupo el trío de la Quebrada del Buitre podía haber suscitado comentarios. Yendo cada uno por su lado, era factible que pasase desapercibido.

Penetró Pete en su maloliente habitación y después de curarse cuidadosamente los golpes y rasguños de aquella noche, se acostó, durmiendo profundamente hasta ya mediada la tarde.

Se lavó y se vistió y se hizo la toillette cuidadosa de un hombre que va a visitar a una mujer joven y guapa. Ya en la calle, se dirigió hacia el Broken Arrow, y encargó a un empleado que fuese a decir a Virginia Calvert que “Smiley”, su antiguo empleado, deseaba verla.

La estimación que le tenía la antigua propietaria de Slash C. se demostró palpablemente, cuando casi inmediatamente se le invitó a ascender las alfombradas escaleras que conducían a una coquetona sala de recibo.

Virginia estaba ya en ella. La muchacha pareció algo confusa al ver a Pete que se adelantaba hacia ella y apenas si acertó a indicarle una silla con un gesto.

—Después de usted, miss Virginia —dijo Pete, con su amplio sombrero en la mano, brillantes los ojos de gozo.

—¡Cómo, Smiley! —exclamó la muchacha, con asombro—. ¡Puede usted hablar como todo el mundo y, sin embargo...

Su intuición femenina la hizo comprender en el acto.

—¡Ahora lo comprendo! ¡Tonta de mí! —exclamó—, ¡yo que pensaba que Pistol Pete Rice me había abandonado! ¡Usted no puede ser otro que Pete Rice!

—Ha acertado usted, miss Virginia —asintió Pete—. Creí que podía serle demás utilidad en el papel de sordomudo Smiley. No conseguí cuanto pretendía, pero...

—¡Estuvo usted maravilloso, sheriff! —le interrumpió la muchacha—. ¡Ahora lo comprendo! Usted se dejó caer desde el caballo en el charco de barro, a propósito. Me salvó usted de una experiencia terrible, pues hubiera llegado a casarme con Ramón Laredo.

Se estremeció al recordarlo. Pete se sintió invadido de una profunda tristeza a la vista de aquella hermosa muchacha cuyos ojos mostraban angustia actual. Virginia no protestaba en voz alta, pero la emoción no protestaba en voz alta, pero la emoción que la embargaba apareció en sus pálidas mejillas de las que parecía haber huido la sangre.

Pete vió sentarse a la muchacha e hizo lo mismo frente a ella.

—Por lo menos, miss Virginia, he podido comprobar que el Slash C, es el cuartel general de una cuadrilla de bandidos —le dijo—. Ha llegado a convertirse en una especie de rancho del crimen.

—¡Un rancho del crimen! —repitió la muchacha.

Pete asintió con un movimiento de cabeza.

—Crea usted que me alegro de que Gentry haya deseado que usted lo abandonase. Podían ocurrir cosas horribles en cualquier momento.

Pete había empezado a mascar un trozo de goma; luego pensó que tal vez no era aquello lo más correcto delante de una señorita. Su experiencia de la vida había sido completa, pero sabía poco de la psicología femenina.

—¿Querría hacer el favor de decirme, miss Calvert —preguntó—, lo que sabe acerca de su padrastro Lon Brenford? Hay para mí muchos misterios en estos días y creo que Lon Brenford forma parte de ellos.

En los bellos ojos de Virginia brillaba ahora la esperanza. Estaba nerviosa y algo cohibida ante aquel hombre, el relato de cuyas hazañas había adquirido los caracteres de leyenda. Se miraba materialmente en los ojos grises y humeantes del sheriff, con tal fijeza, que Pete Rice empezó a sentirse aturdido a su vez.

Experimentaba un desasosiego especial, como si no supiese qué hacer, si echar a correr, o quedarse, o empezar a tiros con los prismas de araña que iluminaba la estancia... Algo que no demostrase su poco habilidad en circunstancias parecidas. Envidiaba en aquellos momentos a los petimetres que él había conocido, como aquel Fancy Weldron, por ejemplo, que tan tranquilo sabía estar delante de las mujeres.

—Mr. Brenford —yo siempre le llamé padre,— se casó con mi madre a los cinco años justos de haber muerto mi padre verdadero —explicó Virginia Calvert—. Era muy cariñoso conmigo, y parecía dirigir los asuntos del rancho con gran competencia y provecho. Tengo la seguridad de que mi madre estaba verdaderamente enamorada de él.

Miró fijamente a Pete Rice y éste bajó los ojos hasta posarlos en la alfombra.

—Yo estaba en el colegio la mayor parte del tiempo —continuó Virginia—. Las vacaciones las pasaba en el rancho. Cuando murió mi madre y heredé la propiedad del rancho, manifesté mis deseos de que mi padrastro continuase administrando el rancho, y así lo hizo admirablemente algún tiempo. Luego, súbitamente, pareció que todo andaba de cabeza.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Pete.

—Hará unos cuatro meses aproximadamente. Mi padre empezó a mostrarse inquieto, pensativo, temeroso. Se conocía que algo le preocupaba, le obsesionaba. Traté de saber lo que ocurría, procurando provocar sus confidencias, pero insistió en que no le pasaba nada.

Pete frunció el ceño. Y, de pronto, hizo una pregunta que parecía desatinada.

—¿De dónde era Mr. Brenford?

—Creo que de Montana. Me parece que era algo reticente acerca de su pasado. Hace un par de semanas, estando yo detrás del granero, le oí sostener una conversación con Luke McCarron, el nuevo capataz, y hablaban de algunas ciudades de fuera del Estado, Butte, Helena y Livingston.

El sheriff inquirió detalles de la desaparición de Brenford.

—Fue hace una semana, el martes —contestó Virginia—. Johnny Boot había traído del campo un potro muy joven. El animalito había sido mordido por un puma. Mi padre salió a ver si el pobre podía salvarse y se dirigió hacia la parte sur del coral.

—¿Con Johnny Boot?

—No, Johnny se quedó en la cocina preparando la cena. Mi padre fue solo. Fue la última vez que le vi. Aun cuando no era mi verdadero padre, le he echado mucho de menos.

La voz de la muchacha tembló un poco. Pete sacó el pañuelo del bolsillo y se secó la sudorosa frente.

—¿Cuánto tiempo hace que Luke McCarron es capataz del Slash C.? —preguntó.

—Hace cuatro meses.

Pete quedó un momento pensativo. Sus angulares mandíbulas mascaban inconscientemente la goma. Lon Brenford había empezado a mostrarse pensativo, preocupado, temeroso, hacia cuatro meses, aproximadamente el mismo tiempo que hacía que estaba en el Slash C. Luke McCarron. A no dudar, existía cierta relación entre la desaparición de Brenford y la presencia en el rancho de McCarron.

—Bien, gracias por los informes, miss Virginia —contestó Pete, poniéndose en pie para marcharse.

Sonrió dulcemente la muchacha y le tendió la mano. Se la estrechó Pete y se quedó asombrado al comprobar que estaba a punto de caer de rodillas. Aquella muchacha había causado más efecto en él que uno de los más formidables puñetazos del descomunal Rojo Maple.

Ya no dijo más. Virginia parecía recatada y misteriosa, pero era mujer y las mujeres son dadas a hablar, Pete no quería explicarle el significado que para él tenían algunas de las informaciones que le había dado.

Desde el hotel marchó Pete directamente a la oficina de telégrafos, en donde expidió tres telegramas las tres ciudades que la muchacha había mencionado, Butte, Helena y Livinsgtone.

Era ya de noche cuando tuvo las contestaciones. Leyó su contenido y puso en antecedentes a Hicks “Miserias “ y a Teeny Butler.

—Acabo de recibir un telegrama —les dijo—, de la capital del Estado de Montana. Había encargado a un amigo que allí tengo que se enterase por la policía y los archivos del juzgado de quién era Lon Brenford, el padrastro de miss Virginia.

Los ojillos azules de Hicks “Miserias” brillaban intensamente.

—Te has enterado de algo. Se te conoce en la cara, patrón.

—Sí. Lon Brenford abandonó el Estado hace cinco años para formar parte de una cuadrilla capitaneada por Slug McCarron, junto con Weasel Fenwick y otro granuja llamado Coffin Karlan.

—Y Slug McCarron no es otro que Luke MacCarron, ese cargador del Slash C... ¡o yo tengo nueve pies de alto! —explotó el diminuto Hicks “Miserias”, con su vehemencia habitual.

—Y Slug McCarron debía tener algún ascendiente sobre Lon Brenford y se valió de él para ensanchar y desarrollar el negocio —fue la opinión de Teeny Butler—. Luego trajo sus pistoleros y está empleando el rancho pasa sus sucios manejos.

—Los dos estáis en lo cierto —concedió Pete—. Lon Brenford, tal vez conservando un resto de corazón, protestó al ver que se hacía algo que perjudicaría a miss Virginia. Su actitud no agradó a sus compañeros y éstos, entonces, o le secuestraron o forraron su cuerpo de plomo. Esto es lo que tenemos que comprobar.

—Acabo de ver a Johnny Boot y a Slapjack Kerlew en el Wigwam Bar, hace un momento —dijo “Miserias”—. Son unos muchachos honrados. Seguramente por eso Gentry o McCarron deben haberlos despedido. Tal vez ellos pudiesen decirnos algo de lo que deseamos saber.

—Tal vez —contestó Pete.

Y se dirigió con sus compañeros hacia el Wigwam Bar. Ninguno de los tres era bebedor, pero una taberna era sitio en donde podían ver a gentes diversas y escuchar algo interesante. En cuanto hicieron su aparición en la puerta del tabernucho vieron a Slapjack. El antiguo cowboy del Slash C avanzó hacia Pete.

—Encantado de verle, sheriff —le dijo.

—¿Cómo sabía usted quién era yo? —preguntó Pete, con curiosidad.

—Yo me había figurado que no era usted más que un sordomudo algo ingenioso —contestó el cowboy—, hasta que he estado hablando un rato con miss Calvert. ¡Pensar que podía haberme tumbado de un gorrionazo a la barbilla! ¡Quién iba a figurarse que Smiley era nada menos que el sheriff de la Quebrada del Buitre!

Y se acercó al oído de Pete.

—¡Aquí hay un buen trabajo para usted, sheriff! Mi otro yo, Johnny Boot, está apunto de volverse loco. No sé que demonio se le ha metido en ese cacharro que tiene por cabeza. Tal vez usted consiga hacerle entrar en razón.

Guió a los tres comisarios a la parte posterior de la habitación, en donde estaba Johnny Boot, sentado ante una mesa. Estaba con la vista fija en un papel blanco y cuadrado sobre la mesa. Alzó la cabeza en un movimiento nervioso y miró a los recién llegados con ira.

—¡Mírelo... se volverá loco! —dijo Slapjack, con disgusto—. Sabe que hace mal. ¡Me dan ganas de agujerearle la cabeza con el cañón del revólver!

Slapjack se retorció con furia el bigote.

—¿Saben ustedes lo que contiene ese pedazo de papel, amigos míos? Yo sé que contiene opio. ¡Chatarra! ¡Alcornoque!

En los ojos de Pete se transparentó el aturdimiento que le causaban aquellas palabras.

—¿Ha estado usted sorbiendo cocaína, Johnny? —preguntó.

—¿Y a usted qué le importa? —fue la contestación seca de Johnny.

—¡Claro que me importa! ¡Y mucho! —gruñó Pete—. Como que puedo arrestarle a usted por emplear drogas prohibidas.

Luego bajó el tono de su voz mientras posaba una de sus manos sobre el hombro de Johnny.

—Quiero ayudarle, Johnny. Es usted un buen muchacho. Usted y Slapjack han sido leales a miss Virginia Calvert, pero quisiera saber cómo ha adquirido usted ese hábito.

Johnny Boot continuó aún ceñudo, pero Slapjack habló por él:

—Hemos pensado un montón en miss Calvert —dijo—. Su desgracia nos ha trastornado. Yo mismo he sentido grandes inquietudes y confieso que he tenido que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no aceptar la oferta de ese vendedor de opio mejicano.

—¿Qué vendedor mejicano? —preguntó Pete.

—¡Oh, hay muchos por aquí! —dijo Slapjack—, no se esconden mucho para ofrecer por toda la ciudad cocaína, morfina, marijuana o cualquier otra droga. Hace poco que lo venden, pero es así. Ahora mismo hay uno de esos vendedores en la taberna ofreciendo su mercancía a los parroquianos...

—¡Enséñemelo! —suplicó Pete.

Slapjack abrió una puerta y mostró a un mejicano que llevaba un sombrero alto de copa en forma puntiaguda, vestido con una chaqueta de terciopelo muy ajustada y unos pantalones acampanados. El mejicano estaba en pie junto a una mesa y miraba recelosamente a todas parte.

—Ahí está vuestro negocio, muchachos —dijo Pete a sus dos comisarios—. Coged a ese hombre y metedlo en la cárcel. Nada de conversación. Ya le oiremos cuando esté encerrado en su celda.

Los dos comisarios se dispusieron a cumplir la orden y, como gentes prácticas en el oficio, se acercaron al mejicano por los dos lados opuestos. El mejicano los vió cuando ya estaban muy cerca y comprendió que algo iba a suceder, por lo que intentó echar mano a su revólver.

Hicks “Miserias”, que llevaba sus inseparables “bolas”, las hizo funcionar con su destreza habitual y los tres brazos de cuero fueron a enroscarse en torno al diafragma del mejicano, sujetándole los bazos. Súbitamente, Teeny Butler había aplicado el borde frío de su revólver contra la espalda del vendedor.

El cowboy que estaba sentado ante la mesa se puso en pie de un salto; sus ojos miraban de una manera extraña. Las pupilas eran muy pequeñas, como cabecitas de alfiler. Él también echó mano a su revólver, pero el puño de “Miserias” cayó sobre la mandíbula y el hombre dio en el suelo de bruces, Hicks le empujó con el cañón del revólver, diciéndole:

—Arriba, granuja. Creo que usted no vende esa droga, pero me parece que ha cargado usted una buena mano de ella. Ahora, eche a andar.

Los dos comisarios condujeron a sus dos prisioneros fuera de la taberna a través de las puertas giratorias.

Pete vió que sus hombres habían triunfado en su empresa y volvió a donde se hallaba Johnny Boot. El gesto adusto del cowboy se había trocado en bochorno. Aunque era un hombretón fornido y valiente, tenía aquellos momentos el aspecto de un muchacho al que han cogido in fraganti cometiendo alguna picardía.

—No quiero tener que meterle en un calabozo, Johnny —le dijo Pete—. De todas maneras va usted a prometerme que no volverá a tomar más de esa droga.

—Pero es que yo sentía una gran pena, y esa droga me hacía mucho bien —arguyó Johnny—. Me parecía que estaba viviendo en un castillo en el aire.

El rostro de Pete era severo ahora.

—Todos hacemos castillos en el aire algunas veces —contestó—, pero sólo los tontos edifican esa clase de castillos, y alimentan la esperanza de vivir en ellos. Mire, Johnny, lo menos la sexta parte de los criminales que yo he conocido eran aficionados a las drogas.

—Yo no he cometido ningún crimen, sheriff.

—No. Todavía no. Pero eso les ocurre a todos los cocainómanos cuando no pueden comprar la droga. A lo largo de la frontera esa droga cuesta veinticinco centavos por una pequeña toma. No hay más que poseer veinticinco centavos para tomarla. Pues bien, yo he visto cometer un asesinato por esa suma miserable.

Volvió a golpear amistosamente a Johnny en el hombro, y continuó:

—En el fondo, usted está perfectamente. Es libre para vagabundear y hacer lo que le parezca. Pero escúcheme: en cuanto le coja otra vez tomando un solo gramo de esa droga... ¡le meto en la cárcel!

Dejó a Johnny Boot meditando sobre lo que acababa de decirle y se dirigió hacia la puerta atravesando el bar, en el que pudo ver a Elbert Vaughn, uno de los huéspedes del Slash C. que estaba tomando una zarzaparrilla. Vaughn miró a Pete e hizo ademán de sacar del bolsillo un lápiz para escribir con él sobre un trozo de papel.

—No necesita usted escribir nada, Mr. Vaughn —dijo Pete al huésped—. Puedo oírle perfectamente.

Vaughn abrió los ojos asombrado y murmuró:

—¡Cómo... Smiley!

Y miraba estupefacto al sheriff.

—Yo ya me había formado alguna idea allí acerca de usted y hasta llegué a creer que no era completamente sordomudo...

—Yo soy el sheriff Pete Rice, de la Quebrada del Buitre, Mr. Vaughn. Han estado sucediendo allí cosas de las que ustedes los huéspedes, o al menos la mayoría de ustedes, no sabían nada.

Vaughn, todavía sorprendido, dejó de beber su zarzaparrilla.

—Lo que estaba ocurriendo en el Slash C. me tenía desolado —dijo con sus maneras afeminadas y su vocecilla femenil.

“Sheriff, yo vine a la ciudad porque intentaba ver a miss Calvert. Es un ultraje el que le han hecho desposeyéndola de su hogar. No soy en manera alguna un hombre mujeriego, pero esa muchacha me ha impresionado de una manera extraña, y yo...”

Pete no pudo esperar a oír el final de aquel discurso. En la calle principal se oía un tiroteo bastante intenso. El sheriff se precipitó como una bala a través de las puertas giratorias. La agitación parecía concentrada delante de la farmacia de Broken Arrow.

De la farmacia habían salido dos cowboys y cruzaban la calle diagonalmente tratando de refugiarse en las callejuelas obscuras del Mex Town. Pete, trazando un ángulo desde la acera tumbó a uno de los hombres de un terrorífico directo y corrió hacia el otro, quien daba vueltas y manoteaba frenéticamente en línea recta hacia la calle principal.

Al llegar allí echó a correr y casi fue a dar en los brazos de Hicks “Miserias” y Teeny Butler que conducían a la cárcel al mejicano vendedor de drogas y al cowboy aficionado a ellas. Cambió su carera e intentó cruzar la calle de nuevo.

Las bolas de “Miserias” silbaron en el aire y los tirantes de cuero fueron a enredarse entre las piernas del fugitivo, arrojándolo pesadamente contra el piso irregular de lo que más era una carretera que una calle.

Los brazos del cowboy habían quedado en libertad y echando mano a su revólver lo disparó rápidamente, pero la bala erró a “Miserias” y atravesó la luna del escaparate de un restaurante chino. Pete había disparado casi al mismo tiempo sobre él, arrebatándole la bala el revólver de la mano.

Se había congregado una gran multitud en torno a los comisarios y los capturados cowboys. Otras gentes se dirigieron hacia la farmacia. Pete levantó del suelo a su prisionero y lo empujó hasta donde estaban los dos comisarios.

—Llevad también a estos dos a la cárcel —les dijo a Hicks y Teeny.

Luego corrió hacia la farmacia y se encontró con un hombre con rostro entristecido que iba en sentido contrario. En los ojos del ciudadano titilaban las lágrimas.

—¡Han herido a Rex Coley! —dijo—. ¡Pobre Rex! Él que no tenía un enemigo en este mundo.

—¿Quién es Rex Coley? —preguntó Pete.

—El oficial de la farmacia —contestó el desconocido—. El hombre más bueno de la ciudad. El tiro le atravesó los dos pulmones. No creo que pueda vivir mucho tiempo.

Se retorció las manos con desesperación y siguió hacia la acera gritando:

—¡Id a buscar un doctor! ¡Rex Coley... está mal herido!...

Pete siguió su camino abriéndose paso entre la multitud estacionada frente a la farmacia. Un hombre, aparentemente joven, aun cuando en sus cabellos brillasen bastantes canas prematuras había sido colocado sobre el mostrador. Se veían manchas de sangre en sus vestidos y en la camisa. Sus ojos miraban aún a través del velo de la muerte. La vida huía de aquel cuerpo rápidamente. Y sin embargo, no había miedo en sus ojos.

Al acercarse Pete al mostrador medio alzó la cabeza y dijo con evidente esfuerzo:

—¡No eran... ladrones! Esos vaqueros venían buscando la droga...

Pete se quitó la chaqueta y haciendo con ella una almohada la colocó debajo de la cabeza del herido.

—¿Droga? —repitió.

—Eso es... Jamás vi nada parecido... Los cowboys no venían nunca por esa substancia... pero aquellos hombres eran cowboys... y pedían cocaína...

Tosió débilmente y en sus labios apareció un esputo sanguinolento.

—Les dije que necesitaban una receta de un doctor. Se pusieron como locos... y los dos dispararon sobre mí y echaron a correr.

Pareció olvidar casi su estado desesperado.

—¡Jamás vi cosa parecida! —repitió.

Tampoco Pete Rice recordaba haber visto nunca nada semejante. ¡Los cowboys en busca de droga! Si casi no parecía verdad. Pete Rice conocía a los cowboys, de la misma manera que conocía los caballos y los revólveres. Eran muchachos un poco duros y algunos se emborrachaban a veces. Casi todos eran jugadores y se liaban a tiros cuando perdían. ¡Pero drogas! No, eso no entraba en su manera de ser.

Pete no pudo hacer nada a favor del herido. En cuanto llegó el médico y se hizo cargo del herido, a quien auguró poco tiempo de vida, el sheriff salió de la farmacia.

Ya en la calle echó a andar hacia el edificio donde estaba instalada la cárcel de la ciudad. Iba pensado en Johnny Boot, expuesto al mismo peligro que aquellos infelices. Johnny Boot había tomado la droga.

Aun el mismo Slapjack, el tipo perfecto del cowboy chapado a la antigua, había admitido la posibilidad de ceder a aquella tentación. ¿Qué era aquello?

Siguiendo su camino por la callejuela que llevaba al local de la cárcel, Pete iba mascando goma pensativo. Aquel cowboy que él había derribado, lo mismo que el que “Miserias” cazara con sus bolas, le habían parecido inquietos, desasosegados, como locos.

Cuando Pete llegó a la cárcel y los vió, pudo observar en los ojos de los dos la misma mirada dura, agresiva. Indudablemente eran aficionados a la droga. Eran totalmente desconocidos para Pete Rice, pero al sheriff se le ocurrió una idea.

—¿Cuánto tiempo hace que trabajáis en el negocio de Slash C.? —preguntó a la pareja.

—¡Oh, unas dos o tres emanas! —contestó uno de ellos—. Luke McCarron nos despidió... por nada, puede decirse.

La luz empezaba a hacerse en el cerebro de Pete. Luego aquellos hombres habían trabajado en el Slash C. Fueron despedidos antes de que él empezara a representar su papel de Smiley. ¡Ya tomaban drogas! ¡Y Johnny Boot tomaba drogas! ¡Y Slapjack había hablado de no poder resistir la tentación!

Pete Rice salió de la oficina desierta del comisario. Al curarse sus heridas aquella mañana en su habitación, había dejado la cura a medias, por el deseo imperioso de dormir, pero había notado ligeras contusiones en su antebrazo derecho. Al principio creyó que se trataba de las señales de los afilados dientes del chino con el que había luchado.

Ahora se remangó la camisa y examinó las huellas cuidadosamente.

¡Aquello eran huellas de una aguja hipodérmica!

¡En la piel de Pistol Pete Rice! ¡Un hombre completamente sano! Un hombre que no bebía, que fumaba moderadamente, cuya vida era normal, cuyo mayor placer era galopar por los caminos en defensa de la ley y vivir en su modesta vivienda con su buena madre.

La deducción era obvia. Alguien en el Slash C. había estado administrando drogas a los empleados del rancho mientras dormían. Así es cómo había adquirido Johnny Boot tan extraño vicio. Por eso era que Slapjack hablaba de lo fácil que era ceder a la tentación. Y por eso también aquellos dos ex empleados del Slash C. habían llegado a convertirse en asesinos, matando al hombre más popular de la ciudad, al desgraciado Rex Coley.

Ni aun “Smiley”, el supuesto sordomudo había sido perdonado.

Alguien —la cabeza directora de los crímenes del Slash C.— había estado empelando narcóticos para esclavizar a sus hombres convirtiéndolos en sujetos voluntarios de su vasta organización. En cuanto hubiesen cometido algún crimen, podría hacer de ellos lo que quisiera.

¿Podría ser ese hombre Luke McCarron? Difícilmente. Era imposible pensar al mismo tiempo en el corpulento Luke McCarron y en la droga.

¿Sería Orvin Reynal, aquel viejo especie de hechicero, medio lunático? Tal vez. Pero Reynal no podía ser acusado abiertamente. Sería lo bastante astuto para borrar sus huellas.

Pete Rice se dijo que en aquel mismo instante podía arrestar a varios hombres en el Slash C., pero ¿qué conseguiría con ello? No quería encontrarse después con meros comparsas. Tenía que dejar a los bandidos que siguiesen operando durante algún tiempo. Sus acciones acabarían por descubrir a su jefe.

¡Una cosa! Si el sheriff podía hallar el hombre culpable de que aquellos cowboys se hubiesen aficionado a la droga, ya podía regresar tranquilamente a la Quebrada del Buitre, porque entonces tendría al jefe en su poder.

Esta seguro de esto, como de que se llamaba Pistol Pete Rice.