3
Lo más rápido que pudieron, Frederick y Jette se dirigieron al apartamento de Andreas, encima de la farmacia. Era el único lugar seguro en la ciudad que se les ocurrió. No se atrevieron a regresar al cuarto de Frederick —suponían que el robo ya habría sido descubierto y la Policía estaría allí, esperándolo—. Jette se tumbó en la pequeña cama, agotada. Frederick la miró y su corazón se hinchó. «América», susurró, esta vez con asombro.
Trazaron un plan. Andreas saldría muy temprano a la mañana siguiente y buscaría un coche de caballos para llevarlos a Bremen, cien kilómetros al norte. Frederick y Jette permanecerían ocultos hasta que llegara la hora de partir. No habría tiempo para despedidas.
Jette había cogido algunas cosas antes de abandonar la casa de sus padres, pero Frederick no se había llevado nada. Cuando actuaba, siempre se ponía un traje de terciopelo verde oscuro. No era el mejor atuendo para salir desapercibido del país. Tal y como estaban las cosas, no tenía más remedio que lanzarse a la mayor aventura de su vida vestido para otra actuación virtuosa.
Con las primeras luces del día, Andreas salió con sigilo del apartamento con parte del dinero robado por Jette. Frederick y Jette contemplaron el amanecer sobre los tejados de Hannover por última vez.
Andreas contrató un carruaje para que los recogiera en una plaza de mercado cercana. A la hora señalada, se abrieron paso con precaución entre los concurridos puestos, evitando el contacto visual con los extraños. Los vendedores gritaban, animando a comprar a las arremolinadas colas de clientes. Una bandada de palomas se congregó en una esquina de la plaza, peleando entre ellas. Frederick recordaría aquellos detalles el resto de su vida.
El coche los estaba esperando. Jette abrazó con cariño a Andreas y se montó sin volver la vista atrás. Frederick envolvió a su amigo en un gigantesco abrazo y permaneció aferrado a él. Finalmente, Andreas se zafó de su apretón y dijo:
—Tenéis que partir.
—Me gusta este sitio —confesó Frederick, con tristeza—. Es mi hogar.
—Volverás algún día —dijo Andreas—. Pero ahora, vete. Iros los dos.
Frederick asintió, y subió al carruaje. La solitaria maleta de Jette estaba entre ambos. Miraron por la ventana en silencio mientras pasaban por los barrios del norte de Hannover, preguntándose si volverían a ver esa ciudad alguna vez.
Llegaron al puerto de Bremen a última hora de la tarde. Frente al muelle, había familias junto a montañitas de equipaje, abrazándose, sonriendo entre lágrimas, uniéndose al himno de miles de despedidas. Al borde del muelle había palés de mercancías cubiertas de lona. Un ejército de trabajadores subía sacos por una pasarela. Detrás de esa bulliciosa masa de actividad, un barco esperaba, inmenso y sereno, con el cañón de su enorme chimenea escupiendo un humo espeso al cielo.
Frederick se acercó al despacho de pasajes con un fajo de billetes en la mano. Señalando al barco que esperaba, preguntó:
—¿Quedan billetes para ese barco?
El empleado asintió.
—Nos quedan algunos para la cabina de tercera clase.
—¿Va a Nueva York?
—¿El Copernicus? No, señor. Va más al sur, a Nueva Orleans, en Luisiana.
Frederick frunció el ceño.
—¿Eso está en América? ¿En los Estados Unidos?
—Por supuesto —contestó el empleado.
Frederick estaba indeciso.
—Nunca he oído hablar de ese sitio.
Jette le apretó el brazo.
—Nueva York, Nueva Orleans, ¿qué más da? Las dos son nuevas. Eso ya es bueno.
Y así fue como el destino de nuestra familia dio un giro repentino.
Con los billetes en la mano, Frederick y Jette se unieron a una cola para el examen físico y las vacunas. Esperaron en silencio entre los pasajeros parlanchines, como una silenciosa isla de nostalgia en aquel animado mar de esperanzas. El resto del día lo pasaron bajo la fría sombra del barco, en una lenta procesión de entrevistas e inspecciones. Escrutaron sus papeles, les hicieron preguntas, les pusieron valiosos sellos. Por fin, se les permitió subir por la rampa de embarque al Copernicus. Las barandillas que bordeaban todo el barco estaban decoradas con coloridos banderines agitados por el gélido viento que arreciaba desde el Mar del Norte. Cuando Frederick se giró para observar al gentío que seguía en el muelle, sintió un ligero movimiento bajo sus pies.
La cabina de tercera estaba en lo más profundo del vientre del barco. Era un enorme dormitorio común sin ventanas, ni camas, ni paredes. En la puerta, un camarero les entregó dos mantas y les dijo que se buscaran un lugar para dormir. A su alrededor, los niños lloraban, las madres consolaban y reprendían, los hombres discutían, marcando territorio para la travesía de dos semanas que los esperaba. Encontraron un hueco al fondo de la sala. Frederick improvisó una cama con las mantas y se tumbaron abrazados. Ninguno de los dos habló. Era demasiado tarde para las palabras.
El estruendo de las turbinas de vapor reverberaba en el suelo, y el silbido grave de la sirena del barco resonó en toda la embarcación. Fuera, la multitud empezó a aclamar mientras el Copernicus salía del puerto de Bremen. Frederick cerró los ojos. No iba a subir para una última despedida. No quería decir adiós.
Una hora más tarde, sin embargo, estaba sobre el puente de cubierta, con las manos aferradas a la barandilla. Luchaba por controlar sus tripas revueltas mientras veía alejarse la costa. Un escuadrón de gaviotas bajó en picado y siguió la estela del navío, cantando a coro: «Adiós, adiós, adiós». Frederick volvió su rostro al viento y sintió el penetrante olor a sal marina en su nariz.
La noche estaba cayendo. Mientras salían a mar abierto, una espesa niebla descendió sobre las aguas. El Copernicus redujo velocidad, avanzó muy despacito, y finalmente se detuvo por completo. En algún punto, muy por encima de su cabeza, la sirena del barco empezó a soltar bocinazos largos y amargos en la oscuridad. La niebla adquirió una luminiscencia fantasmagórica mientras se alejaba de la proa, fuera de alcance.
Frederick miró hacia la nada. Una enorme ola se alzó bajo el casco y Frederick vomitó estruendosamente sobre sus zapatos.
Para cuando se levantó la niebla, las últimas luces de la costa ya habían desaparecido. Su hogar se había desvanecido en silencio, sin fanfarria. El Copernicus se estremeció cuando sus motores arrancaron de nuevo.
El viaje de mis abuelos por fin comenzaba, avante a toda máquina.
Esa noche, Frederick se tumbó, despierto, a escuchar el zumbido grave de las turbinas del barco mientras Jette dormía. La noche estaba salpicada por los molestos sonidos de la maquinaria pesada, un incesante coro de clacs y pums. De cuando en cuando, el llanto de un niño resonaba en la enorme sala, seguido por el siseo angustiado de una madre. Cada mínimo movimiento del barco causaba un nuevo y dañino retortijón en el estómago de Frederick. Olas de infelicidad rompían contra él, y sus tripas eran un desmadre de náuseas y lamentos.
Jette, por el contrario, dormía plácidamente. A la mañana siguiente, dejó a Frederick tiritando bajo su manta y fue a buscar el comedor. Allí tomó un abundante desayuno compuesto por sopa de cebada, arenque y pan de centeno. El rítmico oleaje que provocaba tantas molestias a Frederick calmaba al bebé que llevaba dentro, como una gigantesca mano que lo acunara. Se pasó gran parte del día paseando de una punta del barco a la otra, mirando las aguas. Después de tantos meses ocultando su estado al mundo, el niño que llevaba dentro ya no era un secreto vergonzoso. Comenzó a hablar con otros pasajeros. Todos tenían una historia que contar. Algunos cruzaban el océano siguiendo los pasos de amigos y familia. A otros les habían prometido trabajo. Unos pocos iban detrás de un sueño. Pero todos tenían en sus labios el nombre de una ciudad que sonaba extraña, y Jette envidiaba el lujo de tener un destino final que repetir en voz baja como una oración. Anhelaba saber dónde acabaría su propio viaje.
Frederick se quedó en la cabina, combatiendo su mareo. La mañana del segundo día, su estado mejoró lo suficiente como para subir tambaleante a cubierta. Lo primero que vio fueron unos enormes acantilados al norte, ascendiendo sobre el mar: el Copernicus estaba cerca de Dover. Frederick contempló nostálgico la tierra a lo lejos, deseando tener un suelo firme bajo sus pies.
—Te echábamos de menos —dijo Jette, sonriente, dándose unas palmaditas en la barriga.
—Me he dado cuenta de una cosa mientras estaba ahí abajo —dijo Frederick—. Somos libres, Jette.
—Libres como los pájaros —convino Jette, sonriendo.
—Entonces, casémonos.
—Bueno, claro —se rio ella—. En cuanto lleguemos a América y encontremos…
—No —dijo Frederick, cogiéndola de las manos—. Llevo queriendo casarme contigo desde el primer momento en que te vi. Y no me apetece esperar más.
Jette lo rodeó con sus brazos y le dio un beso suave en la mejilla.
Esa tarde, condujeron a Frederick y Jette a los lujosos aposentos del capitán, Herbert P. Farrelly, el primer americano que conocían en su vida. El camarote estaba forrado con gruesas alfombras y elegantemente decorado. Objetos de bronce lustrado desprendían un brillo acogedor bajo la tenue luz de gas. El capitán acababa de regresar de su cena, y el aliento le olía ligeramente a vino. Miró con benevolencia a la joven pareja mientras el sobrecargo le explicaba su solicitud. Jette y Frederick se cogían de la mano y sonreían nerviosos al capitán, sin entender una palabra.
El capitán sacó una vieja Biblia de un cajón y comenzó a leer una tarjeta que estaba pegada a las tapas del libro. Cuando se lo sopló el sobrecargo, cada uno dijo un titubeante «Sí, quiero», las primeras palabras que pronunciaban en inglés y que los unirían por el resto de sus vidas.
En cinco minutos se acabó todo. El capitán se sentó en su escritorio y rellenó un documento con su pesada pluma estilográfica. Frederick y Jette firmaron, y también el capitán y el sobrecargo. Herbert P. Farrelly entregó el certificado a Frederick, y estrechó su mano. Hizo una reverencia ante Jette y besó su mano.
Regresaron en silencio a su cabina y se tumbaron bajo sus mantas.
—Lo siento, Jette —susurró Frederick.
—¿Por qué?
—Probablemente esta no sea la noche de bodas con la que siempre soñaste.
—¿Qué te hace pensar que yo haya soñado con una noche de bodas? —dijo ella, dándole un golpecito en el pecho.
—¿No lo has hecho?
—Nunca. Siempre me dije que jamás me casaría. —Tras una pausa, añadió—: Pero entonces, te conocí.
—Aun así, no tenemos tarta, ni invitados, ni banda de música —dijo Frederick, tirando de su manta—. Ni siquiera una cama en condiciones.
Jette miró al hombre al que adoraba, incapaz de hablar. Había una mancha oscura en la solapa de su traje, justo donde se le había caído la sopa en la comida. El cuello de su camisa estaba sucio tras días de sudor y preocupaciones.
—Ay, Frederick —suspiró.
Durante toda aquella noche, mis abuelos permanecieron abrazados con fuerza, sin quitarse las ropas con las que habían contraído matrimonio. Después de tanto sacrificio, ninguno de los dos tenía ganas de soltar lo único que les quedaba.
Cuando se despertaron, a la mañana siguiente, los recién casados tenían un hambre voraz. Después de desayunar, se quedaron solos, apoyados en la barandilla del barco, contemplando el mar. Ahora el Copernicus avanzaba por el Atlántico, abriéndose paso hacia el horizonte sin límites. No había nada que interrumpiera la enormidad del océano, excepto algún barco ocasional que surgía durante una hora o así en el horizonte, antes de desaparecer de nuevo de vista, por el borde del mundo.
Jette presentó a Frederick a la gente que había conocido. Estrechaban manos y decían: «mi marido» y «mi mujer» una y otra vez, abriendo los ojos maravillados ante el sonido de aquellas palabras.
Finalmente, empezaron a hablar de América. Un hombre tenía un gran mapa del país y, tras darle mucho la tabarra, Frederick lo convenció para que se lo vendiera. A la más mínima ocasión, se agachaba sobre el papel arrugado, recitando en voz baja los extraños nombres de las ciudades sobre las que pasaba los dedos. Aprendió a reconocer cada estado. Disfrutó de la caótica topografía de las provincias orientales, y vio una esperanzadora poesía en las vastas asimetrías del oeste, como si el lápiz de un dibujante intentara domar el abrupto terreno con creaciones de bordes afilados.
Pasado el cuarto día, la mayoría de los pasajeros ya se había acostumbrado al movimiento del barco y en el comedor, tras la cena, había entretenimientos variados. Jette solía regresar a su cama improvisada a descansar, agotada por las patadas del niño, pero Frederick se quedaba con sus compañeros de viaje. Había un viejo piano, y en ocasiones lo tocaban. Frederick cantaba siempre que podía. Otro pasajero, un joven de Potsdam, viajaba a América para buscar fortuna como cantante de ópera. Juntos, recitaban arias y canciones, y siempre concluían su actuación con una interpretación a dúo de Los pescadores de perlas que conseguía que la sala se viniera abajo. Las veladas, por lo general, terminaban con el comedor entero cantando a coro canciones folclóricas alemanas. Frederick solía llevar la batuta del canto, dirigiendo a la multitud tambaleante con una mano y agitando su jarra de cerveza con la otra. Cantaban marchas entusiastas, canciones de amor empalagosas y nostálgicas baladas sobre la tierra que habían dejado. Las letras ascendían hasta el techo, alegres y elegíacas.
Frederick preguntaba a la gente sobre sus planes de viaje, buscando consejo. Sentía ataques de ansiedad cada vez que miraba su querido mapa. América era sencillamente demasiado vasta para contemplarla en abstracto. Necesitaba un destino, algo que lo liberara de toda esa esperanza sin límites. Una tarde, mantuvo una conversación con un hombre que viajaba con su mujer y sus cuatro hijas. Iba hacia el oeste para unirse a su hermano, que había dejado Westfalia hacía cinco años y ahora poseía una plantación de naranjos en California, cerca de la frontera con México.
—Mi hermano ha tenido que pelear mucho —dijo el hombre, meneando la cabeza—. La tierra allí no es como en Alemania. Es muy seca.
El hombre frotó los dedos, contemplando un puñado de tierra imaginario que se desvanecía en el aire, y le preguntó:
—¿Es usted granjero?
Frederick meneó la cabeza.
—No, pero estoy dispuesto a intentar lo que sea.
—Me han contado que hay un estado con una tierra muy buena y fértil. Se puede cultivar cualquier cosa. Hay muchos granjeros prósperos allí. También hacen un vino excelente.
Frederick se rio.
—Ya me está gustando. ¿Dónde está?
El hombre se reclinó en su silla y dijo:
—Se llama Misuri.
En un momento, Frederick extendió su mapa sobre la mesa, y juntos observaron aquel estado de extraño contorno. Tres de sus fronteras eran rectas como una flecha, pero por el este sus límites venían impuestos por el curso serpenteante del río Misisipi, con una irregularidad retadora en contraste con el orden impuesto por los humanos en el norte, el sur y el oeste. En la esquina suroriental, un cuadradito de tierra se extendía como un promontorio penetrando en Arkansas y Tennessee. Parecía el tacón de una bota que se hundía con obstinación en el suelo.
Otro hombre se acercó y miró el mapa.
—Hay muchos alemanes en Misuri —comentó.
—Ah, ¿sí? —dijo Frederick.
El hombre asintió.
—El tío abuelo de mi madre se instaló allí en 1837. Ahora la familia posee una flota de vapores. Transportan mineral de hierro y madera de pino por el río Misuri desde los bosques de Ozark. Ahora mi primo lleva el negocio.
—¿Va allí para unirse a él?
El hombre meneó la cabeza.
—Voy a Georgia. Pero dicen que Misuri es un buen sitio. Mi primo siempre anda buscando buenos trabajadores para los barcos. Le gustan los alemanes. Dice que los americanos son unos vagos.
Poco después, mi abuelo se tumbó junto a Jette, con un trozo de papel en la mano en el que había apuntado el nombre y la dirección del primo de aquel extraño —el dueño del negocio de los barcos al que le gustaban los alemanes trabajadores—. Estaba demasiado emocionado como para dormir.
Frederick por fin tenía el plan que tanto anhelaba.
Durante el desayuno, le explicó su idea a Jette. Cuando llegaran a Nueva Orleans, cogerían un tren en dirección norte. El negocio de los vapores estaba en Rocheport, una ciudad a medio camino entre Kansas City y San Luis. No aparecía en el mapa de Frederick, pero podía imaginar su ubicación en el espacio de un pulgar. Cuando llegaran, Frederick se ofrecería para trabajar. Se instalarían allí. Nacería el bebé. Luego, ya verían.
Ahora Frederick y Jette estaban impacientes por llegar y sus imaginaciones corrían desbocadas hacia el futuro. El aburrimiento se convirtió en su peor enemigo. Había pocas cosas con las que llenar aquellos días inmutables mientras el barco se arrastraba en dirección oeste por el océano.
Los pasajeros de primera clase se mantenían separados, sin aventurarse fuera del refinado esplendor de las cubiertas superiores. Jette y Frederick a veces subían con sigilo las escaleras y se asomaban a las puertas de cristal tallado del comedor de primera. El olor a aceite de linaza y abrillantador se mezclaba con los deliciosos aromas procedentes de la cocina. Jette contemplaba a través de la puerta el espectáculo reluciente del interior. Ostentosas lámparas de araña despedían racimos de luz a la sala. La decoración de la mesa era exquisita, una trémula disposición de plata y cristal. Frederick, mientras tanto, se leía el menú del día y su estómago rugía dando su triste aprobación. Cada vez que comían, juraba que jamás volvería a probar el arenque.
A media mañana del decimotercer día, se escuchó un grito de alegría en la popa del barco. Habían avistado una gaviota, una señal de que estaban cerca de tierra firme. Frederick contempló al ave solitaria lanzándose sobre el agua desde el cielo, y el tedio del viaje se olvidó al instante. Esa tarde, una línea sombreada apareció en el horizonte. La gente se reunió en la barandilla y observó en silencio la costa lejana. América, por fin.
A la mañana siguiente, la tierra había desaparecido. Frederick y Jette miraron incrédulos al mar vacío. Más tarde se enteraron de que la tierra que habían avistado la víspera era la costa oriental de Florida; a lo largo de la noche, el Copernicus había bordeado la península y ahora avanzaba hacia el noroeste por el Golfo de México, en dirección a la costa sur de Luisiana.
Los dos días que siguieron fueron una agonía. Tras aquella breve visión de tierra, los pasajeros escrutaban ansiosos el horizonte. Cuando una mañana, muy temprano, una delgada línea de árboles apareció por fin, Jette no apartó sus ojos de ella, por si desaparecía otra vez. El barco continuó en paralelo a la costa, pero América seguía guardando las distancias, brillando con la luz del sol de mediodía. Por fin, tres botes de prácticos aparecieron, y la enorme proa del Copernicus viró hacia el norte y comenzó su maniobra final para entrar en el muelle de Nueva Orleans. Mientras el barco se aproximaba al puerto, era recibido por todos los flancos por un coro de campanas y sirenas de los barcos pesqueros que salpicaban la bahía. Para Frederick y Jette, era la música más hermosa del mundo.
Era el sonido de su futuro.