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A pesar del instinto depredador de Frank, su estancia en Duke había resultado decepcionante, sexualmente hablando. La vida estudiantil no era la bacanal de placeres amatorios que se había imaginado. Sí, había legiones de alumnas apetecibles que flotaban como ángeles por el campus, pero habían permanecido tentadoras fuera de su alcance. Mi hermano observaba desfilar a esas bellezas, y todo su cuerpo entonaba un himno de deseo desenfrenado. Pero los dormitorios de las chicas eran fortalezas, cerradas a cal y canto. Toques de queda estrictamente observados reducían las oportunidades de encuentros ilícitos, sobre todo teniendo en cuenta que Frank no disponía de coche. En aquel entonces, la consecuencia de que te pillaran teniendo sexo era una expulsión segura, y nadie —excepto Frank, aparentemente— deseaba correr ese riesgo. Cuando Darla Weldfarben se arrojó en sus brazos, Frank llevaba año y medio en un estado de excitación frustrada.
Era la primera vez que mi hermano veía a Darla. Al instante comprendió que lo había tomado por Teddy, pero cuando olió el alcohol en el aliento de la muchacha decidió no corregir su error, curioso por ver qué sucedería después. Cuando ella cogió su mano y le dijo que sus padres no estaban en casa, dudó, pero solo durante un instante. Frank la siguió en silencio a casa, esperando que Darla estuviera lo bastante borracha como para no darse cuenta de que él no era quien pensaba.
Y resultó que la muchacha solo se enteró de su error a la mañana siguiente. Incluso entre la bruma de una resaca brutal, pudo ver que el chico que dormía a su lado no era Teddy, aunque se le parecía muchísimo. Con un grito furioso, se abalanzó sobre él y le soltó un sorprendente par de directos de izquierda y de derecha, un golpe feroz en cada ojo. Frank intentó ponerse los pantalones mientras esquivaba sus puñetazos. Aquella airada persecución por el dormitorio de Darla se desarrolló en un silencio lúgubre. Ambos sabían que no había nada que decir. Finalmente, Frank bajó corriendo las escaleras y salió dando tumbos de la casa de los Weldfarben. Mientras mi hermano regresaba a casa, Darla se sentó en su cama y lloró.
Frank no nos contó a ninguno lo que había hecho. Se negó a explicarnos dónde había pasado la noche, pero anunció que se marcharía ese mismo día, un poco más tarde, dos días antes de lo previsto. A la hora de comer, sus ojos presentaban dos oscuros moratones. Esa tarde, lo llevé en coche a Jefferson City. Iba sentado a mi lado, taciturno y pensativo. Realizamos todo el trayecto en silencio. En la estación de tren, le di su mochila.
—Sea lo que sea en lo que andes metido —dije—, espero que merezca la pena.
Me ofreció una sonrisa de circunstancias.
—Adiós, James —se despidió, y sin añadir nada más, se fue.
De este modo, mi hermano se escapó de nuevo a Carolina del Norte, dejándonos a los demás para capear el temporal que había provocado. A la mañana siguiente, Darla se presentó en nuestra puerta y se lo confesó todo a Teddy.
Mi hermano escuchó, consciente de que debería estar consumido por la rabia, con el corazón ensombrecido por pensamientos de venganza fraterna, pero en realidad lo que sintió fue alivio. Frank le había ofrecido la oportunidad perfecta para acabar bien con Darla. Cuando la muchacha terminó su historia, Teddy aprovechó la ocasión a la perfección. Le dio unas palmaditas en la mano y le dijo que la perdonaba, pero que no podía fingir que aquello no había pasado. Eso, añadió con tristeza, lo cambiaba todo. Ya no podía verla más, no después de lo sucedido. Ella gimió y se derrumbó patéticamente en sus brazos. Él escuchó sus ruegos y promesas, pero se mostró inquebrantable. Se acabó, le dijo, casi incapaz de creerse la suerte que tenía.
Darla, sin embargo, no tenía intención de rendirse sin luchar. Teddy se pasó los siguientes dos días escondido en nuestro dormitorio mientras ella merodeaba por la puerta de casa, esperando una nueva oportunidad para defender su caso. Cuando mi hermano regresó a Columbia, ya había una carta manchada de lágrimas esperándolo. Darla comenzó a escribirle todos los días, rogándole que la perdonara. Teddy se leía las cartas rápidamente y luego las tiraba a la basura con un sentimiento de culpa. Decidió dejar de ir a la iglesia durante unas semanas, esperando que Dios comprendiera la gravedad de la situación y le concediera un permiso.
Sospecho que la campaña de Darla para recuperar a Teddy habría terminado venciendo la resistencia de mi hermano, de no ser por la intervención de la madre naturaleza. Más o menos un mes después del funeral de Jette, Darla empezó a quejarse de náuseas y agotamiento por las mañanas. Teddy tenía la suerte de estar libre de culpa, pero las cosas estaban a punto de complicarse bastante para todos los demás.
Hershel Weldfarben cultivaba treinta y cinco hectáreas de terreno al oeste de la ciudad, junto a sus tres muchachos. Darla era la pequeña de la familia, y su única hija. Había nacido seis años después de que Hershel y su esposa pensaran que ya tenían bastantes críos —un regalo bendito, aunque inesperado, de Dios—. Los chicos de los Weldfarben pasaron una infancia sin mucha ceremonia. Hershel puso a sus hijos a trabajar en el campo en cuanto fueron capaces de conducir un tractor —lo cual, en el condado de Caitlin, sucedía más o menos al cumplir los diez años—. Era un hombre brusco y poco expresivo, cuyo amor por sus chicos, si es que se puede usar la palabra amor, era proporcional a la contribución que hacían al negocio familiar. Con Darla, sin embargo, las cosas eran distintas. Hershel no poseía herramientas similares para calibrar el afecto que sentía por su chiquitina, y en consecuencia su amor por ella se salía de lo normal. La primera vez que tuvo entre sus brazos aquel bultito de carne chillón, le prometió que la protegería de todos los canallas salidos que algún día intentarían llevársela al huerto.
Cuando se enteró de que Darla estaba embarazada, Hershel Weldfarben se preparó seriamente para conducir hasta Columbia y enfrentarse a Teddy. Pero cuando Darla le confesó entre lágrimas quién era el verdadero padre, cambió su plan de viaje y se dirigió a Raleigh. En esta ocasión, se llevó a dos de sus hijos.
Frank nunca me ha contado exactamente cómo se desarrolló aquel encuentro en el campus. No sé, por ejemplo, si es cierto que hubo una pistola real de por medio. Pero en menos de una semana mi hermano estaba de vuelta en Misuri, como un hombre casado.
Frank se instaló en el cuarto de la infancia de Darla, y comenzó a trabajar en la granja de los Weldfarben bajo la atenta vigilancia de su nueva familia. Cuando, el siguiente agosto, nació Claudine Meisenheimer, consideraron que mi hermano ya no constituía un riesgo de fuga, y le permitieron dejar de trabajar en la granja. Se presentó a un puesto de cajero en el banco que dirigió el abuelo Martin. Cada día, se ponía chaqueta y corbata y se plantaba tras el mostrador, esforzándose por sonreír a la interminable cola de clientes.
Franklin, que en el pasado solo soñaba con escapar, acabó más atrapado que cualquiera de nosotros.
Claudine fue un bebé tan perfecto y hermoso como se podía esperar. Darla se medio esperaba que el niño que naciese de su pecado carnal tuviera cuernecitos asomando en la cabeza, pero cuando cogía a su hija en brazos no podía evitar pensar, solo por un instante, que lo sucedido no había sido tan malo, si ese era el resultado final.
Después de Claudine vinieron Andrew, Frederick, Nancy, Donny, Clyde, Todd y Beatrice, cada uno con un año de diferencia respecto al anterior. Darla, por lo visto, poseía una fertilidad crónica; Frank no podía ni mirar a su mujer sin dejarla embarazada. Cada óvulo que descendía por sus trompas de Falopio parecía condenado a una fecundación instantánea. Durante los primeros siete u ocho años de matrimonio, casi siempre estaba embarazada. Creo que el único motivo por el que finalmente dejó de tener hijos fue porque ella y Frank estaban demasiado cansados para tener más sexo.
Ante el aumento de su familia, Hershel construyó una casa para Frank y Darla en sus terrenos. Me invitaban a pasarme a cenar con frecuencia, pero yo nunca disfrutaba mucho de aquellas visitas. La cantidad de ruido que generaban todos esos niños conseguía que se me cayera el alma a los pies. Los padres no parecían notar la incesante sinfonía de berreos, peleas y gritos, pero cada aullido indignado me ponía de los nervios. Frank y Darla habían apagado hasta la más aguda de sus facultades sensibles, y solo reaccionaban cuando el grito de un niño alcanzaba un grado de estridencia que yo asociaba con la tortura física. Allá donde mirase, había niños tirados encima del mobiliario, dejando un rastro de desperdicios infantiles a su paso. Sus padres se arrastraban atolondrados por la casa, recogiendo cosas, demasiado cansados para hablar.
No obstante, parecían bastante felices. Dado todo lo que había sucedido, el matrimonio de Darla y Frank iba tirando sin problemas —mejor, de hecho, que muchas parejas que se habían formado por medios más ortodoxos—. Cuando intercambiaron sus votos bajo la atenta vigilancia de Hershel Weldfarben, eran dos extraños, sin esperanzas ni expectativas el uno por el otro, y eso les hacía estar bien preparados para la vida conyugal. Eran inmunes al silencioso cúmulo de desengaños que puede amargar las uniones más optimistas; no existía un atractivo romance inicial al que echar de menos a medida que pasaban los años. De aquella ceremonia triste en una iglesia vacía, no se podía ir más que hacia arriba.
Ayudó el hecho de que ninguno echara la culpa al otro del caos en el que se habían metido. No se podía hacer nada más que abrirse camino entre la espesura de sus sueños perdidos. La falta de alternativas viables ayudaba, pero fue el amor que compartían por su familia en expansión lo que realmente unió a Frank y Darla. En el caótico crisol de su casita, llena de tanto amor y ruido, con cada año que pasaba se fueron acercando hacia algo parecido a la satisfacción, y el uno hacia el otro.