16
A medida que 1919 se acercaba a su final, el ambiente en el Nick-Nack se volvía cada vez más deprimente. La gente bebía todo lo que podía mientras todavía era legal. Jette dejó de organizar actuaciones musicales, pues los clientes ya no escuchaban. En su lugar, daban la espalda a los músicos y se ponían a murmurar sobre los estúpidos de Washington que aprobaban leyes tan idiotas. Todas las noches le pedían a Jette que se saltara la prohibición.
Sin embargo, aquello no era posible. El jefe de Policía de la ciudad, Walford Scott, le aseguró que su intención era hacer cumplir la nueva ley a rajatabla. Se dejaba caer una o dos veces por semana e inspeccionaba ávidamente las existencias de alcohol que quedaban en el bar, tomando nota de lo que se consumía. Jette sabía que tanto él como sus ayudantes confiscarían todas las botellas que quedasen sin beber. También era consciente de que cualquier decomiso de contrabando iría a parar directamente a sus gaznates, así que estaba decidida a no dejarles ni una sola gota. Estaba dispuesta a no cobrar ni un centavo por las copas la última noche.
El 16 de enero de 1920, el último día de existencia del Nick-Nack, amaneció fresco y despejado. Joseph se dirigió al bar, tarareando alegre Sweet Adeline. No estaba preocupado por el inminente cierre del Nick-Nack; todavía era lo bastante joven como para creer que, al final, todo saldría bien. Además, estaba —como de costumbre— ocupado pensando en Cora Leftkemeyer. Mientras avanzaba por la ciudad, se inventaba fantasías sobre cómo la chica finalmente le haría caso y, una vez desatado el rayo, lo adoraría tanto como él a ella.
Para sorpresa de Joseph, había un hombre alto tirado en el suelo frente al Nick-Nack. Tenía la cabeza apoyada en un maletín y un sombrero arrugado cubría su rostro. Dos manazas negras aparecían plácidamente entrelazadas sobre su pecho. Parecía dormido. Joseph lo rodeó de puntillas y metió la llave en la cerradura de la puerta. Entonces, una mano lo agarró por el tobillo.
—Hombrecito —gruñó una voz grave—. ¿Me vas a dejar pasar?
—Pensaba que estaba dormido —dijo Joseph.
—Pues te equivocas. Vuestro suelo de Misuri no es tan confortable como el de mi estado.
Joseph intentó no mirar mientras el hombre se incorporaba lentamente. Se sacudió el polvo de brazos y piernas y esperó paciente a que Joseph acertara con la llave. Una generación después, mi padre se sentía incapaz de hablar, igual que Frederick el día que William Henry Harris se presentó a la puerta del Nick-Nack. Finalmente, los dos entraron.
—He oído que contratáis a músicos —dijo el hombre, mirando a su alrededor.
—Antes —dijo Joseph—. Pero ahora estamos cerrando. Esta noche es la última.
—¿La prohibición? —comentó el hombre, llevándose las manos a los bolsillos—. ¿De verdad vais a respetar esa estúpida ley?
Joseph asintió, y luego preguntó:
—¿Qué instrumento toca?
El hombre se agachó y abrió su maletín. Dentro había una corneta. Se llevó el instrumento a los labios y sopló una serie irregular de negras.
—¿Te ha gustado?
Joseph no quería herir la sensibilidad del enorme extraño.
—Es muy bonito —dijo.
—¿Has estado alguna vez en Nueva Orleans? —preguntó el hombre, ladeando la cabeza.
—Nunca he salido de Misuri —reconoció Joseph.
—Bueno, Nueva Orleans tiene fama por tres cosas: el gumbo, el carnaval y los cornetas. Nos salen los cornetas por las orejas, allí abajo. —Tocó una frase breve y brillante—. Pero hay un chaval que nos deja a todos en calzoncillos. Louis Armstrong, se llama. Le dicen Boca-saco, por el careto tan gordo que tiene. Si le metieras una trompeta en la bocaza nunca la volverías a encontrar. —El hombre meneó la cabeza—. Ese tío puede hacer bajar la luna del cielo, del fuego que desprende su corneta. —Se acercó al piano y levantó la tapa del teclado—. Demasiado para mí, la verdad. Todas las noches la gente me pregunta por qué no sueno un poco más como ese chulito cabroncete. La verdad es que a mí no me gusta tocar así.
Apoyó su enorme cuerpo en el borde del banco del piano y tocó suavemente un acorde con la mano izquierda. Con la derecha se llevó la corneta a los labios y sopló un par de notas tristes. Sus dedos se movían sobre las teclas del piano, en un acompañamiento espaciado y evocador.
—Ese ritmo fogoso no es para mí, ¿ves? A mí me gusta tocar dulce y suave —dijo, mirando a Joseph—. Entonces, ¿qué? ¿Me dejas actuar?
Joseph tosió, incómodo.
—Ya se lo he dicho, es nuestra última noche.
—Más a mi favor. Solo una noche. Aprovecha la oferta.
—Tendré que preguntarle a mi madre —dijo Joseph—. Vendrá dentro de un rato.
—Tu madre, ¿eh? —dijo el hombre, inclinándose sobre el piano y tocando otro acorde, extraño y melancólico—. ¿Te importa si la espero por aquí?
Joseph meneó la cabeza. Cogió la escoba y comenzó a barrer el suelo mientras el hombre lo observaba desde el escenario. De vez en cuando se giraba para tocar las teclas del piano e inventarse otro acorde peculiar que sonaba en el ambiente, disonante e inquietante.
Una hora más tarde, se abrió la puerta y entró Jette. Cuando vio al hombre en el piano se quedó paralizada. Al instante, el desconocido se incorporó, bajó del escenario de un salto y se acercó a ella.
—Buenos días, señora —dijo—. Su hijo ha sido muy amable por dejarme entrar para esperarla. He oído que tocan música por las noches, y…
De repente, dejó de hablar y, pasados unos instantes, comentó:
—Yo a usted la conozco.
—¿Disculpe? —dijo Jette.
—Que la conozco —repitió el hombre—. La he visto alguna vez.
—No lo creo —dijo Jette, meneando la cabeza.
—Nunca olvido una cara —aseguró el hombre—. La he visto antes. ¿Ha estado alguna vez en Nueva Orleans?
—No —dijo Jette.
—¿Nunca?
—Bueno, estuve una vez, pero menos de un día. Y eso fue hace mucho tiempo, además, no hay la más mínima…
—La estación de tren —la interrumpió el hombre, chasqueando los dedos—. Una riada había inundado las vías. Hablé con su marido y les busqué un barco para llevarlos río arriba.
Jette frunció el ceño y dijo:
—Había un hombre…
—Usted estaba embarazada. —El hombre se volvió para mirar a Joseph y preguntó—: ¿Este es el chico?
Jette todavía estaba luchando por dar sentido a aquella inesperada presencia. Nueva Orleans quedaba a un mundo de distancia.
—Sí, pero…
—Lomax, me llamo Lomax.
—Señor Lomax —dijo Jette, con voz débil—. Aquello fue hace mucho tiempo.
—¿Cómo está su marido? —preguntó Lomax—. Recuerdo que le gustaba Buddy Bolden. —Girándose hacia Joseph, le explicó—: Buddy Bolden era otro corneta. Un campeón de verdad. Ese fiera podría patear el culo de Louis Armstrong. Tu padre lo oyó tocar. Así fue como nos conocimos.
—Mi esposo murió en Europa, señor Lomax —dijo Jette, en voz baja—. En la guerra.
—Lo lamento mucho.
Tras un momento de silencio, Joseph dijo:
—Quiere tocar esta noche.
Lomax se dio la vuelta y señaló hacia su corneta, que estaba posada sobre el piano.
—Ya le he dicho que es nuestra última noche —añadió Joseph.
—¿Puede tocar algo para mí? —preguntó Jette.
—Lo haré encantado —dijo Lomax.
Se sentó al piano y cogió su corneta.
Mientras Jette escuchaba la melodía desplegándose lánguidamente, recordó el breve tiempo que pasó en Nueva Orleans. Lomax había sido el primer rostro amigable que encontraron en América. Sin él, puede que jamás hubieran conseguido llegar a Misuri. Se preguntó qué derroteros habría seguido su vida si el hombre que estaba ahora en el escenario no hubiera aparecido en su momento. Se le ocurrió que, igual que las melodías improvisadas que Lomax sacaba del tubo de su trompa, cada vida era una galaxia de permutaciones y posibilidades de las cuales se extraía un hilito que seguir, para lo bueno o para lo malo. Cuando terminó la música, Jette tomó una decisión que envió a nuestra familia a toda velocidad por un camino inverosímil que solo ahora ha adquirido el tranquilizador brillo de lo inevitable. Nuestras existencias penden de unos hilos así de delicados.
—Joseph —dijo, sonriendo—, el señor Lomax se portó muy bien con tu padre y conmigo, hace mucho tiempo. Por supuesto que puede tocar.
Lomax sonrió y dijo, con orgullo:
—Nunca me olvido de una cara.
En realidad, a Jette no le interesaba demasiado la música sensiblera de Lomax, pero sabía que Frederick habría dado su consentimiento: ahí estaba un extraño de años atrás, llegado justo a tiempo para ayudar a administrar los últimos sacramentos al sueño de su marido.
De hecho, nadie se quejó por la música, porque era difícil escuchar las tiernas baladas de Lomax entre la histeria de la noche final del bar. Toda la ciudad se lanzó a un desmadre de nostalgia, alimentado por un océano de bebida gratis. Resuelta a no dejar ni una gota para Walford Scott y sus sedientos subalternos, Jette no paró de servir copas hasta vaciar la última botella. Para entonces, eran las tres de la madrugada y el Nick-Nack seguía medio lleno, aunque solo unos pocos clientes conservaban la conciencia. Los hombres roncaban de un modo intermitente sobre las sillas. Algunos se habían arrastrado hasta el escenario y dormían junto al piano.
Por última vez, Jette y Joseph regresaron a casa del Nick-Nack, dejando la puerta del local abierta y a los borrachos inconscientes en paz. Lomax los seguía, con Rosa dormida en sus brazos.
—Dígame, señora Jette —comentó Lomax mientras volvían a casa—, ¿qué va a pasar ahora?
—Llevo meses haciéndome esa pregunta —respondió Jette, suspirando y mirando las estrellas—. Y todavía no lo sé. El Nick-Nack es lo único que tengo.
—La gente va a seguir queriendo tomarse sus copas —sugirió Lomax, en voz baja.
—No —dijo Jette, con firmeza—, eso sí que no. No me convertiré en una delincuente.
Siguieron caminando en silencio.
—Señora Jette —preguntó Lomax pasado un rato—, ¿sabe usted cocinar?
—Eso creo. ¿Por qué lo pregunta?
—Bueno —dijo Lomax—. La gente no puede beber, pero todavía tienen que comer.
Lomax pasó la noche en el suelo del salón, tumbado junto a la chimenea, bajo el ala del ángel de terracota. Cuando Joseph se despertó, encontró a su invitado sentado en el porche, con sus largas piernas estiradas al sol.
—¿Lo he soñado —preguntó Lomax— o había un mapache durmiendo en esa caja?
—Es el Señor Jim —dijo Joseph.
—Parece que no le hizo gracia verme. Me lanzó una mirada de fastidio antes de salir pitando. —Lomax se rio por lo bajo—. ¡El Señor Jim!
Joseph se sentó a su lado y le preguntó:
—¿Cómo es vivir en una gran ciudad?
—¿Que cómo es? Pues muy ruidoso, para empezar. La gente vive muy apelotonada. Y ya sabes, allá abajo, en Luisiana, con tanto pantano y tanta marisma… —Lomax se tapó la nariz con dos dedos. Luego se volvió para mirar a Joseph y añadió—: Pero esto… ¿Sabes a qué me huele el aire aquí? Me huele a libertad.
—Me gustó cómo tocaste anoche.
—Sí, ¿eh? Bueno, gracias. Creo que eras el único que me prestaba atención —dijo Lomax, sin amargura.
—¿Adónde irás ahora?
—A Kansas City, lo más probable. Bennie Moten tiene un grupo allí. Igual necesita un corneta. Y si no, me buscaré otro trabajo. Hay mucha buena música por allí en este momento.
—La hija de los vecinos es de Kansas City —dijo Joseph.
—¿Es tu novia? —preguntó Lomax, alzando una ceja.
—Nunca he hablado con ella.
—¿No? ¿Por qué?
—No sé qué decirle —confesó Joseph, sonrojándose.
Lomax asintió, comprensivo.
—Amigo, no estás solo. Hay tipos que te sacan muchos años y todavía no tienen ni idea de cómo hablar a las damas.
—¿Y tú?
—Ah, yo sí que sé.
—Entonces, cuéntame. ¿Qué puedo decirle?
—Ah, ya sabes —dijo Lomax, hundiendo las mejillas—. ¡Caramba, qué vestido tan bonito llevas hoy! Perdona, pero tienes unos ojos preciosos… Bla, bla, bla…
Joseph miró a Lomax, esperando más.
—O, bueno, también puedes regalarle algo. Coge unas flores. Escríbele un poema.
Antes de que Joseph pudiera responder, Jette apareció en la puerta. Torció el gesto, cegada por el sol de la mañana. Por norma, nunca bebía en el trabajo, pero la noche pasada se había dejado llevar por el sentimentalismo de la ocasión. Ahora parecía lamentarlo. Jette se cubrió los ojos con la mano y miró a Lomax y a Joseph.
—Señor Lomax, he estado pensando en lo que dijo anoche —comentó—. Y tiene usted razón, la gente sigue necesitando comer.
—Sí, señora, es cierto —dijo Lomax.
—¿Vas a abrir un restaurante? —preguntó Joseph, emocionado.
—No lo sé —dijo Jette, suspirando y mirando a Lomax—. ¿Piensa que podría funcionar?
—Si sabe cocinar, funcionará —aseguró Lomax, pensativo—. Ya tiene casi todo lo necesario. Tiene un local, tiene mesas y sillas… Tiene clientela.
Jette alzó la mirada al cielo. Se había pasado casi toda la noche en vela, dando vueltas a la idea. Era el único plan que tenía.
—Señor Lomax —dijo—, ¿estaría interesado en ganarse un dinerillo?
Lomax se puso en pie.
—Señora, siempre estoy interesado en ganarme un dinerillo.
Media hora más tarde, Joseph y Lomax estaban en medio de un desierto Nick-Nack. Habían despertado a sacudidas a los últimos borrachos que dormitaban y los habían enviado a sus casas. Ahora, contemplaban los estragos de la noche pasada. Había montañas de vasos por lavar; sillas dadas la vuelta y abandonadas donde habían caído; zapatos y sombreros esparcidos por el suelo.
Se pasaron la mañana deshaciéndose de todo lo que no iban a necesitar. En el callejón detrás del edificio encendieron una hoguera y contemplaron cómo ardían los recuerdos. Volcaron sillas y mesas y limaron las patas para que dejaran de bailar. Mientras trabajaban, Lomax no paraba de hablar. Joseph podría haber seguido escuchando su voz profunda y modulada durante el resto de su vida. Su forma de hablar irradiaba misterio, enriquecida por su dialecto sureño y un impresionante acervo de palabrotas. Lomax tejía con sus relatos un profuso tapiz de comida, calor, mujeres y música: Buddy Bolden, King Oliver, Louis Armstrong, un ejército de cornetas. Nueva Orleans brillaba como telón de fondo de sus historias, como un espejismo.
Lomax había crecido en el Third Ward de Nueva Orleans, y era el mayor de seis hermanos. Su madre trabajaba de costurera. Sacaba algo de dinero extra practicando vudú, echando maldiciones a enemigos, a cinco centavos el conjuro. Nunca conoció a su padre. Su primer trabajo, a los ocho años, fue de repartidor de carbón a cinco centavos el cubo para las prostitutas de Bienville Street. Durante su infancia pasó hambre, pero fue feliz. Todos los domingos, él y sus hermanos seguían a las bandas de música que desfilaban por la ciudad. Los músicos iban muy elegantes con sus inmaculados uniformes y los instrumentos brillando al sol. Le contó a Joseph que pescaban cangrejos en el embarcadero de Algiers y que robaban tarros de miel de los carros de los comerciantes. Recordó que se colaba entre bastidores en el Funky Butt Hall de Perdido Street para ver a las hermosas bailarinas meneando las caderas bajo las luces deslumbrantes.
Joseph escuchaba, fascinado ante el relato de aquel mundo extraño. El único negro con el que había hablado en su vida era William Henry Harris. La vida de Lomax en el delta de Luisiana era exótica, húmeda y cruel, un universo muy alejado de las fronteras desaboridas y sin mar de Misuri.
Cuando, al final de la jornada, regresaron a casa, Joseph se sentía agotado. Su cuerpo temblaba de dolor tras todo un día de trabajo, y estaba asqueroso de polvo y mugre, pero era feliz. Miraba hacia el futuro y solo veía misterio brillando más allá del horizonte.
Su euforia no duraría mucho. Cuando abrió la puerta de casa, encontró a Jette sentada en la mesa, con la cabeza entre las manos. Alzó la vista al verlos entrar y dijo:
—Ha sucedido algo terrible.
A pesar de la aparente indiferencia del público ante la actuación de Lomax la noche anterior, sus hermosas melodías habían asediado un corazón imprevisto.
Polk, el anciano camarero, había escuchado la música y una fuerte melancolía se adueñó de él. Desde que su corazón fuera alcanzado por una inesperada flecha de Cupido el día que Frederick partió hacia la guerra, su devoción por Jette no había decaído. En los meses que siguieron, se había mantenido más o menos en un estado de borrachera permanente. Con suficiente whisky, en su interior podía alcanzar un equilibrio sedado, al menos de un modo temporal.
Pero la precaria existencia de Polk se vio terriblemente desencajada por los dulces sonidos que salían de la corneta de Lomax. Escuchó arrobado la verdad y la belleza que contenían aquellas notas tristes. La música se enroscó alrededor de su atribulado corazón, asfixiando toda esperanza. Solo cuando cayó al suelo, entrada la noche, por fin fue capaz de escapar a su embrujo.
Cuando Polk se despertó en el callejón de detrás del Nick-Nack, unas horas más tarde, abrió los ojos y contempló las estrellas. Dentro, el bar estaba en silencio. Se puso en pie con dificultad.
El amor desesperado que Polk sentía por mi abuela lo había sumido en cierto estado de gracia, pero ya no. Sus sentimientos habían sido traicionados por la pureza de la música de Lomax, expuestos a lo que realmente eran: mezquinos, de segunda categoría, y condenados por su propia timidez. Recorrió triste las calles desiertas de la ciudad.
Antes incluso de que la corneta de Lomax lo rasgara en dos, Polk se había tambaleado al borde de la desesperación ante la idea de que el bar cerrara sus puertas. Se acabaría la exquisita cercanía a Jette, y no tendría más licor para suavizar su crucifixión de todas las noches. Durante los últimos meses, Polk había estado sisando botellas de detrás de la barra y escondiéndolas bajo su cama, pero sabía que de ese modo solo conseguiría retrasar lo inevitable. Un futuro sin alcohol y sin Jette Meisenheimer lo aguardaba, y no sabía cómo iba a sobrevivir.
El viejo camarero escuchó el tranquilo discurrir del río cerca, y se giró hacia él. Caminó hasta el final del embarcadero y contempló la oscuridad de la noche. «Qué vergüenza», susurraban las aguas bajo sus pies, «qué vergüenza». Con un suspiro, Polk dio un paso más y dejó que su cuerpo cayera al encuentro de las aguas. Apenas se formó una onda cuando el río se cerró sobre la cabeza del viejo, arrastrándolo hacia la oscuridad.
Fue otra partida, una despedida más.
Encontraron a Polk río abajo, no muy lejos. Su cuerpo, cansado y desaliñado, había sido arrastrado a un banco de limo. Con la gorra en la mano, un sombrío Walford Scott transmitió en persona la noticia a mi abuela.
Jette sentía mucha simpatía por el viejo camarero. Se sentó en la mesa de la cocina y lloró por él. El jefe Scott no sabía si Polk había saltado o se había caído al río; las pruebas no eran concluyentes.
Aún así, ninguna de las múltiples conjeturas infructuosas conseguiría devolvernos a Polk. El Nick-Nack había desaparecido, y con él su tambaleante talismán.