Capítulo 29

Cuando el día alcanzó su cénit, Theresa se decidió. Se cubrió con una capa marinera, se apropió de un fardo para disimular y aprovechó que Gratz estaba remendando una vela para descender al muelle y encaminarse hacia las murallas. Un gorro de lana calado le ayudó a pasar desapercibida. En el primer acceso no le prestaron atención, pero para entrar a la fortaleza hubo de esperar a que un centinela meticuloso se distrajera con el paso de unas carretas.

Ya en el interior, bordeó los patios exteriores con la idea de entrar al edificio desde el laberinto de las cocinas. Un par de perros ladraron a su paso, pero ella los apaciguó acariciándoles la cabeza. Cruzó un atrio y desde allí se dirigió al corredor que conducía a la celda de Alcuino. La encontró cerrada, así que enfiló directamente al scriptorium, donde encontró al fraile leyendo su Vulgata robada. Nada más verla, Alcuino se levantó.

—¿Dónde demonios te habías metido? Llevo buscándote toda la mañana. —Apartó a un lado la Biblia, cuidando de cerrar las tapas.

Theresa tomó aire y avanzó. Aunque atemorizada, estaba resuelta a que aquel monje asesino sacara a su padre de la fresquera. Él le ofreció asiento y ella lo aceptó. Luego el fraile sacó el pergamino en que Theresa había trabajado y lo colocó frente a ella como si nada ocurriera.

—Aún tienes que limpiar el texto y darle un repaso, de modo que procura avanzar —dijo mientras se volvía de nuevo hacia la Vulgata.

—¿No vais a preguntarme por mi padre?

Alcuino dejó de leer y tosió con cierto apuro.

—Discúlpame, pero es que con tanto suceso, ando algo despistado. No sé si te has enterado de que ayer degollaron a un centinela en la fortaleza.

A Theresa le sorprendió el cinismo del fraile, que tragó saliva y apartó de ella el documento de Constantino.

—No lo tocaré —le espetó la muchacha.

Alcuino enarcó una ceja.

—Comprendo que te afecte, pero…

—Ya lo terminé. ¿Qué más queréis? ¡Aquí tenéis vuestro maldito documento! —exclamó, y se levantó de la silla transformada en una fiera.

Alcuino la siguió como si no la comprendiera.

—Pero ¿qué diablos te ocurre? Aún faltan las conclusiones —le espetó mientras intentaba sujetarla.

—¿Acaso pensáis que no sé cuanto tramáis? Lo de mi padre, lo de las niñas… lo de ese pobre centinela.

Alcuino se detuvo como si escuchara a un espectro. Con paso titubeante, se dirigió hacia la puerta y la cerró con pestillo. Luego se dejó caer sobre su silla. La miró con extrañeza y le pidió que prosiguiera. Theresa metió la mano en su bolsa y aferró el punzón que llevaba.

—Os sorprendí hablando con Hóos. Hace dos días, en el túnel. Oí cómo le proponíais que me matara. Escuché lo de mi padre y lo de la mina, lo de la cripta y las gemelas.

—Por Dios santo, Theresa. ¿Qué clase de necedad es ésta?

—¡Ah! ¿Lo negáis? ¿Y tampoco es cierto lo de esta Vulgata? —dijo al tiempo que la alzaba.

—¿Si no es cierto el qué? ¿Qué ocurre con esa Biblia?

Theresa apretó los dientes, exasperada. Cuando le contó que la Vulgata era la causa de que él hubiera matado al centinela, el fraile sonrió.

—¡Ajá! Y por lo visto, según acordé con Hóos, a ti te asesinaría cuando acabases el documento…

—Así es —afirmó ella.

—¡Ya! —El fraile se levantó con indiferencia—. Pero de ser tal como dices, ¿qué impediría que te matara ahora mismo? —añadió mientras se aproximaba a la muchacha. Apoyó una mano sobre su hombro, cerca de su cuello. El fraile percibió su temblor. Se acercó a la puerta y quitó el cerrojo—. Si deseas conocer la verdad, deberás confiar en mí. En caso contrario, puedes abandonar el scriptorium.

Theresa apretó con fuerza el punzón bajo su vestido. No confiaba en Alcuino, pero si para salvar a su padre debía arriesgar su vida, no dudaría ni un segundo. Aceptó con la cabeza y tomó de nuevo asiento. El fraile se alegró e hizo lo propio al otro extremo de la mesa. Luego ordenó varios documentos antes de mirar a Theresa.

—¿Una galleta? —le ofreció.

Ella la rechazó con gesto serio. Él la engulló de un bocado y se chupó los dedos. Cuando terminó, le tendió el documento en que ella había trabajado.

—Como sabes, se trata de la reproducción del original hace años perdido, un pergamino sellado por el emperador Constantino en que se otorgaban una serie de tierras y derechos al Papado romano.

Theresa asintió, pero mantuvo apretado el estilo.

—Ese pergamino legalizaba el poder de Roma frente al Imperio bizantino. Verás, tal vez ignores la situación actual del Papado, pero hace cuarenta años, tras la conquista de Rávena por los lombardos, el papa Esteban II pidió auxilio a Bizancio para defenderse de esos paganos. —Vertió un poco de leche en un cáliz mal layado—. Al no obtener respuesta de Bizancio, el Papa atravesó los Alpes y se presentó al por entonces rey de los francos, Pipino, el padre de Carlomagno. Esteban II ungió a Pipino y a sus hijos concediéndoles el título de patricio de los romanos, y a cambio solicitó su protección en la lucha contra los lombardos. ¿Seguro que no quieres una galleta?

Theresa rehusó con un gesto. Aunque no comprendía la relación entre aquella historia y la reciente sucesión de asesinatos, decidió aguardar a que terminara.

—Tras la petición papal, Pipino y sus tropas viajaron a Italia, donde doblegaron a los lombardos —continuó él—. Esa victoria proporcionó al Papado el Exarcado de Rávena, que comprendía, entre otras, las ciudades de Bolonia y Ferrara; también la Marca de Ancona, con la Pentápolis; la propia Roma, y la recuperación del resto del ducado ocupado por los lombardos. Resumiendo: los lombardos atacaron Roma, que pidió ayuda a Bizancio. Al no obtenerla, de nuevo la solicitó de Pipino, quien tras vencer a los lombardos devolvió a Roma los territorios ocupados. —Miró a Theresa para comprobar que le seguía—. Hasta aquí, todo hubiera sido normal, de no ser porque Bizancio exigió entonces al Papa que le entregase el Exarcado de Rávena, territorio que antes de la invasión lombarda les había pertenecido. Roma pretendió hacer valer la Donación de Constantino, el documento que adjudicaba esos terrenos al Papado, pero Bizancio hizo caso omiso y continuó reclamándolos. Y aún más: desde la propia Constantinopla apoyaron a los bárbaros para que recuperaran los territorios que el rey franco había ganado.

—¿Decís que Bizancio ayudó a los lombardos para que estos venciesen a los romanos?

—Cristianos contra cristianos… Una incongruencia, ¿verdad? Pero ¿qué es la política, sino el ansia de poder; la envidia por la que Caín acabó con su hermano? Con el concurso de los griegos, los lombardos derrotaron al Papa recluyéndolo en cuatro arpendes de terreno. Sin embargo, Roma aún disponía del pergamino, el salvoconducto que legitimaba sus demandas, de modo que Adriano I, recién nombrado Papa romano, acudió a Francia para esgrimirlo ante Carlomagno.

Se levantó y regresó con dos galletas más en la mano. Una la mordió y la otra se la ofreció a Theresa, que finalmente aceptó.

—Carlomagno condujo su ejército hasta Italia, donde arrasó a los lombardos, restituyó los territorios al Papado y advirtió a Bizancio de sus obligaciones hacia los Estados Pontificios. Las restituciones contemplaron la donación de Bolonia, Ferrara, otras ciudades en el bajo Po y norte de Toscana como Parma, Reggio y Mantua, e incluso Venecia e Istria al norte, y los ducados de Espoleto y Benevento. Prácticamente les cedió toda la Italia del Sur salvo Apulia, Calabria y Sicilia y los enclaves de Nápoles, Gaeta y Amalfi, por entonces aún bajo autoridad bizantina, además de la isla de Córcega, la Sabina y rentas en Toscana y Espoleto. Pocos años después, Carlos añadiría algunas ciudades al sur de Toscana, como Orvieto y Viterbo, y en la Campania, Aquino, Arpiño y Capua, todo lo cual, evidentemente, no agradó nada a Bizancio.

Theresa se mantuvo en silencio, pero por su rostro Alcuino comprendió que se estaba excediendo.

—Perdona —se disculpó. Rebuscó entre sus hojas en un simulacro de ordenamiento—. En definitiva, lo importante es que Carlomagno logró ejecutar los términos reflejados en la Donación de Constantino, consiguiendo con ello el agradecimiento eterno del Papado.

Theresa repiqueteó con los dedos. Alcuino la miró y asintió con la cabeza.

—Permíteme terminar y tal vez entonces comprendas la razón de lo que está sucediendo. —Se atusó el cabello y tomó aire para continuar—. Bizancio aceptó esas pérdidas de mala gana, en parte por la indolencia de su emperador, Constantino VI, en parte por el temor a las huestes de Carlomagno, de modo que quedaron así las cosas hasta hará un par de años. En esa fecha, Irene de Atenas, la madre de Constantino VI, y yo diría que pariente del diablo, ordenó detener a su propio hijo y sacarle los ojos para coronarse a sí misma como emperatriz de Bizancio.

—¿Asesinó a su hijo?

—¡Oh, no! Tan sólo lo encerró después de cegarlo. Una madre caritativa, ¿no crees? En fin, como podrás imaginar, esa arpía tramó pronto contra el Papado. Al poco de subir al trono envió a Roma un sicario con el propósito de sustraer el documento en que se reconocía el legado.

—La Donación de Constantino.

—Exacto.

Theresa miró el pergamino con la sensación de que lentamente se acercaba al final del enigma. Sin embargo, aún desconocía la relación que tendría con el comportamiento de Alcuino. Éste prosiguió.

—Mediante sobornos, el sicario accedió al documento, que consiguió destruir instantes antes de ser sorprendido por el custodio papal. El ladrón fue ajusticiado, pero el documento yacía quemado en el suelo del Vaticano. Desde entonces Irene ha reclamado mediante embajadas la veracidad de la donación, sobre todo después de conocer la intención del papa León III de nombrar emperador al mismísimo Carlomagno.

Theresa no pudo ocultar su estupor. Todo el mundo sabía que el emperador era el monarca de Bizancio.

—Pues el Papa no piensa lo mismo —prosiguió Alcuino—. Roma desea fortalecer su relación con un emperador a la vez enérgico y comprensivo, un monarca que ya les ha demostrado su valor y generosidad. Irene ve en esta decisión una maniobra que aparta a Bizancio del poder, y por tanto pretende impedirla. Eliminando el documento, la emperatriz ha destruido la prueba que legitimaba las posesiones del Papado, y sin prueba física que lo valide, nada evitará que ataque Roma para evitar el nombramiento de Carlomagno.

—Pero no entiendo. ¿Tan trascendental resulta la existencia del documento? No es más que un papel. —Comenzaba a hartarle tanta disquisición mientras su padre agonizaba en la fresquera.

—Quizá te lo parezca, pero tarde o temprano Irene morirá. Y cuando todos nosotros hayamos fallecido, nos perpetuarán otros con los mismos anhelos, las mismas ambiciones. No sólo está en juego el capricho de una mujer: lo que en realidad se dilucida es el futuro de la humanidad. Ganar esa batalla pasa por garantizar la titularidad jurídica de los Estados Pontificios, y esa garantía a su vez protegerá la coronación de Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano. Carlomagno guiará a Occidente por la senda de Nuestro Señor, impulsará la cultura, batallará contra la herejía, aplastará al pagano y al infiel, propagara la Verdad, unificará a los creyentes y someterá a los blasfemos. Ésa es la verdadera razón por la que se ha de terminar el documento. En caso contrario, asistiremos al devenir de infinitas batallas que se perpetuarán durante siglos hasta destruir la cristiandad.

Guardó silencio, ufano, como si su explicación convenciera hasta al más necio. Sin embargo, Theresa le miró con desinterés.

—Por eso es imprescindible concluir la copia antes del Concilio que el Papa convocará para mediados del mes de junio —añadió—. ¿Lo has comprendido?

—Lo que comprendo es que Roma anhela el poder que Bizancio le disputa, y que vos sólo deseáis ver coronado emperador a Carlomagno. Y ahora decidme: ¿por qué habría de creer al hombre que mantiene a mi padre en un agujero? ¿A un hombre que ha manipulado, mentido y asesinado? ¿Decidme por qué habría de ayudaros? —Tener que incluir unas conclusiones en el pergamino le otorgaba una posición de fuerza que creía perdida—. Aun así, os reiteraré mi ofrecimiento: liberad a mi padre y concluiré el documento.

Alcuino se levantó. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Aspiró el aroma a resina de un bosquecillo cercano.

—Bonito día —afirmó mientras se volvía—. Está claro que cuando te elegí, sabía lo que hacía. De acuerdo, muchacha: te haré partícipe de cuanto conozco, pero retén en la memoria tu juramento, porque si osas quebrantarlo, yo mismo haré que se cumpla hasta la última de tus pesadillas.

Theresa no se arredró. El punzón bajo el vestido parecía infundirle ánimos.

—Mi padre se muere —le apremió.

—Bien, bien… —Se alejó de la ventana y paseó su estirada figura por el perímetro de la estancia. Caminó erguido, despacio, meditando—. Lo primero que deberías saber es que conozco a Gorgias desde hace tiempo —dijo—, y te aseguro que lo aprecio y admiro. Nos conocimos en Pavía, cuando tú aún eras una niña. Él huía contigo de Constantinopla, y buscando ayuda acudió a la abadía donde yo descansaba camino de Roma. Tu padre era un hombre preparado, de amplio conocimiento, y por supuesto, ajeno a las podredumbres de la corte o del Vaticano. Dominaba el griego y el latín, había leído a los clásicos y se veía buen cristiano, de modo que, no sin cierto interés, le propuse que me acompañara a Aquis-Granum. Por aquel entonces yo necesitaba de un traductor de griego y Gorgias precisaba un trabajo, de modo que regresamos juntos y se instaló aquí, en Würzburg, a la espera de que terminaran las escuelas palatinas que en aquella época se estaban construyendo en Aquis-Granum. En fin, el caso es que aquí conoció a Rutgarda, tu madrastra, con la que al poco se casó, imagino que pensando en tu futuro. Yo habría preferido que se estableciera en la corte, pero Rutgarda tenía aquí a su familia, así que finalmente acordamos que trabajaría para Wilfred traduciendo los códices que yo le enviara.

Pese a asentir con interés, Theresa continuaba desconociendo la relación entre aquel relato y la serie de homicidios. Cuando se lo hizo saber, Alcuino le pidió paciencia.

—Está bien. Vayamos pues a los asesinatos… Por un lado tenemos la muerte de Genserico. También la del ama de cría, y la de su probable amante y asesino, el percamenarius.

—Y el joven centinela —añadió Theresa.

—¡Ah! Sí. Ese pobre muchacho. —Meneó la cabeza con gesto de desaprobación—. Eso sin contar a los jóvenes que aparecieron apuñalados. Pero ya hablaremos más adelante del centinela. Respecto a Genserico, y descartado el punzón como el causante de su deceso, me inclinaría a pensar en una ponzoña; algún veneno mortal sabiamente administrado. Zenón habló de temblores y un escozor en el brazo, algo que concuerda con lo que le sucedió al percamenarius, quien si no recuerdo mal, también sufrió de extraños pinchazos en la mano. Creo que incluso tracé un dibujo… —Sacó un pergamino en el que había dos diminutas marcas circulares en el centro de una mano—. Lo realicé tras su fallecimiento —puntualizó—. Fíjate. ¿No te recuerda a algo?

—No sé. ¿Una picadura?

—¿Con dos incisiones? No. Más bien sugeriría la mordedura de un ofidio.

—¿Una serpiente? ¿Insinuáis que no fueron asesinados?

—Yo no he afirmado tal extremo. Respecto a las punciones, lo consulté con Zenón y coincidió en que la separación y el aspecto de las perforaciones eran similares a las producidas por la dentellada de una víbora. Pero atendamos a la disposición de las marcas. —Las señaló con detenimiento—. Una serpiente difícilmente mordería en la palma, a menos que alguien fuese tan insensato como para intentar agarrarla. Quizá laceraría el dorso, o incluso cualquier dedo, pero en la palma, mira: dame tu mano —le pidió—. Ahora simula con ella las mandíbulas de una serpiente e intenta atrapar la mía.

El fraile le ofreció su extremidad y Theresa la atenazó con los dedos índice y corazón por su dorso, y el pulgar por la palma. Alcuino le ordenó que apretase y ella obedeció hasta hincarle las uñas. Cuando el fraile se quejó, la joven aflojó la presión. Entonces él mostró la palma con las marcas dejadas en su dorso: una próxima a la muñeca, y la otra cercana a los dedos. Luego las comparó con el dibujo: estas últimas aparecían alineadas atravesando horizontalmente la mano.

—Un animal habría mordido como hiciste tú. En el dorso o en la palma, pero en la dirección del brazo. En cambio, las heridas de Korne —colocó el dibujo a su lado— aparecen transversales, en la palma, y perpendiculares a las que has marcado.

—¿Y eso quiere decir…?

—Que el asesino es un hombre hábil, con el suficiente conocimiento como para matar sin prisas, dejando que transcurra un tiempo. Un recurso útil si pretendes evitar que te relacionen con el asesinado. Incluso es posible que sus víctimas no se alertaran de lo que les estaba sucediendo. Y ha de ser alguien con nociones de venenos.

—¿Zenón?

—¿Ese borracho? ¿Qué interés tendrían para él los asesinatos? No, querida Theresa. Ad penitendum properat, cito qui iudicat. Para encontrar a un criminal has de indagar en el motivo que lo llevó a actuar. ¿Qué relación había entre Genserico y el percamenarius?

—Los dos eran hombres. Vivían en Würzburg…

—Y los dos tenían pies y cabeza. Intenta ser más sagaz, ¡por el amor de Dios!

Theresa no estaba para adivinanzas, y así se lo hizo saber.

—De acuerdo —concedió él—. Ambos trabajaban para Wilfred. Ya sé que en Würzburg todo el mundo trabaja para Wilfred, pero Genserico era su coadjutor, su mano derecha, al tanto de cuanto concernía a su superior, y Korne, el percamenarius, era íntimo de Genserico. Quizás esta relación resulte demasiado simple como para inferir un ansia de asesinato, pero sigamos especulando… Si tal como convinimos, el motivo de la desaparición de las gemelas fue el chantaje, y damos por asegurado que su secuestrador fue el propio percamenarius

—¿Los pelos rizados que encontramos? —sugirió Theresa.

—Y este ojo de juguete que hallé en la celda que le cedieron tras el incendio. —Extrajo de una cajita un pequeño guijarro que le mostró ufano—. Pertenece a la muñeca con que jugaban las gemelas el mismo día del secuestro.

Theresa lo examinó con admiración. La pintura azul resaltaba torpemente sobre el blanco del guijarro.

—Colegiríamos, pues —siguió Alcuino, arrebatándoselo—, que el percamenarius deseaba algo que juzgaba imposible obtener de otro modo, pues en caso contrario, y antes de asumir el riesgo de un secuestro, sin duda lo habría intentado. Algo de tal valor que no le importó arriesgar su propia vida, e incluso acabar con la de su pobre amante.

—¿El documento de Constantino?

—Efectivamente: de nuevo el documento. Y si ambos, Genserico y Korne, murieron del mismo modo, recuerda que envenenados, sería lógico deducir que les mató la misma mano.

Theresa estrelló un tintero contra el suelo, haciendo que la tinta salpicara a Alcuino. Y no se arrepintió.

—¿Sabéis lo que creo? —le espetó al fraile—. Que en realidad vos sois el culpable. Vos conocíais la importancia del pergamino; sabíais cómo Genserico y Korne fueron asesinados; os revelé las líneas ocultas entre los versículos de la Vulgata y poco después matabais al centinela con tal de recuperarla. —Señaló el códice esmeralda—. Os vi hablar con Hóos Larsson.

—¿Con Hóos? ¿Cuándo? ¿En el túnel? Te aseguro que no era yo.

—Y luego también en el claustro.

—Creo que estás desvariando. —Le acercó la mano al hombro, pero Theresa la apartó con violencia.

—Dejad de tomarme por necia —le advirtió.

—Te repito que nunca me encontré con Hóos en el túnel, de modo que olvida ese dato. Es cierto que lo vi en el claustro, al igual que a Wilfred, a un par de domésticos y a otros dos prelados. Pero de ahí a conjeturar que yo estoy implicado… ¡Por Dios, muchacha! Cuando murió Genserico, nosotros aún navegábamos. Además, ¿por qué te habría contado cómo fueron asesinados?

—¿Y por qué no liberáis de una vez a mi padre? —gritó—. ¿O es que aún me ocultáis algo?

Alcuino la miró con tristeza, se atusó las canas y apretó los dientes. Luego le pidió que se sentara, en un tono que jamás había empleado. La joven no obedeció, aunque presintió que él iba a confesarle lo que estaba sucediendo.

—Está bien. Pero siéntate —insistió mientras se enjugaba el sudor con un paño. Se tomó un tiempo de silencio—. Creo estar en disposición de afirmar que Wilfred mató a Korne, al igual que a Genserico.

—No os creo. Wilfred es un impedido.

—Así es, y su propio mal es su mejor aliado. Nadie sospecharía de él… ni de ninguno de sus mecanismos.

—¿Qué queréis decir?

—Hará unos cuatro días, Wilfred me obsequió con el funcionamiento de uno de sus artilugios. Ocurrió al interesarme por la forma en que sujeta los perros a la silla. En ese instante accionó un resorte que liberó sus riendas como por ensalmo. Antes ya me había fijado en la bacinilla de sus excrementos, resuelta igualmente con un hábil mecanismo, de modo que me dirigí al herrero que, según me confesó, se los había incorporado. Al principio el hombre se negó a hablar, pero unas monedas bastaron para que me contara que había instalado en los agarraderos traseros de la silla un sorprendente artefacto. Concretamente, dos pequeños clavos curvados enrasados en el agarradero, que al ser accionados desde los brazos se elevan como dos dardos. El herrero juró que nunca había entendido su propósito, algo comprensible por lo insólito de su cometido.

—Y Wilfred utiliza ese mecanismo…

—Para inocular el veneno. Los clavos deben de estar bañados en alguna solución maligna. Tal vez ponzoña de serpiente. Imagino que así fue como mató a Genserico, e igualmente al percamenarius.

—Pero ¿por qué perpetraría Wilfred los crímenes? Él tenía acceso al documento. ¿Y los muchachos asesinados? ¿Por qué acusan a mi padre de haberlos acuchillado?

—Aún no tengo todas las respuestas, si bien espero hallarlas pronto. Y ahora que sabes la verdad, y dando por sentado que tu padre no es un asesino, te pido por favor que regreses al trabajo.

Theresa se fijó en el documento, a falta de tres párrafos para darlo por terminado. Luego clavó sus ojos en los de Alcuino.

—Lo concluiré cuando liberéis a mi padre.

El fraile miró hacia otro lado. Luego se revolvió.

—¡Tu padre, tu padre! ¡Hay cosas más importantes que tu padre! —gritó—. ¿No entiendes que quienes buscan el pergamino aún pueden conseguir sus propósitos? Para poder atraparlos necesito que crean que ya tengo un culpable. Tu pobre padre es inocente, sí, pero también lo fue Jesucristo, ¿y acaso no dio Él su vida para salvarnos a todos nosotros? Ahora responde a esto, muchacha: ¿piensas que Gorgias es mejor que Jesucristo? ¿Es eso lo que crees? ¿Acaso le has preguntado si no acepta su sacrificio? Seguro que si pudiera hablar, me estaría agradecido. Además, dejémonos de naderías. Los dos sabemos que va a morir sin remedio. ¿Cuánto le queda? ¿Dos? ¿Tres días? Qué más da que muera en una cama o en el calabozo.

Theresa se alzó como un resorte y le cruzó el rostro de una bofetada.

Alcuino aguantó inmóvil mientras el rubor le palpitaba en la mejilla. Luego reaccionó como si acabaran de despertarlo. Se levantó y se acercó a la ventana, llevándose la mano a la cara.

—Perdona, no debí decir eso —se disculpó—. Pero aun así, recapacita. Es duro de escuchar, lo admito, pero tu padre morirá de todas formas. Zenón me lo ha confirmado, y nada de lo que hagamos podrá alterar ese hecho. De nosotros depende el futuro de ese documento. Ya te he explicado su trascendencia, y por ello te exijo que aceptes mis planteamientos.

Theresa se aguantó las lágrimas.

—¿Sabéis? —rompió a llorar—. Me da igual lo que hagáis. Me da lo mismo que os roben el pergamino y que acabemos todos en el infierno, pero no consentiré que mi padre perezca en ese agujero.

—No lo entiendes, Theresa. Estoy a punto…

—Estáis a punto de matarlo; y tarde o temprano haríais lo mismo conmigo. Pero ¿de veras pensáis que soy estúpida? Ni mi padre ni yo os hemos importado nunca.

—Te equivocas.

—¿Sí? Entonces decidme: ¿de dónde habéis sacado su Vulgata? ¿O acaso ha llegado aquí volando?

Alcuino la miró con gesto contrariado.

—La encontró Flavio Diácono tirada en medio del claustro. —La cerró y se la ofreció—. Si no me crees, puedes ir y preguntárselo.

—¿Entonces por qué no liberáis a mi padre?

—¡Diablos! ¡Ya te lo he explicado! Necesito descubrir a cuantos persiguen el documento.

—Un documento falso como Judas —replicó ella sin concesión.

—¿Falso? ¿Qué quieres decir? —Su tono cambió.

—Que sé bien lo que habéis tramado. Vos, Wilfred y los Estados Pontificios… Todo un ejército de farsantes y de engaños. Lo sé todo, fray Alcuino. Ese documento que tanto alabáis; en el que habéis depositado esperanzas, ambiciones y anhelos… Mi padre descubrió su falsedad. Por eso pretendéis que muera, y con él, vuestro secreto.

—Desconoces de lo que hablas. —Titubeó.

—¿Estáis seguro? —Sacó las tablillas de su bolsa y las arrojó delante de él sobre la mesa—. Son las copias de los renglones interlineados. No os molestéis en buscarlos en la Vulgata porque los raspé con un escalpelo.

—¿Qué dicen? —le exigió él endureciendo el gesto.

—Lo sabéis tan bien como yo.

—¿Qué dicen? —repitió como si lo consumiera el fuego.

Theresa le acercó aún más las tablillas. Alcuino las contempló y luego la miró.

—Mi padre conocía la diplomacia bizantina. Sabía de epístolas, de discursos, de exordios y panegíricos. Tal vez por eso le contratasteis, pero también por ser un buen cristiano. Y como tal, descubrió que Constantino jamás redactó ese documento. Que ninguna de las donaciones es legítima y que esos territorios pertenecen a Bizancio.

—¡Guarda silencio! —bramó el fraile.

—O si no, decidme, Alcuino, ¿cómo es posible que el documento haga referencia a Bizancio como provincia, cuando en el siglo cuarto sólo era una ciudad? ¿Cómo menciona Judea si en esa fecha ya no existía ese lugar? Eso sin contar el empleo de términos como synclitus en lugar de senatus, banda en lugar de vexillum, censura en vez de diploma, constitutum en lugar de decretum, largitas en vez depossessio, cónsul en lugar áepatricus

—¡Calla, mujer! ¿Esos detalles qué demuestran?

—Y no es todo —continuó ella—: en la introductio y la conclusio se imitan con pobre acierto las escrituras del período imperial, pero también las formule de otros tiempos. ¿O cómo explicaríais en un documento del siglo cuarto que el pasaje de la conversión de Constantino esté basado en los Acta o Gesta Sylvestri, o las reminiscencias de los decretos del Sínodo Iconoclasta de Constantinopla contra la veneración de imágenes, que como sabéis se celebró varios siglos después?

—Que el documento ostente errores no prueba que la donación sea incierta —repuso él, golpeando la mesa—. La diferencia entre lo verdadero y lo genuino es tan liviana como la existente entre lo falso y lo espurio. ¿Cómo pretendes tú, descendiente de la pecadora Eva, juzgar la pia fraus realizada cum pietate? ¿Cómo osas condenar lo cumplido bajo instinctu Spiritus Sancti?

—¿De veras creéis que eso dirán en Bizancio?

—Estás jugando con fuego… —le advirtió—. Yo nunca te habría causado daño, pero hay muchos que no piensan de igual manera. Recuerda a Korne.

El tañido de las campanas llamando a rebato les interrumpió.

—Liberad a mi padre y acabaré el documento. Inventad lo que queráis: otro milagro, o lo que se os ocurra. Al fin y al cabo, ideando mentiras sois todo un experto.

A continuación recogió las tablillas y le dijo que enviara su respuesta al barco de Izam. Y se marchó sin permitir que Alcuino la contradijera.

De camino al embarcadero, se vio rodeada por una multitud de lugareños que al grito de «provisiones» corrían saltando y bailando. Sorprendida, siguió a una familia cercana hasta advertir que el revuelo obedecía a la presencia de cuatro barcos que en aquel momento atracaban en el amarradero. Uno de ellos, de color rojo y pertrechado con escudos, destacaba por su tamaño, que convertía en chalupas al resto de las embarcaciones. Buscó a Izam entre los recién llegados, descubriéndolo finalmente a bordo del último barco. Intentó subir al navío, pero no se lo permitieron. Sin embargo, en cuanto Izam la divisó, descendió para saludarla.

Mientras se acercaba, Theresa advirtió que cojeaba de una pierna.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó alarmada. Y sin pensarlo se echó en sus brazos. Él le acarició el cabello mientras la tranquilizaba.

Se apartaron del gentío hasta una roca solitaria. Izam le explicó que había salido al encuentro del missus dominicus porque un explorador le había avisado de su llegada.

—Por desgracia, parece que también avisaron al dueño de esta flecha —bromeó señalándose la pierna.

Theresa la miró. Habían cortado el extremo del dardo, de forma que sobresalía un palmo de vara. Le preguntó si era grave, aunque no se lo pareció.

—Si una flecha no te mata al principio, casi nunca ocurre nada. Curioso, pero todo lo contrario que con una espada. ¿Y tú? ¿De dónde vienes? Ordené a Gratz que permanecieras en el barco.

Theresa le relató el episodio de Alcuino. Cuando terminó, Izam le mostró su desazón haciéndolo coincidir con el instante en que se extraía la flecha. Dejó a un lado las tenazas con la punta ensangrentada y taponó la herida con unas hierbas.

—Siempre las llevo encima. Son mejores que las vendas.

Las sujetó con los dedos mientras le preguntaba por qué le había desobedecido. Ella le dijo que temió que no regresara.

—Pues casi lo adivinas —sonrió mientras arrojaba el trozo de flecha al fondo de las aguas. Sin embargo, cuando Izam conoció los detalles de la conversación con Alcuino, dejó de sonreír para mostrarle su preocupación. Insistió en que el fraile inglés gozaba del favor de Carlomagno, y que llevarle la contraria era un suicidio.

Cuando el alboroto remitió, regresaron al primer barco para que le cauterizaran la herida. Él cojeaba un poco, así que ella le ayudó a subir rodeándole los hombros. Mientras preparaban el hierro al rojo, Izam le confesó que le había hablado al missus de ella.

—Bueno, no de ti. De tu padre y de cómo se encuentra. No se comprometió a nada, pero me dijo que hablaría con Alcuino para saber de qué se le culpaba.

Le explicó que los missi dominio eran una suerte de magistrados a los que Carlomagno enviaba por sus tierras para administrar justicia. Solían viajar por parejas, pero en esta ocasión se había desplazado uno solo. Se llamaba Drogo, y parecía un hombre cabal.

—Seguro que él accederá a nuestras demandas.