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Al menos, casi todo era posible. Porque ni siquiera los considerables, aunque poco ortodoxos, atractivos de Frederick fueron suficientes para ganarse a la madre de Jette.

El esnobismo corría a sus anchas por las venas de Brigitte Furst, y consideraba las perspectivas de matrimonio de su hija como el medio para que su familia ascendiese al estrato más refinado de la sociedad hannoveriana.

Brigitte había elegido con mucho cuidado a su propio marido. Elias Furst no poseía el aspecto gallardo ni el atractivo de sus otros pretendientes, pero aquello fue lo que le gustó de él. Sabía que un hombre sobrecargado de cualidades propias daría más problemas de los que merecía la pena. Elias era un abogado rico y trabajador, y eso ya era bastante bueno. Poco después de casarse, ante la insistencia de Brigitte, abandonó la práctica de la abogacía para hacerse juez. Desarrolló una habilidad para dictar sentencias políticamente inteligentes desde el estrado, y de cuando en cuando aceptaba pequeños sobornos para dejar ver que era un hombre razonable. No tardó en conseguir un ascenso. En términos generales, había demostrado ser un buen partido.

Brigitte no tuvo tanta suerte con su hija. Al poco de que Jette cumpliera los dieciocho, Brigitte comenzó a realizar sondeos discretos en busca de potenciales pretendientes, pero mi abuela se negaba a sentarse y hacer ojitos ante los jóvenes que llamaban a su puerta. En lugar de eso, o se burlaba de ellos o los ignoraba, dependiendo de su humor. No tardó en correrse la voz de su grosero proceder. Los jovencitos de Hannover eran gente remilgada. Nadie quería arriesgar su dignidad dejándola en manos de una jovencita precoz, sobre todo una que no se ajustaba a los patrones corrientes de belleza femenina. Los hombres querían que sus esposas fueran escuálidas y frágiles. Las mujeres solo necesitaban tener la fuerza suficiente para levantar tazas de porcelana hasta sus delicados labios, pero Jette parecía capaz de recorrer trotando los Alpes con una oveja sobre sus espaldas. Los caballeros dejaron de llamar.

Brigitte nunca perdonó a Jette por arruinar sus planes. Se refugió tras la altanera frialdad de las clases altas prusianas, esas de las que con tanto ardor aspiraba a formar parte, y mantuvo la denodada esperanza de que algún día se presentara un buen partido para esa cabra loca testaruda que tenía por hija.

Fue una larga espera. Para cuando Frederick rondó a Jette desde detrás del seto de alheña, Brigitte había abandonado cualquier esperanza de casarla, pero todavía ponía condiciones. Y resultó evidente, tras entrevistarse a solas con Frederick, que el muchacho no las cumplía. En vez de ser el vástago acaudalado de una de las grandes familias locales, era huérfano. Trabajaba de subalterno en un pequeño banco. No tenía dinero, ni familia, ni futuro.

Consternada tanto por la falta de pedigrí de Frederick, como por su afable insensatez, Brigitte informó con vehemencia a Jette de que le prohibía volver a verlo —lo cual demuestra que no conocía demasiado bien a su hija—. Si acaso, aquello solo consiguió que Jette estuviera más resuelta si cabe en su decisión de amar a Frederick.

La joven pareja siguió quedando, lejos de la amarga mirada de Brigitte. Las calles y los parques de la ciudad se convirtieron en el telón de fondo de su historia de amor. Daban largos paseos, perdían el tiempo en cafés y visitaron cada museo de la ciudad varias veces. Jette regresaba a casa helada por el viento gélido del norte, pero resplandeciente con el recuerdo del roce de Frederick y el susurro de sus galanterías todavía caliente en sus oídos.

Negada la posibilidad de llevar un romance convencional, Frederick y Jette tenían pocos motivos para cumplir con la ortodoxia social que habría regido un noviazgo más tradicional. Con el paso de los meses, la pasión que sentían era demasiado grande para contenerla en el espacio público en el que había florecido. Pero Frederick vivía en una casa de huéspedes solo para hombres, y el portero con cara avinagrada que hacía guardia en las escaleras que llevaban a las habitaciones de los inquilinos daría su vida antes de permitir que una mujer entrase en sus dominios. La casa de Jette, obviamente, era algo impensable. Por eso Frederick convenció a su mejor amigo, Andreas, para que les prestara su apartamento.

Andreas vivía encima de una farmacia. Un repiqueteo interminable de toses roncas ascendía del local mientras los clientes hacían cola para comprar sus medicinas, un himno diabólico de los indispuestos. En aquel pequeño cuarto fue donde por primera vez Frederick y Jette se desabrocharon con torpeza sus ropas, con dedos entumecidos de excitación y temor. Fue allí donde aquel par de cuerpos enormes rodó por primera vez en un jubiloso abandono, un exceso celestial de carne, mientras la pequeña cama se combaba, a punto de hundirse bajo su peso. En aquel cuarto se conocieron de nuevo y, encantados con el descubrimiento, se sumieron en largas tardes de dicha privada. Y fue allí, una tarde del otoño de 1903, donde Jette se quedó embarazada.

Frederick recibió la noticia con júbilo. No solo lo desbordaba la alegría ante la idea de ser padre, también estaba convencido de que el embarazo conseguiría que la madre de Jette diera su brazo a torcer y aceptara ese matrimonio que los dos tanto anhelaban. Jette, sin embargo, era más sensata. Quién sabe qué tipo de cólera materna caería sobre ellos cuando Brigitte descubriera que su hija llevaba en el vientre al hijo bastardo de un hombre al que despreciaba. Convenció a Frederick para que esperaran un poco antes de anunciar la noticia —aunque no tenía ni idea de qué era lo que estaban esperando—. Al menos, el tiempo estaba de su parte; el tamaño de Jette y su gusto por las ropas holgadas significaban que podría ocultar su estado durante meses sin levantar sospechas.

Así que observaron y esperaron, paralizados ante la inevitable llegada del bebé. No se podía hacer nada, y nada hicieron. Sabían que aquellos meses eran un definitivo colofón de paz antes de que la inoportuna atención del mundo exterior irrumpiera en su felicidad privada.

Al final, como era de esperar, fue la madre de Jette quien lo destapó todo.

Frederick poseía una fina voz para el canto, y actuaba siempre que podía en las cervecerías de la ciudad. Una tarde, a principios del verano de 1904, se encontraba dando un recital en una posada en el barrio de Nordstat. La mayoría de los clientes del local, como de costumbre, hacían lo posible por ignorar a ese gordo que, junto al piano, se desgañitaba cantando. Estaba en medio de una animada aria de Rossini cuando Jette entró en el local. Llevaba una pequeña maleta y un chal sobre los hombros. Los parroquianos la miraron. Las únicas mujeres que entraban sin compañía en una cervecería eran prostitutas o alcohólicas, pero resultaba evidente que Jette no pertenecía a ninguno de esos grupos. Estaba en el séptimo mes de embarazo, y el bebé le había hecho ganar algo de peso, hinchando sus tobillos e insuflando un rubor saludable en sus mejillas. Nada más alejado de las mujeres pálidas de facciones afiladas que recorrían las tabernas de la ciudad en busca de clientes, de una copa, o de ambas cosas.

Frederick dejó de cantar en cuanto la vio. Hubo un aplauso irónico al fondo del local.

—¡Jette! —La llamó, corriendo hasta donde se encontraba su amada—. ¿Qué sucede? ¿Por qué has venido? ¿Algo va mal?

—Lo sabe —dijo Jette.

—¿Tu madre? —preguntó Frederick, mirándola fijamente.

—Vino a mi cuarto a decirme algo, y entró sin llamar. Yo estaba desnuda, no pude girarme a tiempo.

—¿Y?

—Nunca había visto tanta ira —respondió Jette con voz apagada—. Tanto odio.

—Se calmará. Es tu madre, te quiere.

—No lo entiendes, cariño —dijo Jette, meneando la cabeza con tristeza—. No sabes lo que le he hecho. Me ha dicho que era como si le hubiera clavado un puñal en el corazón; que se iba a morir de vergüenza.

—Pero es su nieto —protestó Frederick.

—No. Esto no es una nueva vida, no para ella —dijo Jette, acariciando su barriga—. Por lo que a ella respecta, esto es el final de todo. El apellido de la familia está hundido, ¿no lo ves? Jamás me perdonará.

—Cuando vea al bebé, cambiará de opinión —dijo Frederick, pasando un brazo sobre su hombro.

—Nunca verá al bebé —repuso Jette en voz baja.

—No digas eso.

—Frederick, amor mío, tú no has oído las palabras que salieron de su boca. —Jette se estremeció—. Unas palabras horribles. —Sus ojos se llenaron de lágrimas pero las contuvo pestañeando antes de que pudieran caer—. Nuestra vida aquí ha terminado.

—¿Terminado? ¿A qué te refieres?

—Tenemos que irnos, Frederick.

—¿Irnos? ¿Por qué?

Jette suspiró.

—Mi madre nunca nos dejará en paz. Te perseguirá y me aterrorizará. Solo Dios sabe de lo que es capaz. Hará de nuestras vidas una miseria, te lo aseguro.

—Bueno, supongo que tienes razón —dijo Frederick, mirándola—. ¿Qué propones? ¿Adónde iremos?

Jette permaneció en silencio unos instantes antes de hablar.

—Había pensado en América, tal vez.

Que ambos pudieran recordar, fue la primera vez que Frederick se quedó sin palabras.

—Hay un barco que sale de Bremen mañana —añadió Jette.

Finalmente, Frederick consiguió decir algo:

—América —pronunció con voz ronca.

—La tierra de los libres.

Frederick se pasó una mano preocupada por el cabello.

—¿Tenemos que irnos tan lejos?

—Si mi madre no quiere volver a verme, que se cumplan sus deseos.

Permanecieron en silencio por un momento.

—¿Y qué pasa con todo esto? —dijo Frederick, señalando a su alrededor.

—¿Tus cervecerías?

—No solo eso. Hannover es el único sitio que conozco. Nunca he vivido en otro lugar.

Jette miró a su alrededor, con una máscara de pesar sobre su rostro.

—Yo tampoco —dijo—. Pero ya es hora de empezar de cero. Por nosotros, y por el bebé.

—¿Cómo vamos a pagar todo esto, Jette? No tengo mucho…

Jette se agachó y rebuscó en la maleta que tenía a sus pies. Sacó un disco dorado entre sus dedos.

—¿Eso es una medalla? —preguntó Frederick.

Jette asintió.

—El Kaiser se la concedió a mi abuelo. Fue el mismísimo Kaiser quien se la colgó en el pecho.

—¿Por qué?

—Mi abuelo era comandante de infantería durante la guerra contra los franceses.

—Nunca me lo habías contado.

—No me gusta hablar de él. No fue un buen hombre. Ordenó la masacre de cientos de soldados franceses en Spicheren que, en ese momento, estaban intentando rendirse. Por supuesto, eso ya no le importa a nadie. Él ganó, es todo lo que cuenta. —Jette hizo una pausa—. Cuando avanzó la guerra, empezó a usar un globo aerostático durante las batallas, amarrado al suelo. Desde el aire, podía seguir mejor el combate y gritaba instrucciones al puesto de mando, más abajo.

—Inteligente —comentó Frederick.

—No del todo. Un día la cuerda se soltó, y nadie se dio cuenta. Por desgracia para mi abuelo, el viento soplaba en la mala dirección. El globo se dirigió al territorio enemigo. Los franceses lo siguieron, pues sabían quién iba en él. No se habían olvidado de lo que hizo.

Frederick dio vueltas a la medalla, pensativo. Era sorprendentemente pesada. En una cara, aparecía un águila blasonada. En la otra, el perfil del Kaiser y una fecha: 1870 —el año de la masacre de Spicheren—. Incluso sin saber su macabro origen, era una cosa repugnante, ostentosamente imperial, fuertemente impregnada de orgullo militar.

—¿De dónde la has sacado?

—Estaba en la caja fuerte de mis padres —respondió Jette—. La he robado.

Frederick la miró, horrorizado.

—También cogí todo el dinero que había —añadió—. Tenemos suficiente para el viaje. Pero quería la medalla, también, por si surgía alguna emergencia. —Su aspecto era muy serio—. Además, así al menos mi madre lamentará que me haya ido. Echará de menos la medalla, aunque no me eche de menos a mí.

—Jette, ¿qué has hecho? Tu padre es juez. Conoce al jefe de la Policía. En cuanto descubran lo que has hecho, nos arrestarán.

Jette meneó la cabeza.

—No a su propia hija.

—Bueno, ese es el problema. Está claro que a ti no te culparán. Dirán que fui yo quién te obligó.

Jette se lo tomó como una ofensa.

—¡Pero si fue idea mía!

—Cariño, estás de siete meses. Dirán que todo eso solo demuestra lo mucho que te he engatusado. Te he seducido, te he deshonrado, y ahora te he obligado a robar a tus propios padres. ¿No ves lo sinvergüenza que soy?

—No pienso devolverlo —dijo Jette, desafiante.

—En ese caso, creo que no tenemos muchas opciones. —Frederick suspiró—. América, pues.