13
Cuando el tren de Frederick llegó a Kansas City, un comité de oficiales consiguió a base de gritos e insistencia que los nuevos reclutas formaran unas desordenadas filas. Los condujeron a un edificio frente a la estación donde habían improvisado un alojamiento temporal. Agotado por la incómoda noche que había pasado en el retrete de su patio y el viaje hacia el oeste, Frederick durmió profundamente, demasiado cansado para soñar.
A la mañana siguiente los despertaron antes de que saliera el sol y durante las siguientes tres horas desfilaron arriba y abajo con sus ropas de civil por una extensión de tierra recién despejada. Un capitán con rostro de granito les gritaba órdenes. A media mañana el sol ya estaba en lo alto del cielo, cociendo aquella improvisada plaza de armas con un calor pasmoso. Frederick marchaba y daba medias vueltas a izquierda y derecha, con el corazón lleno de aprensión. Esa noche se tumbaría en su cama y escribiría otra carta a casa.
Frederick sacaba por lo menos diez años al resto de reclutas. Los muchachos no sabían si reírse de él por su avanzada edad o presentarle sus respetos por haberse alistado como voluntario. Pasó el examen físico, pero por los pelos. El ejército necesitaba hombres, así que el listón no estaba demasiado alto. Tras cinco días de formar y saludar, Frederick hizo cola ante el almacén de intendencia y por fin le entregaron su uniforme. Ahora era un soldado de infantería de la División 35 del Ejército de los Estados Unidos. Sacaron a su regimiento de los cuarteles y los montaron en un tren hacia el sur.
Durante los siguientes siete meses, el hogar de Frederick fue un enorme campamento de tiendas en un inhóspito páramo azotado por el viento en las llanuras de Oklahoma. Aquel invierno olvidó casi todo lo que conocía de sí mismo y aprendió a ser un soldado. Marchó kilómetros por paisajes yermos, sacudido por fuertes vientos y cegado por tormentas de polvo. Cavó trincheras en suelos helados, sin sentir sus dedos congelados. Realizó simulacros de ataques de gas venenoso. Ensartó incontables sacos, practicando cómo retorcer su bayoneta en el interior del estómago de un enemigo sin que la hoja se quedara enganchada. Aprendió numerosas formas de matar a un hombre.
En primavera, Frederick estaba irreconocible. Su cabeza, afeitada, había perdido su redondez de querubín. Su panza se había esfumado. Un extraño principio de músculo se extendía por su pecho y sus espaldas. Todas las noches se tumbaba en su tienda, tiritando bajo las raídas mantas, y escribía a Jette, sirviéndose de una solitaria vela que era su única fuente de luz y calor. Tras un breve repaso de las actividades del día, retomaba los viejos temas familiares mientras el frío se colaba por sus venas. Noche tras noche, garabateaba páginas de explicaciones, argumentos y justificaciones. Escribía hasta que sus dedos terminaban tan entumecidos que no podía continuar. A la mañana siguiente, cogía la carta —con el sobre abierto para que lo viera el censor— y la llevaba a la tienda del correo.
Jette no respondió ni una vez.
A medida que el año 1918 avanzaba, Frederick empezó a cansarse de la interminable instrucción y sus ejercicios. Estaba listo para enfrentarse a enemigos reales, no solo a los malvados productos de la imaginación de su comandante. Por fin, su unidad cogió un tren al este, hasta Nueva York, y una tarde de otoño el buque George Washington partió del muelle 17 del puerto marítimo de South Street. Frederick permaneció en cubierta, contemplando las luces de la parte baja de Manhattan parpadear hasta desaparecer, y se despidió de América.
El ambiente a bordo del buque era festivo. Aquellos hombres formaban parte del mayor operativo militar de la historia de América, y estaban orgullosos de ello. Ninguno había participado antes en una guerra. El George Washington cruzaba el océano lentamente, dando bordadas con precaución para evitar a los submarinos enemigos.
Frederick se pasó horas a solas en el puente de popa, con la vista fija en el rastro de revueltas aguas blancas que dejaba el barco a su paso, acercándose lentamente hacia viejos horizontes. En cuanto subió a bordo y sintió el movimiento de las olas bajo sus pies, se desataron los recuerdos de la travesía en el Copernicus que permanecían emboscados. Al volver a emprender aquel viaje él solo, no tenía nada que hacer más que volver la vista hacia la familia que había dejado atrás.
Cuando el barco llegó a Francia, el puerto de Brest estaba a reventar por una multitud de personas que agitaban banderas francesas y americanas. Una banda tocaba música y hermosas chicas lanzaban besos a los soldados. Un hombre con una enorme cesta de mimbre al brazo estaba al frente, repartiendo pasteles recién horneados a las tropas que desembarcaban.
Frederick contempló la tierra que tenía bajo sus pies. El suelo de la Europa continental: estaba de regreso donde había comenzado, listo para saldar una deuda que nadie le había pedido que pagase. En medio de aquella multitud de extraños soltando vítores, nunca se había sentido tan solo.
Muchos de los soldados fueron conducidos inmediatamente a trenes que los estaban esperando para comenzar su traslado al frente. La unidad de Frederick no tenía que partir hasta la mañana siguiente, y la mayoría de sus integrantes desaparecieron por la ciudad, en busca de diversión. Frederick llevó su mochila hasta el alojamiento que le habían asignado, se sentó en la cama, y escribió otra carta a Jette.
A la mañana siguiente, la unidad se reunió en la estación de tren. Los soldados esperaban en el andén, conteniendo los bostezos, con sus jóvenes rostros ojerosos por el cansancio y el placer. Frederick escuchó las historias que se contaban. Las mujeres de Brest habían recibido a los americanos en sus casas, y luego en sus camas. Los hombres alardeaban de sus conquistas, ajenos a la causa del apetito de las francesas: sus esposos habían fallecido en aquella guerra hacia la que ellos se dirigían en ese mismo momento.
Frederick se pasó el día viendo a Francia desfilar por la ventanilla del tren. A media mañana, casi todos los hombres estaban dormidos, agotados por los excesos de la víspera. El vagón permanecía en silencio, solo se oía el rítmico traqueteo de las ruedas al avanzar sobre los raíles desvencijados. En los campos, niños y mujeres vestidas de negro se afanaban bajo el sol cálido. Un mar púrpura de tomillo rompía contra las vías del tren. Al caer la tarde, pasaron cerca de París. El tren viró hacia el este a través de bosques espesos de sombras oscuras. Horas más tarde, llegaron a su destino, una estación desierta iluminada por solo un par de lámparas de gas que emitían una luz tenue. Los soldados miraron hacia la oscuridad. Permanecieron una hora en el andén, descargando el equipo. Les habían dejado un carro de madera lleno de manzanas junto a la entrada de la estación. En cuestión de minutos, toda la fruta desapareció en los bolsillos de los soldados. El reloj de la estación marcaba las doce y media cuando el grupo formó largas filas de hombres, armas y caballos. La mochila de Frederick resultaba muy pesada. La procesión fue arrastrando los pies hacia la oscuridad, dirigidos por dos oficiales a caballo. Frederick estaba cerca de la cabeza, entre la infantería. El único sonido que se escuchaba era el retumbante martilleo de mil pies al posarse sobre el asfalto de una desierta carretera rural.
Pasadas dos horas, comenzó a llover.
Los soldados plantaron sus tiendas en un espeso bosque de abetos justo cuando comenzaba a salir el sol. La densa bóveda de ramas ofrecía algo de refugio ante la lluvia, pero para entonces ya era demasiado tarde. El uniforme de Frederick estaba empapado y frío al roce con la piel. No recordaba haber estado tan calado en su vida.
Marcharon durante cinco noches. Los días los pasaban bajo el refugio de los bosques o en granjas abandonadas. Los soldados se derrumbaban nada más pararse, agradecidos por la insensibilidad que les producía el profundo agotamiento. A medida que avanzaba su viaje, la fila se convirtió en una desaliñada procesión de almas lánguidas y errantes. Cada uno caminaba con la cabeza agachada bajo la incesante lluvia, perdido en sus pensamientos.
Cuando el convoy se acercó al frente, marchaban por un paisaje de árboles muertos, cuya desgarradora desolación se veía moteada de vez en cuando por las ruinas lúgubres de pueblos abandonados. El eco de sus pisadas agotadas rebotaba en las paredes de los edificios medio derruidos. Las calles estaban vacías, excepto por los ejércitos de perros asilvestrados, escuálidos de hambre, que aullaban al paso de los soldados. Los hombres seguían andando, con la mirada perdida por el cansancio.
La última noche, se cruzaron con una fila de maltrechos alemanes capturados que marchaban en sentido contrario. Los uniformes de los prisioneros estaban rasgados y llenos de barro. Iban maniatados. Frederick contempló a los cautivos pasar a su lado, arrastrando los pies. Alguno murmuró «Amerikanisch», y la palabra brotaba inflada por el temor y la aversión. El corazón de Frederick se inundó de repente de pena. Ahora él era el enemigo.
En el frente, realizaron un último ejercicio de aclimatación al interminable coro de explosiones y fuego de artillería que sonaba a cuatro o cinco kilómetros al norte, un débil pero constante eco de la muerte. Ahora había pocas risas. Toda una vida parecía separarlos de aquella noche en Brest.
La unidad de Frederick fue destinada al extremo suroccidental del bosque Argonne, en el norte de Francia. Los campos de batalla de Europa no tardarían en silenciarse, regados con la sangre de toda una generación. Para entonces los alemanes sabían que iban a perder la guerra, pero la bestia agonizante seguía sacudiendo la cola, tan letal como siempre. Las tropas enemigas se habían dispersado por los campos arrasados. Estaban salvajes, amotinadas, y solo les interesaba salvar su propio pellejo. Nadie quería ser el último hombre en morir. El Primer Ejército de los Estados Unidos se encargó de la tarea de barrer los últimos focos de resistencia.
El 13 de octubre, con las primeras luces del alba, Frederick por fin salió al teatro de la guerra. Su unidad avanzó entre los árboles, con las últimas hojas del año bajo sus botas. El bosque se difuminaba entre una tenue bruma blanquecina. Cada paso precavido que daban los introducía más en territorio enemigo. Se acercaron al primer puesto alemán de rodillas, avanzando lentamente y en silencio, esperando alguna emboscada, pero lo único que encontraron fue un paisaje devastado, entre alambres de espino y fragmentos de cemento, desierto y desolado. Los hombres recorrieron el campamento enemigo. Un cazo ennegrecido todavía colgaba sobre los restos carbonizados de una hoguera apagada. Era lo único reconocible en aquel lugar. Todo lo demás había sido destrozado en miles de fragmentos inservibles.
El esquema se repitió a medida que avanzaba el día. Cada nuevo campamento que encontraban había sido abandonado con una furia destructora cada vez mayor. Cuando el sol comenzó a ponerse, los hombres sabían que no habría alemanes esperando para sorprenderlos. Frederick no pudo evitar sentirse defraudado. Escrutaba los árboles muertos, conservando la esperanza de ver al enemigo.
Al frente de su unidad estaba un carpintero de Joplin llamado Daniel Jinks. Era el único que llevaba un mapa. Tenían instrucciones de pasar la noche en el bosque, pero cuando Jinks anunció que había una iglesia en los alrededores, la decisión fue unánime y se apartaron cerca de un kilómetro del itinerario previsto. Cuando llegaron al pequeño edificio de piedra, vieron que no habían sido los únicos tentados por la promesa de una noche bajo un techo de verdad. En la puerta principal de la iglesia, había una bandera americana sobre un mástil improvisado. Encontraron soldados apoyados en la pared, con los rifles a sus pies. Unos fumaban, otros devoraban con hambre los últimos restos de las raciones de sus petates. Una fila de ventanucos se abría a lo largo del edificio, dejando ver una cálida luz en el interior.
Había velas encendidas a lo largo de la nave, que emitían sombras sobre los muros encalados mientras la noche iba cayendo con sigilo. Los soldados descansaban en los bancos. Algunos se encontraban frente al altar, limpiando sus armas. Uno o dos estaban escribiendo en trozos de papel, forzando la vista para ver las palabras en la escasa luz. Otros se arrodillaban o agachaban la cabeza para rezar.
En un extremo de la iglesia, un hombre tocaba un piano, rodeado por un puñado de soldados. Frederick reconoció la canción. Era un aria de El Barbero de Sevilla. Se acercó a la música. El pianista era un comandante y, como Frederick, mayor que quienes lo acompañaban. Llevaba unas gafas de gruesos cristales. Frederick observó al grupo durante unos minutos, y luego se unió.
—Ah, ah! Che bella vita!
El pianista sonrió al escuchar aquello. Hizo un gesto a Frederick, invitándolo a seguir cantando. Cuando acabaron con Rossini, el pianista sugirió otras piezas. Frederick no tardó en dar rienda suelta a sus típicas exageraciones, dando zancadas frente al piano y gesticulando al cantar. Los soldados aplaudían, animándolo, agradecidos por que alguien los distrajera de lo que podía aguardarles al día siguiente. Frederick lo hacía con mucho gusto. No había cantado ni una nota desde que salió de Misuri. Ahora, la alegría de la música recorría sus venas de nuevo. Casi no veía a los hombres que tenía delante. Estaba actuando para una audiencia privada de tres personas, en la otra punta del mundo. Pero se entregaba en cuerpo y alma a su canción.
Finalmente, el comandante cerró la tapa del piano y acalló con un gesto las protestas de los soldados.
—Necesitáis dormir —gritó. Luego, sonriendo a Frederick, le dijo—: Tienes una buena voz.
—Gracias —dijo Frederick—. Usted toca muy bien.
—Hago lo que puedo —dijo el hombre, encogiéndose de hombros—. Es agradable encontrar a alguien que sepa cantar. —Señaló a los demás—. Uno pensaba que entre esta panda de católicos irlandeses de Kansas City habría al menos un cantante decente, pero no.
—¿Es usted de Misuri? —preguntó Frederick.
—De pura cepa —respondió el comandante, asintiendo.
—Yo también soy de Misuri —dijo Frederick, sonriente.
—Por tu forma de hablar, no parece que lleves mucho allí.
—Tengo un acento muy marcado, sí —se excusó Frederick, torciendo el gesto—. Pero soy un ciudadano americano, a mucha honra.
El pianista alzó las manos.
—No lo dudo, perdona. Ese uniforme te queda bien, soldado…
—Meisenheimer —dijo Frederick, haciendo el saludo militar—. División treinta y cinco.
—Truman, de la batería D.
Los dos hombres se estrecharon la mano y permanecieron por un momento en silencio.
—¿Lleva usted mucho tiempo en Francia? —preguntó Frederick.
—Unos seis meses —contestó el comandante—. Lo suficiente para estar harto. A ver, no me malinterpretes. Francia es un buen sitio para los franceses. No me extraña que luchen por ella, pero echo de menos mi país. —Observó a Frederick y comentó—: Pareces un poco mayor para todo esto.
—Me alisté como voluntario —dijo Frederick, poniéndose muy tieso.
El pianista se dio una palmada alegre en el muslo.
—¡Yo también! Pero no solo tuve el inconveniente de la edad —explicó, señalando sus gafas—. Tuve que hacer trampas en el reconocimiento de la vista. Me aprendí de memoria las letras. —Soltó una risita—. Ahora mismo, no hay otro sitio en el mundo en que un hombre quisiera estar. Estoy orgulloso de mi país, de lo que representa, y estoy dispuesto a luchar por ello. Aunque mi novia no lo vea así. Mira.
El comandante sacó una foto del bolsillo de su guerrera y se la mostró a Frederick.
—Nos vamos a casar en cuanto vuelva a casa. Tiene un corazón de oro, pero una boca ácida —dijo, poniendo un gesto compungido—. A esta no le asusta dejar claro lo que siente.
Frederick asintió.
—Mi mujer es igual. No entiende por qué tuve que venir.
—Espera —dijo el comandante—, ya lo entenderá. Un día, la gente volverá la vista atrás y comprenderá que esta guerra fue la lucha más importante que ha conocido el mundo. —Miró a su alrededor—. Solo Dios sabe cuántos de estos hombres sobrevivirán a mañana, o a pasado mañana. Pero estamos aquí por una causa. Tú y yo podremos mirar al pasado cuando esta locura se termine, y decir: allí estuvimos, pusimos nuestro granito de arena. —El comandante consultó su reloj—. Y ahora, tengo que asegurarme de que mis hombres descansan bien.
Frederick asintió.
—Gracias —dijo—. Echaba de menos cantar.
—Se te da bien. No se te ocurra dejarlo —le aconsejó el comandante, quitándose las gafas y limpiando los cristales con su manga. Volvió a ponérselas en la nariz y guiñó un ojo a Frederick—. Che bella vita, ¿verdad?
Los hombres se dieron un cálido apretón de manos.
Qué bella es la vida.
Frederick encontró un banco libre, sacó un papel y un lápiz de su mochila y escribió su carta del día a la luz parpadeante de una vela. Cuando terminó, la dobló y se la metió en el bolsillo de la camisa. Se estiró sobre la dura madera del banco y no tardó en quedarse dormido, llevado a un placentero letargo sobre la cresta de todas aquellas melodías redescubiertas.
A la mañana siguiente, Daniel Jinks condujo a la unidad de regreso al bosque para proseguir su avance hacia el este. A media mañana, llegaron a las diezmadas ruinas de un pueblecito. Sus habitantes habían escapado meses atrás; el lugar había servido de punto de abastecimiento de munición y suministro para las tropas enemigas más al oeste. Los alemanes, al retirarse, habían destrozado todo cuanto pudieron. Frederick se abría paso entre el paisaje carbonizado y lleno de cráteres que había quedado. Se encontraba de un buen humor incontenible: la llama de la música había vuelto a prender en su interior, y estaba dispuesto a seguir el consejo del pianista. Jamás dejaría de cantar. Nunca más. Se pasó la mañana repasando con placer el repertorio que había abandonado. Mientras la unidad avanzaba por el pueblo, Frederick cantaba el final de Così Fan Tutte, interpretando con resolución todos los papeles principales a la vez. No estaba a lo que tenía que estar, y su abrigo se quedó enganchado en un rollo de alambre de espino que se cruzó en su camino. Sin dejar de cantar, se detuvo e intentó soltarse. Sus tirones solo consiguieron empeorar las cosas, enredando aún más el metal. Viendo que no avanzaba, se arrodilló para soltar el abrigo.
Un hombre tan grande, en campo abierto, parado por un momento: Frederick todavía estaba cantando cuando el francotirador alemán plantó la mirilla en su nuca. El estruendo del disparo resonó en las calles vacías.
Peter Kropp había sido el cartero de Beatrice por más años de los que cualquiera, él incluido, pudiera contar. Disfrutaba de una plácida jubilación hasta que su sucesor fue llamado a filas en 1917. Con la oficina postal vacía, Kropp se vio obligado a volver al trabajo. Le agradó regresar a su vieja tarea, hasta que empezaron a llegar los telegramas.
Ahora recorría sombrío las calles de la ciudad, con el sombrero recogido en el pecho y la cabeza agachada.
Jette estaba en la ventana del salón, mirando a la calle. Cuando vio al viejo cartero titubeando ante la puerta, su mundo se deslizó en silencio hacia las largas sombras del desconsuelo. Salió corriendo de la casa para interceptar las malas noticias, deseando que no entraran en su casa. Arrancó el sobre de la mano inestable de Peter Kropp, sin pronunciar palabra. Un viento frio recorría las calles. Los dedos de Jette apretaron con fuerza el cuadradito de papel amarillo cuando cayó de rodillas.