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En el verano de 1914, mientras Frederick y Jette luchaban por mantener su frágil paz, una bala asesina empujó a Europa al abismo del infierno. Hasta el Beatrice Optimist, orgulloso mercachifle de los chismes locales, dirigió su mirada a los oscuros nubarrones que se estaban formando al otro lado del Atlántico. Cada día que pasaba, sus titulares eran más descarnados, hasta que una mañana de agosto aparecieron las temibles palabras: «Guerra en Europa».

Cuando Alemania movilizó su maquinaria militar y arrasó Bélgica y el norte de Francia, el presidente Wilson declaró la neutralidad de los Estados Unidos en el conflicto que se avecinaba. Durante tres días, en septiembre, los aliados se defendieron de la primera incursión germana en Francia, y los dos bandos sufrieron numerosas bajas. Frederick no podía permanecer impasible. Hombres que conocía, viejos colegas y compañeros de escuela, estarían formando filas para acudir a la batalla. Desde la América neutral, celebraba cada victoria alemana, deseando que su viejo país avanzara hacia la victoria.

Y no estaba solo. En los combates de púgiles, la llegada del Huno al cuadrilátero era recibida con gritos patrióticos, pues los espectadores celebraban su pasado alemán. Los corredores de apuestas cancelaron su acuerdo con Kliever, ya que su lucrativo plan se echó a perder debido a que los orgullosos inmigrantes apostaban por quien no debían. La guerra resultó ser mala para el negocio de las peleas.

Pero, en aquella época, Frederick había reunido suficientes fondos como para hacer una oferta al doctor Becker por el Nick-Nack y por la casa. La cantidad representaba una buena ganancia respecto a la inversión original del médico, que la aceptó sin titubear. Para alivio de Frederick, el hombre no le preguntó de dónde había sacado el dinero.

Así que el 7 de mayo de 1915, gracias sobre todo a las pendencias ilegales de Johann Kliever, Frederick se convirtió en el único dueño de su propio negocio, así como en el orgulloso propietario de su hogar. Aquella noche, en el Nick-Nack, William Henry Harris tocó el piano. Frederick se negó a cobrar un centavo por las bebidas durante toda la velada. Podría haber sido el día más feliz de su vida, pero mientras permanecía tras la barra observando su premio, su corazón estaba lleno de remordimientos.

Jette no estaba allí.

No era culpa de su mujer. Ella no sabía lo que había pasado aquel día. Frederick todavía no había encontrado el modo de contárselo.

Al día siguiente, tres palabras en la portada del periódico lo cambiaron todo, para siempre:

HUNDIDO EL LUSITANIA

Frederick se plantó en medio del local, contemplando aturdido el titular. El transatlántico británico había sido atacado por un submarino alemán a ocho millas de la costa de Irlanda. Un único torpedo había acertado en el costado de estribor del barco, que se hundió en menos de una hora.

Hubo más de mil doscientas víctimas civiles.

Entre ellos, ciento veintiocho americanos.

A pesar de todo, no había prisas para entrar en guerra. Woodrow Wilson eligió una solución diplomática, exigiendo a las autoridades alemanas que no se volviera a repetir una atrocidad de ese tipo. Los dos países negociaron una tregua precaria, pero todo el mundo sabía que ahora los alemanes eran el enemigo. En Beatrice, la gente no sabía adónde mirar. La guerra dejó de ser un animado tema de conversación en el Nick-Nack; los hombres esquivaban incómodos el asunto. Ya casi no se hablaba alemán en público.

Durante algo menos de dos años, el hundimiento del Lusitania dejó su huella en el país. Entonces, en marzo de 1917, tres barcos americanos fueron destruidos por submarinos alemanes. El 6 de abril, Woodrow Wilson anunciaba que los Estados Unidos estaban en guerra con Alemania.

En Beatrice se recibió la noticia casi con alivio. Los vecinos se dejaron llevar de repente por un delirio patriótico. De la noche a la mañana, las calles se convirtieron en un ondeante mar de rojo, blanco y azul. Los comerciantes decoraron sus tiendas con banderas y globos. Se erigió un mástil de veinte metros en la plaza principal y la enseña nacional se alzó al cielo entre los gritos de júbilo de cientos de asistentes. Un desfile de apoyo a la guerra recorrió las calles de la ciudad. Bajo la mirada de rechazo de Beatrice Eitzen, los ciudadanos se reunieron frente al Palacio de Justicia. El alcalde alabó la valentía y la fortaleza del Presidente; dio gracias a Dios por las libertades con las que había bendecido a América; maldijo duramente a los alemanes por sus ataques cobardes, y juró que con el poder de los Estados Unidos reunido, aplastarían al enemigo sin piedad ni remordimientos. Frederick aplaudió cada frase. A su lado, Jette cogía la mano de Rosa en silencio, paralizada por el terror. A su alrededor, los hombres lanzaban sus sombreros al aire, celebrando la inminente destrucción de su país de origen.

El entusiasmo de la gente por la guerra no amainó. Se hacían sacrificios de buen grado. América tenía ahora tropas que alimentar: se animaba a los agricultores a aumentar la producción de sus cosechas y del ganado para los hambrientos ejércitos que combatían en Europa. Las familias firmaban compromisos alimenticios, prometiendo comer menos. Los estómagos vacíos rugían orgullosos. Los hombres invertían sus ahorros en los bonos de guerra del Estado mientras sus esposas cosían guirnaldas patrióticas hasta bien entrada la noche.

Aquella atmósfera de patriotismo exaltado no tardó en transformarse en algo más siniestro. El miedo empezó a hacer su trabajo. Se distribuían folletos animando a los ciudadanos a delatar a quienes pudieran albergar simpatías por el enemigo. Los americanos se lanzaron sobre su propio idioma, a la caza de palabras siniestras. El chucrut cambió su nombre por el de «repollo de la libertad». Los frankfurts se convirtieron en hot-dogs. En San Luis, a un hombre se le ocurrió defender a Alemania en una discusión y una turba furiosa lo desnudó y lo obligó a desfilar por las calles. Luego, lo lincharon. Al enterarse de aquella noticia, la gente de Beatrice se estremeció y colgó más banderas americanas.

Frederick decoró el Nick-Nack con metros de banderines, por dentro y por fuera. Las viejas canciones folclóricas alemanas desaparecieron del repertorio. Ahora la gente quería canciones forjadas en América, relatos de la valerosa y audaz conquista del Oeste. Cada velada concluía con el himno nacional. Los clientes se ponían en pie de un salto, con gesto serio, y escuchaban a la banda de esa noche —sin importar la insólita aglomeración de instrumentos— dejándose los pulmones mientras cantaban The Star-Spangled Banner. A Frederick, la versión que más le gustaba era la que tocaba William Henry Harris. El pianista interpretaba el tema de un modo directo y sincero, sin florituras ni triquiñuelas sincopadas. Bajo sus dedos, se convertía en algo majestuoso y digno, rebosante de esperanza. Cuando oía las primeras notas resonando en el local, Frederick se ponía en posición de firmes y se llevaba la mano al pecho, y podía sentir su corazón latiendo con su propio ritmo festivo en su interior.

Cada día, el periódico venía lleno de historias sobre la campaña de alistamiento. En junio, el Congreso de los Estados Unidos llamó a filas a todos los varones americanos entre los veintiún y los treinta y un años. En aquel entonces, Frederick tenía treinta y nueve. En opinión del Gobierno, estaba demasiado mayor para combatir, pero cada día que pasaba plácidamente apostado tras la barra del Nick-Nack pesaba sobre su conciencia. El eco de las palabras de Joseph Wall seguía resonando en su cabeza. Frederick quería ser un buen americano.

Una noche, al borde del embarcadero, dijo:

—Es curioso pensar que si me hubiera quedado en Hannover me habría pasado los tres últimos años combatiendo.

Johann Kliever lo miró de reojo y dijo:

—No, no lo creo. Estás demasiado mayor. Los chiquillos son mejor carne de cañón.

—Ya sabes a lo que me refiero. Aquí, estamos fuera de peligro.

—Gracias a Dios. Es una guerra de locos.

—Pero ahora mismo hay muchachos americanos luchando —dijo Frederick, con la vista perdida en las aguas.

—Pobres pordioseros —se burló Kliever.

Tras un largo silencio, Frederick añadió:

—Siempre podemos alistarnos como voluntarios.

—No pienso alistarme para ninguna de esas cosas —gruñó Kliever—. Ni tú tampoco.

—Nuestro país está en guerra, Johann.

Kliever guardó silencio durante un buen rato, y luego comentó:

—Lo dices en serio.

Frederick asintió.

—Bueno, si los alemanes no te matan —dijo Kliever, con una sonrisa—, seguro que lo hace tu mujer.

La noche siguiente, Frederick regresó pronto a casa del Nick-Nack. Los niños todavía jugaban en el patio. Jette estaba lavando ropa en el fregadero de la cocina.

—Vuelves pronto —dijo, sin levantar la mirada. Como de costumbre, le hablaba en alemán—. ¿Ha pasado algo?

—Jette, tenemos que hablar —contestó Frederick en inglés.

Jette soltó una risita irónica y siguió enjabonando la colada. Frederick la observó trabajar durante unos minutos, sin decir nada. Reconocía cada gesto que hacía su esposa, pero ya no conocía a esa mujer que tenía delante. Una repentina tristeza amenazó con desmoronarlo, allí mismo.

—Hablemos, pues —dijo Jette, por fin.

Frederick suspiró y, volviendo al alemán, dijo:

—He estado pensando en la guerra.

Jette se detuvo por un brevísimo instante, y luego siguió frotando.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Me siento tan impotente.

—¿Impotente?

—Estamos tan lejos de todo lo que está sucediendo —dijo Frederick.

—¿No decías que eso era algo bueno?

—Quizá. Pero colgar banderas y cantar el himno nacional todas las noches no me basta.

Jette dejó su tarea y se volvió hacia él.

—¿A qué te refieres?

—Pues eso. Que no me basta.

—¿Qué más puedes hacer?

—Podría ir de voluntario. Alistarme para combatir.

—No lo harás —dijo Jette, regresando al fregadero.

Hasta ese momento, Frederick había estado eludiendo con precaución el tema, inseguro de lo que debía hacer. Pero, de repente, lo supo.

—Sí que lo haré —replicó, con tristeza.

—No puedes hacer eso —protestó Jette, girándose para mirarlo a los ojos—. No puedes traernos hasta aquí y luego marcharte.

—Pero, Jette, volveré.

—Ya hay millones de muertos. ¿Por qué ibas a ser diferente?

—Las cosas cambiarán ahora que América ha entrado en la guerra.

—¿Te crees que ese juramento te hizo inmortal? —dijo Jette, mirándolo fijamente—. Todavía sigues siendo de carne y hueso. Las balas aún pueden matarte. —Avanzó hacia él y acercó la mano a su mejilla—. ¿Adónde te has ido, Frederick? ¿Dónde está el hombre del que me enamoré?

Frederick la contempló, infeliz.

—Sigo estando aquí.

Jette dejó caer las manos a sus costados.

Permanecieron allí, en un agónico silencio. Finalmente, Frederick habló:

—Jette, tengo que ir a luchar.

—Pero te necesitamos aquí.

—Oh, no hace falta que finjas. No me necesitas para nada.

Jette empezó a llorar.

—Así que, ¿te escapas? —dijo, secándose los ojos con un puño enfadado—. Si tienes tantas ganas de luchar, ¿por qué no te quedas y peleas por tu matrimonio?

Frederick miró con tristeza a su esposa.

—Porque no sé si queda algo por lo que luchar.

Sin decir más, se dio la vuelta y salió de la casa.

Jette permaneció donde estaba. Al apoyarse con fuerza en la mesa de la cocina, un tazón vacío se cayó al suelo. Después, con un violento golpe del brazo, tiró toda la vajilla de la mesa. Copas, platillos, tazas y platos cayeron al suelo con un terrible estruendo. Ni una pieza se salvó. Jette se derrumbó, rodeada por la porcelana rota, y soltó un largo aullido de pena.

Joseph había permanecido oculto tras la puerta de la cocina, escuchando. El grito de dolor de su madre fue un sonido que jamás olvidaría.

Frederick caminó hasta el Nick-Nack, sin apenas sentir el suelo bajo sus pies. Intentó enterrar su desazón bajo la pesadez del trabajo.

Jette no lo entendía. Ir a la guerra por su país de adopción supondría ahondar las raíces de su familia en esa tierra. América lo había recibido, y no había pedido nada a cambio. Pero había que saldar una deuda, y estaba resuelto a pagarla.

Esa noche, Frederick regresó solo del Nick-Nack. De camino a casa, se detuvo al borde del embarcadero, a escuchar las aguas del Misuri corriendo bajo sus pies, preguntándose si volvería a oír ese sonido alguna vez.

Cuando llegó a casa, la puerta principal estaba cerrada con llave. Probó la puerta de la cocina, pero tampoco se abrió. Frederick permaneció en la oscuridad y sintió un escalofrío. Cruzó el patio y abrió la puerta del retrete exterior. Se sentó en un incómodo ángulo en el suelo, con las piernas alzadas apoyadas en el urinario de madera que había instalado durante su primer verano allí. Permaneció despierto por un tiempo que le parecieron horas, contemplando el techo.

Para cuando los primeros murmullos débiles de la mañana lo despertaron, Frederick estaba tan entumecido que apenas podía moverse. Con cautela, se arrastró hasta la casa y probó de nuevo con las puertas. Seguían cerradas. Echó un vistazo por la ventana. No había señales de movimiento en el interior.

—¡Jette! —susurró, con la cara apretada contra la ventana—. Déjame entrar, por favor.

No hubo respuesta.

—Tengo que hablar contigo —dijo Frederick a través del cristal—. Necesito que me entiendas.

En el interior, Jette estaba sentada, oculta entre las sombras, contemplando cómo su marido pronunciaba palabras que ella no podía oír.

Frederick finalmente desistió. Se alejó de su casa y recorrió las calles a primera hora de la mañana. Habían abierto una oficina de reclutamiento en un edificio sin usar tras el Palacio de Justicia. Su puerta también estaba cerrada. Tuvo que esperar durante una hora antes de que llegara el empleado, con las llaves tintineando, para poder entrar.

Se pasó la mañana rellenando formularios, intentando olvidar que su familia estaría despertándose sin él en la otra punta de la ciudad. Se dio cuenta con tristeza de que ni tan siquiera se había despedido de sus hijos. «Bueno —se dijo—, ya habrá tiempo para dar explicaciones cuando vuelva. Ya arreglaré las cosas en su momento».

Esa tarde, él y otros hombres fueron conducidos a la estación de ferrocarril más cercana, donde se unieron a reclutas de otras localidades en un tren que los llevó hasta Kansas City para comenzar su formación militar. Los hombres miraban por las ventanillas, perdidos en sus pensamientos privados. Mientras el tren traqueteaba sobre el paisaje llano de Misuri, Frederick pidió prestado un papel a su vecino y comenzó a escribir una carta a su familia.