CAPÍTULO VI

UNA VOZ EN LAS TINIEBLAS

Sin embargo, una hora después, Pete Rice, representando aún el papel de Smiley, el sordomudo, estaba haciendo algo de provecho. Se hallaba en un patio posterior de la casa rancho. Ostensiblemente se entretenía en regar unas flores plantadas allí por Virginia Calvert, pero en realidad trataba de escuchar lo que decían los hombres que se hallaban en aquella casona misteriosa.

¿Eran, en realidad, todos aquellos hombres huéspedes de pago del Slash C., o estaban de acuerdo con McCarron, conspirando de alguna manera incomprensible para hacer víctima de un crimen a la última propietaria del rancho? Eso era lo que Pete deseaba saber.

Había observado que, desde que el rancho había pasado a poder de Flint Gentry, se había instalado en la casa un nuevo huésped. El recién llegado era Madden Weldron, un tipo de aspecto de dandy, cuyo indumento dispendioso le había valido desde un principio el remoquete de “Fancy”4.

En el tiempo que llevaba Pete desempeñando en el rancho el papel de Smiley, Fancy Weldron estuvo en la casa un par de días, desapareciendo después. Ahora había vuelto de nuevo.

Weldron parecía tener siempre mucho dinero. Ya en su primera visita, como ahora, llevaba la mano izquierda en cabestrillo. Según explicó él mismo, padecía una enfermedad en la piel. ¿Quién era Weldron? ¿Quién era Quayne?

Pete hubiera dado cualquier cosa por saberlo. Había oído una conversación en voz baja en el interior de la casa y fingió estar regando las flores para escucharla.

Súbitamente llegó hasta Pete una voz que provenía del extremo del pasillo que circundaba el patio y que se hallaba en tinieblas.

—¡Por todos lo diablos del infierno juntos! —decía aquella voz—. Creo que ahora podemos coger dormidos a estos pájaros. Reúnete conmigo dentro de un par de minutos en el cobertizo.

—¡No tan fuerte, “Miserias”! Alguien podría estar escuchando. Acércate, compañero, y habla más bajo —murmuró Pete.

Pero la persona que se hallaba en las tinieblas del pasillo no contestó.

—¿Me oyes, “Miserias”? —preguntó el sheriff.

Tampoco ahora obtuvo contestación. Aquel silencio le sonaba a Pete a burla, la sospecha se adueñó en el obscuro pasillo. Eran cinco las puertas de la casa que daban al patio. El hombre que acababa de hablar podía haber entrado por alguna de ellas.

El rostro del sheriff se contrajo pensativo. Había estado oyendo la voz de “Miserias” años enteros, y no era el diminuto comisario muy silencioso que digamos. El barbero era parlanchín, como todos los del oficio y además tenía un léxico especial, lleno de dicharachos y juramentos, que le hacían diferenciarse perfectamente de cualquier otra persona en el modo de hablar y en el tono característico de la voz.

El sheriff creyó en un principio que el comisario, habiendo regresado de su excursión, deseaba conferenciar con él, pero ahora empezaba en el tono, la persona que le había hablado ¡no era Hicks “Miserias”!

¿Quién podía haber sido, entonces? ¿Quién, en aquel rancho misterioso, podía imitar su voz tan a la perfección? ¿Y por qué?

¿Sería un espía el hombre que había hablado? No se le ocurría otra suposición más acertada. Pistol Pete Rice había estado representando el papel de sordomudo Smiley. Había mantenido en secreto su verdadera identidad hasta para Virginia Calvert, pues su experiencia le decía que si una sola persona se enteraba de la verdad, ésta no tardaría en ser conocida en todo el rancho.

Pete se dijo que su papel de Smiley, el sordomudo, había terminado, puesto que alguien, imitando la voz de Hicks “Miserias” le había hablado en la obscuridad y él, que pasaba a los ojos de todos por sordomudo, ¡le había contestado!

Había llegado, pues la hora de recobrar su verdadera personalidad y convertirse en Pistol Pete Rice. Su otro papel, en fin de cuentas, le había servido admirablemente a sus propósitos. Gracias a él, había gozado de cierta libertad para andar por el rancho y esa misma libertad le permitió interrumpir el romance en flor de Ramón Laredo y Virginia.

Era completamente evidente que Ramón Laredo pretendía casarse con Virginia para pasar a ser el propietario del rancho, como era también indudable que Ramón Laredo era uno de los componentes de la cuadrilla que trataba de apoderarse del rancho para establecer en él su cuartel general.

El sheriff de la Quebrada del Buitre salió del patio y se dirigió hacia el cobertizo. Había esperado seguir representando su papel unos cuantos días más, pues necesitaba completar muchos detalles antes de entrar de lleno en acción.

Pero ahora alguien conocía su verdadera identidad y ese alguien debía estar enterado también de que los vagabundos “Bill” y “Mike” eran sus dos comisarios.

El Slash C. se había convertido de pronto en un terreno peligroso para el trío de la Quebrada del Buitre. El sheriff tenía que apresurarse a alejar a sus hombres. Tendrían que abandonar el rancho, aun cuando mantuviesen sobre él una estrecha vigilancia.

La sangre ardiente de Pete estaba ahora en ebullición. Audazmente avanzó hacia el cobertizo. No andaba ahora con los titubeos y el paso tardo que eran característicos de Smiley. Llevaba los hombros erguidos como los de un indio. Su andar era recio, firme, y en el conjunto de su figura podían apreciarse a un tiempo la fuerza y la gracia. No era un tipo elegante y apenas si se preocupaba de ello. Llevaba el cabello acordelado y lacio y su rostro anguloso se había endurecido con las penalidades de su oficio. Su cuello algo largo había hecho con frecuencia que los bandidos creyesen en su gran fuerza física. En la lucha poseía la ferocidad de un puma.

Al dirigirse hacia el cobertizo pasó cerca del pozo de la mina de oro en la parte posterior del rancho. A la entrada de dicho pozo habían construido un tejadillo de madera y de pronto los penetrantes ojos de Pete Rice vieron moverse algo confuso en la sombra de la edificación.

Pete tenía una intuición rapidísima, y se echó en el acto a un lado a tiempo de evitar un puñetazo dirigido a su mandíbula y que le alcanzó, no obstante, en el hombro izquierdo. El dolor que le causara el golpe, le demostró que se lo habían asestado con una llave inglesa.

Y otra vez silbó en el aire aquel puño metálico. Pero ahora Pete hizo algo más que esquivar el golpe, y dirigió un terrorífico izquierdazo al plexo solar del macizo rufián que había ideado ponerlo fuera de combate en la obscuridad. El golpe le hizo tambalearse, lanzando al mismo tiempo un alarido de dolor.

Aquel hombre estaba acostumbrado a la lucha y debía ser un gran peleador. Su estatura era superior a la de Pete, que no dejaba de ser un hombre alto. El rufián se apartó un poco de su enemigo, buscando recuperarse de los efectos del golpe anterior, mientras lanzaba un juramento asesino.

Pete se arrojó como una catapulta contra aquel hombre, sobre el que descargó una verdadera lluvia de golpes que le alcanzaron en la cara y en el cuerpo. Sabía quién era aquel individuo, pues lo había identificado por su corpulencia. Se trataba del “Rojo” Maple, una adquisición reciente de McCarron para su banda de pistoleros.

Maple, a la usanza de los asesinos del Oeste, tenía varias muescas entalladas en la culata de su revólver, pregonando otras tantas muertes producidas por su mano; era un asesino. Pero en aquel momento no llevaba su Colt en el cinto. Probablemente, McCarron, para su hazaña de aquella noche, le había prohibido que llevase un arma de fuego, para evitar que su furor homicida le condujese a hacer uso de ella, dando lugar a una alarma en el rancho que no era conveniente a sus propósitos. Era indudable también que Maple creyó que lograría poner fuera de combate al sheriff con el primer puñetazo.

¡Slam! ¡Rip! ¡Crack!

Los tres golpes, aplicados matemáticamente por Pete y con una rapidez inverosímil, terminaron con un brutal derechazo a la mandíbula.

Los ojos del bandido casi se cerraron a efectos del terrorífico puñetazo. Sus rodillas se doblaron como si fuera a caer y sus brazos pendía inertes a lo largo de el cuerpo.

Pete se lanzó sobre él como una fiera y sus puños buscaron ávidamente el k.o. de su enemigo.

Pero el Rojo Maple luchaba ahora por defender su vida como una fiera acosada, porque sabía que el ser capturado por el sheriff suponía acabar en la horca. Por eso algo repuesto del primer aturdimiento, empezó a golpear con sus puños gigantescos protegidos por las llaves inglesas. Más de una vez rodó por el suelo, pero se incorporaba con presteza.

Pete tenía confianza en la victoria final. Sabía ahora a ciencia cierta que el hombre que había hablado con él en la obscuridad del pasillo no era Hicks “Miserias”. Mientras el sheriff estuvo buscando a aquel hombre, éste tenía tiempo de haberse escabullido por alguna otra puerta en donde seguramente le esperaba algún cómplice.

Pete asestó al gigantón un golpe terrible que habría derribado a un buey, pero Maple era duro, fuerte, parecía tener la resistencia de alguna bestia descomunal, aun cuando estaba llevando la peor parte en la contienda. Sus golpes desmañados no hubiesen representado peligro alguno para Pete, si éste no hubiese tropezado casualmente contra una roca en la obscuridad.

De momento quedó atontado y Maple vió que habría derribado a un buey, pero mandó con todas las fuerzas que le quedaban un derechazo a la mandíbula del sheriff. El golpe chocó con fuerza contra su objetivo.

Aun en su difícil posición, Pete logró esquivar en cierta manera el golpe.

Aun así, su cerebro estaba demasiado débil para este segundo golpe.

Le pareció oír como una explosión de dinamita. Posiblemente algún revólver había disparado a poca distancia o el ruido se había producido en su propia cabeza, como consecuencia del choque con ella de una de aquellas destructivas llaves inglesas.

Pete se dobló hacia delante. El Rojo Maple estaba desconcertado. Si aquel golpe había dado en su sitio habría partido el cuello al sheriff. Ofuscado, impotente, viéndolo todo borroso, todavía tenía Pete suficiente control sobre sí mismo para apartarse a un lado y evitar los efectos destructivos de aquel golpetazo metálico.

A su vez inició el ataque, lanzándose a un cuerpo a cuerpo desesperado, arrojando a Maple contra la empalizada que rodeaba el túnel.

Maple estaba en el final de su resistencia y había dejado caer las llaves inglesas. Vió su única salvación en un apretón mortal a la garganta de Pete. Sus manos, como garfios de hierro, se aferraron al largo cuello del sheriff, pareciendo que allí iba a terminar la contienda.

Al mismo tiempo que aumentaba gradualmente la presión de sus manos, el bandido iba arrastrando a Pete al borde del pozo de la mina.

Pete se defendía de la mejor manera que le era posible, aunque parecía que sólo le quedaban unos segundos de vida antes de ser precipitado en el pozo, que había oído decir que tenía más de doscientos pies de profundidad.

Sintió que las fuerzas le abandonaban y le pareció que iba a perder el sentido. Las venas de sus sienes parecían a punto de estallar y sus pulmones apenas si podían ya respirar el aire. Su muerte era inevitable.

Maple era un completo desalmado y se regodeaba en su crueldad. Recreándose en la agonía de su enemigo, aflojó algo la presión de sus manos, permitiéndole aspirar una bocanada de aire. El bandido rió burlonamente al oír el aire pasar con un ronquido por la garganta del sheriff. El solo pensamiento de Pete era salvarse.

Pasando por una polea colocada en la parte superior del tejadillo del pozo, había una larga cuerda que colgaba hasta el fondo de aquél. En el otro extremo estaba asegurada la plataforma pequeña, que había sido usada como ascensor.

Frenéticamente, el sheriff logró alcanzar la cuerda. Su propósito era lanzarse al otro lado del brocal del pozo para verse libre de su criminal enemigo. Sus sentidos estaban aún aturdidos, pero la desesperación le dio una fuerza sobrehumana. Concentrando todas sus energías en la acción, hizo palanca con los pies en la tierra y se dio a sí mismo un impulso formidable.

Pero el diabólico Maple dio un impulso parecido, en el mismo instante, y ambos se agarraron instintivamente a la cuerda, que cedió a su peso. Los cuerpos de ambos estaban ahora sobre el brocal del pozo.

Iban a precipitarse a una muerte que abría su boca siniestra para engullírselos.