23

Nada volvería a ser lo mismo. El mundo se había roto, reventado en millones de trocitos. Lo único que quedaba era una amargura pasmosa.

A veces Joseph se acordaba de cómo había sido Lomax en vida, alegre y amable, con esas manos grandes y cálidas abiertas al mundo. Pero más frecuentemente era su cuerpo mutilado y putrefacto colgando del árbol lo que le perseguía en sueños. Los recuerdos dulces estaban envenenados por la violencia obscena de su muerte. No quedaba nada más por lo que recordar a Lomax. Hasta su corneta había desaparecido, robada por los asesinos.

Walford Scott rechazó las súplicas de Jette de que le entregara el cadáver para hacer un funeral digno, insistiendo —mientras evitaba mirarla a los ojos— en que necesitaban el cuerpo como prueba. Así que una mañana, a principios de diciembre, Jette, Martin, Joseph y Cora se internaron por el bosque hasta el lugar en que habían encontrado a Lomax. Su respiración emitía nubes blancas en el aire gélido de la arboleda mientras realizaban su despedida. Cora y Joseph permanecían cogidos de la mano, recordando aquella tarde de domingo en la que Lomax llamó a la puerta de la casa de los Leftkemeyer y pidió cortésmente a Cora si podía dedicarle unos minutos de su tiempo.

Después de aquello, Jette simplemente se aisló, forzada a retirarse ante la conciencia de que los asesinos seguían paseándose libremente por las calles de la ciudad. El mundo más allá de su puerta se convirtió en un campo lleno de sospechas; sus vecinos, en depositarios de una culpabilidad colectiva. Acabó sintiéndose incapaz de salir de casa.

Cuando el Frederick’s volvió a abrir, fueron mis padres los que llevaron con orgullo el timón, Joseph en la cocina y Cora al frente del comedor. Joseph, con cierto sentimiento de culpa, abandonó los platos alemanes que tanto adoraba Jette, y elaboró un menú americano modesto pero completo. Había pastel de carne, pollo frito, ensalada de atún, hamburguesas con queso… todo acompañado de patatas fritas y encurtidos. El plato especial del día siempre era una de las exóticas invenciones de Lomax, con la fuerza del picor de los chiles del huerto de Cora. Joseph cocinaba aquellos platos como un triste recuerdo en memoria de su amigo. Cada ardiente pellizco de especias devolvía la vida a Lomax con tanta intensidad como si lo tuviera a sus espaldas en la cocina. Pero cuando mi padre se daba la vuelta, seguía estando solo.

El nuevo menú permitió a Joseph mantener bajos sus gastos y, por consiguiente, los precios. Sin embargo, gracias al considerable volumen de comensales satisfechos que desfilaban cada día por el restaurante, todavía conseguía sacar buenos beneficios. Pero a Joseph y Cora les costaba un inmenso esfuerzo de voluntad abrir las puertas del local cada mañana. El asesino de Lomax seguía proyectando una larga sombra sobre ellos.

Cora observaba los rostros de los clientes, buscando evidencias de conocimiento o culpabilidad. Todo el mundo en la ciudad comía allí; alguien tenía que saber algo. La gente seguía bromeando y contándole cotilleos, pero ella apenas conseguía sonreír al tomar las comandas y rellenar las tazas de café. Los cumplidos más sencillos se le atragantaban en la garganta. Joseph permanecía apartado de la vista en la cocina, soñando en silencio con la venganza. Qué fácil sería todo, pensaba. Una pizca de algo mortal en los huevos bastaría.

Hasta el asesinato de Lomax, el reverendo Kellerman, pastor de la Primera Iglesia Cristiana, era dado a pronunciar tranquilas homilías cuidadosamente elaboradas sobre abstrusas cuestiones teológicas. Sin embargo, desolado por el ataque, comenzó a fustigar a su congregación con el típico tratamiento del fuego eterno. Nadie era inocente, bramaba. Alguien debía de saber algo, y el precio del silencio en este mundo, les juraba, sería la condena eterna en el otro. El clérigo casi se arrojaba desde el púlpito al invocar con rabia la venganza del Todopoderoso contra aquellas almas impías que habían cometido el crimen. Algunos de los culpables, sabía, estaban sentados ante él entre la congregación, y este convencimiento desató en él una tormenta de furia. La semana siguiente, los bancos estaban a rebosar con una audiencia expectante que esperaba más fuegos artificiales eclesiásticos. El reverendo Kellerman ofreció el mismo sermón otra vez, y de nuevo a la semana siguiente. Cuanta más gente acudía a disfrutar del espectáculo, más se enfurecía. En cada actuación, su representación se volvía más enojada e histérica. Pronto, no había sitio para sus misas de los domingos.

(Así fue cómo la muerte de Lomax transformó el destino de la Primera Iglesia Cristiana. Durante años existió una intensa competencia a tres bandas entre la Primera Cristiana, los baptistas y los luteranos por atraer a los indecisos feligreses de la ciudad. Hasta aquel momento, mucha gente escogía a qué iglesia acudir basándose en la duración del sermón —cuanto más corto, mejor— y la calidad del pollo frito en las reuniones parroquiales. El estilo de polémica feroz del reverendo Kellerman lo transformó todo. La gente ya no se preocupaba por cuánto duraba un sermón, mientras los mantuviera entretenidos. La congregación aumentaba ostensiblemente a medida que el pastor agitaba sus puños furibundo, prometiéndoles que se pudrirían en las llamas del infierno por toda la eternidad. Las donaciones al cepillo aumentaron. También ayudaba que Lotte Heimstetter se encargara de freír el pollo).

Todas las semanas Jette escribía a Rosa, pero fue incapaz de contarle el suceso tan terrible que había acontecido. En su lugar, enterró su tristeza bajo insulsos relatos de noticias. Las respuestas de Rosa, cuando llegaban, rebosaban presunción y entusiasmo juveniles. Estudiaba mucho y disfrutaba de la vida universitaria. Puede que se diera cuenta de que su madre había dejado de mencionar a Lomax en sus informes semanales, pero nunca preguntó por qué.

Hubo que esperar al siguiente verano, cuando Rosa regresó a Beatrice al final del curso, para que Jette le contara la muerte de Lomax. Mi tía se pasó dos días llorando, paralizada por el dolor. Adoraba a Lomax más que cualquiera, y no podía creer que ya no estuviera. Cuando por fin fue capaz de apartar la mirada de la pena, se sorprendió al ver el efecto que la noticia había tenido en su madre. Jette había empezado a marchitarse en un decaimiento derrotado. Languidecía por horas en su silla, con la mirada vacía y perdida, fija en el ala del ángel que todavía colgaba sobre la chimenea. El linchamiento había horadado todo lo que conocía. Vagaba por la casa como un espectro, triste y apática. Era incapaz de reunir fuerzas ni siquiera para las tareas más simples. De no haber sido por la preocupada insistencia de Rosa, no habría salido de la cama.

A medida que se acercaba el otoño, mi tía se dio cuenta de que no volvería a Columbia, no podía regresar a la universidad para su segundo año de estudios. Cuando anunció su decisión de quedarse, Jette simplemente lloró lágrimas silenciosas de gratitud. Rosa supo que había tomado la decisión correcta.

Aquel septiembre, mi tía regresó a la escuela que había abandonado hacía poco menos de un año pero, en esta ocasión, como maestra. Heidi Schlatt la recibió con un abrazo agradecido, y no tardó en jubilarse.

La escuela era un pequeño edificio de paredes encaladas con el techo de madera y la puerta de color rojo brillante. Por detrás había un pastizal abandonado donde jugaban los niños en los recreos hasta que los llamaba el repique de la campanilla de la maestra. La única aula de su interior olía a iglesia, toda madera barnizada y libros viejos. Una raída bandera colgaba mustia de un mástil junto a la pizarra.

Gracias a su único año de formación universitaria, Rosa era, con mucho, la maestra más cualificada que jamás diera clase allí. Tras tantos años de la benigna pero inefectiva administración de Heidi Schlatt, nadie estaba preparado para el descenso de mi tía sobre la escuela cual ángel justiciero. Rosa rugía órdenes con la fiereza de un sargento mayor en una plaza de armas. Imponía castigos draconianos con una serenidad tan impasible que hasta los niños más revoltosos se lo pensaban dos veces antes de importunarla. Pronto transformó el aula en un espacio educativo modélico, lleno de silencio, trabajo duro y unos alumnos completamente aterrorizados. Los niños empezaron a regresar a casa con libros bajo el brazo. Algunos padres se quejaron por los deberes, pero no insistieron demasiado. Tenían tanto miedo de la nueva maestra como sus hijos.

Rosa aumentó el currículo escolar, ampliando sus miras más allá de la mera adquisición de unas competencias para leer y escribir. Enseñó historia y geografía, matemáticas y literatura. Ofreció a aquellos niños una primera visión del mundo que existía más allá del condado de Caitlin. Para su sorpresa, mi tía descubrió que había nacido para enseñar.

Mientras Jette y Rosa se abrían paso con cautela entre tantas penas, un nuevo pesar llamó a la puerta de mis padres. Desde su boda, Cora había sufrido dos abortos. El segundo se produjo el día de Navidad de 1926. Después de aquello, nada. Era como si su cuerpo hubiera decidido tomar cartas en el asunto, determinado a ahorrarle más desengaños.

Cora seguía trabajando en el restaurante, pero una luz se había apagado en su interior. La chica resplandeciente y vivaracha con la que se casó Joseph fue desapareciendo lentamente, su existencia reducida a espantosos ciclos mensuales de esperanza y desesperación. El doctor Becker no veía nada malo en ella. «Siga intentándolo —le sugería seriamente, dándole palmaditas en la mano con afecto—. Todo sucede por un motivo. Siga intentándolo, y justo cuando menos se lo espere, llegará su pequeño milagro».

Pero empezaba a parecer que realmente iban a necesitar eso, un milagro. En la iglesia, Cora y Joseph se arrodillaban y rezaban a Dios para que los bendijera con un hijo. De rodillas en el banco, Joseph miraba de reojo a su esposa y observaba cómo sus labios se movían musitando una súplica desesperada. Ninguno de los dos podía ver más allá de la imposible promesa de las siguientes cuatro semanas. El futuro era para la gente que podía permitirse el lujo de la esperanza.

Pero el futuro vino a su encuentro, de todos modos. En la primavera de 1927 el Misisipi se desbordó en la peor riada que recordase la memoria colectiva. A lo largo de todo el gran río, desde Leeville hasta Cairo, los diques se desbordaron dejando escapar oleadas de agua que destrozaron los campos de algodón de Luisiana. El río Misuri, en un acto de solidaridad fraternal, también se desbordó, con resultados catastróficos. En Beatrice, la mitad de las calles se inundaron bajo un lago de apestosas aguas marrones. Todo lo que no pudo ponerse a cubierto fue destruido. Animales y ganado murieron ahogados. Se diezmaron las cosechas. Cada día, Joseph caminaba entre el barro hasta el restaurante y achicaba fango a la calle.

La casa de Jette se levantaba sobre un terreno elevado, y el agua se detuvo a dos manzanas de su puerta. Cuando el río finalmente retrocedió, una línea formada por costras de barro marcaba las paredes de los edificios de la ciudad, mostrando el punto más alto al que llegó la inundación. Jette salió de su casa por primera vez en meses y caminó por la ciudad, inspeccionando los daños. Una fuerte peste a comida putrefacta y animales muertos lo impregnaba todo. Para Jette, era el dulce olor de la venganza. Puede que los asesinos de Lomax hubieran salido indemnes, pero en su lugar habían recibido aquel castigo colectivo. El dolor suavizó su presión.

A pesar de todos los esfuerzos de Joseph, la inundación destruyó el restaurante. Parecía que por mucho que frotaran o limpiaran, no conseguirían eliminar el persistente hedor a aguas putrefactas. Las viejas mesas y sillas habían pasado demasiado tiempo sumergidas y estaban empezando a podrirse. El equipamiento de la cocina era irrecuperable. El viejo piano que a Lomax tanto le gustaba tocar estaba roto para siempre. Mi padre vació el local, derribó la pared que separaba el comedor de la cocina y esperó a que llegara el cheque del seguro.

Dos meses después, el restaurante volvió a abrir sus puertas. Estaba irreconocible. Una larga barra cromada corría todo a lo largo de un lado del local. Tras ella, había una plancha reluciente. Frente al mostrador, una fila de taburetes coronados con asientos de un brillante cuero rojo. Mesas de inmaculados bancos corridos con altos respaldos se extendían por todo el perímetro del local; en el centro se apelotonaban mesas más pequeñas.

Joseph mostró orgulloso las mejoras a Rosa y Jette.

—Todo parece tan reluciente, brillante y nuevo —comentó Jette, recordando la sombría decrepitud del Nick-Nack—. Tan americano.

—Bueno, eso es lo que somos —convino Joseph.

—Sí, supongo que sí —admitió Jette.

—Creo que es muy bonito —dijo Rosa, sentándose en uno de los bancos—. Es mucho más grande. ¿No vais a necesitar más ayuda?

—Probablemente tendremos que buscar otra camarera —asintió Joseph.

—¿Has oído eso, mamá? Probablemente tendrán que buscar otra camarera.

Jette lanzó una mirada de enfado a su hija.

—La verdad, Rosa, tienes el tacto de un elefante.

Joseph miró a Jette y le dijo:

—Si quieres trabajar con nosotros, solo tienes que decirlo.

—¿Quién dice que quiero trabajar? —protestó Jette, sorbiéndose la nariz.

—Yo lo digo —intervino Rosa—. Llevas demasiado tiempo encerrada en esa casa.

—Tonterías —dijo Jette, poco convencida.

—Me encantaría que lo hicieras —dijo Joseph.

Jette miró a sus dos hijos antes de añadir:

—Supongo que trabajar un par de turnos no me hará daño.

Así que, gracias sobre todo a la descarada insistencia de mi tía, Jette volvió a posar el pie con cautela en el mundo exterior.

Además de los cambios estéticos, Joseph y Cora ahora abrían las puertas del restaurante a las seis de la mañana y repartían desayunos a los ciudadanos de Beatrice. Al fondo de la cocina había tres máquinas de café nuevas que proporcionaban a los comensales un suministro interminable de cafeína.

Cada mañana, Joseph recogía docenas de huevos frescos de las granjas locales y para la hora del almuerzo se le habían acabado todos. Nada gustaba más a mi padre que romper un huevo contra el borde de una sartén caliente y contemplar cómo se cocinaba. Adoraba la rápida metamorfosis de la transparencia límpida al alimento opaco y sano. Escalfados, fritos por una cara o por las dos, daba igual… Todos salían de su sartén perfectos, con las yemas tan ricas y cuajadas como oro líquido. Producía brillantes nubes de cremosos huevos revueltos. Creaba tortillas tan finas como el aire. Cocinaba otras cosas durante el turno de mañana —crujientes lonchas de beicon por libras, puñados de salchichas, tambaleantes pilas de tortitas, crujientes montañas de hash browns—,[3] pero era un mago con los huevos.

Mi abuela no aprobaba todos los cambios que Joseph y Cora introdujeron en el restaurante. No le gustaba para nada el turno de desayunos de las mañanas, y bostezaba aposta mientras recorría la sala, rellenando tazas de café. Echaba de menos ver sus platos favoritos en el menú. Pero estaba contenta por haber escapado de la prisión en la que se había convertido su hogar, y tuvo la consideración de guardarse sus opiniones para ella.

Dos años y medio después de la riada, más calamidades llamaron a la puerta, en esta ocasión causadas por los hombres. La Bolsa se hundió y los oscuros nubarrones del desastre económico asolaron el país. En las ciudades, los empleos desaparecieron y la gente pasaba hambre. Las cosas no eran mejor en el campo. El precio del maíz se hundió, pero aun así los agricultores no eran capaces de vender lo que producían. Vastos excedentes de cosechas y ganado se pudrían en las granjas, sin que nadie los quisiera. Miles de acres de algodón se quedaron sin recoger en los campos del sur, pues los costes de la cosecha superaban con mucho cualquier precio que se pudiera obtener por él. El clima no ayudó. Una sucesión de veranos secos resultaron tan devastadores como las riadas que habían inundado aquellos mismos campos unos años antes.

No había dinero en ningún sitio. La gente comía en casa. El restaurante se convirtió en un mar de mesas vacías. Preocupado, Joseph tiró los precios por la ventana. Luego, volvió a rebajarlos, y siguió haciéndolo hasta que a la gente le resultó más barato comer en el Frederick’s que comprar la comida y preparársela en casa. Poco a poco, los clientes comenzaron a dejarse caer de nuevo. Joseph apenas ganaba lo suficiente para vivir, pero mientras por todo el país los negocios se iban a la bancarrota, mi padre consiguió que el restaurante siguiera abierto, aunque fuera por los pelos. A lo largo de los años había reunido unos buenos ahorros, que guardaba en la caja de caudales de la trastienda. Había heredado de Jette la desconfianza en los bancos, y prefería guardar su dinero donde pudiera verlo. De cuando en cuando, le gustaba sacar los fajos de billetes solo para sentir su peso. Le agradaba el suave roce del papel bajo sus dedos.

El padre de Cora se convirtió en el personaje más atareado de la ciudad, embargando granjas muy a su pesar a lo largo y ancho del condado de Caitlin. Cada semana había una nueva ejecución hipotecaria. Martin Leftkemeyer era un hombre compasivo, y su nueva línea de trabajo le hacía sentirse miserable. Orgullosos agricultores le suplicaban una semana más para pagar las letras, pero él solo podía menear la cabeza, lamentándolo mucho. No había nada que pudiera hacer. En todo el país, los bancos se estaban hundiendo. Tenía órdenes del consejo de dirección para reclamar todos los préstamos impagados.

La desagradable tarea de Martin no tardó en cobrarse su precio en él. La gente no entendía que solo estuviera cumpliendo órdenes, y le echaba la culpa de la postura inflexible del banco. Al principio, murmuraban a sus espaldas, pero a medida que las expropiaciones se multiplicaban, dejaron de esconder su hostilidad. Antiguos amigos y clientes se apartaban con frialdad al verlo pasar por la calle.

El reverendo Kellerman, que había desarrollado una aguda intuición para tratar los temas que agradaban a las masas, comenzó a usar sus sermones para arremeter contra los prestamistas que habían llevado a familias enteras a la ruina. Martin permanecía sentado en su banco, con la espalda tensa y el rostro colorado de rabia y vergüenza. Su carácter afable no era lo más apropiado para soportar ese tipo de vilipendios. Se esforzó por arreglar las cosas, invitando a cenar a familias que habían perdido sus tierras, pero sus invitaciones eran ignoradas o rechazadas con ira. Para 1931 cargaba con el inmerecido rencor de toda la ciudad sobre sus agotados hombros.

Durante el otoño de 1932, el atractivo y urbano gobernador de Nueva York recorrió el país de una punta a otra en su campaña para las presidenciales. Rosa convenció a Jette para que la acompañara a Jefferson City a escuchar a Franklin Roosevelt hablar frente a una multitud entusiasta en las escaleras del Capitolio. El resultado de las elecciones de noviembre fue el esperado. Roosevelt asumió la presidencia en marzo. Engatusó y convenció al Congreso para que aprobaran una ley que permitiera asistir a los pobres hambrientos del país.

Fue un esfuerzo monumental, pero para algunos llegó demasiado tarde.

Una noche, a finales del verano de 1933, Joseph escuchó gritos en la calle. Abrió la puerta y vio gente corriendo, hablando nerviosos mientras avanzaban.

—¿Qué pasa? —preguntó a un joven que pasó corriendo.

—¡Fuego! —le gritó el muchacho—. En la granja de los Kliever. El granero está en llamas.

Joseph volvió a entrar para coger su sombrero. Cora y su padre estaban en la cocina.

—El granero de Johann Kliever está ardiendo —dijo.

Martin se quedó helado y dijo:

—Estuve allí esta misma tarde. Expropiando la propiedad. Ahora pertenece al banco.

Diez minutos después, Joseph llegó a la granja. Había una multitud reunida, contemplando las llamas que rodeaban la estructura calcinada del granero. Se oían los gritos del ganado asustado en el interior del edificio ardiendo. En primera fila de la masa silenciosa, solo, se encontraba Stefan. Joseph se le acercó y le preguntó:

—Stefan, gracias a Dios que estás bien. ¿Qué ha pasado?

—Nos han quitado la granja —dijo Stefan, sin apartar los ojos de las llamas.

—Ya me he enterado. Lo siento.

—Se acabó. No nos queda nada.

Joseph contempló el edificio en llamas.

—¿Dónde está tu padre?

Fue entonces cuando Stefan se giró para mirarlo, con los ojos llenos de dolor.

De repente, hubo un fuerte crujido y una de las puertas del granero se salió de sus goznes. El enorme trozo de madera ardiendo cayó hacia delante, despidiendo un torbellino de chispas que surcaron el aire de la noche. Una ola de calor se escapó por el hueco que dejó la puerta, haciendo retroceder un paso a los espectadores.

Joseph y Stefan no se movieron. Contemplaron el interior abrasador del granero. Tras la pared de fuego, medio oculto por las llamas danzantes, había un cuerpo largo y ennegrecido, colgando de una cuerda.