Capítulo 31

Las exequias de Gorgias se celebraron en la iglesia mayor con la presencia de Drogo, el resto de la comitiva papal y un coro de niños. A Theresa, las antífonas que entonaron le parecieron la antesala de los cielos. Su madrastra Rutgarda sollozó desconsolada, acompañada de su hermana Lotaria, el marido de ésta y los chiquillos de ambos. Más atrás aguardaba Izam, pendiente con un taburete que Theresa no precisó. La muchacha escuchó la homilía, entera, orgullosa de su padre. Rutgarda, en cambio, lloró hasta vaciarse. Cuando concluyó el oficio, trasladaron el ataúd en procesión hasta el camposanto. Por deseo expreso de Alcuino, los restos de Gorgias fueron enterrados junto a los difuntos más ilustres de la región, aquellos que por su santidad o valentía habían defendido Würzburg y sus valores cristianos.

Aquel sábado de marzo fue el más triste de su vida.

El domingo por la mañana, Theresa acudió a la llamada de Alcuino. A ella no le apetecía verle, pero Izam insistió en que fuera. Cuando se presentó, el joven también aguardaba en el scriptorium. Ella saludó a ambos con amabilidad y tomó el asiento que le tenían reservado. Alcuino le ofreció unos bollos calientes que Theresa rehusó. Luego hubo un instante de silencio, roto cuando Alcuino carraspeó.

—¿Seguro que no? —insistió. Apartó los dulces y extendió sobre la mesa los restos del pergamino—. Tanto trabajo para nada —se lamentó.

Theresa sólo pensó en su padre fallecido.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Izam.

Theresa respondió que bien con un hilo de voz. Se notó que mentía porque sus ojos estaban humedecidos. Alcuino se mordió el labio, inspiró hondo y cogió la mano de la muchacha, pero ella la apartó. Entonces Izam la tomó entre las suyas. Alcuino recogió los restos de pergamino y los dejó a un lado como si fueran desperdicios.

—En fin. No sé cómo empezar —dijo el fraile—. En primer lugar, ruego a Dios que me absuelva de mis aciertos y equivocaciones. De los primeros, me honro en haberle servido; de las segundas, me arrepiento pese a consumarlas en Su nombre. Él lo sabe, y a Él me encomiendo. —Hizo una pausa y miró a ambos—. Ahora es fácil enjuiciar. Puede que errara invocando la mentira, pero me consuela pensar que tan sólo me guié por lo que en mi interior consideré justo y cristiano. A codere ex una scintilla incendia passim. En ocasiones, a partir de una simple chispa se produce un gran incendio. De cuanto ha acaecido aquí, he de reconocerme como último responsable, y aunque sólo fuera por sus amargas consecuencias, por ello debo ofrecerte mis disculpas. Dicho esto, es necesario que conozcas los sucesos que condujeron a tu padre a una tumba en el camposanto.

Theresa miró a Izam y éste le apretó las manos. Ella confió en él. Se volvió hacia Alcuino y le escuchó.

—Como ya te dije, conocí a tu padre en Italia. Allí le convencí para que me acompañara a Würzburg, donde trabajó para mí durante años. Sus conocimientos del latín y el griego me fueron providenciales en las traducciones de ingentes códices y epístolas. Él siempre decía que le gustaba escribir, tanto o más que un buen asado —sonrió con tristeza—. Quizá por eso, cuando a comienzos de este invierno le propuse la copia del pergamino, tu padre aceptó de inmediato. Él conocía de su trascendencia, pero no su falsedad, de la que, repito, no me arrepiento. —Se levantó y continuó el discurso andando—. De su actividad sabían Wilfred, su santidad el Papa y, por supuesto, Carlomagno. Por desgracia, también se enteró Flavio, a quien la emperatriz Irene de Bizancio debió de corromper mediante dinero y engaño. Flavio concibió un plan digno de un hijo del diablo. Conocía a Genserico, porque éste vivió en Roma antes de establecerse en Würzburg, así que convenció al Papa para que le enviase a Aquis-Granum con las reliquias de la Santa Croce. A través de un emisario, persuadió a Genserico para que le mantuviera informado, y viajó hasta Fulda con el baúl custodio del lignum crucis, el cual pretendía utilizar de escondrijo para trasladar a Bizancio el pergamino de Constantino. Genserico, a su vez, se valió de Hóos Larsson, un joven sin escrúpulos a quien no dudó en contratar para que se hiciera con el documento.

Theresa no entendía por qué le seguía escuchando. Aquel fraile con aires de santo la había acusado falsamente de robar el pergamino, y de no haber mediado la victoria de Izam, habría insistido en que la quemaran viva. Aguantó allí por Izam.

—Genserico gozaba del favor de Wilfred —continuó Alcuino—. Tenía acceso al scriptorium, y sabía de los avances de tu padre. Imagino que, por las fechas, supuso que estaba concluido, así que ordenó a Hóos que se apoderara del pergamino. Éste atacó a Gorgias, le hirió, pero no consiguió su objetivo, ya que por suerte para tu padre, se llevó un borrador que sólo recogía el principio.

«Por suerte para tu padre…» En su interior, Theresa lo maldijo.

—Y aquí entra en escena el sello de Constantino. —Alcuino se acercó a un aparador del que extrajo una daga preciosamente labrada. Theresa la reconoció: era la de Hóos Larsson—. Se la encontramos a Hóos en el barranco —explicó. Con cierto esfuerzo hizo rotar la empuñadura hasta que emitió un chasquido. Del mango extrajo un cilindro en cuyo extremo apareció un rostro labrado. Alcuino lo empapó en tinta y lo aplicó sobre un pergamino—. El sello de Constantino —anunció—. Tras robárselo a Wilfred, Genserico se lo entregó a Hóos para que lo mantuviera escondido.

—¿El sello lo tenía Wilfred? —preguntó Izam.

—Así es. Como ya sabes, el pergamino constaba de tres partes: el soporte propiamente dicho, fabricado en finísima piel de vitela nonata; el texto en latín y griego, que debía transcribir Gorgias, y el sello de Constantino. Sin el concurso de esos tres elementos, nada habría resultado. Cuando Genserico advirtió que el documento robado estaba aún inconcluso, pensó en sustraer el sello.

—Pero ¿qué pretendía Flavio? ¿El sello o el pergamino? —intervino Theresa.

—Perdona si te confundo —se disculpó el fraile—. Flavio deseaba impedir que el documento se presentase en el Concilio. Sus opciones eran varias: robar el documento, apoderarse del sello, o eliminar a tu padre. Lo intentaron en ese orden. Ten en cuenta que, haciéndose con un original, podrían demostrar la falsedad del documento, si llegado el caso se transcribía otro pergamino.

—Y por eso mantuvieron vivo a mi padre.

—Sin duda lo habrían matado de haber terminado el documento. Pero ahora volvamos con Hóos y el sello de Constantino. —Se detuvo para coger un trozo de pastel que engulló de un bocado. Limpió el sello y lo enroscó en el interior de la daga—. Hóos acudió a su cabaña buscando un escondite. Allí, según me contaste, te encontró metida en un lío.

—Aunque me duela reconocerlo, me salvó de dos sajones.

—Y tú le pagaste huyendo con su daga.

Theresa lo admitió. Comprendió entonces el interés de Hóos por encontrarla.

—Cuando acudisteis a Fulda, obviamente te reconocí. No recordaba tu cara, pero aparte de la hija de Gorgias, no creo que en toda Franconia hubiera otra joven capaz de leer griego en un tarro.

Theresa recordó aquel día en la botica de la enfermería. Fue entonces cuando él le había ofrecido un trabajo.

—Por ser hija de quien eras —reconoció el fraile—. Luego Hóos se restableció, recuperó su daga con el sello y desapareció sin dejar rastro. —Se sentó frente a Theresa y tomó un último bocado—. Hóos regresó a Würzburg, donde se encontró con Genserico, con quien acordó el secuestro de tu padre para obligarle a que acabase el pergamino. Por fortuna, Gorgias logró escapar. Tras la muerte de Genserico, Hóos debió de encontrarse perdido, así que regresó a Fulda para hablar con Flavio Diácono, quien sin duda le sugirió el emplearte a ti como rehén para localizar a tu padre, o en el peor de los casos, para sustituirle como escriba.

—¿Wilfred mató a Genserico?

—Wilfred llevaba tiempo sospechando de Genserico. Gorgias había desaparecido, pero curiosamente sus pertenencias lo hicieron dos días más tarde. Para entonces ya había encargado a Theodor que vigilara el scriptorium, y fue el gigante quien descubrió que el ladrón era Genserico.

—Pero ¿por qué no le siguió? ¿O por qué no le obligó a revelar el paradero de mi padre?

—¿Y quién te ha dicho que no lo hizo? Seguramente lo intentó, aunque a ese gigantón le despistaría hasta un niño. Supongo que llevado por la rabia, Wilfred accionó el mecanismo que inoculó el veneno en el brazo de Genserico cuando volvió a verlo. Luego Theodor le siguió y descubrió su escondrijo. Regresó a la fortaleza para contárselo a Wilfred, quien de inmediato le ordenó que volviese a la cripta y liberara a Gorgias, pero para entonces el coadjutor ya había muerto y Gorgias desaparecido.

—Así pues, fue Theodor quien arrastró el cadáver de Genserico y quien le asestó la puñalada con el estilo.

—En efecto. Wilfred le ordenó que cogiera el punzón de Gorgias y simulara el homicidio, inventando así un motivo para encontrarle rápido. A partir de ahí, ya conoces el resto: la travesía en barco, tu «resurrección» y la desaparición de las gemelas.

—Eso sí que no lo entiendo.

—No es complicado de deducir. Con Genserico muerto, Flavio pasó a tentar a Korne, alguien de moral ligera como así lo atestiguan sus amoríos con el ama de cría. A través de Hóos, Flavio debía de enterarse de sus flaquezas, de modo que ofreciéndole títulos, y seguramente tu cabeza, persuadió al percamenarius para que secuestrara a las hijas de Wilfred.

—Con la intención de chantajearle para recuperar el pergamino.

—Eso imagino. Flavio juzgó que extorsionando a Wilfred obtendría el documento que tú estabas elaborando, pues el escrito confeccionado por tu padre lo daba por desaparecido. En cualquier caso le sirvió de poco, ya que Wilfred envenenó a Korne con el mecanismo de su silla.

—Pero eso no tendría sentido. ¿Qué ganaría con matarle?

—Supongo que saber dónde estaban sus hijas, a cambio de suministrarle el correspondiente antídoto. Sin embargo, Korne, que desconocía el lugar donde permanecían las niñas, huyó aterrado y murió al poco, durante el coro en los oficios.

—¿Y entonces por qué abandonaron a las crías en la mina?

—A eso no sabría responderte. Tal vez les asustó la extraña muerte de Korne. O quizá supusieron que podrían descubrirlos. No sé. Ten en cuenta que no es fácil custodiar a dos chiquillas, y que para ello contaban con el percamenarius, por entonces ya difunto. ¿Cómo retenerlas sin que nadie se extrañase de la ausencia de Hóos o de Flavio? Eso, además de alimentarlas, ocultarlas, custodiarlas… De hecho, creo que las narcotizaron para evitarse problemas.

—Y las condujeron a la mina, no para abandonarlas, sino para simular su encuentro.

—Así debió de ser. Recuerda que al día siguiente organizaron una batida, de la que resultarían como héroes en lugar de como bandidos.

—Culpando a mi padre de paso…

Alcuino asintió. Luego hizo ademán de que esperara. Salió a la puerta y pidió que les trajeran más comida.

—No sé por qué, pero toda esta conversación me abre el apetito —dijo al regresar—. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Ya recuerdo. A tu padre siempre intentaron inculparlo. Verás. Descubrí que Hóos no sólo trabajaba para Flavio. También lo hacía para sí mismo en cualquier cosa que pudiera beneficiarlo. ¿Recuerdas los muchachos que murieron acuchillados? Tuve ocasión de hablar con sus familiares, y me contaron que al amortajarlos encontraron que tenían negros los pies y las manos. ¿Te suena eso de algo?

—¿El grano de Fulda? —aventuró incrédula.

—Así es. El grano envenenado. En Fulda, Lotario no lo confesó, pero tras hacer los pertinentes recuentos, deduje que había logrado escamotear en algún lado una partida de grano. Cuando Hóos desapareció de Fulda, lo hizo herido en un caballo, ¿no es así? —Theresa bajó la cabeza y lo admitió—. Me lo confesó Helga «la Negra» —continuó Alcuino—, pero según Wilfred, Hóos llegó a Würzburg en un carromato. Así pues, parece que alguien más le ayudó en Fulda: Rothaart el pelirrojo, o Lotario.

—¿Por qué decís eso?

Alcuino se hurgó en los bolsillos y sacó un puñado de cereal.

—Porque en el granero donde amputaron el brazo a tu padre encontré grano contaminado.

Le explicó que, sin duda, Hóos habría intentado hacer negocio aprovechando la hambruna que padecían en Würzburg. Los jóvenes muertos habían sido contratados por Hóos para diversas tareas. Debió de pagarles con el grano, que él no comió al haber sido advertido por Lotario. Tal vez desconocía que los efectos fueran tan rápidos, pero de repente se encontró con que los muchachos enfermaban y amenazaban con descubrirle, así que sobre la marcha decidió asesinarlos.

—Y culpar de nuevo a mi padre.

—En efecto. Debía encontrarlo, y si lo acusaba de varias muertes todos en Würzburg ayudarían a buscarlo. Realmente ignoro si Hóos averiguó que tu padre se escondía en la mina. Tal vez lo sospechara, o tal vez fuera el destino. El caso es que su presencia ya no convenía a nadie. Flavio y Hóos lo querían muerto, pues si Gorgias se recobraba, podría transcribir otro pergamino.

—Y vos también, para ocultar sus hallazgos.

—¿A qué te refieres? —preguntó el fraile, extrañado.

—A que también le queríais muerto. Mi padre había descubierto la hipocresía de ese documento.

Alcuino frunció el ceño. En ese momento regresó el doméstico con las viandas, que el propio Alcuino las rechazó con aspavientos.

—Te repito que apreciaba a tu padre. Pero, en fin, dejemos ese asunto. Por mucho que hubiera hecho por él, igualmente habría muerto.

—Pero no como un perro.

Alcuino no pestañeó. Cogió una Biblia y buscó el capítulo de Job. Lo leyó en voz alta, como justificando su comportamiento.

—Dios nos exige sacrificios —agregó—. Nos envía desgracias que quizá no comprendemos. Tu padre ofreció su vida y deberías agradecérselo.

Theresa le miró a los ojos con determinación.

—Si algo he de agradecerle, es que viviera lo suficiente para aprender de él que nunca fuera como vos. —Y abandonó la estancia, dejando plantado a Alcuino.

De camino al barco, Izam le explicó el motivo por el cual el fraile la había acusado de robar el pergamino.

—Para protegerte —le aclaró—. De no haberlo hecho, Flavio habría acabado contigo. Fue a Flavio a quien escuchaste en el túnel. Hóos mató al joven centinela, pero era a ti a quien buscaba. Encontró la Vulgata esmeralda y se la llevó creyendo que contenía el pergamino. Luego, al comprobar que era una simple Biblia, la arrojó al claustro para que nadie advirtiera que la había sustraído.

—¿Y por eso me encerró en la fresquera? ¿Y por eso permitió que me azotaran? ¿Por eso pretendió quemarme viva?

—Tranquilízate —le pidió el joven—. Pensó que en la fresquera, pendiente de una ejecución, te encontrarías a salvo. Lo de los azotes fue cosa de Wilfred. El conde desconocía el plan urdido por Alcuino.

—¿Plan? ¿Qué plan? —preguntó ella sorprendida.

—El de retar al propio Alcuino.

Theresa no comprendió, pero Izam continuó.

—Fue él quien me lo propuso —dijo refiriéndose al fraile—. Vino a verme y me informó de cuanto te he dicho. Alcuino no sabía de qué forma protegerte y a la vez desenmascarar a los asesinos, así que me pidió que le retara. Cuando lo hice y Alcuino pidió que lo representara un campeón, Flavio se descubrió al proponer a Hóos Larsson.

—¿Y tú le creíste? ¡Por Dios, Izam! Piensa un momento. Si Hóos te hubiera vencido, a mí me habrían ajusticiado.

—Eso nunca habría ocurrido. Drogo estaba al tanto. Si yo hubiera muerto, igualmente te habrían liberado.

—Pero entonces… ¿por qué luchaste?

—Por ti, Theresa. Hóos mató a tu padre. Merecía ese castigo.

—Podrías haber muerto —se echó a llorar.

—Era el Juicio de Dios. Eso no habría sucedido.

Tres días después de las exequias, un cónclave exculpó a Wilfred de los crímenes cometidos. Drogo, como juez supremo, dictaminó que las muertes de Korne y Genserico respondían con ecuanimidad a la infamia de sus actos, y todos los presentes aplaudieron el veredicto. Aun así, Alcuino condenó la ambición que había guiado a Wilfred: un apetito cristiano, pero un apetito asesino, dijo.

A la salida de la asamblea, Alcuino se encontró con Theresa, rodeada de ropa y libros agrupados en varios hatillos. Habían quedado para despedirse. Alcuino volvió a proponerle que escribiese de nuevo el pergamino a cambio de dinero, pero ella se negó en redondo. Finalmente, el fraile lo admitió.

—Entonces… ¿seguro que quieres marcharte? —le preguntó.

Theresa dudó. La noche anterior, Izam le había pedido que le acompañara a Aquis-Granum, pero ella aún no había respondido. Por un lado, deseaba emprender una nueva vida; olvidarlo todo y seguirle en el barco que zarparía al día siguiente, pero por otro, un sentimiento le impelía a permanecer junto a Rutgarda y sus sobrinos. Era como si de repente todas las enseñanzas de su padre, su afán por convertirla en una mujer culta e independiente, también hubieran perecido. Por un instante se vio siguiendo los consejos de Rutgarda, casándose en Würzburg y pariendo hijos.

—Aún puedes quedarte y trabajar conmigo. Yo permaneceré una temporada en la fortaleza para ordenar el scriptorium y ultimar ciertos asuntos. A Wilfred lo recluirán en un monasterio, de modo que podrías ayudarme, y más adelante decidir sobre tu futuro.

Ella no lo pensó. Trabajar entre pergaminos era lo que siempre había anhelado, pero ahora añoraba un mundo distinto. Izam le había hablado de él y ella deseaba descubrirlo. Alcuino lo advirtió. Mientras la ayudaba a cargar los bártulos, él le preguntó de nuevo por el documento de Constantino.

—La primera transcripción —le aclaró—. Mientras estaba cautivo, tu padre debió de concluirla.

—Nunca la vi —mintió la muchacha.

—Sería vital. Si apareciera, aún podríamos presentarla en el Concilio —insistió.

—Os repito que nada sé. —Reflexionó antes de añadir—: Y aunque supiera de su paradero, jamás os la entregaría. En mi pensamiento no cabe la mentira, ni la muerte, ni la ambición, ni la codicia, por más que la esgrimáis en nombre del cristianismo. Quedaos pues con vuestro Dios, que yo me quedo con el mío.

Theresa se despidió cortésmente sin pensar en el pergamino. No le importaba. Ya lo había destruido.

Mientras caminaba hacia el embarcadero recordó los extraños signos que su padre había dibujado en la fresquera y se preguntó por qué habría grabado aquellas vigas repetidas.

Encontró a Izam en la orilla, ayudando a sus hombres a calafatear el navío. En cuanto él la vio, soltó el cubo de brea y con las manos ennegrecidas corrió a ayudarla con los bártulos. Ella rio cuando los dedos de él le tiñeron el rostro hasta dejárselo como el de una carbonera. Se limpió con un paño y lo besó, extendiéndole la brea por su cabello oscuro y limpio.