CAPÍTULO X
¿QUIÉN ERA LAFE HENDIRCKS?
El tiroteo tomó caracteres de batalla campal. Los comisarios eran inferiores en número, pero eso no era ya una novedad para ellos y mantuvieron un fuego continuado, disparando hacia el sitio de donde se veían los fogonazos.
Pete continuaba escondido detrás del cadáver del caballo. Teeny se había tumbado en una zanja al lado izquierdo del camino y “Miserias” estaba agazapado a unos pocos pies de distancia de él y a intervalos se arrastraba para alcanzar cartuchos del bien provisto cinturón de Pete Rice.
El barberillo y comisario era siempre el que más disparaba en cualquier encuentro y era el que más suerte tenía en sus disparos. Dando un rodeo por detrás del caballo muerto llegó a divisar a uno de los bandidos que estaba parapetado detrás de un montón de maleza, cerca del camino.
Un revólver flameó entre la maleza e Hicks cayó sobre una rodilla. La bala silbó sobre su cabeza. El revólver de “Miserias” tomó parte en la conversación.
Se oyó un chillido penetrante, que fue descendiendo hasta convertirse en un débil lamento. Luego se hizo el silencio, turbado sólo por una rociada de balas a mayor distancia de la carretera.
“Miserias” se incorporó detrás del caballo muerto.
—Creo que habrás reconocido esa voz, patrón —dijo con satisfacción—. Un bandido menos en el mundo.
En efecto, Pete lo había reconocido. Weasel Fenwick había terminado su carrera para siempre. Sus últimas palabras habían sido un lamento miedoso.
—No falla ni una vez —observó Pete—. Cuanto peor se porta un hombre en esta tierra, más miedo tiene de dejarla.
El tiroteo continuaba. Sonaban ahora los tiros como si los bandidos estuviesen apartándose gradualmente de la lucha y al mismo tiempo bordeando alrededor para coger a los comisarios por la espalda.
Un hombre salió corriendo el escondite de los bandidos y pareció querer llegar hasta donde se hallaba Pistol Pete Rice. Un rayo de luna iluminó de pronto algo que aquel hombre llevaba en la mano.
“Miserias” levantó su 45.
—¡Quieto, “Miserias”! —le gritó el sheriff.
Pete echó mano a su lazo. Sentía verdaderos deseos de apoderarse de aquel hombre, que parecía tener bastante más valor que el resto de los bandidos, y que presentaba sin preocuparse un blanco tan perfecto a los revólveres de los comisarios.
—Usas tus “bolas”, “Miserias” —ordenó Pete—. Yo emplearé la cuerda. Nos es más útil un prisionero que un muerto.
Pero el bandido fue más cauteloso ahora. Se había agachado y trataba de llegar arrastrándose a colocarse al abrigo de algunos árboles. El lazo de Pete no podía alcanzarlo ahora, ni las bolas de “Miserias”.
Aquel hombre se encontraba ahora a cincuenta pies a la derecha del caballo muerto, cuando se incorporó de nuevo y echó a correr otra vez dando un rodeo bastante lejos del lugar de la pelea.
“Miserias” disparó un tiro bajo sobre él, pero, al parecer, escapó indemne en la obscuridad. No lanzó ningún grito y su figura continuó moviéndose en las tinieblas. El fuego por parte de los bandidos disminuía notablemente. Evidentemente, estaban en retirada. Los revólveres del trío de la Quebrada del buitre eran demasiado certeros para ellos.
Los comisarios eran unos tiradores admirables y habían concentrado su fuego en la dirección a los fogonazos más cercanos. Los gritos y las maldiciones les daban a entender que no todas las balas se perdían.
Pete decidió no darles caza. Aquellos hombres eran evidentemente mercenarios. Lo más probable es que aun en el caso de cogerlos pudieran decirle muy poco más de lo que él ya sabía.
El sheriff habló en voz baja con Hicks “Miserias”.
—Ahora es la mejor ocasión de hacer un alto en el fuego. Los compañeros de esos hombres podrían oír el tiroteo y acudir a rodearnos. Tú y Teeny Butler montad a caballo.
—Pero, ¿y qué vas a hacer tú, patrón? —preguntó “Miserias”.
—No te preocupes por mí. Tú y Teeny dirigiros a la ciudad. El caballo de Teeny no podría llevarnos a él y a mí. Y en cuanto a ese matalón que te ha tocado en suerte, no me parece demasiado fuerte ni veloz.
Una vez metido en harina, como vulgarmente se dice, le costaba a “Miserias” algún trabajo abandonar la pelea. Su gusto hubiese sido perseguir a los bandidos, pero siempre obedecía las órdenes del jefe.
Un par de minutos después, Pete oyó el clip-clop de los caballos de sus comisarios sobre el camino y unos segundos después pudo precisar que galopaban lejos a campo traviesa hacia Broken Arrow.
El sheriff aún disparó algunos tiros en la noche. Por lo menos podía engañar a los bandidos, haciéndoles creer que los comisarios seguían en sus antiguos escondites en vez de galopar hacia la ciudad. Luego Pete anduvo un rato en la obscuridad por la parte izquierda del camino y empezó a andar hacia Broken Arrow.
Tenía mucho que hacer en Broken Arrow Pete Rice. Pensaba convertir la ciudad en su cuartel general. Podía cabalgar por el distrito durante la noche, cuando fuese necesario, y espiar cuanto ocurriera en el rancho de Slash C.
Había andando ya un octavo de milla, aproximadamente, cuando notó que alguien le seguía. No pudo oír ruido de pasos, ni distinguir a nadie, pero su instinto le convenció de que alguien seguía sus huellas.
Salió la luna de detrás de una nube y Pete, tendiéndose detrás de unas matas de malezas, esperó. Sus ojos escudriñaron el camino que había seguido hasta entonces pero ni vió a nadie ni oyó nada.
Sin embargo, a eso de una media milla, más lejos, cerca del límite de una pequeña zanja, se oyó un crujido en el achaparrado que bordeaba la hondonada.
Pete se tumbó en el suelo. El crujido podía haber sido causado por algún animal. El sheriff buscó en torno suyo un par de piedras y las arrojó al achaparrado. De haber allí un animal hubiese corrido, asustado. Y, sin embargo, si había algún hombre oculto allí, ¿por qué no había disparado sobre él o por lo menos dándole el alto?
A Pete se le ocurrió una idea. Tal vez uno de sus comisarios se había quedado de guardia por los alrededores por si le ocurría algo a Pete. Tal vez, su comisario no le habría reconocido a la dudosa luz de la luna.
—¡Teeny! ¡”Miserias! —llamó el sheriff—. ¿Estáis ahí?
No obtuvo contestación. Entonces empuñó uno de sus 45 y apuntó al achaparrado donde oyera el crujido:
—¡Está usted copado, hombre! ¡Salga de ahí, pronto! —gritó con fuerza.
Tampoco ahora contestaron.
—¡Salga de ese achaparrado, o le haré salir a tiros! ¡Le doy dos segundos de tiempo! —vociferó de nuevo Pete, con voz autoritaria—. ¡Fuera con las manos arriba!
—¡Conformes! —contestó alguien desde el achaparrado—. ¡Pero no dispare! No estoy armado.
Se oyó otro crujido y un segundo después un hombre regular de estatura se mostró a la débil luz de la luna. Pete, ya en pie, le tenía encañonado.
—¡Levánte las manos! —volvió a gritar al desconocido.
—No puedo —contestó el amenazado—. ¿No puede ver por qué no puedo?
Cuando el sheriff dio unos pasos hacia aquel hombre, comprendió el por qué no le era dado obedecer sus órdenes. ¡Aquel hombre estaba esposado!
Pete metió su revólver de la mano izquierda en la funda. Con el que empuñaba en la mano derecha continuó encañonando al esposado. Todo aquello podía ser sólo un truco. El esposado podía tener algún cómplice en aquellos alrededores.
Con la mano izquierda, buscó Pete una cerilla en su bolsillo y la encendió en la suela de su bota. La llama iluminó de cerca la cara del prisionero.
Era una cara flaca que hacía algunos días que no la habían afeitado. La piel era pastosa, como la de un hombre que hubiese estado recientemente en la cárcel. Los ojos tenían una expresión engañosa. Y, sin embargo, había algunos síntomas de energía en aquel rostro. La mandíbula y la barbilla eran cuadradas. Las facciones no denunciaban una vida crápula.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Pete.
El prisionero vaciló unos segundos.
—Lafe Hendricks —contestó al fin.
—¿De dónde se ha escapado usted?
Otra vez centelleó la astucia en los ojos de aquel hombre. La cerilla estaba consumiéndose ya y Pete la tiró al suelo.
—Me conducían desde la cárcel de Bittler Creek al penal de Hondo, cerca de la frontera. Muy poco antes de llegar a Hondo conseguí escaparme.
—¿Cuánto hace de eso?
—Tres días.
—¿Hacía mucho tiempo que estaba usted en la cárcel de Bitter Creek?
—Sólo un día... o así. Soy un vaquero y tuve una pelea...
Pete notó la palidez de aquel individuo. Había notado también que sus vestidos estaban muy estropeados por las zarzas y los abrojos del camino. Si aquel hombre se había visto precisado de recorrer el trayecto desde Hondo con las manos esposadas, debía aparecer más maltratado por los elementos de lo que parecía.
El sheriff examinó las manos del prisionero y vió que las palmas eran demasiado finas para el oficio que decía tener.
—¿Con que un vaquero, eh? —preguntó burlón—. Creo que no ha tocado una res en mucho tiempo.
Sus humeantes ojos se clavaron en el rostro del desconocido.
—Hombre —le dijo—, no me gustan los embusteros, pero de todos modos creo que vale más una mentira completa que la mitad de una verdad. Mejor será que me cuente su historia completa.
—Si usted cree que estoy mintiendo —fue la contestación del prisionero—, lléveme a Hondo. El capitán Early, de la patrulla de la frontera, me conoce. Me arrestó en otra ocasión. Él le dirá que estoy diciendo la verdad.
—Tengo muchas cosas más importantes que hacer que darme un paseo hasta Hondo —contestó Pete—, pero le entregaré al comisario de Broken Arrow.
—¡No lo haga! —suplicó el preso.
—¿Por qué no? Es lo mismo para usted. El comisario verá la manera de enviarlo a Hondo.
—¡Lléveme a Hondo! —insistió el prisionero—. ¿No lo comprende¿? Así cobrará el premio. Se ha ofrecido uno grande por mi captura. Me reclaman de allí por... asesinato. Creo que el premio vale la pena del viaje...
Pete hizo una mueca burlona.
—Hombre —dijo—, cuando las gentes a quienes no he conocido en mi vida me suplican que les haga un favor me dan ganas de soltar una carcajada. No se preocupe tanto porque yo cobre o no un premio. Tengo buenas razones para llevarle a Broken Arrow. Así es que voy a llevarle a donde he dicho. Mire...
Pete se detuvo de pronto. Había oído un ruido casi imperceptible de unos pasos a su espalda. Un segundo después se encontraba luchando con un hombre corpulento cuyas manos rodeaban su garganta. Unos dientes, al clavarse en su muñeca derecha, le hicieron soltar el 45 que empuñaba.
El sheriff intentó sacar su otro revólver, pero una mano de hierro —tan fuerte como las suyas— le atenazó la muñeca. Su contrincante forcejeaba para introducir uno de sus dedos en el gatillo del arma con la intención indudable de matar a Pete Rice.
Pete hizo acopio de toda su fuerza en aquellas circunstancias y consiguió evitar que aquel revólver se volviese contra él. Al forcejear, sus manos rozaron algo así como una chaqueta engrasada.
Un momento después, al salir la luna de detrás de una nube, pudo ver el rostro del hombre que le había atacado. Era la cara de un chino.
Mientras luchaba con fiereza, revolviéndose y apretando con todas su fuerzas, el pensamiento de Pete retrocedió a la escena de que fuera testigo en la cocina, el chino Wan Lo acusando al chinito encanijado que estaba en cuclillas contra la pared.
¿Podía tener aquella escena alguna relación más o menos remota con la actuación de este chino en aquellos momentos? ¿No estarían los bandidos del Slash C. haciendo un negocio de contrabando de orientales en la frontera mejicana, ocultándolos en el Slash C. hasta que pudiesen cobrar el precio estipulado?
El contrabando de chinos era un negocio muy arriesgado, pero altamente provechoso. Si pudiese hacer prisionero a aquel hombre, tal vez pudiese hacerle hablar. Si el chino no hablaba inglés, no le sería difícil hallar un intérprete entre los numerosos chinos empleados en los hoteles de alguna ciudad cercana, para lavar la ropa, o en las cocinas de los restaurantes.
El brazo de hierro de Pete mantuvo el cañón de su propio revólver lejos de su cara. Súbitamente, el chino soltó su muñeca y sacó un largo cuchillo de su blusa.
Pete podía haber disparado sobre él, matándolo, pero no tenía intención de hacerlo así. Aquel hombre, estaba seguro de ello, podía ayudarle en mucho a desentrañar el misterio del rancho de Slash C.
Pensándolo a sí, Pete dejó caer el revólver y aferró el brazo del chino que empuñaba el cuchillo. Lo brutal de la acometida envió rodando a los dos hombres por el suelo. La punta del puñal clavó una de las alas de los zahones del sheriff al suelo, y escapó culebreando, con la hoja torcida.
Pete sintió que las uñas del chino se clavaban en su cara mientras apartaba el cuchillo de un puntapié. Luego dirigió un fuerte golpe a la mandíbula del chino, cuyo cuerpo sintió flaquear un momento.
Pero el oriental no tardó en reaccionar y, por un truco afortunado de jiu-jisu, logró derribar a Pete de espaldas, colocándose el corpulento chino a horcajadas sobre él. Las manazas del oriental, que estaba poseído de un furor salvaje, trataban de hacer presa en la blanca garganta del sheriff.
Y, sin embargo, Pete luchaba ahora con más confianza, pues creía a su enemigo desarmado, y pocos, ya fueran amarillos o de cualquier color, podían vencer a Pistol Pete Rice en una lucha cuerpo a cuerpo.
Sus puños de hierro mantenían alejadas las manazas del chino de su garganta. Sus potentes brazos estrecharon al chino en un fuerte abrazo, como el de un oso pardo. El chino jadeaba, congestionado.
Pete era un formidable luchador, de clase verdaderamente excepcional.
Con un movimiento de pantera, logró hacer variar el cuerpo del chino.
Obtenida esta ventaja, púsose en pie de un salto y se dispuso a acabar con aquel hombre a puñetazos, cosa fácil de conseguir, pues los chinos suelen ser medianos boxeadores.
Y, sin embargo, ahora el amarillo parecía tan resuelto como su contrincante blanco. Se retorcía como una anguila. Los dos hombres, enzarzados en un cuerpo a cuerpo descomunal, rodaban una y otra vez por el suelo y volvían a levantarse para seguir luchando con furor.
Pete estaba ahora debajo de su enemigo y había maniobrado para hallarse en esta posición e intentó un puente, pues peleaba así con tanta eficacia como estando encima. Su mirada se fijó en algo que estaba más allá de la repugnante cara del chino. El incógnito fugitivo de la cárcel de Bitter Creek se hallaba en pie junto al oriental y había levantado en alto sus manos esposadas con el manifiesto propósito de asestar un golpe en el cráneo del chino.
—¡Deténgase! —le gritó Pete—. ¡Déjemelo a mí ahora! Yo puedo...
¡Crack! Las pulseras de hierro acaban de estrellarse contra el cráneo del amarillo, cuyo cuerpo ce dio con todo su peso.
Y un segundo después las manos esposadas chocaban con violencia inaudita contra la mandíbula de Pete Rice. Vió como un relámpago gigantesco y luego se hizo la obscuridad en su cerebro.
Al recobrar el conocimiento, notó Pete que su cabeza zumbaba atronadoramente. Estaba tendido cerca de un gran peñasco en el fondo de la zanja. Debía haberse dado un topetazo contra alguna piedra o el hombre de las esposas le habría golpeado con fuerza de gigante.
Pete se sentó torpemente y miró en torno suyo.
A pocos pies de distancia de donde se hallaba se veía confusamente el cuerpo de un hombre, Pete, sin apenas poder sostenerse, se arrastró hacia él. Cuando llegó a su lado registró sus bolsillos y encontró otra cerilla, que encendió.
El chino, pues era él, yacía de bruces. Tenía un chirlo formidable precisamente en la base del cráneo. Fluía de la herida profusamente la sangre y Pete inspeccionó su cabeza para ver si existía fractura del cráneo.
Pete volvió el cuerpo de aquel hombre boca arriba. Los ojos, desmesuradamente abiertos, carecían de brillo. Remangó la grasienta blusa del chino y buscó el pulso. Este y el corazón habían cesado de latir. ¡El gigantesco chino estaba muerto!
¿Lo había matado deliberadamente aquel hombre esposado que decía llamarse Lafe Hendricks? ¿Y por qué no había matado también a Pete Rice cuando tenía ocasión para ello? El mismo había confesado que era un criminal. Aseguraba que le buscaban como asesino. Entonces, ¿por qué no había matado a los dos hombres, contentándose con aturdir a uno de ellos, precisamente al que podía hacer caer más adelante todo el peso de la ley sobre él?
Además, ¿por qué tenía tanto interés aquel extraño blanco en que se le entregase a las autoridades de Hondo? Y, ¿por qué había mostrado tanto terror a ser entregado a las de la cercana ciudad de Broken Arrow?
Pete logró llegar hasta la zanja y comprobó que el hombre esposado había desaparecido. Por una parte, su estado de debilidad y por otra la obscuridad de la noche hacían inútil todo intento de perseguirle. Más adelante esperaba hallar huellas suficientes para emprender aquella persecución.
Si el hombre esposado conseguía llegar a encontrarse con alguno de sus compañeros de bandidaje, le sería fácil quitarse las esposas y cambiarse de vestidos, la muerte le había hecho perder a Pete un valioso prisionero.
Había ahora nuevos misterios para él, grandes misterios. Recordó ahora Pete a aquel bandido que echó a correr desde el escondite y que se perdió en la obscuridad trazando un círculo. La luna había hecho que brillara algo que llevaba en las manos, era un 45, pero ahora se preguntaba si aquel brillo procedería de las esposas.
¿Podría el hombre que decía llamarse Lafe Hendricks ser el mismo que saliera corriendo del escondite de los bandidos? Y, si era así, ¿por qué el que se declaraba asesino escapaba de sus compañeros?
¿Y qué clase de chino era el que había muerto? Tal vez no fuese uno de los miserables coolíes pasados de contrabando por la frontera, porque, de ser así, no habría atacado a nadie. Indudablemente debía tratarse de una especie de jefe oriental, el cabecilla o el segundo de la pandilla de contrabandistas.
Su ataque a Pete parecía demostrar que había obrado de acuerdo con el hombre de las esposas, pero en este caso, ¿por qué el misterioso blanco le atacó a su vez matándole?
Pete volvió a donde se hallaba el cadáver del chino y examinó detenidamente el rostro de aquel hombre. A pesar de sus vestidos de coolíe de baja estofa, se veía que era un chino notable por su aspecto y sus facciones.
El sheriff registró detenidamente los vestidos del muerto. Halló en ellos una sorprendente cantidad de billetes americanos, algunas monedas de plata mejicanas y un ídolo de oro curiosamente labrado. Encontró también un disco ovalado de madera.
El disco tendría más de una pulgada de largo y casi lo mismo de ancho. En su superficie estaban labrados algunos caracteres chinos. Pete se guardó el disco en el bolsillo, pues podría descifrar aquellos caracteres con ayuda de un intérprete.
Ocultó el cuerpo del chino entre algunas matas elevadas. Pondría el hecho en conocimiento del comisario de Broken Arrow que enviaría por el cuerpo aquella misma mañana.
Luego Pete Rice continuó lentamente su marcha hacia Broken Arrow. Le dolía la cabeza enormemente. Y a través de aquel dolor insoportable seguía martilleando en su cerebro la misma pregunta:
“¿Quién era Lafe Hendricks?”
Es lo que seguía preguntándose todavía Pete cuando llegó a las primeras casas de la ciudad.