20
Aquella primera noche, mientras Cora contemplaba al extraño joven que gesticulaba en silencio bajo la ventana de su cuarto, bañado por la luz plateada de la luna, todo un mundo nuevo apareció ante su vista. Aquella muestra de devoción por parte de Joseph prendió una llama en lo más profundo de su ser. A la mañana siguiente, se asomó a hurtadillas a la ventana de la cocina, esperando captar un vistazo de Joseph cuando saliera a trabajar. Lo miró mientras bajaba bostezando por la calle en dirección al restaurante, y fue incapaz de pensar en nada más.
Nunca habían intercambiado ni una sola palabra.
Joseph probablemente podría haber seguido cantando en silencio bajo la ventana de su dormitorio el resto de su vida, pero Cora no estaba dispuesta a esperar. Contempló su canto una noche más y, la tarde siguiente, cruzó el césped del patio.
Lomax no le había contado a Joseph su conversación con Cora, por eso cuando mi padre abrió la puerta y se la encontró allí, se quedó mirándola con una sorpresa muda. Cora sostuvo su mirada. A la luz de la luna, los rasgos de Joseph aparecían ocultos por las sombras. Cuando Cora estudió su rostro perplejo, cualquier duda pasajera que pudiera haber tenido se esfumó. Avanzó un paso y extendió su mano.
—Estás aquí —dijo Joseph, tocando sus dedos.
—Te he estado viendo —dijo Cora, con la respiración entrecortada—. He estado oyendo cómo cantabas.
El tiempo que siguió estuvo bendecido por la dicha inmaculada del primer amor. Cora y Joseph se pasaban las tardes juntos, dando largas caminatas por los bosques o sentados en el porche trasero bebiendo té helado. Hablaban incesantemente, un río sin fin de conversaciones que serpenteaban a través de mundos enteros. Cuando llegaba la hora de que Cora cruzase el césped de regreso a su casa, se demoraban hasta el infinito, reacios a separarse en la soledad de la noche.
Cada día Joseph volvía a sentirse fascinado, atónito ante la noticia de que Cora estuviera allí, con él.
La muchacha le rogó que cantara la canción que había estado interpretando bajo su ventana. Al principio, él se negó, convencido de que la música nunca brotaría, pero fue incapaz de resistirse por mucho tiempo ante sus súplicas. Una tarde, aceptó a regañadientes intentarlo. Se levantó, se aclaró la garganta y la miró a los ojos. Respiró hondo y, de repente, surgió la melodía, sonando con una hermosura cristalina. Cora lo contemplaba con deleite. Cuando terminó, ella se levantó sin pronunciar palabra y lo besó suavemente en la mejilla. Después de aquello, Joseph cantó para ella todos los días —las mismas canciones que había interpretado Frederick veinte años atrás, cuando rondaba a Jette en las calles de Hannover—. Cora escuchaba, con el embeleso iluminando su hermoso rostro.
Tras años de silencio, el amor liberó toda aquella música.
Cuando Jette finalmente se enteró de los detalles de la poco ortodoxa campaña amorosa de Joseph bajo la ventana de Cora, no pudo evitar sentirse orgullosa de su hijo, a pesar de sus recelos. Con Lomax, sin embargo, las cosas fueron diferentes. Al descubrir que aquellas serenatas nocturnas habían sido idea suya, y que fue él quien condujo a Cora por el jardín aquella tarde de domingo, se lo echó en cara.
—¿Cómo vas a sentirte cuando esa muchacha le rompa el corazón? —le reprochó.
—¿Quién le ha dicho que lo hará? —dijo Lomax, que no parecía arrepentido.
—Esto terminará mal, ya lo verás —suspiró Jette, meneando la cabeza.
—¿Ha visto lo feliz que está su hijo, señora Jette?
—Eso es lo que me preocupa —se burló Jette—. No es capaz de pensar. ¡Y ni siquiera se conocen!
—Usted tampoco conocía a su esposo cuando le cantó desde detrás del seto de alheña.
—Bueno, aquello era distinto.
—Vaya. Resulta divertido cómo siempre todo es distinto —dijo Lomax, rascándose la cabeza—. Mire, señora Jette, yo quiero a su chico, e igual que usted, no me gustaría que le hicieran daño. Pero he visto su mirada cuando habla de esa chica. Toda su vida gira alrededor de ella. Para bien o para mal, así son las cosas. Inteligente o estúpido, así es. Yo no soy quién para juzgarlo. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Mirar para otro lado y dejar que sus sueños se convirtieran en humo?
—Podías haberme contado lo que estaba pasando.
Lomax meneó la cabeza.
—Ya era bastante duro para Joseph hacer lo que hacía. Si usted le hubiera dicho que no, ni siquiera lo habría intentado. —Lomax guardó silencio por un momento—. No pienso arrepentirme de lo que hice. Pero no lo hice para hacerle daño a usted. La verdad, no estaba pensando en usted para nada. Lo hacía pensando en él.
—Pero ¿y si al final resulta todo un terrible error?
—Señora Jette —dijo Lomax, en voz baja—, tiene que dejarle ir.
Asumir aquello fue para Jette como un puñetazo en la boca del estómago: de ahora en adelante, la relación con su hijo se vería definida por su incapacidad para salvarlo de sus propios errores. Decidió aceptar la elección de Joseph, con valor y sin armar un escándalo. La negativa de su propia madre a admitir a Frederick en su familia la había perseguido a lo largo de medio mundo. Se prometió que no cometería los mismos errores.
Así, mientras el romance entre Joseph y Cora florecía poco a poco, Jette se implicó resueltamente en la liza, ofreciendo invitaciones a diestro y siniestro. Todas las semanas, las dos familias huérfanas cenaban juntas en su mesa, donde Jette servía los platos más populares de su restaurante.
Jette se esforzó por que Cora le cayese bien, pero el instinto maternal nublaba su vista. La remilgada vecinita seguía resultándole fría y distante. Pero pasaron las semanas, y luego los meses, y sus sombrías predicciones sobre el desengaño de su hijo no se materializaban. Tenía que reconocer que nunca había visto a Joseph tan feliz. Cuando, una tarde, el joven anunció que había pedido a Cora que se casase con él, y que la muchacha había aceptado, Jette tuvo la decencia de admitir (al menos para sus adentros) que igual había estado equivocada.
En su lugar, un nuevo temor nubló el horizonte. Estaba segura de que Cora consideraba que tenía un estatus demasiado elevado para una pequeña ciudad como Beatrice. Estaba convencida de que en cuanto la joven pareja contrajera matrimonio, Cora anunciaría su deseo de regresar a Kansas City, o más allá.
Las preocupaciones de Martin Leftkemeyer eran bastante distintas. No le inquietaba la perspectiva de un abandono inminente, ni estaba descontento por la elección de pareja de su hija. De hecho, Joseph le caía bastante bien. El problema residía en el resto de la familia.
Mi abuelo había llegado a Beatrice en busca de un refugio. Necesitaba huir de los recuerdos de la madre de Cora que habitaban en aquella casa enorme y triste en la que vivieron en Kansas City. Había permanecido junto al lecho de muerte de su esposa, viendo cómo la gripe iba apagando la luz de sus ojos. No hubo nada que pudiera hacer para salvarla, y la impotencia ante la crueldad aleatoria del destino le hundió casi tanto como la pérdida de la mujer a la que amaba. De repente, se convirtió en un hombre temeroso. El murmullo de las calles bulliciosas frente a su puerta escondía una amenaza invisible.
Nuestra tranquila localidad parecía el antídoto perfecto contra el violento clamor de la gran ciudad. Su despacho en el banco siempre estaba inmaculadamente ordenado. Prestaba una atención meticulosa al detalle. El papeleo rutinario le ofrecía alivio con su anodina funcionalidad, un adusto contrafuerte frente a lo impredecible. Casillas marcadas, espacios en blanco rellenados: aquello, al menos, lo podía controlar.
Como era de esperar, entonces, la capacidad de Jette para vivir en un caos benigno inquietaba a Martin. La alegre exuberancia de su futura consuegra amenazaba su existencia precavida y ordenada. Esos festines semanales de almidón en la mesa de los Meisenheimer eran un tormento particular. Sufría en silencio la efusiva hospitalidad de Jette, y regresaba a casa al final de cada visita tambaleante, mareado pero aliviado por haber sobrevivido. Martin quería a Cora más que a nada en el mundo, y deseaba que su hija fuera feliz. Pero su matrimonio con Joseph sonaba como unas campanas tocando a difunto por cualquier esperanza que pudiera albergar de llevar una vida tranquila.
Las reservas de Jette respecto a aquella unión eran una nimiedad en comparación con la flagrante hostilidad que manifestó Rosa hacia Cora desde el primer momento. Nadie sería lo bastante buena para su querido hermano. Mi devota tía se había pasado toda la vida intentando que Joseph correspondiera a su afecto, solo un poco, y no podía soportar verse completamente eclipsada por la niña bonita de la casa de al lado. Así que odiaba a Cora, incapaz de perdonarle que le hubiera robado a Joseph.
Un día, Cora y Joseph llegaron a casa de Jette mientras Rosa y Lomax se encontraban sumidos en una de sus partidas de ajedrez vespertinas. Cora los observó jugar. Rosa la ignoró, frunciendo el ceño sobre el tablero en un gesto de concentración. Lomax, sin embargo, sonrió a la recién llegada y le preguntó:
—¿Ha jugado alguna vez al ajedrez, señorita Cora?
—Antes jugaba —respondió Cora—, pero ya hace mucho de aquello.
—Igual podríais jugar juntas —dijo Lomax, soltando un suspiro y señalando las piezas que tenía delante—. Me está ganando. Otra vez.
Rosa levantó la vista por primera vez y preguntó a Cora:
—¿Te gustaría jugar?
—Acabad vuestra partida —dijo Cora, con una sonrisa—. Podemos jugar mañana.
Rosa se pasó el día siguiente imaginándose la cara que pondría la inoportuna intrusa de Cora cuando le infligiera una derrota apabullante. Ganarla al ajedrez no serviría para devolverle a Joseph, pero al menos sería agradable. Cuando Cora se sentó frente a ella, mirando insegura a las piezas, un brillo despiadado lució en los ojos de mi tía.
Media hora más tarde, Rosa contemplaba el tablero sin dar crédito. Sus fuerzas habían sido diezmadas. Cora jugaba con una agresividad sorprendente y constante. Rosa no fue capaz de lanzar ni un solo ataque. Con pavor, empezó a sentir el ardor de las lágrimas incipientes en sus ojos. Cora no solo jugaba mejor que ella, además la había machacado. Mi tía había sido superada, y lo sabía. Sus lágrimas eran de envidia y admiración.
Rosa hubiera preferido seguir odiando e ignorando a Cora como antes, pero aquello complicó el asunto. Había pocas cosas en el mundo más importantes para mi tía que el ajedrez. Contempló el tablero, maravillada ante la elegancia de los movimientos de Cora, y supo que haría cualquier cosa por jugar como ella. Carraspeó, sin estar segura de que las palabras que quería decir pudieran salir de su boca.
—¿Podrías enseñarme? —preguntó, señalando el tablero.
Durante los meses siguientes Rosa descubrió nuevos mundos. Cora le enseñó sus secuencias de apertura con sus variaciones, certeras defensas y otros gambitos endiablados. Rosa se los aprendió de memoria. Las piezas de ajedrez bailaban siguiendo esquemas en su mente, un atlas de nombres exóticos: la italiana, la siciliana, la catalana, la india… Cora era una profesora paciente y generosa. Aunque Rosa nunca sería capaz de perdonarla del todo por haberle robado a Joseph, gran parte de su antipatía se disipó en una tranquila nube de gratitud sobre el tablero.
El día de la boda de mis padres, solo se sacó una foto.
Ahora mismo, mientras escribo, la tengo delante de mí. Los recién casados posan en el centro de la imagen, cogidos de la mano. Cora parece tranquila, resuelta, discretamente satisfecha. Y de una hermosura radiante, por supuesto. Joseph sonríe como un bobo. Habían pasado diez meses desde que Cora interrumpiera su silencioso recital bajo la ventana de su dormitorio, y todavía no se creía del todo que aquello estuviera sucediendo de verdad.
Una expresión similar de incredulidad, aunque no tan beatífica, aparece en las caras de los invitados que flanquean a la feliz pareja. Jette Meisenheimer y Martin Leftkemeyer comparten el mismo gesto ausente mientras miran distraídos a la cámara. Rosa asoma tras el hombro de su hermano, sosteniendo un ramito de flores, con una expresión ilegible en el rostro. Solo Lomax, el orgulloso arquitecto de la unión, parece estar disfrutando. Se le ve en la esquina derecha de la foto, vestido con un traje comprado para la ocasión. Cuando el fotógrafo apretó el botón, estaba riéndose.