46
Aquella misma tarde, un poco después, recorrí Central Park desde mi hotel en el Upper West Side hasta el Metropolitan Museum. Deambulé por sus galerías, mirando cuadros famosos. Me senté en las escaleras de la fachada a escuchar a un hombre que tocaba un vivaracho compás de bebop al saxofón. Me comí un perrito caliente a la sombra de los árboles de la Quinta Avenida. Anduve con sigilo por la Catedral de San Patricio. Tomé un atestado ascensor hasta lo alto del Empire State Building y contemplé el enjambre de taxis amarillos en las avenidas a mis pies. En un extremo de la isla, las Torres Gemelas cortaban el cielo, majestuosas, hermosas, enormes y firmes. Por debajo, el río Hudson relucía con el sol del atardecer.
Por fin estaba en Nueva York, y nada de aquello me importaba un carajo.
Después de despedirme de David Kliever me quedé sentado en el coche un buen rato, con la mirada perdida en el vacío. Finalmente, encendí el motor y me marché. Conduje sin rumbo durante un tiempo, incapaz de pensar. Vi otro cartel indicador de Remsenburg, y entonces recordé dónde había oído aquel nombre. Era la ciudad en la que P. G. Wodehouse pasó las últimas décadas de su vida. Hacía diez años que había muerto, pero sabía que estaba enterrado cerca de allí. Seguí el cartel y pronto estaba conduciendo por las calles de la localidad. Aparqué junto a la pequeña oficina de Correos y entré. Tras el mostrador había una mujer mayor, cuya expresión me sugirió que no era la primera vez que le preguntaban por el lugar donde descansaba el gran hombre. Me explicó cómo llegar a la Iglesia de la Comunidad de Remsenburg, un edificio encalado con una pequeña aguja de madera en las afueras de la ciudad. Detrás había un tranquilo cementerio rodeado de árboles. Recorrí las tumbas hasta que di con la lápida. Era bastante más grande que las de sus vecinos. Había un libro de piedra abierto sobre un imponente bloque de granito. En sus páginas habían tallado:
JEEVES
EL CASTILLO DE BLANDINGS
DEJÁDSELO A PSMITH
MR. MULLINER
El pobre Bertie no se había hecho un hueco en el monumento a la memoria de su creador, pero sí su mayordomo. Me quedé un rato frente a la tumba. Wodehouse, pensé con pesar, habría dado su consentimiento al golpe de efecto que había dado mi historia.
La corneta de Lomax seguía en el maletero de mi coche. Sus pistones estaban duros por el paso del tiempo y el desuso. Una constelación de puntitos verdes de óxido se extendía a lo largo del cuerno. En el borde del pabellón había una abolladura, el tipo de bollo que se podía producir al estampar el instrumento contra la cabeza de su dueño.
Mi padre había matado a un hombre, y había conservado el arma asesina como trofeo.
Cené en un lujoso asador de iluminación tenue cerca de Times Square, y luego subí hacia el norte por Broadway. Era una noche cálida. Las calles estaban repletas de gente, una rica porción de humanidad multicolor. Caminé a ciegas entre ellos. Para cuando llegué al hotel, estaba agotado. Me tumbé en la cama y escuché el sonido nocturno de la ciudad.
Lo primero que hice al día siguiente fue pagar la cuenta del hotel y conducir por la Novena Avenida. Sin mirar atrás, tomé el túnel Lincoln y escapé de regreso a mi hogar.
Los Estados Unidos de América son un país muy grande y —por una vez— me alegré de vivir justo en el medio. Durante cada hora de aquel largo viaje de regreso de Nueva York estuve cavilando sobre lo que debía hacer.
El legado envenenado de la corneta abollada de Lomax me asaltó mientras huía hacia mi casa. La necesidad de interrogar a Joseph sobre mi madre y mi padre disminuía con cada kilómetro que avanzaba. Cuando llegué a Misuri, ya no había nada más que necesitase o quisiese saber.
Llegué a Beatrice bien entrada la tarde del día siguiente. Mientras recorría la ciudad, el sol todavía calentaba en lo alto del cielo. La plaza principal estaba vacía pues una humedad mortal mantenía a la gente lejos de la calle. Aparqué y salí a estirar las piernas. Beatrice Eitzen mantenía su malhumorada vigilancia frente al Palacio de Justicia. Me alegré de ver su rostro familiar, aunque ella parecía tan impasible como siempre, contemplándome desde detrás de su gran nariz. «¿Para qué has vuelto?», me reprendía en silencio. «Tendrías que haber escapado, tú también, cuando tuviste la oportunidad».
Di un par de vueltas alrededor del Palacio de Justicia, y me senté en un banco a la sombra. Finalmente, volví a montar en el coche y me dirigí a casa de Joseph. Al abrir la puerta, oí el sonido del televisor. Joseph estaba en su sillón de siempre, pero no miraba la pantalla, sino que ojeaba la portada del Optimist. Alzó la vista cuando entré. Una amplia sonrisa se formó en su rostro.
—¡James! ¡Has vuelto!
Contemplé a aquel anciano, aquel anciano que me amaba.
Y dije:
—Hola, papá.