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Yo no era el único que estaba atravesando una profunda metamorfosis física en aquel entonces. Mi padre andaba contando los días que faltaban para que Freddy terminara el instituto y pudiera unirse a él en la plancha. Miraba hacia el futuro, resuelto a llevar al restaurante a la era moderna. Instaló un resplandeciente cartel de neón rojo encima de la puerta que se podía ver a manzana y media de distancia:
FRED’S DINER[6]
Joseph encargó unos menús plastificados, con fotografías retocadas de sus platos más populares incluidas. Ya no necesitaba aprenderme de memoria lo que teníamos, sino que me bastaba con repartir trozos de plástico a los clientes hambrientos.
Una faceta menos afortunada del gran plan de mi padre para modernizar el restaurante fue su idea de que los camareros teníamos que llevar uniforme. Ahora, al comienzo de cada turno, me ajustaba a regañadientes una pajarita roja barata y me abrochaba una placa en el bolsillo de la camisa en la que ponía —en mi opinión, estúpidamente—: «ME LLAMO JAMES». Y lo peor de todo, me tenía que poner un sombrerito de papel que formaba un divertido ángulo sobre mi cabeza. Este ridículo atuendo habría resultado embarazoso por sí solo, pero Joseph multiplicó varias veces mi agonía adolescente cuando se le ocurrió invertir en una gramola.
La máquina de discos estaba junto a la puerta, con unas curvas tan ostentosas como las de un automóvil. Cada dos semanas, venía un hombre a añadir nuevas selecciones y llevarse los viejos discos de 45 revoluciones por minuto que ya nadie escuchaba. Sobre la ondulada cubierta de cristal lucían impresas las palabras «Seeburg Select-O-Matic» en cromo elegante y fluido. Ahora el local estaba siempre inundado de música y, para mi horror, el diner —ya no nos dejaban llamarlo restaurante— se convirtió en un popular lugar de encuentro para los jóvenes de la ciudad.
Comencé a sentir pánico de ir al trabajo. Mis turnos —que antes, en los días sin gorrito del pasado, tanto me gustaban— se convirtieron en una forma brutal de tortura para mi ansiosa alma adolescente.
El momento en el que toqué fondo llegó una afanosa tarde de sábado cuando, para mi horror, vi a la señora Heimstetter acompañando a Miriam Imhoff y un aquelarre de sus remilgadas acólitas a una de las mesas del rincón. Supe al instante que jamás conquistaría el corazón de Miriam si me veía con aquel estúpido uniforme.
Me calé el gorro casi hasta los ojos y me escabullí al fondo del local, lo más lejos posible de la mesa de Miriam. Cuando Franklin pasó a mi lado lo agarré. Sus brazos iban cargados de platos sucios.
—Frank, tienes que hacerme un favor —le susurré apremiante.
—Vale, pero estoy un poco ocupado ahora mismo —dijo, intentando soltarse.
—Te ganarás un dinero —continué.
—¿Cuánto? —preguntó Frank, deteniéndose.
Calculé apresuradamente el precio de la felicidad eterna y dije:
—Dos dólares.
Frank parecía interesado, y me preguntó:
—¿Qué quieres?
—¿Ves esa mesa de la esquina? Ve y toma la comanda por mí.
Frank se volvió y miró en la dirección que apuntaba furtivamente mi dedo. Luego, se rio y dijo:
—¿Quieres que atienda la mesa de Miriam Imhoff?
—¿Conoces a Miriam?
—He oído hablar de ella —dijo Frank, con una sonrisita enigmática en el rostro.
—Bueno, vale, genial. Entonces, ¿lo harás? —le pregunté, ansioso.
—¡Demonios, no! —se rio Frank—. Ve con cuidado, hermano. Esas chicas parecen hambrientas.
Me arrastré penosamente por el local, dispuesto a decir adiós al gran romance de mis sueños, lamentando todas las horas que había empleado intentando llamar su atención en el instituto. Miriam me reconocería al instante, vería mi estúpido sombrero, y ahí se acabaría todo —mis esperanzas rotas para siempre—. Mientras me acercaba a la mesa, sentía que mi pajarita era una soga alrededor de mi miserable cuello.
Todas las chicas se reían de algo que había dicho Miriam cuando saqué mi libreta del bolsillo del delantal. Comencé a apuntar batidos y copas de helado, evitando lentamente el sitio donde estaba sentada Miriam. Cuando llegó su turno, levantó aquellos hermosos ojos para clavarlos en los míos, y pidió un agua con gas y un sándwich de queso.
Su hermoso rostro no mostraba el más mínimo atisbo de haberme reconocido.
Una nueva generación de soldados americanos combatía en el extranjero, en esta ocasión en los deltas pantanosos de Corea. Cantamos en el funeral de dos chicos del pueblo que murieron en la batalla de Triangle Hill. Eran dos amigos de toda la vida que se habían alistado a la vez. Sus ataúdes estaban juntos en la iglesia, cada uno envuelto en la bandera americana. Toda la ciudad se apiñaba en los bancos aquel día.
Fue más o menos en aquella época cuando mi abuela compró un televisor. Contemplaba muy seria cómo aumentaba el número de muertos mientras la campaña aliada en el Lejano Oriente llegaba a un estancamiento sangriento. Durante meses hubo un empate militar; las únicas noticias que recibíamos eran las bajas. Jette meneaba la cabeza airada al escuchar al presidente Truman hablando de la amenaza comunista, a medio mundo de distancia. Sabía que todo era una farsa. Los hombres necesitaban sus guerras. Siempre encontrarían un enemigo al que combatir.
Por supuesto, mis hermanos y yo no queríamos saber nada de la guerra; queríamos ver el Show de Ed Sullivan y Martin Kane, detective privado. Los cuatro peregrinábamos por el jardín hasta casa de Jette siempre que podíamos. Morrie también nos acompañaba con frecuencia, porque su familia no tenía tele.
Algo extraño le estaba sucediendo a Morrie. Siempre había sido alto, pero siguió creciendo. Ahora era enorme —no solo más alto, sino más grande en todos los sentidos—. Ocupaba muchísimo más que la primera vez que vino a tocar el piano. Era demasiado voluminoso para sentarse con comodidad en el sofá. En su lugar, se tiraba en el suelo, con las largas piernas estiradas frente a la pantalla del televisor, con grandes extensiones de piel pálida a la vista —sus pantalones siempre eran demasiado cortos para esas piernas que crecían sin cesar—. Seguía siendo tan atento como siempre, pero se reía menos que antes. Sus movimientos se volvieron más lentos y pesados cuando intentaba mantener esas extremidades gigantescas bajo control. Empecé a comprender que no se trataba simplemente de un chico grande. Tenía algún problema.
Le pregunté a Freddy.
—¡Por el amor de Dios, James! ¿Ahora te das cuenta? —me respondió.
—Bueno, siempre ha sido alto —repliqué—. Pero es que sigue creciendo. Es como si no fuera a parar nunca.
—Eso mismo —suspiró Freddy—. No va a parar nunca.
—¿Qué quieres decir?
—No le funciona la glándula pituitaria —dijo Freddy.
—¿La qué? —dije, torciendo el gesto.
—Glándula pituitaria. Su cuerpo no entiende que tiene que parar de crecer.
—Entonces, ¿va a seguir haciéndose cada vez más grande? ¡Qué locura! —Me reí—. Se va a convertir en el hombre más alto del mundo.
Freddy meneó la cabeza.
—Probablemente se muera antes.
Lo miré, horrorizado.
—Los cuerpos no están preparados para ser tan grandes —me explicó Freddy—. El corazón no lo aguanta. Demasiada presión.
—Pero… Eso es… ¿Cuándo le pasará?
—Podría ser la semana que viene, o el año que viene. Nadie lo sabe.
De ese modo, Morrie Knuckles dejó de ser un agradable bicho raro para transformarse en una pesada tragedia humana.
Con el paso de los meses, Freddy y Morrie se volvieron más amigos que nunca. Regresaban juntos a casa después del instituto, la enorme estructura corporal de Morrie descollando por encima de Freddy y apoyándose suavemente en él para sostenerse. Sus manos y pies gigantescos distaban tanto del resto del cuerpo que tenía dificultades para que circulara la sangre. Freddy se sentaba y le frotaba esos dedos enormes mientras charlaban, como si fuera lo más natural del mundo.
Yo los observaba, asombrado. Sabía que en su lugar habría intentado escapar lo más lejos posible de la glándula pituitaria defectuosa de Morrie Knuckles y la fatalidad que conllevaba. Pero a Freddy jamás se le ocurrió abandonar a su amigo. Lo hacían todo juntos. Y por extraño que parezca, apenas había momentos sombríos. Freddy contaba chistes constantemente y hacía imitaciones de los profesores del instituto. Morrie sonreía y se reía con las travesuras de mi hermano. El cariño sin reservas que sentían el uno por el otro era hermoso. Solo eran chicos, incapaces de soportar el peso de la tragedia de Morrie, pero la sombra que proyectaba los bruñía con una gracia exquisita. Los dos esperaban juntos el final, Morrie discreto y valiente, mi hermano digno e hilarante. Su amistad era la única defensa que tenían, pero bajo su protección parecían en paz. Juntos, eran inmunes a la tristeza que sabían que los aguardaba. Solo bien entrada la noche, cuando pensaba que el resto de nosotros dormíamos, oía a Freddy sollozar en silencio en su almohada.
Lo más extraño era que, mientras escuchaba a mi hermano dormirse llorando, sentía celos de él. Envidiaba el papel central de Freddy en el drama. Deseaba poder tener la oportunidad de llevar a cabo un acto heroico como el suyo. Anhelaba su amistad con Morrie, pero era su nueva madurez lo que más quería. Mientras yo seguía cascándomela furtivamente a la más mínima oportunidad, Freddy se había embarcado en una misión de hermosa y noble futilidad, y en el proceso se estaba convirtiendo en un hombre. Comencé a desear tener una tragedia propia.
Y entonces, ¡oh caramba! —como hubiera dicho Bertie Wooster—, me llegó una.
Una mañana de domingo a finales de abril de 1953, en medio de un atareado turno de mañana, Billy Florscheim apareció en la puerta del diner, sin aliento. Billy era el director del coro de la Primera Iglesia Cristiana.
—James, James Meisenheimer —gritó en cuanto me vio—. Aquí estás. ¿Has visto a Magnus Kellerman hoy?
—Jugamos al ajedrez ayer por la tarde —contesté, meneando la cabeza—, después del instituto. Fue la última vez que lo vi. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Ha desaparecido —dijo Billy, entre jadeos—. Sus padres están muy preocupados. Están organizando una partida para buscarlo.
—¿Magnus se ha escapado? —dije.
Billy me miró seriamente y me preguntó:
—¿Te ha contado algo?
Pensé en los apreciados planes de mi amigo de empezar una nueva vida en San Luis. Mis ojos se abrieron, grandes como sartenes.
—No —contesté con voz hueca.
Cuando le conté a Joseph lo sucedido, no lo dudó ni un instante. Cerramos el restaurante lo más rápido posible y corrimos a ayudar en la búsqueda. Una muchedumbre se arremolinaba frente a la iglesia. El reverendo Kellerman estaba organizando grupos, enviando a voluntarios a buscar en distintas partes de la ciudad. Cuando nos vio acercarnos, dejó abruptamente lo que estaba haciendo y avanzó hacia nosotros. Mi padre y él llevaban catorce años sin hablarse. El pelo del pastor era ya tan blanco como la nieve y caía, abundante y lustroso, hasta la mitad de su espalda. Sus greñas se habían convertido en un largo matorral incontrolable; hasta sus cejas habían empezado a brotar en un tupido y espléndido abandono. Había empezado a parecerse sorprendentemente al mismísimo Todopoderoso. Los dos viejos rivales se miraron por un momento.
—Me he enterado de lo de tu chico —dijo Joseph—. Hemos venido a ayudar.
—Gracias —dijo el reverendo Kellerman, con una voz suave, muy distinta a sus habituales sermones desde el púlpito.
—Pero esto no significa que vaya a volver al redil —le previno mi padre.
Los ojos del pastor se arrugaron mientras se formaba una pequeña sonrisa en su rostro.
Los dos hombres se estrecharon la mano.
Nos enviaron a buscar en los bosques que había detrás de nuestra casa. Durante las siguientes cinco o seis horas, subimos y bajamos por la colina, llamando a voces a Magnus. Busqué y grité junto a los demás, aunque estaba seguro de que habría salido de la ciudad a primera hora de la mañana, haciendo dedo y dirigiéndose hacia sus sueños, en San Luis.
Parecía que todo el mundo estaba haciéndose mayor, menos yo.
Cuando cayó la noche, abandonamos la búsqueda y regresamos a la iglesia. Íbamos por la orilla del río, cansados y sofocados, con las voces roncas de tanto gritar. Al pasar frente al embarcadero, me fijé en que había algo raro al final del muelle de madera. Me acerqué a investigar. Al llegar al extremo, vi que algunos de los viejos tablones se habían partido y fragmentos podridos y astillados habían caído al agua. De repente, mi garganta se atragantó con una tristeza repentina y silenciosa.
Regresé lentamente hasta la iglesia.
Todos somos pecadores, solía decirnos el reverendo Kellerman. Semana tras semana prometía a su congregación que todos arderían en las llamas de Lucifer. Al final resultó que su propia dosis de condena llegó antes de lo esperado. El infierno vino a visitarlo a la tierra.
Esa noche, más tarde, encontraron el cuerpo de su hijo un par de kilómetros río abajo. Su trasero desnudo reflejaba la luz de la luna. No creo, dada su constitución rechoncha, que fuera un buen nadador de normal, pero con los pantalones en los tobillos no habría tenido muchas oportunidades. Parte de la tela se había enganchado en una raíz bajo el agua que detuvo su avance.
Al final, nunca llegó hasta San Luis.