26
Mi madre fue la única mujer a la que Joseph amó en su vida. La adoró desde el momento en que posó sus ojos en ella por primera vez. Cora era el crisol donde se fundían todos sus sueños y esperanzas. Su repentina desaparición lo desarmó por completo. Deambulaba por la casa, viéndola en todas partes. Ella no parecía dispuesta a dejarlo marchar. ¿O era él quien no podía renunciar a ella? Cora acechaba sus pensamientos mientras dejaba pasar aturdido los días, pero eran las vanas ilusiones de sus sueños lo que más temía. Noche tras noche, su subconsciente lo traicionaba con nuevos espejismos de esperanza, resucitando cruelmente el fantasma de Cora. Ahí estaba ella, tan hermosa como siempre, con nosotros en brazos, riendo y sonriendo. La esperanza de esas visiones perduraba cada nuevo amanecer, pero no por mucho tiempo. Incluso antes de que Joseph estuviera despierto del todo, la amarga realidad se abalanzaba sobre él. Permanecía en la cama vacía, clavado sobre el colchón bajo el peso de la pérdida, y lloraba ante la idea de pasar otro día sin Cora a su lado.
Joseph no habría salido nunca de la cama de no haber sido por mis hermanos y por mí. Tal y como estaban las cosas, el mundo que había fuera de su corazón detenido era más caótico que nunca, gracias a nuestro pandemonio colectivo. Tenía cuatro pequeñas vidas que alimentar y cuidar. Las noches se veían interrumpidas por los llantos hambrientos de los gemelos, que lo hacían bajar legañoso las escaleras para calentar leche en el fuego. Freddy y yo éramos demasiado pequeños para comprender lo que había sucedido, pero la ausencia de Cora nos perturbaba. Empezamos a vagar por la casa en mitad de la noche, buscándola. Joseph nos cogía de la mano y nos convencía para que volviéramos a la cama.
Jette veía la desesperación en los ojos de su hijo, y recordaba su propio pesar cuando tuvo que afrontar la perspectiva de una vida sin Frederick a su lado. Veinte años no habían hecho nada para mitigar el dolor de su propia pérdida, y ahora sentía que su corazón volvía a romperse. Temía por nosotros, que crecíamos sin el abrazo de una madre para calentarnos y protegernos, e hizo todo lo que pudo por rellenar el hueco que sabía que jamás podría ocupar. Nos bañaba, nos daba de comer, nos proporcionaba cariño; nos arrullaba con viejas nanas alemanas; nos besaba, una y otra vez, e intentaba no pensar demasiado en el futuro.
Más o menos una semana después del nacimiento de los gemelos, Jette sugirió con tacto a Joseph que los bebés necesitaban nombres. Mi padre la miró inexpresivo. Cora y él estaban tan convencidos de que el recién nacido sería una niña que ni siquiera habían pensado en un nombre masculino y, mucho menos, en dos. Le preguntó a Jette si tenía alguna idea. Y resulta que sí que la tenía. Así que los gemelos recibieron los nombres de los dos héroes políticos de mi abuela —que, aunque no eran hermanos, venían de la misma familia—: Theodore y Franklin Meisenheimer encajaron bien en sus nombres presidenciales. Desde una edad temprana se comportaron como si estuvieran acostumbrados a los privilegios de los altos cargos, pues gritaban imperiosos al resto de miembros de la familia —y entre ellos— para hacer sus peticiones inarticuladas.
La familia improvisó rápidamente una nueva rutina. Durante el día, Jette nos cuidaba mientras Joseph corría por la ciudad para abrir el restaurante. Contrató a la señora Heimstetter, decana del pollo frito en la Primera Iglesia Cristiana, para que tomara las comandas y sirviera café en ausencia de Jette.
Cuando Rosa regresaba de la escuela por las tardes, asumía el control de nuestras existencias despreocupadas y ociosas, y Jette se retiraba a su sillón para calmar sus nervios al borde del colapso. Las comidas nunca fueron los momentos más alegres en aquella época. Teddy y Frank se pasaban todo el rato chillando indignados. Freddy y yo nos sentábamos en nuestras tronas y hacíamos todo el ruido que podíamos, para que se nos oyera entre el barullo que armaban los gemelos. Los adultos nos observaban, abatidos por la tristeza y el agotamiento. Después de recoger la mesa, una caravana exhausta cruzaba el jardín de regreso a casa. Joseph nos bañaba a los cuatro juntos en la bañera, y nos acostaba. Una vez que nos había arropado, se tumbaba en el suelo entre las cunas y nos contaba un cuento. Se inventaba aventuras épicas en las que nuestra familia era la protagonista. Por supuesto, en esos cuentos no éramos cinco, sino seis. Cada noche, Joseph devolvía la vida a Cora con nostalgia, y siempre era nuestra madre la que nos salvaba ella solita de los peligros. De no ser por ella, habríamos fallecido todas las veces. Nosotros escuchábamos, sin oír el temblor del miedo en la voz de nuestro padre. Uno a uno, los cuatro bultos revoltosos a su alrededor se iban quedando quietos. A veces no se daba cuenta de que nos habíamos dormido, y seguía con su cuento mucho después de que ya no hubiera nadie escuchando, fascinado ante su propia fantasía. Con frecuencia se quedaba dormido en el suelo, arropado por el suave ritmo de nuestros sueños.
Con nosotros, Joseph siempre era tierno como un corderito, pero una rabia latente comenzó a asomar por las grietas de su dolor. Cuando el doctor Becker se plantó en la puerta de la cocina y le dijo que su esposa había fallecido, mi padre se vació de toda su fe, que se fue por el desagüe formando mareantes remolinos. No importaba lo milagrosos que hubieran parecido los embarazos de Cora, ahora Joseph comprendió de golpe que, al final, la intervención divina no había tenido nada que ver. Ninguna deidad se dedicaría a conceder los deseos de su esposa para luego matarla a causa de ellos, ni siquiera la divinidad gruñona e implacable que al reverendo Kellerman tanto gustaba invocar en sus sermones. Era todo una farsa, comprendió Joseph. No había nadie ahí arriba escuchando.
Una noche, varias semanas después de la muerte de Cora, el reverendo Kellerman se presentó a su puerta, con una cesta de bollos recién horneados bajo el brazo. Joseph se plantó en el umbral con los brazos cruzados, sin ninguna intención de invitarlo a pasar.
—Te echamos de menos en la iglesia, Joseph —dijo el pastor, con un gesto de amistosa preocupación en el rostro—. Sabes que es en momentos como estos, en los que el dolor asola tu corazón, cuando necesitas tu fe más que nunca. La oración te ofrece consuelo.
Mi padre no abrió la boca. El reverendo Kellerman carraspeó y añadió:
—Los designios del Señor son inescrutables, Joseph. No sé por qué decidió quitarnos a Cora, pero tendría sus motivos. Siempre los tiene, y no debemos cuestionarlos.
Joseph avanzó un paso y cogió dos bollitos calientes de la cesta.
—Hay más alimento en el amor de Cristo que en un millón de panecillos —dijo el reverendo Kellerman con una sonrisa.
A modo de respuesta, Joseph lanzó a su visita un bollo que acertó en la nariz del predicador, rebotó y aterrizó junto a sus pies. Los dos hombres se quedaron mirándolo por un instante.
—Comprendo que ahora estés furioso —dijo el reverendo Kellerman—, pero no dejes que tu pesar eclipse el amor de Dios.
El siguiente panecillo le dio en la frente, más fuerte que el primero. Joseph se acercó y le arrebató la cesta. El reverendo Kellerman se la cedió y se cruzó de brazos.
—Cora amaba a Jesús —dijo el pastor—. No le habría gustado ver que das la espalda al Señor.
El siguiente bollito le acertó justo debajo del ojo.
—Bueno —dijo el reverendo, limpiándose las migas de la mejilla—. Creo que es mejor que me marche.
Se dio la vuelta con frialdad y se alejó por el jardín. Un bombardeo aéreo le cayó encima mientras caminaba. Cuando llegó a la puerta, la cesta estaba vacía y nuestro jardín regado con obuses de olor dulce. Joseph se quedó en el porche viendo cómo se retiraba el pastor. No pronunció ni una palabra.
En beneficio del reverendo Kellerman, podemos decir que no cejó en su empeño pese a la descarga de artillería horneada de mi padre. Al día siguiente, un sábado, se presentó en el restaurante justo antes de cerrar, con un taco de papeles en la mano. Se sentó con toda tranquilidad en la mesa más alejada de la puerta, con una taza de café y una porción de tarta de cereza, y comenzó a tomar notas. Joseph lo observaba con recelo desde la barra. Los últimos comensales fueron saliendo del restaurante, hasta que solo quedó el reverendo Kellerman. Cuando la señora Heimstetter colgó su delantal y se despidió de ambos, el pastor alzó la vista y sonrió a Joseph.
—¿Quieres sentarte conmigo? —le pidió.
Joseph cogió la cafetera y la llevó a la mesa. Rellenó la taza del pastor y se sirvió una para él antes de sentarse.
—Supongo que tiene algo más que decirme —dijo.
El reverendo Kellerman le indicó los papeles que tenía delante.
—Estoy trabajando en mi sermón de mañana —comentó, y dio un sorbo a su café—. Sé que son momentos difíciles para ti, Joseph. No puedo imaginarme el dolor que sientes. Necesitarás fuerzas para superarlo.
—Soy fuerte, gracias.
—Dios es la fuente de nuestra fuerza.
—No de la mía —dijo mi padre, meneando la cabeza.
—Sí, Joseph, de la tuya también. Todo proviene del Señor. E igual que te lo da, te lo puede quitar. Piensa en Sansón. Dios le concedió la fuerza de cien hombres. Mató a mil filisteos con la quijada de un burro. Pero cuando le cortaron el pelo, perdió la fuerza. —El reverendo Kellerman se recostó en el asiento—. ¿Lo ves? Su poder era un don de Dios, y Dios se lo quitó.
—Está diciendo que si pierdo mi fe, perderé mi fuerza.
—Si le sucedió a Sansón, ¿por qué a ti no?
—Pero él perdió su fuerza porque Dalila le cortó el pelo.
—Mira, Sansón era débil —dijo el pastor, torciendo el gesto—. Le contó su secreto a Dalila. Esa fue su perdición.
Joseph se cruzó de brazos y guardó silencio.
El reverendo Kellerman cambió de táctica:
—Recuerda la parábola de la oveja descarriada. Mateo, 18. Había un pastor que cuidaba de cien ovejas. Una se perdió en las montañas. El pastor abandonó al resto del rebaño y se fue a buscar a la que había perdido. Hizo todo lo que pudo por encontrar a esa ovejita.
—Déjeme adivinar —dijo Joseph—. Yo soy la oveja descarriada.
—No por mucho tiempo, espero —comentó el reverendo, sonriendo.
—¿Y usted es el pastor?
—Esa es mi profesión —respondió el reverendo Kellerman, encogiéndose de hombros.
—¿Hará cualquier cosa por rescatarme?
—Lo que sea.
—Es usted un hombre valiente.
—Tengo mi fuerza.
—Que se la proporcionó Dios.
—Por supuesto.
—Bueno, reverendo —dijo Joseph, levantándose—, espero que Dios no le quite también su fuerza como hizo con Sansón porque, le prevengo, soy un hijo de perra testarudo.
Aquella noche al reverendo Kellerman le costó conciliar el sueño. Era incapaz de sacarse de la cabeza su conversación con Joseph. El pastor estaba profundamente afectado por la indiferencia de mi padre ante la idea de la salvación. Oía la burla en la voz de Joseph. «Espero que Dios no le quite también su fuerza».
Cuando por fin se adormeció, inquieto, sus sueños fueron confusos ecos de su intercambio de opiniones en el restaurante. Había un Sansón de largas melenas encadenado, derribando las columnas del templo filisteo; el propio reverendo Kellerman, con un cayado retorcido, el buen pastor, buscaba heroicamente a su oveja descarriada; y Joseph Meisenheimer, con la cafetera en mano, se apartaba de él.
En mitad de la noche el reverendo se despertó, incorporándose en la cama. Parpadeó en la oscuridad, invadido por una sensación de sorpresa. Con cuidado de no despertar a su esposa que dormía a su lado, apartó el edredón y se fue a su despacho. Tiró las notas que había estado apuntando la tarde anterior y comenzó a escribir un nuevo sermón para la misa de ese día. El pastor garabateaba excitado, sin pararse a pensar si la idea brillante que lo había sacado del sueño era realmente, como le gustaría, un regalo de Dios, o bien el resultado de un pensamiento nocturno terriblemente turbio.
Al día siguiente, los ojos del reverendo Kellerman brillaban cuando subió al púlpito. Contó a los feligreses cómo Dalila vendió a Sansón a los filisteos cortando su pelo. Luego les relató la parábola del pastor y la oveja. Joseph Meisenheimer era su propia oveja descarriada, afirmó. Hacía falta fe y determinación para rescatarlo, declaró. Hacía falta fuerza. No pensaba flaquear, como Sansón. Entonces, el reverendo Kellerman se estiró todo lo que pudo y juró en voz alta ante Dios y los ciudadanos de Beatrice que hasta que no devolviera a Joseph Meisenheimer al redil de la iglesia, no se cortaría un solo pelo de su cabeza.
La congregación se revolvía incómoda en sus asientos, preguntándose si habían oído bien. Todos eran demasiado educados para señalar la naturaleza profundamente ilógica de su propuesta. Aquello que la noche anterior había maravillado al pastor adormilado, no tenía ningún sentido a la fría luz de aquella mañana de domingo, pero el reverendo Kellerman estaba demasiado implicado en todo el drama como para darse cuenta. Contempló triunfante a su rebaño, confundiendo su desconcierto colectivo con silenciosa admiración.
Rápidamente, se corrió la voz de aquel sermón. Cuando Joseph se enteró del peculiar voto del clérigo, se encogió sencillamente de hombros. Pero la siguiente vez que el reverendo se presentó a su puerta, se negó a hablar con él. Y la siguiente.
El pastor pronto se dio cuenta de que había cometido un terrible error de cálculo. Lamentablemente, había menospreciado las ilimitadas reservas de tozudez de mi padre. Cada mañana, el reverendo Kellerman se plantaba delante del espejo de su cuarto de baño y se rascaba la barba crecida, maldiciendo el día en que decidió retar a Joseph.
Pronto resultó evidente que ninguno de los dos iba a dar su brazo a torcer, así que el resto de la ciudad se sentó a disfrutar del espectáculo. Las largas greñas del reverendo Kellerman se convirtieron en un indicador público de la impiedad de nuestra familia. Al cabo de un año, el desgreñado predicador que subía todos los domingos las escaleras del púlpito para soltar sus sermones con un brillo cada vez mayor de locura en sus ojos parecía más excéntrico que el elegante y amable cocinero cuya alma estaba dispuesto a salvar.
La fortaleza inquebrantable del ateísmo de mi padre sorprendió a todos. Era otra cosa que nos distinguía del resto de niños en Beatrice. La vida de la mayoría de la gente giraba alrededor de los soles gemelos del clan familiar y la iglesia. Nosotros no teníamos ninguna de las dos cosas. Estábamos confinados en aquel par de casitas a las afueras de la ciudad, formando un extraño batiburrillo de tres generaciones. Estoy convencido de que éramos una rica fuente para el molino de los rumores de la ciudad, pero a ninguno nos importaba. Solo intentábamos arreglárnoslas y llegar enteros al final de cada día.