Capítulo 14

Antes de salir, Alcuino ordenó a Theresa que aguardase mientras le comentaba un asunto al obispo. Luego el fraile se dirigió a las dependencias del eparca, donde fue recibido por su secretario particular. Tras explicarle su propósito, el secretario, un viejo contrahecho al que parecía dolerle hasta el hábito, se incorporó y desapareció tras unos cortinajes rojos, de los cuales regresó al poco con andares parsimoniosos.

—Su paternidad os recibirá por la noche. Ahora se encuentra atareado con un emisario llegado de Aquis-Granum.

—Pero es preciso que le vea.

—Os repito que está ocupado. Además, no es buen momento. Al parecer, se ve obligado a retrasar la ejecución del Marrano, y eso le ha soliviantado.

—¿Un retraso? No entiendo.

—Carlomagno se acerca a Fulda con una legación romana, y sabiendo de su venida, resultaría desconsiderado privar al rey del espectáculo.

—Perfecto —asintió, sin ocultar su satisfacción—. A propósito, ayer estropeé mi estilo y necesitaría fabricarme otro. ¿Sabríais indicarme dónde conseguir plumas de ganso?

—¿Plumas de ganso? No sé. De esos asuntos se ocupa el chambelán, que ahora se encuentra en la plaza, ultimando los detalles de la ejecución. Pero si va a la Taberna del Gato, allí encontrará quien le diga. Hay varias granjas con patos y pollos por los alrededores.

«Patos y pollos». ¡Patos y pollos ya tenían en los corrales de las cocinas! ¿Es que nadie en el cabildo sabía que las plumas de ganso eran las únicas apropiadas para la escritura? Recordó entonces que aquélla no era la primera vez que oía hablar de la Taberna del Gato. De hecho, aquel lugar debía de ser bastante popular, pues hasta el mismo obispo no había dudado en referirle el delicioso hidromiel que se dispensaba en aquella fonda. Alcuino le dio las gracias y se encaminó hacia el lugar donde aguardaba Theresa.

Nada más dejar el palacio, una suave llovizna les salió al encuentro. El fraile se protegió la cabeza antes de bajar la escalinata, para seguidamente mezclarse con el gentío que desde primeras horas bullía en la plaza de la catedral. Theresa le siguió a corta distancia, admirando la pléyade de callejuelas en que se encajonaba un hervidero de gente cargada de fardos, tratantes de ganado vareando animales, comerciantes desesperados por hacerse un sitio entre la muchedumbre, y pilluelos huyendo de los vendedores a los que acababan de hurtar, sazonado todo por multitud de tenderetes en los que se ofrecían las más variopintas mercancías. Alcuino aprovechó para comprar una docena de nueces, de cuyas cáscaras, le explicó a Theresa, obtendría una excelente tinta tras quemarlas y mezclarlas con un cuartillo de aceite. Abrió una, se echó el fruto a la boca y a continuación se encaminó hacia la calle de la herrería, donde debería encontrar la famosa taberna.

Un agradable olor a pitanza acompañado de una animada algarabía terminaron por confirmarle que había encontrado la cantina. El lugar se ubicaba en un caserón de madera rojiza, con dos ventanucos enanos y una puerta protegida por una manta de colores vivos. Cuando se disponían a entrar, la manta se apartó y apareció una mujer con los pechos fuera dando traspiés y apestando a vino. Al ver a Alcuino se remetió los pezones en el jubón y esbozó una sonrisa estúpida. Luego se disculpó y corrió calle abajo diciendo majaderías. Alcuino se santiguó, le dijo a Theresa que se cubriera, y entró con decisión en la taberna.

Una vez en el interior, Theresa se sonrojó al encontrarse un espectáculo similar al de una sala del Averno. Allí, hombres y mujeres en obscena mezcolanza se daban por igual a la gula y la lujuria entre guisos y bebida, y el soniquete de una dulzaina. Al fondo, el ciego que la tocaba mostraba sin pudor sus encías desnudas, parapetado tras un par de toneles que hacían las veces de mostrador. El fraile bajó la vista y encaminó sus pasos hacia un hombre de barba poblada y brazos grasientos que parecía el tabernero. Theresa le siguió, aunque manteniéndose a distancia.

—Dígame, fraile, ¿qué le sirvo? —preguntó el tabernero mientras despachaba a otros clientes una tanda de cervezas.

—Vengo del cabildo. Me envía el secretario del obispo.

—Lo siento, pero el hidromiel se nos ha terminado. Si lo desea vuelva a última hora, que tendremos suministro.

Alcuino supuso que los clérigos acudían a aquel lugar para aprovisionarse de bebida. Cuando le explicó que no necesitaba hidromiel, sino gansos, el hombre soltó una carcajada.

—En las granjas del río encontraréis los que necesitéis. ¿Van a preparar un festín en el cabildo?

En ese momento un vocerío se adueñó de la taberna. Alcuino y el tabernero se giraron sorprendidos, para comprobar cómo la gente se arremolinaba alrededor de una mesa mientras los denarios comenzaban a correr de mano en mano.

—¡Pelea a primera sangre! —gritó el tabernero mientras corría hacia el gentío.

Alcuino se dirigió al lugar donde Theresa observaba absorta. Una pelea a primera sangre. Había oído hablar de ellas, incluso había visto a los mozos simular alguna, pero nunca había presenciado una. Por lo que sabía, se trataba de un combate de habilidad que concluía cuando uno de los luchadores hería al otro con un objeto punzante. Alcuino le sugirió que tomase nota de cuanto viera.

Para entonces los parroquianos ya hacían sitio a los contendientes: el primero, una bola de sebo con troncos por antebrazos, y su oponente, un pelirrojo que parecía haberse bebido todo el vino de la taberna. Ambos giraban uno en torno al otro como lobos acechando su presa. La clientela comenzó a rugir y vitorear con la misma saña con que los contrincantes lanzaban las primeras cuchilladas.

Pese a su corpulencia, el grueso esgrimía el scramasax con brío, obligando al pelirrojo a retroceder mientras se cambiaba el cuchillo de mano. Theresa garabateó algo sobre la tablilla creyendo que el reto acabaría pronto, pero ninguno de los hombres se decidía a la acometida definitiva. Finalmente el hombre grueso se abalanzó sobre el pelirrojo en una nube de cuchilladas, obligándole a recular hasta una esquina. Parecía que en cualquier momento lo atravesaría, pero el pelirrojo se mantenía tranquilo, como si en lugar de pelear por su vida jugase con una niña. Simplemente se limitaba a retroceder y fintar mientras las apuestas seguían engordando.

El hombre grueso comenzó a sudar y a moverse más despacio. Debió de pensar que si acorralaba a su oponente, cobraría ventaja, así que empujó una mesa tratando de cortarle el paso, pero el pelirrojo saltó esquivando el impacto. En ese instante, el gordo logró aferrar al pelirrojo por la muñeca con que empuñaba el cuchillo, pero éste se defendió sujetando al gordo por el brazo contrario. El pelirrojo resistió unos segundos, con las venas de los brazos hinchándosele como lombrices. La gente no cesaba de vitorear y jalear, pero de repente la mano del gordo crujió y los parroquianos callaron como si hubiera aparecido el diablo. Entonces, el pelirrojo gritó algo incomprensible, hizo una finta y el cuchillo relampagueó entre sus manos. En un pestañeo acometió al gordo y retrocedió como si no hubiera sucedido nada. Luego se irguió bajando la guardia.

El gordo se mantenía en pie, quieto, mirando al pelirrojo con sorpresa, como si quisiera decir algo y no le saliesen las palabras. De repente un chorro de sangre brotó de su vientre y el hombre se derrumbó como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. El pelirrojo lanzó un alarido de triunfo y escupió sobre el cuerpo caído, al tiempo que los parroquianos corrían a atender al herido. Algunos hombres se maldijeron por su mala suerte, mientras los más afortunados se aprestaron a dilapidar las ganancias con las rameras. Luego el pelirrojo se sentó a una mesa alejada de la muchedumbre, se peinó tranquilamente y rio con desdén mientras contemplaba cómo retiraban al gordo hacia la trastienda. Cogió una jarra y bebió hasta vaciarla. Después se sirvió un trozo de pan con salchichas e invitó a la clientela a una ronda de cerveza.

Alcuino le ordenó a Theresa que esperara. Seguidamente se acercó al ganador con otra jarra de vino que encontró suelta en una mesa.

—Un combate impresionante. ¿Me permite que le invite a un trago? —dijo Alcuino, sentándose sin esperar respuesta.

El pelirrojo lo miró de arriba abajo antes de enganchar la jarra y apurar hasta la última gota.

—Ahórrese los sermones, fraile. Si lo que busca es limosna, salga ahí al centro, empuñe un cuchillo y que Dios le proteja. —El hombre volvió la vista hacia la mesa y comenzó a contar las monedas que un conocido acababa de traerle como parte de las apuestas.

—La verdad, pensé que el gordo le liquidaría, pero su manejo del scramasax ha resultado proverbial —contemporizó Alcuino.

—Oiga, ya le he dicho que no doy limosnas, así que lárguese antes de que me canse.

Alcuino comprendió que debía ser más directo.

—En realidad no deseaba hablar de la pelea. Más bien me interesa otro asunto: me refiero al molino…

—¿Al molino? ¿Qué sucede con el molino?

—Trabaja allí, ¿no es así?

—¿Y qué si lo hago? No es algo nuevo.

—Verá, el cabildo desea adquirir una partida de grano. Un buen negocio para quien sepa llevarlo. ¿Con quién debería hablar para discutir este asunto?

—¿Viene del cabildo y no sabe a quién dirigirse? No me agradan los mentirosos —dijo echando mano a la empuñadura de su cuchillo.

—Tranquilo —se apresuró a decir el religioso—. No conozco a los responsables porque soy recién llegado. El trigo iría al cabildo, pero se trata de un asunto privado. En realidad pretendo cubrir unas partidas antes de que los missi dominici, inspeccionen los graneros. Nadie está al tanto, y así quiero que siga siendo.

El pelirrojo soltó el mango del scramasax. Los missi dominici eran los jueces que periódicamente enviaba Carlomagno por sus territorios para resolver los pleitos judiciales de mayor rango. La última visita la habían hecho en otoño, así que era posible que el fraile estuviese en lo cierto.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso? Hable con el dueño, a ver qué le dice.

—¿El dueño del molino?

—Del molino, del arroyo, de esta taberna y de medio pueblo. Pregunte por Kohl. Lo encontrará en el puesto de grano que posee en el mercado.

—Eh, Rothaart, ¿ahora te vas a meter a fraile? —interrumpió el mismo hombre que antes le había traído las monedas. Alcuino supo que Rothaart era el nombre del pelirrojo, pues eso precisamente significaba en la lengua de los germanos.

—Tú, Gus, sigue bromeando. Un día de estos te machacaré el cráneo, pondré en su lugar una calabaza, y hasta tu mujer se alegrará por el cambio —contestó Rothaart a su amigo—. Y en cuanto a vos —dijo a Alcuino—, si no vais a traer más vino, ya podéis dejar el sitio a una de esas mujerzuelas que están esperando.

Alcuino le agradeció su atención, hizo una seña a Theresa y ambos salieron de la taberna. Se dirigieron hacia la plaza del mercado.

—¿Y ahora adónde vamos? —preguntó ella.

—A hablar con un tipo que es dueño de un molino.

—¿El molino de la abadía? —Theresa corría detrás de Alcuino, que cada vez andaba más rápido.

—No, no. En Fulda existen tres molinos: dos pertenecen al cabildo, aunque uno esté situado en la abadía. El tercero es propiedad de un tal Kohl, que según parece es el rico del condado.

—Pensé que queríais conseguir unas plumas.

—Eso fue antes de conocer al molinero.

—Pero ¿no le conocíais? Oí cómo os dirigíais a él afirmando que trabajaba en el oficio. ¿Y para qué queréis comprar grano?

Alcuino la miró como si le irritase la pregunta.

—¿Quién te ha dicho que quiero comprarlo? Y tampoco conocía al molinero. Lo cierto es que lo deduje por la harina que no sólo impregnaba su vestimenta, sino también lo más recóndito de sus uñas.

—¿Y qué tiene de particular ese molino?

—Si lo supiera, no iríamos a visitarlo —dijo sin aminorar el paso—. Lo único que puedo decir es que nunca había visto a un molinero que comiera pan de centeno. Por cierto, ¿qué apuntaste en tus tablillas?

Theresa se detuvo para buscar en la talega. Iba a leer, pero al comprobar que Alcuino no la esperaba, corrió detrás de él mientras repasaba lo anotado.

—El hombre grueso resultó herido en el vientre. El pelirrojo esperó a que se desequilibrara para atacarle. Las ganancias del vencedor ascendieron a unos noventa denarios. ¡Ah! Y esto no lo anoté, pero la herida del gordo no debió de ser grave porque salió de la taberna por su propio pie —dijo ufana, a la espera de un reconocimiento.

—¿Y en eso has malgastado tu tiempo? —Alcuino la miró un instante y continuó andando—. Muchacha, te pedí que apuntases cuanto vieses, pero no aquello tan evidente que hasta un necio pudiera contarlo. Debes aprender a fijarte en los pormenores, en los acontecimientos más sutiles, en los detalles que pasando casi desapercibidos, pareciendo insustanciales o vacíos, proporcionan la información más interesante.

—No os entiendo.

—¿Te fijaste en el detalle de la harina? ¿Acaso lo hiciste con sus zapatos? ¿Determinaste con qué mano lanzó la cuchillada?

—No —reconoció Theresa, sintiéndose estúpida.

—En primer lugar, el pelirrojo: cuando entramos a la taberna parecía borracho, pero en realidad elegía a su víctima, porque a la hora de apostar contó hasta el último denario.

—Ajá.

—Escogió a un hombre fuerte pero poco diestro. Antes lo había tanteado Gus, que resultó ser su compinche, con un torpe juego de manos. De hecho, Rothaart no empezó a pelear hasta que Gus le indicó que las apuestas ya se habían elevado.

—Vi algo raro en ese Gus, pero no le presté importancia.

—Respecto al dinero que anotaste; veinte denarios… es mucho.

—Lo suficiente para comprar un cerdo —dijo Theresa recordando sus charlas con Helga.

—Pero no tanto si al final debes pagar una ronda de consumiciones y a las dos rameras que te están esperando. Sin embargo, sus zapatos eran de cuero fino, distintos para cada pie, lo que significa que fueron hechos por encargo. También lucía una cadena de oro, y un anillo engarzado en la mano. Demasiada riqueza para un molinero que se juega la vida apostando.

—Tal vez pelee todos los días.

—Si así fuera, y siempre ganase, la fama le precedería y no encontraría ni contendientes dispuestos a morir, ni apostantes que tiraran su dinero. Y si fuese el caso contrario, en alguna de esas apuestas ya lo habrían matado. No. La explicación a sus zapatos caros debe de ser otra. Quizá la misma por la que, en lugar de trigo, coma pan de centeno.

—Pero entonces…

—Entonces sabemos que trabaja como molinero. Que es zurdo, astuto, hábil con el cuchillo, y también adinerado.

—¿También os fijasteis con qué mano acometió al gordo?

—No me hizo falta mirarlo. Agarraba la jarra con la izquierda, contó sus ganancias con la izquierda y fue ésa la que empleó cuando intentó amenazarme.

—¿Y todo esto qué importancia tiene?

—Quizá ninguna. Pero tal vez esté relacionado con la enfermedad que asola la villa.

De camino al mercado, Alcuino le confió que las muertes de su ayudante y el boticario no parecían accidentales. Eran varias las personas fallecidas entre terribles dolores, y dado que ahora disponía de ayudante, se había propuesto averiguar lo que estaba sucediendo.

El encargado del puesto de grano, un hombre tuerto y demacrado, les informó que Hansser Kohl se había marchado hacía rato. Dijo que si se apresuraban lo encontrarían en el molino, pues debía almacenar allí un cargamento de cebada recién recibido. Les indicó cómo encontrar el lugar, un terreno escarpado al que se llegaba saliendo por la puerta sur de las murallas para seguir el curso del río un par de millas en dirección a las montañas.

Alcuino le agradeció la aclaración y reanudó la marcha. Atravesaron la ciudad, que abandonaron por la puerta meridional para, a continuación, tomar el margen del cauce, el cual remontaron a buen paso. De haber conservado el resuello, Theresa le habría preguntado cómo era posible que no se cansara, pero el fraile no le dio oportunidad. Cuando por fin alcanzaron las inmediaciones del molino, ella apenas podía con su alma.

Se detuvieron un instante para observar el paisaje, con la figura del molino destacando imponente sobre el risco que el torrente había excavado entre las rocas.

A Theresa le sorprendió el crujir continuo y pesado de la noria, semiahogado por el propio rumor del agua. Al acercarse, advirtió que las aspas no las impulsaba el río, sino la corriente de una acequia lateral, que mediante una rudimentaria esclusa regulaba el caudal de entrada.

Alcuino admiró la estructura del edificio, construido como casi todos los de aquel tipo en torno a tres alturas. En la planta baja se ubicaban las poleas y los engranajes encargados de trasladar el movimiento de la noria hasta el enorme eje vertical que atravesaba el molino. La planta principal, o de molido, acogía ensartadas sobre el eje las dos ruedas de piedra ranuradas, una fija y otra móvil, que al girar opuestamente molían el grano. Por último, en el tercer nivel se hallaba el almacén del cereal junto al embudo de carga. Por éste se vertía el grano, que a través de un conducto hueco discurría hasta el agujero horadado en la rueda superior, para acabar triturado entre las muelas.

Observó que lindante con el molino se levantaba una pequeña vivienda fortificada. También distinguió un establo y un almacén vallado en el que imaginó custodiarían el grano.

—Lo que me extraña es su situación, tan alejada del pueblo —dijo Alcuino señalando el edificio—. Tal vez por eso la casa sea de piedra: para proteger al molinero y su familia.

—¿Y qué venimos a hacer aquí? No quisiera decir ninguna inconveniencia.

—Lo cierto es que no quise explicártelo porque aún son conjeturas, pero sospecho que el origen de la enfermedad reside en el trigo. —Sacó unos granos de un bolsillo y se los cedió a Theresa—. Para confirmarlo, necesito examinar el cereal, así que simularé mi interés por una transacción para intentar que el dueño me ceda una muestra.

—¿Creéis que están envenenando el trigo?

—No exactamente. Pero tú, por si acaso, mantén la boca cerrada.

En ese instante, unos perros que merodeaban por los establos comenzaron a ladrar como si los hubieran apaleado. Simultáneamente, dos hombres pertrechados con arcos aparecieron por la puerta.

—¿Qué les trae por aquí? —preguntó el mejor vestido sin dejar de apuntarles.

Theresa presumió que sería Kohl, pero Alcuino no lo dudó.

—Buenos días —les saludó para que viesen que no portaban armas—. Venía a proponerle un negocio. ¿Podríamos pasar? Aquí hace un frío del demonio.

Los dos hombres bajaron los arcos.

En lugar de al molino, ingresaron en la vivienda porque, según dijo el peor vestido, en el molino no encendían fuego para evitar los incendios. Una vez en la casa, Kohl apremió al siervo para que sacase alguna vianda. El hombre llamó a su mujer y ésta corrió por las estancias como si la persiguiera el diablo. Primero trajo pan y queso y luego una jarra de vino con la que sirvió a los cuatro.

—Sin gota de agua —presumió Kohl después de paladearlo—. Bien. Hablad, ¿de qué negocio se trata?

—Por mi atuendo ya habréis adivinado que vengo de la abadía. —Se tomó un instante para brindar por los presentes—. Sin embargo, he de confesaros que no represento al abad, sino al monarca Carlomagno. Veréis: el rey visitará Fulda próximamente, en dos semanas o menos, y me gustaría atenderle con el mayor de los merecimientos. Por desgracia, nuestras reservas de grano han disminuido considerablemente, y el que nos queda ya está algo pasado. En el cabildo tampoco disponen de acopios, así que me dije que tal vez pudiera adquiriros a vos una partida. De digamos… ¿cuatrocientos modios?

Kohl se atragantó al escuchar la cifra, tosió y se sirvió de nuevo. Cuatrocientos modios era cantidad suficiente para alimentar un ejército. Sin duda era un trato excelente.

—Eso es mucho dinero. Supongo que conocéis la tarifa del grano: tres denarios el modio de centeno, dos denarios el modio de cebada y un denario el de avena. Si lo que queréis es harina…

—Obviamente, lo prefiero en grano.

Kohl asintió. Era lógico que si la abadía poseía dos molinos, quisiera ahorrarse el coste sobreañadido.

—¿Y para cuándo lo precisáis?

—Cuanto antes. Necesitamos tiempo para moler el trigo.

—¿Trigo? —Kohl se levantó sorprendido—. Que yo sepa aquí nadie ha hablado de ese cereal. Puedo suministraros centeno, cebada y avena; e incluso si queréis, espelta, pero el cultivo de trigo lo maneja la abadía. Y vos deberíais saberlo.

Efectivamente lo sabía. Pensó en una respuesta.

—También sé que en la abadía a veces se extravían partidas que luego acaban en el mercado —respondió—. Cuatrocientos modios son dieciséis mil denarios…

Kohl caminó de un lado a otro sin apartar la vista de Alcuino. Sabía que era un riesgo, pero precisamente aceptándolos era como se había enriquecido.

—Volved mañana y hablaremos. Esta tarde tengo trabajo y no podré resolver nada.

—¿Podríamos visitar el molino?

—Ahora se encuentran trabajando. Tal vez en otro momento.

—Perdonad que insista, pero me gustaría…

—Un molino es un molino. Os he dicho que están trabajando.

—Bien. Entonces, mañana nos veremos.

Cuando salieron de la vivienda, Theresa preguntó qué había averiguado, pero Alcuino sólo rumió sobre su mala fortuna. Al pasar junto a los establos le comentó que precisaba examinar el interior del molino, pero no había insistido para no despertar sospechas.

—¿Te has fijado en los caballos? —añadió—. Seis, sin contar a los que tiran del carro.

—¿Y eso qué significa?

—Pues que como mínimo, en el molino hay seis personas vigilando.

—¿Demasiadas?

—Demasiadas.

De repente se detuvo como si hubiera recordado algo. Luego retrocedió. Tras comprobar que nadie les observaba, saltó la valla y se introdujo en el establo. Rebuscó en las alforjas de los caballos, entre las maderas de un carro y en la paja del suelo. Estaba arrodillado cuando llamó a Theresa. La muchacha acudió corriendo y sacó una tablilla de cera, suponiendo que deseaba que escribiese algo, pero Alcuino negó con la cabeza.

—Busca en el suelo. Como los granos que te di.

Escudriñaron entre el estiércol hasta que oyeron ruidos procedentes del molino. Entonces se levantaron y huyeron a toda prisa.

Llegaron a la abadía con las manos y los pies congelados, pero en las cocinas encontraron una sopa caliente que les reconfortó. Comieron rápido porque Alcuino pretendía volver al trabajo, pero Theresa le sugirió visitar antes a Hóos. El fraile accedió, y tras recoger sus platos se encaminaron hacia el hospital.

En la enfermería les recibió el mismo fraile de anteriores ocasiones. Sin embargo, su usual cara risueña mostraba ahora un velo de preocupación.

—Me alegro de veros. ¿Os han dado el recado?

—No. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? —preguntó Alcuino.

—Pasad, por Dios, pasad. Dos nuevos enfermos y con los mismos síntomas.

—¿Gangrena en las piernas?

—Uno de ellos ya ha empezado con las convulsiones.

Ambos frailes se apresuraron hacia la estancia donde agonizaban los contagiados. Eran padre e hijo y trabajaban en el aserradero. Alcuino advirtió que el padre ya mostraba negras la nariz y las orejas. Probó a interrogarles, pero sólo consiguió que respondieran incoherencias. Al instante les prescribió unas purgas.

—Y que beban leche mezclada con carbón. Toda la que les quepa.

Dejaron al enfermero preparando los remedios mientras ellos se trasladaban a la estancia donde Hóos se recuperaba. Sin embargo, al llegar a su cama la encontraron vacía. Interrogaron a los presentes, pero ninguno supo dar cuenta de su paradero. Miraron en las letrinas, en el comedor anexo y en el pequeño claustro donde los heridos más dispuestos se iban recuperando, todo en vano. Después de buscar por todas partes hubieron de aceptar que había desaparecido.

—Pero no puede ser —se quejó Theresa.

—Le encontraremos —fue lo único que acertó a decir Alcuino.

Aconsejó a la joven que volviera a casa y permaneciera tranquila. Él debía regresar a la biblioteca, pero daría orden de que tan pronto apareciese, acudieran a avisarla. Acordaron verse a la mañana siguiente en la puerta del cabildo. Theresa le agradeció su preocupación, pero cuando se dio la vuelta no pudo evitar que le afloraran unas lágrimas.

Theresa pasó el resto de la tarde encerrada en el pajar, para que Helga no le preguntara. Sin embargo, poco antes del anochecer decidió dar un paseo por las callejuelas cercanas. Mientras deambulaba por las callejas se preguntó qué significaría aquella opresión en su pecho, aquel escalofrío que la sacudía cuando recordaba a Hóos. Cada mañana se moría por que llegase el momento de encontrarle, de hablar con él, de sentir sobre ella su mirada. Las lágrimas volvieron a sus ojos. ¿Por qué su vida era un castigo? ¿Qué mal había causado para que todo lo que amaba terminara desapareciendo?

Avanzó sin rumbo conjeturando sobre el paradero de Hóos, intentando imaginar qué le habría sucedido. Recordó que durante su última visita, el joven apenas si había logrado encadenar varios pasos por el claustro, y eso había ocurrido el día anterior. Aún seguía enfermo, así que resultaba imposible que hubiese huido.

Siguió caminando sin advertir que paulatinamente se alejaba de las calles más concurridas. Hacía frío y escondía la cabeza entre los bordes de su capa, intentando guarecer la nariz. Para cuando quiso darse cuenta, se encontró en un callejón estrecho y oscuro.

Olía a podrido. Un ladrido la asustó.

Miró alrededor y comprobó que la mayoría de las casas aparentaban estar abandonadas, como si sus dueños se hubieran arrepentido de vivir en un lugar tan tenebroso y hubieran huido sin siquiera cerrar las ventanas.

Se asustó y decidió retroceder.

Había emprendido el regreso cuando en el exterior del callejón se perfiló una figura encapuchada. Theresa esperó a que se fuera, pero la figura no se movió.

Intentó no alarmarse. Se dijo que no sería nadie y que no le sucedería nada.

Continuó avanzando. Sin embargo, a medida que se aproximaba, su corazón se aceleró. La figura permanecía callada, vigilante, inmóvil como una estatua. Theresa apretó el paso bajando la mirada, pero al llegar a su altura, el encapuchado se abalanzó sobre ella y trató de inmovilizarla. Quiso gritar pero una mano se lo impidió. Entonces gimió aterrada. En un intento desesperado, mordió la mano que la amordazaba, el hombre gritó y entonces su voz la paralizó.

—¡Diablo de mujer! Pero ¿qué pretendes? ¿Amputarme las manos? —dijo chupándose el mordisco.

Theresa no dio crédito. Su acento, su entonación…

—¿Hóos? ¿Eres tú?

Al mirarlo lo reconoció. Sin pretenderlo se echó en sus brazos, que la recibieron con ternura. Hóos se despojó de la capucha dejando a la vista su sonrisa franca. Él acarició su cabello mientras aspiraba su perfume. Luego le sugirió caminar hacia otro lado porque allí no estaban seguros.

—Pero ¿dónde estabas? —sollozó la muchacha—. Creí que no volvería a verte nunca.

Él le contó que la había seguido. Había huido de la abadía porque debía regresar inmediatamente a Würzburg. Si continuaba en el hospital, nunca lo conseguiría.

—Pero si apenas te mantienes en pie.

—Por eso necesito un caballo.

—Es una locura. Los bandidos te matarán. ¿Ya no recuerdas lo que te hicieron?

—Olvida eso. Tienes que ayudarme.

—Pero yo no sé…

—Escúchame —la interrumpió—. Es vital que alcance Würzburg en la próxima semana. Arriesgué mi vida por salvar la tuya, y ahora soy yo el que te necesita. Tienes que conseguirme una montura.

Theresa comprobó que su mirada rezumaba desesperación.

—De acuerdo, pero no entiendo de caballos. Tendré que preguntarle a la Negra.

—¿La Negra? ¿Quién es ésa?

—¿No lo recuerdas? La mujer que nos atendió cuando llegamos a Fulda. Ahora vivo con ella.

—No creo que sea buena idea. ¿No tienes dinero? Althar te dejó una bolsa con monedas.

—Pero ese mismo día se la entregué a la Negra como adelanto por el hospedaje y la manutención. Apenas si conservo un par de denarios.

—Maldita sea —apretó los dientes.

—Podría preguntarle a Alcuino. Tal vez él pueda ayudarnos.

Hóos se revolvió al oír el nombre del fraile.

—¿Acaso has perdido el juicio? ¿Por qué crees que escapé de la abadía? No te fíes de ese hombre, Theresa. No es lo que parece.

—¿Por qué lo dices? Se ha portado bien con nosotros.

—No puedo explicártelo, pero debes confiar en mí. Aléjate de ese fraile.

Theresa no supo qué decir. Creía a Hóos, pero Alcuino le parecía un buen hombre.

—¿Entonces qué haremos? ¡Tu daga! —recordó ella—. Podríamos intentar venderla. Seguro que te alcanza para comprar un caballo.

—Ojalá la conservara. Esos malditos frailes debieron de robármela —se quejó—. ¿No sabes de nadie que negocie con caballos? ¿Alguien que pudiera proporcionarte una montura?

Theresa negó con la cabeza. Y añadió que aún era pronto para cabalgar porque se le abriría la herida. Hóos se detuvo para respirar. Jadeaba como un viejo mientras se apretaba el pecho por la zona herida.

—¿Te encuentras bien?

—Eso no importa. ¡Maldición! Necesito una cabalgadura —gritó a la vez que tosía. Se sentó abatido sobre un tronco para leña.

Por un instante, Theresa pensó que se le abriría la herida.

—Ahora que recuerdo… —dijo—. Esta mañana estuve en un lugar donde guardaban caballos. —No supo bien por qué decía eso.

Hóos se levantó y la miró con ternura. Acogió su cara entre sus manos y luego, lentamente, acercó sus labios hasta besarla. Theresa creyó morir. El cuerpo le tembló con el calor de su boca, cerró los ojos y se abandonó a aquella miel que la inundaba. Sus labios se entreabrieron tímidos, permitiendo que la lengua de él la rozara. Luego se separó despacio, mirándolo a los ojos y con las mejillas ruborizadas. Pensó que sus pupilas resplandecían más bellas que nunca.

—¿Y qué será de mí cuando te vayas? —le dijo. Hóos la besó de nuevo y ella olvidó sus preocupaciones como por ensalmo.

Se encaminaron hacia la taberna de Helga deteniéndose en cada esquina, besándose con el miedo de los ladronzuelos, como si fuera a regañarles el primero que les sorprendiera. Tras cada arrumaco reían y apretaban el paso. Al llegar a la taberna ingresaron por la parte de atrás para que Helga no les sorprendiera. Subieron al pajar donde Theresa dormía y volvieron a besarse. Hóos acarició sus senos, pero ella se apartó. Luego le trajo algo de comer, lo acomodó con una manta y le dijo que esperara. Si todo salía bien, en unas horas regresaría con una montura.

Sabía que era una locura, pero salió de la casa provista de una vela, un eslabón y yesca seca. También se aprovisionó con un poco de carne cruda y un cuchillo de cocina. Luego se dirigió hacia las murallas sin saber si las encontraría cerradas. Por fortuna, las obras de mantenimiento seguían en la puerta meridional, así que no necesitó identificarse cuando un guarda medio dormido la saludó a su paso.

Mientras caminaba hacia el molino, recordó los labios de Hóos. Sintió el calor de sus susurros y el aliento sobre sus mejillas, y el estómago se le encogió. Se apresuró guiándose por la claridad de la luna, con la esperanza de que los perros no la descubrieran. No estaba segura, pero confiaba en que la carne picada les mantuviese ocupados mientras ella iba a los establos. Cuando llegó a las inmediaciones del molino, comprobó que se vislumbraba lo suficiente como para prescindir de la yesca. Buscó a los perros, pero no los divisó. Sin embargo, por precaución, depositó la mitad de la carne en el camino principal y desperdigó el resto por el sendero de la cuadra.

En el establo contó sólo cuatro caballos que le parecieron dormidos. Los examinó con cuidado, intentando adivinar cuál sería el más adecuado, pero no se decidió por ninguno. De repente oyó unos ladridos y el corazón se le aceleró. Al instante corrió a un rincón, donde se agazapó cubriéndose con paja y esperó atemorizada. Pasados unos segundos, los ladridos cesaron. Entonces se dio cuenta del error que estaba a punto de cometer.

Se preguntó qué hacía allí y cómo podía haber considerado cometer un robo, y se respondió que, aunque desease ayudar a Hóos, aquélla no era la manera. No podía traicionarse a sí misma; no era la educación que su padre le había procurado.

Se sintió sucia e indecente. De hecho, ni siquiera entendía cómo había llegado hasta el molino. Cabía la posibilidad de que la capturaran y la condenaran por robo, un delito que en ocasiones se castigaba con la muerte. Sentía defraudar a Hóos, pero no podía seguir adelante. Lloró por lo necio de su comportamiento. Luego pidió perdón a Dios y le rogó que la ayudara.

Estaba asustada. Cualquier ruido, desde el resoplar de un caballo hasta el crujido de una madera le hacía imaginar que la descubrirían. Se arrastró despacio entre las patas de los caballos, reptando hacia la salida. Sin embargo, cuando se disponía a abandonar el establo, advirtió con horror que cuatro hombres se dirigían hacia las cuadras.

Supuso que los perros les habrían alertado.

Volvió sobre sus pasos y se enterró entre la paja. Uno de los hombres entró en el establo y comenzó a golpear los lomos de los animales, que relincharon despavoridos. Theresa vio los cascos de un caballo desfilar frente a su cara y a punto estuvo de gritar, pero logró contenerse. El hombre embridó un ejemplar, montó sobre él y emprendió el galope hacia la maleza. Luego observó cómo los otros tres descargaban un carro y transportaban su contenido hasta el molino. A Theresa le extrañó que se empleasen a una hora tan intempestiva sin siquiera la ayuda de teas, y se le ocurrió que tal vez aquellos sacos tuviesen alguna relación con el grano que Alcuino andaba buscando.

Sin pensar en las consecuencias, aprovechó la ausencia de los hombres para inspeccionar el cargamento. Aún les quedaba un par de fardos por descargar, así que extrajo el cuchillo y practicó un corte en la esquina del que tenía más cerca, hundió la mano lo justo para obtener un puñado de cereal, y volvió corriendo al establo.

Los hombres regresaron pronto. El primero en llegar descubrió el saco roto y culpó al segundo del destrozo. Éste lo acusó a su vez y comenzaron a discutir, hasta que el que parecía ser el jefe los separó a puñetazos. El primero se marchó, pero regresó poco después con una tea encendida que el jefe empuñó iluminando su cabello pelirrojo. Cargaron los sacos restantes y abandonaron el lugar sin preocuparse más del establo.

En cuanto se supo a solas, Theresa corrió sendero abajo imaginando el aliento del pelirrojo a su espalda. Lo recordó apuñalando al gordo de la taberna y pensó que en cualquier momento aparecería tras un árbol para segarle el cuello. Ni cuando alcanzó la muralla se consideró a salvo.

Llegó a casa de Helga con el corazón en la garganta. Entró al edificio por la parte trasera, comprobó que la Negra seguía en la taberna y, con sigilo, se dirigió al pajar donde permanecía Hóos medio dormido. Al verla el joven se alegró, pero torció el gesto tras conocer que no había conseguido el jamelgo.

—Lo intenté, te lo juro —se lamentó ella.

Hóos maldijo entre dientes, pero aun así le dijo que no se preocupara. A la mañana siguiente ya encontraría él la manera de escapar.

Theresa lo besó en los labios y él le correspondió.

—¡Aguarda un momento! —se interrumpió ella. Se incorporó con un respingo y bajó a la taberna.

Al cabo de un rato regresó tarareando una tonta cancioncilla. Se acercó a él con disimulo y volvió a besarle. Luego lució una hermosa sonrisa.

—Ya tienes caballo —anunció.

Le dijo que, pese a que él no lo aprobara, le había preguntado a Helga por el pago que en su día le satisfizo como adelanto por el hospedaje. Necesitaba el dinero, y si le reintegraba una parte, se lo devolvería con creces antes de febrero.

—Al principio se negó, pero le recordé que disponía de trabajo fijo, y le prometí que además de recobrar lo prestado, percibiría una quinta parte en concepto de intereses. No obstante, quiso saber para qué demonios quería el dinero.

Hóos la miró con ansiedad, pero ella lo tranquilizó. Le había contado que precisaba un potranco para acompañar al fraile en sus recorridos campestres, y Helga no sólo la había creído, sino que incluso le había recomendado un tratante que le dejaría uno barato. En total le había devuelto cincuenta denarios, la mitad de lo entregado a cuenta. Con ese dinero podría adquirir una montura vieja y comida suficiente para aguantar el camino.

—¿Y no te preguntó por qué no ibas andando?

—Le dije que me dolían los tobillos. Escucha, Hóos. Antes de que te vayas, me gustaría pedirte algo.

—Por supuesto. Si está en mi mano…

—Dentro de unos días… cuando llegues a Würzburg…

—¿Sí…?

—¿Sabes? Cuando me encontraste en la cabaña… te mentí. No estaba allí de paseo.

—Bueno. No te preocupes. Si no quisiste contármelo, no tienes por qué hacerlo ahora.

—Estaba asustada, pero ahora… ahora quiero decírtelo. En Würzburg hubo un incendio.

—¿Un incendio? ¿Dónde?

—Yo no tuve la culpa, te lo aseguro. Fue ese maldito Korne, que me empujó. Las ascuas prendieron, se quemó todo y… —Las lágrimas la interrumpieron. Hóos la abrazó—. Prométeme que buscarás a mi padre y le dirás que estoy bien. Promételo.

—Sí, claro. Te lo prometo.

—Que les quiero. A él y a Rutgarda. Promételo.

Hóos acarició su rostro y ella se calmó. De repente Theresa recordó el pergamino que había encontrado oculto en la talega de su padre. Por un momento pensó en encomendarle a Hóos que se lo entregara, pero al instante se contuvo. Quizá fuera un documento privado y por eso lo había escondido.

—Llévame contigo —le pidió.

Él le sonrió con dulzura.

—Encontraré a tu padre y le diré que no se aflija, pero no puedes acompañarme. Acuérdate de los bandidos. —Pero…

Él selló su boca con un beso.

Cuando sopló la última vela, Hóos le pidió que se acercara. Ella aceptó sin saber bien por qué. El joven la abrazó con gentileza para protegerla del frío, pero aunque pronto entraron en calor, ya no quisieron separarse.

Hóos fue el hombre atento que ella siempre anheló. Sus brazos la estrecharon mientras sus besos la cobijaban. Recorrió su cuerpo dibujando senderos inexplorados, acariciándola despacio mientras la envolvía con su aliento, y ella se dejó embriagar, apreciando cómo en su interior anidaba un apetito vergonzoso.

Nunca antes se había sentido así. No acertaba a interpretar aquel cúmulo de sensaciones, aquel combate entre el pudor y la ansiedad, entre el temor y el deseo.

—Aún no —le suplicó.

Hóos siguió besándola sin escucharla, recorriéndola con sus labios, acariciando su pubis, su vientre, sus pezones erectos. Ella codició la firmeza de sus brazos mientras él arrullaba la tersura de sus senos. Tembló cuando él separó sus piernas. Luego, al sentirle entrar, su cuerpo se arqueó por el dolor. Sin embargo, el deseo le hizo apretarse contra él como si quisiera poseerlo para siempre. Después se abandonó a sus movimientos y al fuego que la consumía.

Él se movió sobre ella sin dejar de besarla. La embistió despacio, entreteniéndose entre sus ingles, para luego ir más rápido, y finalmente con tal ansia que el delirio sacudió el vientre de ella haciéndole creer que el diablo la poseía. Cuando Hóos se vació, ella deseó que se quedara.

—Te quiero —le susurró él, y la apretó entre sus brazos.

Ella cerró los ojos y anheló que se lo repitiera mil veces.

Por la mañana, cuando Hóos se despidió, ella sólo oyó que la amaba.