14

La tarde de la visita de Peter Kropp, cuando ya no quedaban lágrimas que derramar, Jette cogió todas las cartas de Frederick de la repisa de la chimenea. Rasgó el primer sobre. El papel estaba acartonado tras pasar meses sobre el hogar. La letra de Frederick era irregular y se torcía bruscamente por la página, pues la había escrito en el tren rumbo a Kansas City. Mi abuela se sentó en el sillón junto al fuego y comenzó a leer.

A medida que avanzaba la noche, el hombre dulce y divertido al que tanto había amado fue desapareciendo ante sus ojos. Las primeras cartas estaban llenas de explicaciones vacilantes y amables ruegos de comprensión. Pero el nuevo mundo de Frederick no tardó en hacer su aparición. Su tono se volvió más crispado, menos propenso a considerar otros puntos de vista. Jette siguió leyendo con tristeza mientras veía al ejército hundiendo sus dientes en su esposo. Frederick parecía estar rellenando informes sobre instrucciones, políticas del comedor y maniobras militares. Sus cartas se volvieron terriblemente insulsas. Su marido ya no tenía interés en otra cosa que no fuera el conflicto que lo aguardaba. Estaba ansioso por bautizar su amor por América con la sangre de desconocidos. Al leer, parecía que estuvieran matando a Frederick una y otra vez; cada carta era como una nueva bala.

Su dolor era demasiado grande como para contenerlo. Tras tanto tiempo sin Frederick, esperando que llegara precisamente aquella noticia, Jette era a duras penas consciente de que aquel día en realidad no se diferenciaba mucho del anterior: seguía estando sola. Aquel telegrama amarillo había anunciado un fallecimiento diferente: la muerte de la esperanza.

Esa tarde, Jette volvió al Nick-Nack, sirvió bebidas y sonrió, como siempre hacía. Escuchó a los hombres entonando sus canciones. No le contó a nadie lo sucedido.

Durante varios días se dedicó a ahuyentar la noticia con determinación. El momento más peligroso era por las mañanas, justo después de despertar. En esos vulnerables primeros instantes de conciencia, la verdad merodeaba, dispuesta a saltar sobre ella. Es imposible saber cuánto tiempo habría seguido dejándose llevar en ese limbo de dolor pospuesto de no haber sido por las cartas.

Resultó que el temor que tenía Jette por el día en que el cartero llegara con las manos vacías era infundado. Las cartas de Frederick desde Europa tardaban semanas en realizar el largo trayecto hasta casa, pero la noticia de su fallecimiento viajó más rápido, por medio de un comunicado oficial y un telegrama. Por eso, tras la muerte de Frederick, sus cartas siguieron llegando, recorriendo de nuevo, lentamente, el camino hacia el arma del francotirador.

Al principio, Jette se sintió aliviada: era una prueba de que nada había cambiado. Ahora, sin embargo, abría cada sobre en cuanto llegaba. Frederick escribía desde el norte de Francia, justo tras el frente, esperando su turno para entrar en combate. Anotaba la fecha en el encabezamiento de cada carta. Fue aquella lenta cuenta atrás hacia un silencio cuya inminencia Jette conocía, lo que finalmente la apartó de su negativa a aceptar la realidad. Ahora, las palabras de su esposo eran rigurosamente finitas.

Llegó la última carta. Frederick no pudo enviarla. Daniel Jinks, el carpintero de Joplin, la encontró metida en el bolsillo de la guerrera del muerto, y la envió. Jette abrió el sobre, apenas capaz de respirar. Había una fecha: 13 de octubre de 1918.

Acurrucado en un banco en aquella iglesia de paredes encaladas en lo más profundo del bosque de Argonne, mi abuelo entregó a Jette la llave que la liberaría. Frederick no escribía sobre su primer día de combate con el enemigo —esa confrontación tanto tiempo esperada—. En su lugar, le contaba el recital improvisado en la iglesia con el amable pianista de Misuri. La música había despertado viejos recuerdos y dirigido su vista más allá del sombrío horizonte de la guerra. Por primera vez en meses, Frederick hablaba de volver a casa. Promesas, locas e imposibles, se vertían en la página, en un glorioso canto al futuro. Su marido había vuelto a soñar. Las últimas palabras que le escribió estaban llenas de esperanza, de alegría, de vida.

Jette apretó la carta con fuerza entre sus manos. El hombre al que tanto había amado había vuelto para darle una última despedida.

Era el 11 de noviembre de 1918, el día que se firmó el armisticio. Habían ganado la guerra.

Ahora Jette podía llorar su muerte como es debido.

Decidió que no habría funeral. Sabía que los clientes del Nick-Nack convertirían cualquier ceremonia en una amarga celebración, y no quería eso. Su esposo estaba muerto, su cuerpo abandonado en algún campo desconocido en la otra punta del mundo. Sus hijos habían perdido a su padre. Saldrían adelante, a trompicones, un trío descompensado, con una esquina de su perfecto cuadrado perdida para siempre. No había nada que celebrar.

En su lugar, llevó a cabo una pequeña ceremonia concebida por ella. Hizo una hoguera en el patio trasero y quemó todas las cartas de Frederick, excepto la última. Sostuvo cada papel sobre las llamas, uno tras otro, observando cómo se desintegraban lentamente las palabras de su esposo. Plantó un joven manzano en el patio y esparció las cenizas de las cartas en la tierra, alrededor del arbolito. Las palabras de Frederick enriquecerían aquel suelo que tanto amó: nuevas raíces en América.

Esa tarde, mientras el viento agitaba el joven manzano, besó las cabezas de sus hijos y les dijo que su padre había muerto. Joseph hundió el rostro en los pliegues de su vestido. Rosa se tapó los oídos con los puños. Los tres se abrazaron y se derrumbaron en el suelo.

Ese día, más tarde, Joseph se arrastró hasta la casa de Frau Bloomberg. Cuando la mujer abrió la puerta y vio la cara del pequeño, no necesitó explicaciones. Se arrodilló en la escalera y abrió los brazos. El niño, cuyos hombros temblaban debido a su silencioso pesar, se abrazó a ella. Riva Bloomberg apartó con delicadeza los dedos de Joseph de su cuello.

—Joseph —le susurró—. Ven conmigo.

Se levantó y lo condujo por el pasillo hasta la sala de música.

Joseph apartó la vista del piano.

—No voy a cantar —dijo—. No si él no está.

—Pero él está aquí —dijo Riva Bloomberg, posando la mano en el pecho de Joseph—. Está aquí dentro. Tu padre forma parte de ti, siempre lo hará. Si cantas, te oirá. Te lo prometo.

Se sentó en el banco del piano y esperó con las manos entrelazadas sobre el regazo.

Joseph permaneció inmóvil, en pie, durante una eternidad.

Al final, todo su esfuerzo no se echó a perder. El recital se llevó a cabo, tal y como él lo había planeado, aunque las canciones ya no eran de bienvenida, sino una despedida final. Su voz, dulce y encantadora, llenó la sala vacía.

Aquella noche, había un ambiente exaltado en el Nick-Nack. La gente estaba de celebración. Se había firmado el armisticio, la victoria estaba asegurada. Los cánticos arreciaron a medida que avanzaba la velada. Jette permaneció escuchando detrás de la barra. Al final de la noche, tras una versión especialmente bulliciosa del Keep the Home Fires Burning, se subió encima de la barra y dio unas palmadas para reclamar la atención.

—¡Caballeros! ¡Por favor!

Un mar de rostros felices se giró hacia ella.

—¡Nuestra hermosa anfitriona! —gritó una voz borracha.

—¿Por qué no nos hace un baile de la victoria? —chilló otro, desatando las risas de la parroquia.

Jette esperó a que el ruido amainara.

—Esta noche estáis de celebración —comenzó a decir, y se produjo una ovación—. Queréis honrar a los hombres que han luchado por este país.

Hubo un murmullo de aprobación.

—¡Los héroes de América! —gritó una voz al fondo del local.

Los ojos de Jette estaban secos mientras contemplaba la sala.

—Bueno, tengo noticias de uno de esos héroes americanos. —Respiró hondo y se deshizo de su secreto—: Mi esposo no va a volver. Ha muerto, alcanzado por fuego enemigo en Francia.

En medio del atónito silencio que siguió, Jette se bajó de la barra, se alisó el vestido y se marchó por la puerta trasera del bar. Nadie se atrevió a moverse mientras salía.

Sola, en el callejón desierto, Jette se apoyó contra la pared. La melancolía, como un pesado tornillo de banco, comprimía su pecho. Mientras luchaba por respirar, una de sus piernas falló y se tambaleó en la oscuridad. Cayó de rodillas, con el cuerpo rendido a las lágrimas.

Entonces, le llegó un antiguo recuerdo. Durante aquellos largos paseos por las calles y jardines de Hannover, Frederick le contaba los argumentos de las operas que tanto amaba. Había estatuas que hablaban, pactos con el Demonio, enanos megalómanos. Jette se reía de aquellas historias inverosímiles, pero reservaba su mayor escarnio para las heroínas absurdas que se sumían en ataques charlatanes de melodrama, y siempre amenazaban con quitarse la vida por amor. «¿Quién se va a morir por un desengaño amoroso?», le preguntaba Jette, con una sonrisa. «Oh —respondía él, muy serio—, te sorprenderías».

Así que, al final, Frederick tenía razón, pensó mientras la pena comenzaba a asfixiarla.

Entonces, oyó los cánticos al otro lado de la puerta de la taberna.

Intentó incorporarse apoyándose en los codos y escuchó. The Star-Spangled Banner se filtraba al frío aire de la noche, pero sin la típica pompa triunfal. En su lugar, los hombres cantaban suavemente en honor a Frederick, con sus voces al unísono. Cuando llegaron al final de la cuarta estrofa, se produjo un largo silencio. Jette alzó la vista al cielo sin estrellas, preguntándose de dónde iba a sacar fuerzas para levantarse.

La respuesta la encontró allí mismo.

Los hombres empezaron a cantar de nuevo el The Star-Spangled Banner. Esta vez, sin embargo, se había esfumado toda contención. Los habituales rugidos vigorosos habían vuelto, con más fuerza que nunca, alimentados por la euforia de la victoria. ¡América había ganado! ¡El botín para el vencedor!

Jette pensó en su abuelo, dirigiendo a sus tropas a masacrar enemigos desde la seguridad de su ridículo globo. Comprendió que nada cambiaría. Los hombres seguirían repitiendo los mismos estúpidos errores una y otra vez, borrándose lentamente del planeta. Se puso en pie, con su dolor eclipsado por la rabia, y se forzó a escuchar el jolgorio en el interior del Nick-Nack. Quería que el sonido de la celebración arañase su memoria, dejando una cicatriz imborrable.

Los hombres nunca saciarían su sed de sangre. Incluso Frederick —el dulce y cariñoso Frederick— se había visto hipnotizado por toda esa violencia. Mientras Jette escuchaba, comprendió que el coro de idiotas del Nick-Nack no había aprendido nada, y nunca lo haría.

Por lo tanto, la salvación de la raza humana estaba en manos de las mujeres.

Las madres no tenían que enviar a sus hijos a morir.

La mañana siguiente, Jette hizo un letrero con un gran tablón de madera, sobre el que pintó la frase:

SALVEMOS A NUESTROS HIJOS. NO MÁS GUERRAS.

Mientras se secaba la pintura, se vistió de luto. Besó a sus hijos y se dirigió con pasos lentos hacia la plaza principal, sujetando su cartel de fabricación casera. Era todo un espectáculo, esa enorme figura vestida de negro. La gente la miraba con curiosidad al pasar. Frente a las escaleras del Palacio de Justicia se podían ver los restos de las celebraciones por la victoria de la víspera, un paisaje teñido de rojo, blanco y azul. Jette empezó a dar vueltas muy despacio alrededor del edificio. En poco tiempo, todas las ventanas del Palacio de Justicia se llenaron de espectadores curiosos. Un grupo de gente se reunió en la acera para observar su paso. Jette los ignoraba a todos.

A media mañana, Nancy Ott comenzó a caminar a su lado. Su familia poseía el colmado de Main Street —aquella tienda cuyo cartel en alemán vio Frederick momentos antes de que Jette rompiera aguas—. Nancy Ott se ocupaba de la caja registradora, marcando las ventas y compartiendo cotilleos salaces y ordinarios. Jette llevaba años comprando en su tienda. A pesar de que se conocían desde hacía mucho tiempo, las dos mujeres no habían llegado a ser amigas, pero su relación siempre había sido cordial. Ahora, sin embargo, la tendera la miraba con el ceño fruncido, furiosa.

—¿Es que no tienes vergüenza? —le chistó.

Jette siguió andando, mirando al frente.

—Piensa en tu pobre marido, Jette. Tiene que estar revolviéndose en su tumba. Que Dios se apiade de su alma —añadió Nancy Ott, a la que le costaba seguir las largas zancadas de Jette—. Esto es un insulto a todo por lo que luchó.

—Yo amaba a mi marido —contestó con calma Jette—. Le echo de menos con todo mi corazón. Era un buen hombre, y valiente, además. Pero también era un idiota. Eligió ir a la guerra, y se dejó matar. Ahora mis hijos crecerán sin un padre, y yo pasaré el resto de mis días sola.

—Pero hemos ganado la guerra.

—Bueno, perdóname si no comparto tu alegría. Eso no me devolverá a Frederick.

—Y este numerito que estás montando tampoco te lo devolverá —soltó Nancy Ott.

—Es cierto —convino Jette—, pero puede salvar a otros. Y esto no es un insulto a su memoria, por mucho que pienses. Ahora, si me disculpas…

Jette aceleró un poco el paso y, sin esfuerzo, dejó atrás a la anciana, incapaz de seguir su ritmo.

—¡Ya no eres bienvenida en mi tienda! —exclamó Nancy Ott, furibunda.

Jette desapareció por la esquina del Palacio de Justicia sin mirar atrás.

—¡Traidora! —gritó Nancy Ott.

A mediodía Jette regresó a casa. Era el 12 de noviembre de 1918. Seguramente no fuera el mejor día para llevar un cartel que rezase «NO MÁS GUERRAS», pero para ella tenía sentido. El primer día de una nueva paz era el momento ideal para empezar su campaña. Los sacrificios de los caídos ya estaban desvaneciéndose en el recuerdo de la gente, eclipsados por la satisfacción de la victoria. Jette sabía que los mismos errores no tardarían en repetirse.

Puede que mi abuela tuviera muy claro lo que estaba haciendo, pero nadie más lo comprendía. Pronto se corrió la voz por la ciudad de que había perdido la cabeza de tanta pena. Las viudas meneaban la cabeza, comprensivas. Los hombres se quejaban de que el luto se debía llevar en privado. Todo aquel espectáculo, aceptaban todos, era de un pésimo gusto.

Aquella noche, en el Nick-Nack, el ambiente no podía haber sido más diferente de las celebraciones de la víspera. La presencia de Jette tras la barra apagaba los ánimos como una sábana mojada sobre una llamita. Para entonces, todos se habían enterado de su discusión con Nancy Ott, y la siniestra amenaza del insulto final de la anciana había crecido cada vez que se susurraba en unos nuevos labios. La gente apartaba la vista mientras pedían sus bebidas, con las condolencias atragantadas en la garganta.

Por casualidad, William Henry Harris estaba contratado para tocar aquella noche, pero el pequeño pianista no hizo más que acrecentar el ambiente lúgubre. En lugar de su repertorio de música rápida, solo tocó canciones tristes. Al final de su actuación, dejó el piano y se plantó en mitad del escenario. Miró a la concurrencia esperando con paciencia a que se hiciera el silencio. Finalmente, el local se calló y todos los ojos se centraron en el elegante pianista que, hasta ese momento, nunca había pronunciado una palabra en todos los años que llevaba tocando allí.

—No soy un poeta —comenzó—, expreso lo que tengo que decir con mis dedos, no con palabras. Tengo una canción más, y me gustaría dedicársela al señor Frederick Meisenheimer. Él y yo nunca hablamos demasiado, pero era un buen hombre. Amaba esta música, amaba este bar, y amaba este país.

El pianista volvió a sentarse al piano y anunció:

—El himno nacional.

En lugar de la versión sencilla y sombría que tanto había gustado a Frederick, esta vez William Henry Harris dio rienda suelta a un pretencioso y rapidísimo stomp. Sus manos casi no se podían ver a medida que aceleraba la melodía, saltando y serpenteando a través de líneas de bajo propias del jazz y extrañas armonías. Las notas brotaban del piano con un ritmo furioso, y se expandían en todas las direcciones. Era el The Star-Spangled Banner, sí, rojo, blanco y empapado de blues[1]. Cuando terminó, William Henry Harris se levantó y abandonó rápidamente la escena.

En el silencio atónito que siguió, Jette vio su oportunidad. Se subió al escenario y se enfrentó a la atestada sala.

—Mi esposo vino a este país y se enamoró —comenzó—. Adoraba este sitio. Amaba los ideales sobre los que se construyó esta nación: tolerancia, oportunidades y, más que ninguno, libertad. Los quería tanto que estuvo dispuesto a sacrificar su vida por ellos. —Jette lanzó una mirada al local—. Hicimos de este sitio nuestro hogar. Nuestros hijos nacieron en esta tierra. Este es mi país —declaró—, y soy una buena americana.

Un cuchicheo se extendió por la sala.

—Estoy tan agradecida como cualquiera por esta victoria —continuó Jette—. Doy gracias de que hayamos ganado la guerra. Pero los corazones de mis hijos están rotos. —Guardó silencio por un momento—. Cuando me manifiesto por la ciudad, no es una falta de respeto, ni para mi marido ni para nadie. Tengo miedo, eso es todo. Tengo miedo de que haya más guerras. De que mueran más hombres. Y si esto ocurre, la muerte de Frederick habrá sido en vano. Por eso salgo a la calle. —Miró los rostros que tenía delante—. Sé que muchos no estáis de acuerdo. Estáis en vuestro derecho. Pero os ruego, en nombre de las libertades por las que murió mi esposo, que me dejéis expresar lo que tengo que decir.

Después de aquello, Jette se dio la vuelta y abandonó el escenario.

Fue una actuación tremenda. Y, sorprendentemente, funcionó.

En el Medio Oeste somos gente bastante razonable. Si uno expone sus argumentos, se le escucha. Y eso fue lo que pasó: los ciudadanos de Beatrice escucharon a Jette, tuvieron en cuenta los aciertos de sus argumentos, y decidieron que quizá tuviera algo de razón. La mañana siguiente, cuando apareció frente al Palacio de Justicia vestida de negro, la gente agachaba la cabeza al verla pasar, pero ahora lo hacían como una muestra de respeto, no de indignación. Incluso aunque no estuvieran de acuerdo del todo con su protesta, reconocían su derecho a expresar sus sentimientos.

Al manifestarse, mi abuela —esa americana reacia— estaba poniendo su granito de arena a las libertades de nuestro país.