Nota del autor

Cuando me marché del país en el que había crecido para comenzar una nueva vida en la otra punta del mundo, no hice más que seguir una tradición familiar.

Mi madre nació y se educó en Nueva Zelanda. A los veintipocos años, cogió un barco a Inglaterra, conoció a mi padre y decidió quedarse. Unas generaciones antes, sus tatarabuelos habían hecho el mismo viaje pero en sentido opuesto, escapando de sus familias inglesas, que no aprobaban su amor, y en busca de libertad y aventuras en el hemisferio sur. Yo abandoné Inglaterra para vivir en América porque mi mujer es de allí. Igual que Jette y Frederick, el impulso que animó todos nuestros viajes era el mismo: el amor.

Antes de comenzar El sonido de la vida, empecé, y abandoné, otro par de novelas malogradas. Uno de los consejos más comunes que reciben los aspirantes a escritor es «Escribe sobre lo que conoces». En teoría es bueno, pero solo si conoces algo que merezca la pena contar. Al reflexionar sobre esto, se me ocurrió que la experiencia de meter mi vida en una maleta e irme a vivir a un país nuevo, sin esperar regresar a casa, podría valer.

Por fin, tenía mi historia.

En cierto sentido, mi experiencia de venirme a América en 2003 no podría ser más distinta del viaje de mis ancestros a Nueva Zelanda en 1864. Pero algunos elementos fundamentales probablemente no cambiarían demasiado: la esperanza de encontrar una vida mejor, el miedo a lo desconocido, y la paradoja de querer adaptarse a tu nuevo país sin olvidar de dónde vienes, mi madre lleva más de cincuenta años viviendo en Inglaterra, pero todavía dice que su hogar está en Nueva Zelanda.

He querido ambientar la historia en Misuri no solo porque es donde vivo, sino porque hay algo típica y genuinamente americano en este lugar extraño y poco poblado; él es típico estado «de paso». No hace falta pasar mucho tiempo aquí para fijarse en el legado de sus colonos alemanes, así que para mí tenía sentido que mis personajes partieran de allí, aunque Frederick y Jette llegaran décadas después de la primera oleada importante de inmigrantes germanos.

Escribir este libro fue una experiencia reveladora. Iluminó mis propios sentimientos sobre haberme instalado aquí. A pesar de la larga y, por lo general, amistosa relación entre Inglaterra y América —si pasamos de puntillas sobre la Guerra de la Independencia—, la gente sigue disfrutando de las pequeñas cosas que nos separan, como mi divertido acento. Pero tras vivir aquí cierto tiempo, prefiero pensar en lo que nos une. Ejercí como abogado durante ocho años en Inglaterra, y cuando llegué aquí tuve que volver a obtener mi título de abogado. Mientras estudiaba para el examen de convalidación, descubrí que gran parte del sistema legal americano se basaba, como era de esperar, en el inglés. Pero había diferencias importantes. Muchos de los derechos de los que tan orgullosos se sienten los americanos —libertad de expresión, de religión, de asociación— están consagrados en las enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos. En Inglaterra no existe algo así. En su lugar, confiamos en conceptos más turbios, en una constitución no escrita, envuelta en siglos de jurisprudencia.

Pero me gusta más el sistema americano. Como escritor, considero que la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos son dos de los textos más emocionantes e inspiradores jamás escritos.

Uno de los atractivos del relato inmigrante es su ubicuidad. Casi todas las familias que viven hoy en los Estados Unidos tienen una historia similar a esta en algún punto de su pasado. Haya sido hace diez o trescientos años, haya sido tras el proceso debido o cruzando a escondidas en mitad de la noche una frontera sin vigilar, haya sido en un barco de esclavos o en un avión de lujo, todos llegamos aquí procedentes de otro sitio.

Un apunte breve para los amantes de la naturaleza: por lo general, los mapaches son animales nocturnos, pero algunos salen por el día. Cuando lo hacen, no son —al contrario de lo que se cree— rabiosos por necesidad. La amistad de Rosa con el Señor Jim se basa en una experiencia real —aunque no, debo admitir, mía—. Los mapaches son, por supuesto, animales salvajes y no son buenas mascotas. Jette fue lista al no permitir que el Señor Jim entrara en su casa.

Por último, un breve apunte sobre la música. Más o menos al mismo tiempo en que empecé a considerar la inmigración como tema para esta novela, la tía abuela de mi exmujer falleció. En mitad del funeral, cuatro hombres —más tarde me enteré que eran hermanos— se plantaron frente al altar y cantaron una hermosa versión en perfecta armonía del Abide with me. Al escuchar, mientras debería estar pensando en aquel miembro de la familia que acabábamos de perder, solo podía pensar esto: Tengo que meter esto en una novela. Y así lo hice.