30

Hasta que no me tumbé en mi cama aquella noche y reflexioné sobre la extraña tarde que había pasado con Rosa, no caí en la cuenta de por qué mi tía me tenía tanto cariño. Ella había crecido eclipsada por la sombra de Joseph, por eso seguramente sentía cierto vínculo conmigo —el niño olvidado de la siguiente generación—. Quizá pensó que un poco de atención extra por su parte aumentaría mi confianza y me haría sentirme querido. No tenía claro qué pensar sobre aquello. Mi tía me caía bien, pero no estaba seguro de si quería pasarme mis tardes libres dejando que aumentaran mi confianza a dosis regulares, aunque hubiera copas de helado de premio.

Al final resultó que no tuve más remedio que aceptar. Rosa vino a buscarme al cabo de una semana, y tras otra excursión a la heladería, regresamos a casa de Jette para continuar con mi formación ajedrecística. Durante los meses siguientes me enseñó movimientos y tácticas, igual que Lomax y Cora habían hecho con ella. Una luz desconocida hasta entonces brillaba en sus ojos al contemplar cómo mis dedos se cernían dubitativos sobre las piezas. Me encantaba oírle hablar sobre las partidas que había jugado con mi madre cuando era joven. De cuando en cuando movía la cabeza con un gesto de aprobación y le comentaba a Jette:

—Tiene el talento de su madre.

Jette no respondía.

Pronto, empecé a aguardar expectante a que llegaran las tardes con Rosa. Era una confidente servicial y discreta. Con una sucesión de batidos y copas de helado de por medio, le confesé todo tipo de rencores contra mis hermanos, mi padre y mi vida en general. Ella lo escuchaba todo, con la cabeza ladeada, reflexiva. Ni una sola vez me dio un consejo, pero eso estaba bien. Yo no buscaba consejo, solo necesitaba que alguien me escuchase.

Aquellas tardes, Rosa también me contó un montón de buenos chistes. Más aún, me enseñó a contarlos. Los chavales tienen tendencia a narrarlos a toda prisa, ansiosos por llegar al clímax. Mi tía me enseñó a ralentizar el ritmo, dónde poner el énfasis, cómo soltar el desenlace. Me hacía ensayar la misma rutina una y otra vez, y luego me mandaba a casa para ponerla en práctica ante mis hermanos. El sonido de sus carcajadas era más dulce que cualquier armonía que nunca hubiéramos cantado.

Animado, comencé a estudiar a los profesionales. Jette tenía una radio en el salón, y escuchamos a las primeras estrellas de la comedia agachados sobre el tablero: Abbot y Costello, Amos’n’ Andy, George Burns y Gracie Allen, Edgar Bergen. El que más le gustaba a Rosa era Jack Benny, pero mi favorito era Eddie Cantor. Me encantaba su estilo charlatán y lleno de ocurrencias, pero lo que más me gustaba de todo era que se trataba de un mercader de monólogos solitario. Los demás cómicos trabajaban en equipo, compitiendo entre ellos, pero Cantor basaba su punto cómico únicamente en la fuerza aguda e implacable de su ingenio. El cuarteto había agotado mi interés por los trabajos en equipo.

El siguiente nivel en mi formación como comediante comenzó en la primavera de 1950, en mi decimotercer cumpleaños. Rosa se presentó en nuestra casa cuando todavía estábamos desayunando.

—Toma —dijo, colocando un pequeño paquete en mi mano—, llegó la hora de presentarte al maestro.

Rasgué ávido el envoltorio y tuve que ocultar mi decepción al alzar el regalo para una inspección general.

Mi tía me había regalado un libro.

Estaba en una edad en la que lo único que se me ocurría para juzgar un libro era la cubierta, y aquella no parecía muy prometedora. Había un dibujo de un joven vestido de esmoquin, apoyado en una mesa con un gesto ansioso en el rostro. Tenía levantada una pierna elegantemente vestida, al final de la cual colgaba un perrito, que se aferraba con los dientes a los pantalones del hombre. Al fondo aparecía una mujer con un vestido rojo que se llevaba la mano a la boca consternada. Estudié todo aquello, dubitativo. En aquel tiempo, mis gustos en ficción se limitaban a vaqueros, marcianos y hazañas bélicas. Contemplé con reservas al hombre del esmoquin, pero era la presencia de la mujer lo que disparó las campanas de alarma. No me imaginaba por qué iba a querer leer un libro con personajes femeninos. En aquel punto de mi vida, mi conocimiento de las mujeres provenía exclusivamente de las letras de las canciones del cuarteto, y por lo tanto miraba a todo el género femenino con mucho recelo. Eran las culpables de todas las tonterías sentimentaloides que teníamos que cantar semana tras semana. A las chicas había que rondarlas, ponerlas en un pedestal y adorarlas. Gran parte de nuestro repertorio en realidad no consistía más que en trabajadas súplicas: Wont’ you please be mine? Dream a little dream of me! Let me call you sweetheart! Las mujeres conseguían que los hombres se comportaran como idiotas, eso lo sabía bien. Y estaba convencido de que no servirían de mucha ayuda en un tiroteo, ya fuese de la variedad intergaláctica o terrestre.

—Gracias —dije, con cortesía.

—Es lo más divertido que he leído nunca —me confesó Rosa.

El libro se llamaba El código de los Wooster, de P. G. Wodehouse. Aquello tampoco era muy prometedor. No sabía si ese tal P. G. Wodehouse era hombre o mujer. Di la vuelta al libro, buscando alguna pista.

—P. G. Wodehouse —musité, pronunciándolo goad-house.

Gud-house —me corrigió mi tía.

—Pero si no está escrito así —protesté.

—Sí, bueno, es que es inglés, ¿sabes? —dijo Rosa, como si aquello lo explicase todo.

Recibí aquella información con una mezcla de sentimientos encontrados. Todo lo que sabía sobre los ingleses provenía de novelitas en rústica de la tienda de todo a diez centavos cuyas historias estaban ambientadas en la Europa de la guerra. Era bastante común que un piloto inglés, valiente pero estúpido, fuese derribado en Francia en mitad del relato de las complicadas aventuras del aguerrido héroe americano que intentaba salvar la campaña bélica aliada él solito. El principal papel dramático del inglés era introducir un punto de frivolidad. Sus intentos por ayudar al aguerrido héroe americano eran bienintencionados pero infructuosos, e invariablemente terminaban empeorando las cosas. Aun así, los ingleses al menos actuaban honradamente, cosa que no se podía decir de los franceses.

Esa tarde me tiré en una esterilla en el patio trasero, con el sol calentándome la espalda, y comencé a leer. Para cuando Jette me llamó a cenar, estaba perdido en otro mundo.

El argumento de El código de los Wooster es tan enrevesado que cualquier intento de resumirlo está condenado al fracaso. Es una historia de cascos de policía, jarritas de coleccionista con forma de vaca, aristócratas fofos, doncellas con ojos de corderito degollado y un dictador fascista en potencia que diseña ropa interior femenina. Hay robos, allanamientos y chantajes. Todo esto relatado con el culto estilo narrativo propio de Bertie Wooster. Sus florituras retóricas cayeron sobre mí como una lluvia de lodo, enturbiando el sentido. La complejidad combinada del argumento y el lenguaje lo convertían en una lectura confusa pero absorbente. Para cuando Bertie abandonó Londres en una misión para ayudar a su amigo Gussie Fink-Nottle a salir de un apuro amoroso, yo estaba atrapado por la curiosa extrañeza de todo. El mundo al que había saltado era tan irreconocible para mí como los marcianos que tanto me gustaban.

La tarde siguiente ya me había acabado el libro. Lo posé en el suelo, di un par de vueltas pensativo al jardín, y volví a cogerlo y regresé al principio. Rosa tenía razón. Era desternillante. El problema radicaba en que no sabía muy bien por qué. Una ligera neblina enturbiaba el argumento al terminar la última página, lo cual me condujo a pensar que me había pasado grandes partes de la historia sin enterarme muy bien de lo que estaba sucediendo. Posteriores lecturas clarificaron algunos puntos del argumento, y pronto dejó de preocuparme el por qué la gente se comportaba justo como lo hacían. En su lugar, me deleitaba simplemente con los chistes, todas esas ocurrencias tan bien relatadas que no comprendía del todo. Bertie describe a Roderick Spode, su antagonista, como alguien que poseía una mirada capaz de abrir una ostra a sesenta pasos de distancia. Sabía que aquello era divertido, pero no tenía ni la más remota idea de lo que quería decir.

Después de releerlo tres veces, más o menos descubrí lo que pasaba. Cuando finalmente acabé con El código de los Wooster, le pedí más a mi tía. Encantada, Rosa me envió a casa con los brazos cargados de Wodehouse. Aquellos eran los libros en los que me refugiaba durante las largas tardes de los viernes en las gradas del campo de béisbol. Mientras mis hermanos se entregaban heroicamente al pasatiempo americano por antonomasia, yo estaba a medio mundo de allí, enfrascado en las desventuras de ridículos aristócratas ingleses.

Disfruté con todas las creaciones de Wodehouse, pero Bertie Wooster era mi preferido. Adoraba su lealtad a los calaveras de sus compadres; sus elocuentes, aunque en ocasiones desconcertantes, expresiones; y su estupidez manifiesta. Me divertía que tuviéramos tanto en común, él y yo. En particular, compartíamos los mismos recelos ante las mujeres —la aversión de Bertie por el compromiso amoroso me ha hecho preguntarme en ocasiones si él, también, habría cantado en un cuarteto vocal cuando estudiaba en Oxford—. Los libros estaban repletos de mujeres, legiones de damas, y la actitud —de lo más sabia— de Bertie era mantenerse lo más alejado posible de ellas. Dejaba el embeleso a sus imbéciles amigos masculinos, que estaban enamorándose constantemente. Agradecí que los romances que impulsaban muchas de las historias carecieran del horrendo sentimentalismo que tanto había temido cuando vi aquella primera cubierta. Las manitas y los susurros de dulces palabras de amor permanecían por lo general en segundo plano. En realidad, los enredos amorosos eran más bien como transacciones comerciales. En el mundo de Wodehouse, enamorarse era algo más que dos personas suspirando encandiladas —eso era lo sencillo—. Cada romance suponía una serie de enrevesadas negociaciones con un ejército de terceras partes, por lo general viejos y cascarrabias miembros de la familia, que parecían, por razones que nunca podía comprender del todo, tener la capacidad de hundir la historia de amor. Pasaron años antes de que comprendiera que ver cómo dos personas se enamoran sin más no es muy divertido. No estaba seguro de si sentirme aliviado o triste por la noticia.

Con el tiempo, me enganché a analizar las torturadas metáforas de Bertie Wooster, pero no había nadie excepto Rosa con quien compartir aquellas lindezas lingüísticas. Desarrollamos nuestro propio dialecto de bromas privadas, y me divertía al ver las miradas sorprendidas en las caras de los demás cuando intercambiábamos nuestros chistes. Me gustaba provocarla con el discursito de Bertie a Jeeves: «Es inútil decirme que hay tías malas y tías buenas. En el fondo, todas son iguales. Tarde o temprano, sale la pata hendida». Siempre se reía con aquello, aunque con una ligera expresión de dolor en el rostro. Creamos nuestro propio pedacito del Mayfair de Bertie justo aquí, en mitad de Misuri, y nadie excepto nosotros podía ser admitido. P. G. Wodehouse forjó un vínculo entre mi tía y yo que era más fuerte que una de las milagrosas curas para la resaca de Jeeves.

Pronto compartí también la pasión por el ajedrez de Rosa. Al final de cada lección de prácticas y ejercicios, jugábamos una o dos partidas. Por supuesto, me machacaba todas las veces, pero no me importaba. De hecho, me encantaba la elegancia de los jaques mates que me infligía. Miraba el tablero, asimilando la traicionera ubicación de las piezas, y una sonrisa brotaba en mi rostro. Ni siquiera el más acertado de los chistes de Wodehouse conseguía igualar el placer que me producían aquellas matanzas incruentas. Mi tía contemplaba mi rostro sonriente con un gesto de preocupación. No aprobaba del todo mi entusiasmo ante sus victorias.

—No pasaría nada si te molestase un poco perder —me dijo tras un jaque mate especialmente diabólico.

—Pero ha sido una jugada tan inteligente —repliqué.

Rosa suspiró y meneó la cabeza.

—Nunca serás un jugador de ajedrez decente si no tienes hambre de victoria.

En realidad, aquello no era cierto. A pesar del hecho de que nunca había ganado una partida de ajedrez en mi vida, Rosa era una buena profesora y me volví bastante ducho en la materia. Cuando me enteré de que un compañero de colegio, Magnus Kellerman, también sabía jugar, un día lo reté a una partida al terminar las clases. Lo gané con tanta facilidad que no supe adónde mirar. Después de darle mate, Magnus contempló el tablero durante unos segundos y luego extendió su mano por encima de las piezas. Estrechamos las manos solemnemente.

—¿Jugamos otra mañana?

Por suerte para mí, a Magnus no le importaba perder. Estaba contento de poder jugar.

Magnus era el único hijo del reverendo Kellerman, el aspirante a salvador espiritual de mi padre. Toda una vida escuchando decir a su progenitor que iba a ir derechito al infierno le había dotado de una conciencia muy desarrollada de su propia y miserable inutilidad, pero poco más. La verdad es que no tenía muchos puntos a su favor. Era, por un lado, exageradamente gordo —resultado, probablemente, de demasiadas meriendas del famoso pollo frito de la señora Heimstetter—. Incluso en nuestro complicado grupo de preadolescentes inadaptados, era tan tímido que daba pena. Se esforzaba por quedar en un discreto segundo plano, lo cual era difícil dado su voluminoso tamaño. Se escabullía con la mirada en el suelo, con la próxima disculpa entre susurros formándose en sus labios. Nunca levantaba la mano en clase. A la hora del almuerzo, se sentaba detrás de la escuela y nos contemplaba al resto mientras corríamos y chillábamos por el prado espantando el tedio de las lecciones matutinas, convencido de que nunca querríamos aceptarlo en nuestros juegos. En aquello llevaba razón.

Magnus debía de conocer la peculiar contienda de nuestros padres. Para entonces, el rostro del reverendo Kellerman apenas se veía tras un enmarañado bosque de greñas grises, y resulta difícil comprender qué reservas de coraje tuvo que reunir Magnus para sentarse cada día con un hijo de Joseph Meisenheimer, incluso para algo tan inocente como una partida de ajedrez. Era un profundo acto de rebeldía. Me alegró encontrar a alguien con quien jugar al ajedrez, alguien a quien ganar. Rosa me había regalado un pequeño ajedrez que llevaba a todas partes, y cuando terminaban las clases, Magnus y yo nos sentábamos a jugar. Yo movía las piezas rápido y con agresividad. Magnus, por el contrario, reflexionaba largo rato cada movimiento, con una afligida mueca de preocupación en el rostro. Cuando finalmente se inclinaba para levantar una pieza, se le escapaba un pequeño suspiro de lamento. Sabía que iba a perder, pero lo inevitable del resultado no le importaba. La derrota acechaba a Magnus Kellerman en tantos frentes que seguramente contemplaba mis palizas como pequeñas victorias para él.

Yo tenía otros amigos con los que me gustaba salir en la escuela, pero nunca conecté con ninguno como con Magnus. En el ajedrez encontramos un puente sobre el cual podíamos evadirnos juntos. El atractivo de aquellos sesenta y cuatro cuadrados era irresistible, y pronto, para mi sorpresa, veía a Magnus Kellerman más que a cualquiera de mis otros colegas. No hablábamos demasiado. Tampoco había mucho que contar. Durante nuestras partidas, el resto del mundo se quedaba a un lado, y por eso estábamos agradecidos el uno al otro.

Mis hermanos y yo cada vez estábamos más ocupados con nuestros compromisos musicales. Nuestro estilo almibarado y romanticón era especialmente popular en las bodas. Entreteníamos a la congregación mientras los novios firmaban en el registro matrimonial. Normalmente nos invitaban a la recepción tras la ceremonia. El salón de los Caballeros de Colón copaba el mercado de las bodas en Beatrice. En cuanto se acababa la ceremonia, los invitados se apresuraban calle abajo para ponerse a la cola del bufé, que siempre consistía en ternera cocida, patatas cocidas y judías verdes cocidas. Durante la comida, la feliz pareja recorría las mesas, saludando a sus invitados. La novia siempre encabezaba la ofensiva. Su esposo la seguía unos pasos por detrás, masticando chicle pensativo, preguntándose dónde demonios se estaba metiendo.

Aquellas bodas no eran precisamente el mejor reclamo para las alegrías del matrimonio. El espectáculo de ver a dos jóvenes embarcándose en una vida juntos proporcionaba a las parejas mayores de la congregación una excusa para reflexionar sobre sus propias uniones. Una vez que el proceso había comenzado, la lenta acumulación de quejas, desengaños y rencores era tan imparable como el expreso de Kansas City. Al final de la velada, todos habían encontrado un motivo por el que discutir. Las parejas se dejaban caer derrotadas en sus sillas, los maridos soltando con desánimo los nudos de sus corbatas mientras sus esposas, mojigatas y de labios apretados, miraban para otro lado.

La parte más emocionante de las celebraciones era cuando cortaban la tarta. Se trataba de elaborados pasteles, adornados con flores rosas y amarillas hechas de azúcar glas. Los niños más pequeños devoraban sus porciones en cuestión de segundos y, con los cuerpos poseídos por el consiguiente subidón de azúcar, salían a la carga gritando por el salón. En la boda de Maria Hulshoff, Lenny, un sobrino de seis años de la novia, estaba tan alterado por los mazapanes que se estrelló contra la pared del fondo, noqueándose. Todavía queda una pequeña abolladura en el yeso justo debajo del interruptor de la luz.

Cuando los cuatro hermanos no estábamos cantando, trabajábamos con Joseph en el restaurante. Por una vez, ser el segundo constituía una ventaja. Freddy era el que tenía que quedarse junto a la plancha para ver trabajar a Joseph. Mi padre mantenía un monólogo continuo mientras daba la vuelta a las hamburguesas y rompía huevos, explicando con todo detalle cada faceta del proceso. De cuando en cuando entregaba una cuchara o espátula de madera a Freddy y le invitaba a probar. Freddy avanzaba un paso precavido hacia la plancha y pinchaba la comida al fuego con un disgusto manifiesto. Comprendía lo que significaba todo aquello. Como primogénito, era su derecho y su obligación ser el heredero de la dinastía gastronómica de Joseph. Mi padre ya estaba esperando que llegara el día en que Freddy trabajase a su lado para dar de comer a la ciudad.

El resto de nosotros, por fortuna, no teníamos que cargar con unas expectativas paternales tan grandes. Mi tarea era ayudar a la señora Heimstetter a tomar las comandas y asegurarme de que siempre había café recién hecho en las tazas de los clientes. Pronto conocí a todos los habituales —que eran prácticamente toda la ciudad— y casi disfrutaba con mis turnos en el restaurante. Era el único que lo hacía. Los gemelos recogían platos vacíos, fregaban montañas de loza sucia en la cocina y barrían el suelo del restaurante, sin cesar de reñir mientras trabajaban.

A veces, Joseph levantaba la mirada de la comida que tenía delante y nos observaba trabajar, con un gesto inescrutable en su mirada. Freddy ya estaba casi encadenado a la plancha, pero Joseph se preguntaba qué nos depararía el futuro a los demás.