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Teddy no volvió a casa para asistir a las apresuradas nupcias de Frank y Darla. Nadie se sorprendió al no verlo aparecer en la misa, aunque el reverendo Gresham sí notó su ausencia. El clérigo sabía que Teddy y Darla habían estado saliendo, y se quedó de piedra cuando Hershel Weldfarben le pidió que oficiara la boda de su hija… con el gemelo equivocado. Llevó a cabo la ceremonia con el rostro lívido de miedo. Su mirada no paraba de recorrer los bancos vacíos, preguntándose dónde estaría el Hijo de Dios Resucitado. Las palabras del Éxodo 20:5 repicaban en su cabeza: «Porque soy Dios celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen». Después de la misa, el reverendo Gresham se fue a casa y rezó en busca de perdón, aterrado ante la idea de que un infierno terrible y vengativo no tardaría en desatarse sobre la ciudad.

Sin embargo, no hubo ningún azote apocalíptico. La vida en Beatrice siguió siendo igual que siempre. Y cuando, unas semanas después de la boda, Teddy comenzó a aparecer de nuevo por la iglesia las mañanas de los domingos, el reverendo Gresham sintió un gran alivio. Así que el Mesías no lo había abandonado enfurecido, al fin y al cabo. Si acaso, Teddy parecía más alegre que nunca. Se sentaba en su banco habitual y sonreía a su nueva cuñada mientras tocaba el piano. El párroco estaba maravillado ante la capacidad de perdón del Señor.

Por supuesto, el comportamiento de Teddy hacia Darla no tenía nada que ver con unas reservas ilimitadas de clemencia. Dadas las circunstancias, podía permitirse ser magnánimo. Nada más enterarse del embarazo de Darla comprendió de lo que se había librado por los pelos. Cada día daba gracias a Dios por haberle concedido la fuerza para resistir los encantos de Darla. «Ese podría haber sido yo», se decía al ver a Frank deambulando por la iglesia, derrotado y manso. Teddy se dio cuenta de que Dios realmente se preocupaba por él. No deberíamos habernos sorprendido cuando, tras licenciarse en la Universidad de Misuri, Teddy anunció que se había matriculado en un seminario de Kansas City. Iba a hacerse cura.

La idea de que su hijo fuera ordenado sacerdote terminó por noquear a Joseph. Dejó de despotricar y criticar la fe de Teddy, y un silencio perplejo se apoderó de él. Sabía reconocer cuándo había perdido.

Teddy dejó de venir a casa los fines de semana, pues estaba ocupado ayudando a oficiar las misas de domingo en el seminario. Pero nunca se olvidó de la Primera Iglesia Cristiana de Beatrice.

Cuando terminó su formación, regresó a casa, trayendo consigo varias cajas de cartón repletas de libros religiosos. Fue a principios del verano. La brutal humedad que nos asediaba cada año todavía no había comenzado. Una noche, Teddy y yo estábamos sentados en el porche trasero, bebiendo cerveza.

—Entonces —dije—, ¿ahora qué vas a hacer?

—Ahora comienza lo divertido —respondió con una sonrisa.

—Tu primer destino.

Teddy asintió, y dio un largo trago a su cerveza.

—¿Cómo decides adónde ir?

—Oh, yo no lo decido. Voy adonde me mandan.

—Y eso es…

—Podría ser cualquier sitio —respondió Teddy encogiéndose de hombros—. A los nuevos pastores los suelen enviar a iglesias de barrios marginales. No es muy divertido, por lo que me han contado. Gran parte del trabajo se hace en la calle, no en la iglesia. Llevamos la palabra de Dios a prostitutas, drogadictos y criminales.

—Suena interesante.

—También son hijos de Dios, James. Todo el mundo merece una oportunidad de salvarse, ¿no te parece?

Teddy me miró, con los ojos fijos. Hablaba bajito, pero sus palabras tenían una confianza nueva y serena.

—Si tú lo dices.

—De todos modos, eso no es para mí —dijo, y tras una pausa añadió—: Quiero volver aquí.

—¿Aquí? ¿Por qué? Puedes ir a cualquier sitio.

—No quiero ir a ningún sitio —dijo—. Quiero volver a casa.

Me quedé allí sentado, incapaz de hablar. Cinco años de estudios y Teddy quería regresar a Beatrice. Pensé en lo que Rosa me había contado años atrás: «Te marcharás. Y luego, un día, volverás». Finalmente, conseguí decir algo:

—¿Y el reverendo Gresham? —le pregunté.

—Mira, James —respondió Teddy, con mucha calma—. Como ya te he dicho, no está en mis manos. Lo único que puedo hacer es rezar a ver qué pasa. Sin embargo —añadió, reflexivo—, no me hará daño hablar con el reverendo Gresham y que sepa lo que pienso. Igual puede ayudar en algo.

La concatenación de acontecimientos que siguió tuvo algo de inevitable. Los más inclinados a la espiritualidad verán todo el asunto como un mandato divino.

A la mañana siguiente Teddy visitó al reverendo Gresham y, con franqueza, le contó que aspiraba a ocupar su puesto algún día, y le preguntó si podría recomendarlo llegado el momento. El reverendo Gresham comprendió al instante lo que estaba sucediendo. Al final, sus pensamientos pecaminosos con Margaret Fitch venían a pasar factura. Llevaba años agobiado por la constante presencia de Teddy, sin saber muy bien lo que suponía para él y para su parroquia. Ahora todo estaba claro: lo estaban echando. Aceptó sumiso su destino. La noticia casi fue un alivio. Los nervios del pobre hombre se habían visto sometidos a tal crispación que estaban a punto de reventar. Esa misma tarde, el pastor escribió una carta presentando su dimisión y urgiendo vehementemente a que Teddy ocupara su lugar. Su testimonio sobre las virtudes de mi hermano habría sacado los colores a un santo.

El reverendo Gresham decidió que ya estaba harto de la vida eclesiástica. Se fue a vivir con su hermana a la costa, al sur de California —lo más lejos que pudo de Teddy sin tener que salir del país— y comenzó a estudiar para obtener un título de agente inmobiliario. Cada mañana, el expárroco contemplaba las olas de crestas blancas del Pacífico. Miraba a los surfistas subiendo y bajando entre las aguas, y recordaba la visión de mi hermano levitando sobre el río Misuri. Jamás supo que lo que había visto aquella tarde de verano era a Frank tomando el sol sobre un poste. Pero aquella visión reveló unas verdades mucho más grandes que la realidad mundana del asunto, verdades que lo guiarían durante el resto de su larga, aunque atormentada, vida.

Gracias a la carta del reverendo Gresham, la entrevista de Teddy no fue más que una formalidad. En menos de dos meses, mi hermano fue nombrado el nuevo pastor de la Primera Iglesia Cristiana. De ese modo, aquel chico con título universitario —pasaporte para ir adonde hubiera querido— volvía a casa.

Cuando me repuse de mi indignación inicial ante la incomprensible decisión de Teddy de regresar por su propia voluntad a Beatrice, me alegré tanto como los demás de tenerlo de vuelta entre nosotros. Emprendí una campaña para reunir de nuevo a nuestro cuarteto vocal. Engatusé y acosé a mis hermanos hasta que aceptaron —con distintos niveles de entusiasmo— volver a cantar juntos. Para entonces, por supuesto, todos teníamos otros compromisos, así que solo nos juntábamos una vez por semana alrededor del piano para aprender nuevas canciones, como en los viejos tiempos. A veces actuábamos en público, pero en la mayoría de las ocasiones cantábamos solo para nosotros. Ya no necesitábamos una audiencia. El mero hecho de hacer música nos bastaba. El sonido de nuestras cuatro voces entremezclándose con dulzura era como volver al hogar, junto a un cálido fuego ardiendo en la chimenea.

Un año o así después de abandonar cualquier esperanza de que algún día se publicase mi novela, saqué en silencio mi máquina de escribir de debajo de la cama y comencé a escribir de nuevo. Conservaba una copia del primer manuscrito, y dejé aquel enorme bloque de palabras, con los bordes meticulosamente alineados, a la vista todo el tiempo. Era el centinela de mis esfuerzos, su peso físico constituía un recuerdo alentador de que ya había hecho aquello una vez, así que seguro que podía volver a conseguirlo.

No estoy seguro de qué fue lo que me impulsó a ponerme a escribir otro libro. Rosa tenía razón; no iba a ganar nada sintiendo lástima de mí mismo. Pero había algo más que eso. Echaba de menos mi comunión nocturna con Buck Gunn y sus amigos. Contar historias seguía siendo una vía de escape. Así que metí un folio en blanco en la máquina, listo para evadirme una vez más. En esta ocasión ya no pensaba en publicar, solo escribía para entretenerme. El viaje, y no el destino, se convirtió en el objetivo, y redescubrí la sencilla satisfacción de ver mis ideas materializándose ante mí, frase tras frase.

Mi segunda obra era una novela de suspense que trataba sobre un complot para asesinar al presidente de los Estados Unidos. El protagonista era un humilde detective que, gracias a una corazonada, intentaba ordenar las piezas del rompecabezas antes de que fuera demasiado tarde —su adorada esposa, una pelirroja hermosa pero insensible, lo dejaba a mitad del libro, para acabar devastada por una rara y desconocida enfermedad degenerativa que la sentenció a una muerte larga y dolorosa sin nadie a su lado—.

Dudé durante semanas cuando llegó el momento de escribir la escena culminante —no podía decidirme si el intento de asesinato tendría éxito o no—. Al presidente le iban a disparar una sola bala, pero yo tenía que decidir si el francotirador acertaría en el blanco. Resultaba extraño tener el destino del líder del mundo libre en mis manos. Finalmente, con gran pesar en mi corazón, decidí que el presidente debía morir.

Escribí la escena final en un frenético fin de semana a últimos del verano de 1963. Los conspiradores eran una vil banda de subversivos y comunistas, dirigidos desde las sombras por un siniestro cerebro que, en un sorprendente desenlace, resultaba ser el ambicioso y corrupto vicepresidente. Los villanos matan a su víctima mientras realizaba un desfile presidencial en su coche descapotable por las calles de Kansas City. De nuevo, Rosa fue la primera lectora, pero no le gustó tanto como mi ópera prima. Sin embargo, le agradó mi obra, y decidió enviar el manuscrito a las mismas editoriales de la vez anterior, por si acaso. De nuevo, mi tía y yo recopilamos copias y escribimos sobres juntos. Los echamos al correo hacia finales de octubre.

Aproximadamente un mes después, durante una ajetreada hora de la comida de un viernes, las puertas del restaurante se abrieron de par en par y apareció Buddy Steinhoff, jadeando y con la cara colorada. Observó el local, y luego corrió hacia la gramola y arrancó de un tirón el enchufe de la pared. La canción se cortó abruptamente a mitad de un verso. Todos se giraron hacia Buddy, que estaba en medio del local, con los ojos abiertos como un loco.

—¡Han disparado al presidente! —gritó.

Se produjo un tumulto instantáneo. Los hombres se pusieron en pie y comenzaron a gritar; algunas mujeres se echaron a llorar. Mi padre corrió a la trastienda y rescató el transistor que a veces escuchaba. Lo posó sobre el mostrador y puso el volumen al máximo. Las noticias procedentes de Dallas sonaron entre interferencias por el local, y todos permanecieron quietos y en silencio. El horror que vi en los rostros de la gente no era nada comparado con el terror puro y duro que recorría mi interior. En algún lugar, en los almacenes de correo de varias editoriales de Nueva York, había unos gruesos sobres amarillos, con sellos de un mes antes del asesinato, describiendo exactamente cómo iba a suceder todo. Página tras página con pruebas irrefutables de mi complicidad en el crimen.

Cerramos el restaurante pronto, pues la gente se marchó a casa para ver cómo se desarrollaba la tragedia frente a sus televisores. Yo corrí hasta la escuela de Rosa, donde habían mandado a casa a todos los niños. Mi tía estaba sentada en su mesa con un gesto de angustia en el rostro. Alzó la vista cuando entré.

—Mejor que cierres la puerta —dijo.

Hice lo que me pidió y me senté ante ella.

—¿Qué vamos a hacer? —susurré.

—Nadie se va a creer que te lo inventaste todo —dijo, rotundamente.

—Escogí Kansas City, no Dallas.

—Eso no les importará —suspiró, meneando la cabeza—. Solo hace falta que una persona se lea tu libro. Se fijarán en la fecha en que se envió el paquete, y ya está.

De pronto, esos sobres amarillos se habían convertido en sentencias de muerte. Tragué saliva y pregunté:

—¿Podemos recuperar los manuscritos?

—No sé cómo —dijo Rosa con pesimismo.

Aquella noche nos encorvamos frente al televisor y vimos cómo se desarrollaban los acontecimientos, preguntándonos en qué demonios nos habíamos metido. La foto policial de Lee Harvey Oswald nos miraba desde la pantalla. Me pregunté qué sabría. Se me ocurrió la extraña idea de que quizá yo tuviera razón, desde siempre, que todo aquello había sido cosa de Lyndon Johnson. Si llegaba a enterarse de lo que yo había escrito… no podía ni pensarlo. A fin de cuentas, él se encontraba ahora al mando. Me pregunté temeroso hasta qué punto estaría dispuesto a llegar para silenciarme.

Entonces, Jack Ruby se cargó a Oswald, y no supimos qué pensar. ¿Habían pagado a Ruby para acallar al asesino, para que no contase al mundo lo que sabía? Y más importante, ¿vendrían a por mí a continuación? Esperé con inquietud a que agentes del FBI con trajes oscuros se presentaran frente a mi casa en un coche sin matrícula. Visiones de fríos cuartos subterráneos se agolpaban en mi imaginación. Los interrogadores estamparían sus puños en la mesa y me gritarían, intentando saber de dónde había sacado mi información.

Por primera vez que yo recuerde, mi tía parecía nerviosa de verdad. Tras cada sombra se ocultaban siniestros secretos, cada ruido inexplicado anunciaba una fatalidad. Cambió las cerraduras de su puerta, y se compró una pistolita que guardaba en una mesilla junto a la cama. No nos atrevimos a contar a nadie lo que estaba sucediendo, por si a ellos, también, se los llevaban por saber demasiado. Me pasaba las noches en vela esperando oír sonidos que delataran a agentes del Gobierno acercándose.

Empecé a desear con desesperación que mi segundo libro corriera la misma suerte ignominiosa del primero. Nada me habría gustado más que ver cómo aquellos manuscritos se pudrían, sin abrir y olvidados, bajo una pila de envíos no solicitados.

Por suerte para nosotros, la industria editorial persistió en su continua indiferencia hacia mi obra. Mi manuscrito, felizmente, siguió sin ser leído. No hubo toques en la puerta en medio de la noche, ni desapariciones clandestinas. A medida que pasaban los meses, Rosa y yo lentamente nos permitimos tener la esperanza de poder salir con vida de aquello.