27
Parecía como si la guerra que tenía lugar en Europa se hubiera desatado también en nuestro hogar. Freddy y yo fuimos unos bebés tranquilos, pero Frank y Teddy revolucionaban la casa con la fuerza devastadora de un ejército invasor. La más mínima excusa desencadenaba una ofensiva total. La intensidad continua de sus peleas era tal que los adultos ya no tenían tiempo para Freddy ni para mí.
Los gemelos eran exactamente iguales. La única forma de distinguirlos era un diminuto lunar que Teddy tenía encima del tobillo derecho; Joseph y Jette se pasaban el día bajándoles los calcetines para ver quién era quién. Con el paso de los años, siguieron siendo una réplica perfecta el uno del otro.
En diciembre de 1941 los japoneses atacaron la base naval de Pearl Harbor y el presidente Roosevelt anunció solemnemente a la nación que América estaba en guerra, de nuevo. Para entonces, los gemelos tenían dos años y su capacidad para desatar el caos estaba alcanzando su primer punto álgido. Yo, a mis avanzadísimos cuatro años, me revolcaba en el fango del fastidio provocado por mis hermanos, soñando con el día en que no quedase nadie más que yo.
Me resultó difícil de asimilar aquel repentino descenso de categoría en la familia. A Freddy le quedaba el consuelo de ser el mayor; nada podría arrebatarle aquello. Además, no parecía importarle mucho que lo ignoraran. Durante aquel primer año antes de que yo naciera, cada movimiento que hacía y cada pedo que se tiraba eran catalogados y despertaban entusiasmo, y aquella atención probablemente bastaba para toda una vida. Yo, sin embargo, no era capaz de renunciar tan fácilmente a ser el foco de atención. Comprimido entre el intocable e inmutable Freddy y la conmoción deslumbrante de los gemelos, me volví huraño, rencoroso e hipersensible ante cualquier injusticia que percibía.
Yo no fui la única víctima de todo aquel caos doméstico. Mi pobre abuelo también sufría lo suyo. Martin Leftkemeyer seguía llorando la pérdida de su querida hija, y sus nervios se veían devastados a diario por la brutal cacofonía que se había instalado en su hogar. El verano de 1942 se mudó a un pequeño apartamento encima del banco, donde poder llevar su dolor en paz.
Ahora éramos un hogar formado por cinco hombres, ninguno de los cuales estaba especialmente preparado para las tareas domésticas. Los esfuerzos de Jette y Rosa no conseguían calmar el calamitoso desorden que creaban nuestras existencias indómitas. En cuanto recogían un juguete que ya no queríamos, nosotros tirábamos otro en otra parte. La casa estaba minada de objetos afilados que acechaban bajo los pies y quedaban fuera del campo de visión de los adultos.
Tras una larga jornada frente a la plancha, Joseph acababa demasiado cansado como para aguantar riñas de hermanos cuando volvía a casa. Por las noches moría tras recibir miles de cortes, pues cada chillido estridente era como una nueva herida amoratada. Se arrastraba dolorido durante la cena, mirando con ojos torvos el lento avance del reloj hacia la hora de irse a la cama.
Finalmente, se le ocurrió un modo de combatir nuestras incesantes peleas. Una noche, llegó a casa con una caja grande bajo el brazo. Vimos cómo la llevaba hasta el salón y la posaba sobre la mesa.
—Chicos —nos dijo—, por fin he descubierto lo que faltaba en esta casa.
—¿Qué? —preguntó Frederick.
—¡Música! —dijo Joseph—. Mirad.
Dentro de la caja había una bonita radio, fabricada en madera de nogal y con un único altavoz, enorme, plantado en medio de su elegante frontal. Cinco barras finas de cromo cruzaban la rejilla de arriba abajo. Me recordó a un león enseñando los dientes.
—¿Para qué sirve? —pregunté.
A modo de respuesta, Joseph se arrodilló frente a la máquina y la encendió. Un zumbido de interferencias surgió de las feroces fauces de la bestia. Mi padre giró el botón más gordo y la aguja del dial central se movió un poco hacia la derecha.
—No estoy seguro… Ah, aquí hay algo.
Un coro cremoso de trombones y saxofones flotó por la sala, tan delicado y pulido como la propia radio. Joseph nos sonrió. No me acordaba de la última vez que había visto sonreír a mi padre.
—Es Glenn Miller —dijo—. Tuxedo Junction.
Cuando terminó la canción, Joseph jugó de nuevo con el dial. Hubo más interferencias y luego un estallido atronador de timbales y cuerdas. Meneó la cabeza y siguió buscando. Navegamos por las ondas durante media hora, posándonos al azar en fragmentos de melodías y luego reanudando el vuelo.
A partir de entonces, todas las noches nos sentábamos frente a la radio y nos bañábamos en los oasis de sonido que descubrían los dedos de mi padre en el dial. El ritual acalló nuestras rabiosas disputas, al menos por un tiempo. Estábamos descubriendo por primera vez la música, pero para Joseph cada canción rezumaba viejos recuerdos. Caruso cantaba las mismas arias que Frederick había interpretado en el Nick-Nack. Y en los cálidos stomps de Duke Ellington, Fletcher Henderson y Artie Shaw, mi padre oía el lejano eco teñido de blues de la corneta de Lomax. A veces captábamos el fresco estallido de un cuarteto vocal. Seguía siendo el sonido que más gustaba a mi padre. Al escuchar aquellos fragmentos ascendentes y sus acordes perfectos, nos contemplaba a nosotros, su propio cuarteto revoltoso, y se preguntaba si nuestras peleas podrían transformarse algún día en una armonía parecida.
En los años que siguieron, el dolor de Joseph por la muerte de Cora no disminuyó, aunque su volumen cambió, pasando de ser un lastimero aullido desde el centro del escenario a un suave estribillo melancólico susurrado desde los laterales. Todo lo bueno que vivía se veía empañado por la idea de que podría haber sido mejor con Cora a su lado. Su pesar se convirtió en un flujo unidireccional de telegramas privados, regados con tiernos lamentos: «Esto te habría encantado». «Cómo te habrías reído con aquello». Tras la muerte de su esposa, Joseph se envolvió en un nuevo manto de silencio. No volvió a cantar una nota, su hermosa voz se quedó atrapada en su interior una vez más.
La presencia de mi madre permaneció en la casa después de su muerte. Había fotos de ella por todas partes. A veces, pillaba a Joseph estirando el brazo para tocar una de esas imágenes en una comunión melancólica. Yo deseaba echarla de menos tanto como él. Observaba cómo desaparecía en sus recuerdos, y anhelaba irme con él. Pero yo no podía recordarla. No disponía de nada hacia lo que dirigir mi remordimiento. La ropa de Cora seguía colgada en su armario como un recuerdo alcanforado, y de cuando en cuando me colaba en el dormitorio de Joseph para examinar aquel arcoíris confinado de vestidos con estampados coloridos. Enterraba mi nariz entre los suaves pliegues de la tela y aspiraba fuerte, esperando desenterrar recuerdos guardados en lo más profundo de mí, pero mi madre seguía siendo un fantasma lejano fuera de mi alcance.
En abril de 1945, mientras la guerra se encaminaba hacia una victoria aliada, el presidente Roosevelt murió. Todos nos sentamos alrededor de la radio y escuchamos la retransmisión en directo de la ceremonia en la que el vicepresidente fue investido como trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos. Fue un día de orgullo para todos los habitantes de Misuri. Harry Truman era el primer hombre de nuestro estado que llegaba a la Casa Blanca.
Jette todavía conservaba la última carta que le llegó de Frederick, la que había escrito en aquella pequeña iglesia de paredes encaladas en el norte de Francia. Él nunca lo supo, pero el hombre que ahora juraba su cargo era el mismo comandante que había acompañado a Frederick al piano en su último recital, tras el cual salió tarareando a los bosques en su última mañana en este mundo.
La pasión de mi abuelo por su país de adopción no tenía límites. Puedo imaginar lo orgulloso que se hubiese sentido de haber vivido para asistir a ese momento. ¡Había cantado con el presidente de los Estados Unidos!
Una tarde de finales de 1946 Joseph se encaminó hacia la hacienda en la que todavía vivía Riva Bloomberg. Habían pasado casi tres décadas desde la última vez que recorriera ese trayecto. Frau Bloomberg, ahora una dama encogida con el cabello blanco y de avanzada edad, recibió a Joseph con un cálido abrazo y recorrió renqueante el pasillo hasta aquel cuarto en el que pasaron tantas horas juntos al piano. Cuando Joseph le explicó su propuesta, Riva Bloomberg se echó a llorar. Sus dedos, en el pasado fuertes y capaces tanto de estrangular pollos como de seguir los tempos impetuosos de Frederick, estaban paralizados por la artritis, y el piano llevaba años sin que nadie lo tocara.
Joseph quería comprárselo para enseñarnos a cantar.
Realizó una generosa oferta, pero Riva Bloomberg la rechazó. No aceptaría ningún dinero. Otra generación de Meisenheimer aprendiendo canto con su piano era recompensa suficiente, le dijo. Joseph la besó en la mejilla y le prometió que sería la invitada de honor en su primera actuación en público.
Jette recibió la llegada del piano a casa con cierto recelo. Al fin y al cabo, era un aparato diseñado para producir ruido, y como tal resultaba un poco innecesario. Pero vio la mirada en los ojos de su hijo y se cuidó de poner demasiadas pegas.
Cada tarde, Joseph se sentaba al piano y construía simples arreglos de las canciones que oía en la radio. Tarareaba en voz baja mientras sus dedos tanteaban las teclas, acumulando acordes. Nosotros revoloteábamos a su alrededor mientras trabajaba, gritando y chillando, ignorando toda aquella solícita entrega.
Cuando completaba un puñado de arreglos, mi padre le hacía un gesto a Freddy para que se acercara. Mi hermano se plantaba obediente junto al piano y cantaba los patrones de notas que Joseph había escogido. Para entonces, yo controlaba de un modo obsesivo todos los movimientos de la familia para reunir más pruebas de mi abandono, así que me asomé con recelo a la puerta, mirando y escuchando mientras el tiple vacilante de Freddy resonaba por la sala. Mi vigilancia duró dos noches antes de que le preguntara si podía unirme a ellos.
Joseph tenía claro que nuestras voces jamás poseerían la calidad luminosa que tuvo la suya, pero no lo hacíamos mal. La primera vez que nos oyó cantando el Stars Fell on Alabama en una sencilla armonía a dos voces, su sonrisa relucía como el sol. Disfrutando el brillo de su alegría, comenzamos a aprender nuevas canciones, y nuestro repertorio fue creciendo poco a poco.
Una tarde, Joseph invitó a Jette a escucharnos cantar. Nuestro gran tema final era When the Red Red Robin Comes Bob-Bob-Bobbin’ Along. Freddy y yo lo interpretamos con un numerito de baile de nuestra invención que se suponía que representaba al mencionado petirrojo meneándose como es debido[4]. Cantábamos y nos movíamos con gestos tan serios en nuestros rostros —era nuestro gran momento, nuestro primer público de verdad, y estábamos los dos completamente concentrados— que al final Jette tuvo que estrecharnos entre sus brazos y cubrirnos a besos para ocultar sus risas. Justo en ese momento, Teddy pasó corriendo. Vio a su abuela agachada abrazándonos con el rostro encendido de satisfacción y se detuvo en seco. Segundos después, Frank entró volando en la sala, se chocó con su hermano y los dos cayeron al suelo. Los gemelos alzaron la vista para vernos encerrados en nuestro delicioso abrazo, y supe al momento que aquello sería el fin de nuestra carrera musical.
Como era de esperar, al día siguiente Frank y Teddy se unieron al corrillo alrededor del piano y pidieron que les dejaran participar. Freddy y yo protestamos desolados, pero sabíamos que no podríamos hacer nada por pararlos.
Lo que no me imaginaba era que los gemelos llegarían a eclipsarnos por completo.
Jamás olvidaré la noche en que escuché cantar por primera vez a Frank y Teddy. Joseph nos pidió que repitiéramos nuestro recital del día anterior, y nos trastabillamos con torpeza con las canciones mientras los gemelos se sentaban a escuchar en el suelo. Por un acuerdo tácito, esta vez no hubo bailecitos con los petirrojos. Si íbamos a hundirnos, lo haríamos guardando una cierta dignidad.
Cuando terminamos, Joseph indicó a los gemelos que se acercaran al piano y comenzó a tocar algunas de las melodías más sencillas para que las cantaran. Desde el instante en que abrieron la boca, resultó claro que el legado musical de nuestro abuelo estaba en buenas manos. Las voces de los gemelos eran tan puras y dulces como los cantos de los pájaros al amanecer. A medida que las notas perfectas surgían de sus gargantas sin educar, Freddy y yo fuimos retrocediendo hacia la pared.
El rostro de mi padre se iluminó con algo que iba leguas más allá de la alegría.
Los gemelos no se hacían idea del efecto que provocaban en el resto de nosotros. Cuando Joseph cerró finalmente el piano, se quedaron parados un par de segundos y luego salieron corriendo de la sala, soltando chillidos y lanzándose puñetazos. Freddy y yo permanecimos en silencio junto a nuestro padre.
—¡Vaya! —comentó, mirándonos.
Aquella noche lloré antes de dormirme.
Joseph tenía pensado en un principio que Freddy cantase la melodía principal en nuestro pequeño cuarteto, y yo fuese la segunda voz. Frank y Teddy serían confinados a las tinieblas de la armonía, las poco glamurosas tónicas y las monótonas quintas, mientras Freddy y yo monopolizaríamos el espectáculo. Después de aquella primera noche, sin embargo, todos supimos que aquellos planes tendrían que cambiar. Joseph hizo todo lo posible por levantarnos el ánimo cuando nos lo explicó. Nos dijo que las partes bajas eran un desafío musical mucho mayor. Aquello era cierto, pero únicamente consiguió empeorar las cosas, dado el desequilibrio en nuestras capacidades. Frank y Teddy solo necesitaban escuchar un arreglo una vez para que la melodía se grabara en sus circuitos musicales. Después de aquello, podían reproducir cada una de sus cuatro partes por separado, desentrañando sin esfuerzo la compleja estructura armónica de la canción.
Freddy y yo, por el contrario, teníamos que poner un empeño endiablado. Cantar la melodía era una cosa; hurgar en lo más profundo de cada acorde en busca de armonías subyacentes era otra muy distinta. Con cada nota sentíamos que nos hundíamos en un vacío. Para nuestros jóvenes oídos, esas partes nuevas parecían desligadas de la canción. Teníamos que escuchar, escuchar y escuchar de nuevo mientras Joseph tocaba al piano nuestros fragmentos con paciencia. Practicamos hasta que aquellas notas extrañas finalmente se imprimieron en nuestras cabezas.
Joseph nos enseñó todas sus canciones favoritas para cuartetos vocales. Las letras podrían haber estado en latín, dado el sentido que tenían para nosotros. Debíamos de ser un espectáculo curioso, cuatro jovencitos declarando su amor a una sucesión de chicas sin rostro con nombres como Dolly, Nelly, Suzy y, por supuesto, Adeline. Ofrecíamos nuestros cantos a esta chavala y a esa otra, tu chica y mi chica, una legión de nenas, cariñitos y muñecas. Cantábamos bastante sobre recorrer las calles bajo la lluvia, o bajo el sol —en realidad, bajo cualquier circunstancia meteorológica imaginable—. Y cantamos muchísimo a Dixie[5], sin tener muy claro quién o qué era Dixie. Había unas tonterías sin igual y sensiblería barata por doquier. Pero cantábamos, aprendiendo a moldear nuestras voces hasta que formaran una sola.
Freddy y yo trabajábamos en el vientre de las canciones mientras que los gemelos se alzaban sin esfuerzo por encima de nosotros, y en ocasiones nuestras armonías se fusionaban formando algo bastante hermoso. Pero a medida que nuestro canto mejoraba, las sesiones nocturnas alrededor del piano se volvieron más quisquillosas: la música no tardó en convertirse en un nuevo motivo de pelea entre Frank y Teddy. Comenzaron a reñir y pelear por quién tenía que llevar la voz cantante. Pronto, nuestros ensayos se convirtieron en el escenario sobre el cual el odio mutuo entre los gemelos se refinaba en su forma más pura y envenenada. Yo no podía distinguir sus voces si cerraba los ojos, y quizá ese fuese el problema: el peso de no poder distinguirse el uno del otro, incluso a un nivel tan elevado, debía de ser insoportable. Cuando no se encontraban cantando en perfecta armonía, estaban dándose pellizcos y patadas. Mientras los gemelos peleaban, Freddy y yo nos esforzábamos al máximo. En la mayoría de las ocasiones, ninguno lo pasábamos bien.
Pero había destellos de placer que nos hacían volver pidiendo más. Descubrimos el sosegado goce de enterrarse muy profundo en esa música. Puede que los gemelos monopolizasen la melodía, pero mis notas engordaban aquellas canciones convirtiéndolas en relucientes bloques de dulce armonía, y aquello me bastaba. Nuestras voces individuales se unían en una deliciosa suma. Cuando lo hacíamos bien, el sonido que vertíamos en aquella sala era sencillamente hermoso. Joseph se sentaba al piano y escuchaba, con una sonrisa de orgullo en el rostro. Aquello era la recompensa más preciada de todas.
Durante meses, nuestros ensayos nocturnos fueron asunto privado. Cuando finalmente realizamos nuestra primera actuación en público, Joseph mantuvo su promesa a Riva Bloomberg de que sería la invitada de honor, aunque no del modo en que ambos hubieran deseado.