Capítulo 15

Los domingos no acudía al scriptorium, de modo que Theresa aprovechó la mañana para ordenar el pajar y fregar los cacharros acumulados en la cocina. Aun así, se dijo que después de almorzar iría a la abadía para simular interés por el paradero de Hóos y de ese modo evitar sospechas. Mientras limpiaba la taberna recordó cada beso de la noche anterior. El aroma de Hóos la impregnaba como si la hubieran frotado con un paño empapado en esencia.

Hóos Larsson…

Antes de partir, él le había prometido que a su regreso viajarían juntos a Aquis-Granum para instalarse en sus tierras.

Imaginó cómo sería su vida en la hacienda de Hóos, atendiendo la casa durante el día, y apretándose contra su cuerpo cada noche. Por un instante olvidó los problemas de Helga y Alcuino para embelesarse con su imagen. No pensó en otra cosa durante toda la mañana.

Para cuando Helga se levantó, Theresa ya había limpiado cuatro veces la misma estancia. La mujer se quejó de un ardor en el vientre que decidió atemperar con un trago de vino y varias arcadas. Su cuerpo aún olía a hombre, pero ella no pareció darle importancia. Una vez en la cocina, le sorprendió encontrarse a Theresa porque ni siquiera recordaba que fuera domingo, así que fue dando tumbos hasta una jofaina en la que se mojó los ojos lo justo para desprenderse las legañas.

—¿Hoy no vas con los frailes? —dijo mientras se servía otro trago.

—Los domingos los reservan para rezar.

—Será porque no tienen más que hacer —se lamentó Helga con envidia—. A ver qué demonios preparo yo para comer hoy.

Comenzó a hurgar entre los cacharros hasta dejarlos tan revueltos como antes de que Theresa los ordenara. Luego agarró una perola en la que fue introduciendo todas las verduras que encontró, añadió un pedazo de tocino salado y cubrió todo con agua limpia de una tinaja. Cuando la puso al fuego, aprovechó para agregarle la lengua de una vaca.

—Bien fresca. Me la trajo ayer un cliente —presumió.

—Si me sigues cebando así, al final tendré que robarte la ropa —le advirtió Theresa con una sonrisa.

—¡Pero hija! Si, con lo que comes, lo extraño es que se te noten las tetas.

La mujer removió el puchero mientras Theresa se ocupaba nuevamente de la cocina.

—Además, recuerda que en mi estado he de cuidarme —agregó la Negra acariciándose su incipiente barriga.

Theresa sonrió. No obstante, se preguntó si continuaría ejerciendo de meretriz cuando la tripa se le pusiera como una sandía.

—¿Cómo se preña una mujer? —preguntó de repente.

—¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa?

—No. En fin. Lo que quería decir es… ya sabes… bueno… si al hacerlo la primera vez…

Helga la miró sorprendida, y de repente echó a reír.

—Depende de lo bien que te hayan jodido, so granuja. —Y le plantó un sonoro beso en la cara.

Theresa intentó disimular su rubor frotando con fuerza la herrumbre de la cocina. Mientras lo hacía, rogó a Dios que aquello no sucediera. Afortunadamente Helga le dijo que era una broma, y que los embarazos dependían de otros factores además de la puntería. Como eso tampoco la tranquilizó, siguió frotando hasta que el ejercicio ocultó los coloretes de sus mejillas.

Hablaron largo rato sobre Hóos. Cuando Helga le preguntó si de verdad le quería, Theresa la reprendió por el hecho de que lo dudara. Sin embargo, la mujer continuó sin inmutarse, interrogándola sobre la familia del muchacho, la riqueza de que disponía y su habilidad como amante. Llegado a ese punto Theresa dejó de contestar, aunque la delató una sonrisa.

—Seguro que estás embarazada —bromeó Helga, y volvió a reír antes de que Theresa le arrojara una lechuga a la cabeza.

Mientras se dirigía hacia el monasterio, Theresa recapacitó sobre la preñez de la Negra. Por un momento se imaginó a sí misma rolliza como un tonel, portando en su vientre a una indefensa criatura y sin recursos con los que afrontar el parto. Pasó las manos sobre su barriga lisa y un escalofrió la sacudió. En ese instante se prometió que, por mucho que lo deseara, no volvería a yacer con Hóos hasta después de casada.

Cuando llegó a la abadía, el cillerero le franqueó el paso, escarmentado tras el episodio de las chuletas. Theresa vestía la toga que Alcuino le había proporcionado, de modo que con la capucha echada, su aspecto no difería del de cualquier novicio que merodeara por el exterior de los edificios. El encargado de la enfermería se sorprendió al reconocerla, pero tras cerciorarse de que disponía del permiso de Alcuino, accedió a informarle sobre el paradero de Hóos.

—Te lo vuelvo a repetir: la única explicación es que se marchara por su propia voluntad.

—¿Y entonces por qué no me avisó? —fingió indignación.

—¡Y yo qué sé! ¿Crees que aquí nos quedamos con algún lisiado?

A Theresa le desagradó el comentario. Pensó que tal vez aquel fraile fuese el mismo que le había robado la daga a Hóos mientras éste yacía en cama. El enfermero advirtió el gesto de desconfianza de la muchacha, pero no se inmutó.

—Si no te gusta lo que oyes, vete a protestar a Alcuino —dijo señalando el camino del scriptorium, y sin dedicarle más tiempo se volvió para amasar una cataplasma.

Theresa dudó en visitar al monje. Aunque Hóos le hubiera advertido contra él, lo cierto era que hasta ese momento Alcuino había cumplido con todas sus promesas. Además, necesitaba devolverle a Helga el dinero prestado para la compra del caballo. Recordó entonces la muestra de grano que había recogido durante su incursión en el molino. Aún la llevaba en el bolsillo, así que decidió enseñársela y aprovechar la excusa para hablarle de dineros. Lo encontró a la puerta del scriptorium, justo cuando ya salía. El religioso no esperaba verla, pero aun así la saludó con amabilidad.

—Lamento decirte que tu amigo…

—Lo sé. Vengo de la enfermería.

—No entiendo qué puede haberle ocurrido. Si dispusiera de tiempo… pero he de solucionar varios asuntos de vital importancia.

—¿Y acaso Hóos no lo es? —replicó ella con hipocresía.

—Por supuesto que sí. Te prometo que esta noche dedicaré un rato a estudiar el caso.

Theresa asintió, simulándose satisfecha. Luego se hurgó los bolsillos y sacó el puñado de grano que había hurtado en el molino. Cuando Alcuino lo vio, los ojos se le abrieron casi tanto como la boca.

—¿De dónde lo has sacado? —dijo, acercándose a la semilla.

Ella le contó la historia obviando el episodio de los caballos. El fraile observó el grano un instante antes de recoger un palito del suelo que utilizó para remover el cereal. Luego le dijo que lo guardara otra vez en sus bolsillos y se lavara bien las manos. Seguidamente se encaminaron hacia la botica. Tras comprobar que se encontraba desierta, Alcuino encendió varias velas y clausuró puertas y ventanas para que nadie pudiera observarles. Seguidamente le pidió a Theresa que depositara hasta el último grano sobre un platillo metálico. Cuando finalizó, la obligó a sacudirse el interior del bolsillo sobre el mismo platillo, conminándola a que se lavara de nuevo.

—¿Has sentido molestias en el estómago? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza. Tenía molestias, pero de haber pasado la noche con Hóos.

El fraile dispuso todas las velas junto al platillo, que refulgió como el sol. Los granos dorados resplandecían bajo las llamas, al igual que su cara, tan cerca del cuenco como la de un animal que husmeara en su pitanza. Le pidió a Theresa que le acercara dos escudillas de cerámica blancas y unas pinzas de un anaquel cercano. Luego trasladó de uno en uno los granos desde el platillo metálico hasta una escudilla.

Continuó la tarea despacio, tomándose tiempo para examinar cada grano, oliéndolos y tocándolos en un extraño ritual. Avanzado el trasiego, con las tres cuartas partes del grano en uno de los recipientes blancos, Alcuino se levantó de un salto, enarbolando las pinzas de cuyo extremo pendía un grano negro. Se lo mostró ufano a Theresa y rio, pero ante la inexpresividad de la muchacha volvió a sentarse y depositó el grano sobre la escudilla que permanecía vacía.

—Acércate —le dijo—. Y presta atención a la forma y el color.

Ella observó con detenimiento la especie de cuernecillo que descansaba en el centro de la escudilla. Era un cuerpo negruzco, retorcido, de tamaño similar al recorte de una uña.

—¿Qué es? —Le pareció una simple semilla.

—«Cuando el cereal ondula con el viento, Körnmutter vaga por los campos esparciendo a sus hijos, los lobos del centeno».

Theresa lo miró sin entender nada.

Körnmutter: la Diosa Madre de los granos —explicó—. O al menos, eso creen los paganos del norte. Lo sospeché desde el primer momento, pero lo extraño es que suceda en el trigo.

—No comprendo…

—Míralo bien —dijo, volviendo a asir la brizna con la pinza—. No se trata de ninguna semilla. Es cornezuelo: un hongo alucinógeno. Esto que ves es el esclerocio, la estructura en que resiste tras abandonar su presa. —Extrajo un cuchillo de su cintura con el que sajó la cápsula, dejando a la vista un interior blanquecino—. El hongo anida en las espigas húmedas, a las que consume cual parásito, y lo mismo hace con quienes tienen la desgracia de comerlo. Los síntomas siempre son idénticos: mareos, visiones infernales, gangrena en las extremidades y finalmente una muerte terrible. Examiné el centeno mil y una veces sin hallar rastro de cornezuelo y, sin embargo, no se me ocurrió pensar en el trigo. No hasta después de la muerte de Romualdo, mi pobre acólito.

—¿Y por qué no se os ocurrió?

—Quizá porque no soy Dios, o tal vez porque el cornezuelo no suele crecer en el trigo —respondió con tono molesto—. Fíjate en su tamaño. Es mucho más pequeño que el del centeno. No fue hasta hace poco, tras recordar que la enfermedad sólo afectaba a los más acaudalados, cuando concluí que debería buscar en el trigo.

Theresa tomó el cuchillo y con la punta examinó los restos de la cápsula como si se tratara de un bicho muerto.

—Entonces, si ésta es la causa de los fallecimientos… —aventuró ella.

—Que sin duda lo es…

—Se evitarían las muertes advirtiendo a los molineros.

—Podría parecer así, aunque por desgracia no sería suficiente. Quien lo esté vendiendo ya sabe que el trigo provoca los fallecimientos, de modo que un simple aviso sólo serviría para advertir al criminal que le hemos descubierto.

—Pero al menos la gente dejaría de comer el pan de trigo.

—Se ve que desconoces lo que puede hacer un hambriento. La gente come basura, alimentos podridos, animales enfermos. Y no pienses que los ricos son los únicos afectados, porque hoy han fallecido dos pordioseros. Además, no sólo arruinaríamos a los comerciantes, a los molineros, a los panaderos y los cientos de familias que viven de ese cereal, sino que el criminal, al saberse buscado, molería el grano contaminado diseminando el veneno de forma irremediable. No. —Miró a Theresa con severidad—. Sólo cabe el descubrir al causante antes de que continúe matando. Y para ello, necesito que me jures el más absoluto secreto.

La muchacha sujetó entre sus manos el crucifijo que Alcuino le tendía, lo pegó a su pecho y juró ante él, sabiendo que, si quebrantaba su promesa, su alma quedaría irremisiblemente condenada.

Después de limpiar los recipientes salieron de la botica en dirección a la catedral, buscando refugio de soportal en soportal como si temiesen que alguien les siguiera. Alguna vez se detenían para coger resuello, momento en el que Theresa aprovechaba para interesarse por lo que Alcuino sabía sobre el cornezuelo. El monje le informó que durante su estancia en la escuela de York habían sufrido la plaga en más de una ocasión.

—Pero siempre en el centeno —insistió.

Le contó que, coincidiendo con su nombramiento como bibliotecario, varios monjes cayeron enfermos. Fue una época de hambruna, le explicó. Cuando el trigo se acabó, trajeron unas partidas de centeno de los campos de Edimburgo que daban un pan oscuro y amargo, no tan malo como el de la espelta, pero resistente a los fríos. Además, no se endurecía tan rápido, por lo que podía almacenarse incluso después de horneado. Pero luego la gente empezó a morir. Él se ocupaba de los fondos de la biblioteca, pero también contabilizaba los impuestos por portazgos, mercados y demás corveas. Gracias a esto advirtió la coincidencia de la llegada del centeno con los primeros indicios de la enfermedad y, sin embargo, sólo tras la muerte del cuarto novicio solicitaron su ayuda.

—Para entonces, la mitad del monasterio ya estaba contaminado —se lamentó—. Le llamábamos Ignis Sacer, o fuego sagrado, por el ardor que provocaba en las extremidades. Descubrí la presencia de esos cuernecillos entre los granos del centeno, y comprobé sus mortíferos efectos tras alimentar con ellos a algunos perros. Con los años, la plaga volvió a visitarnos, pero para entonces ya sabíamos cómo protegernos.

—¿Encontrasteis el remedio?

—Por desgracia, no como tal. Una vez que la ponzoña penetra en el organismo, se difunde como el agua en la arena. A partir de ese momento, el destino del enfermo depende de la voluntad de Dios y la cantidad de cornezuelo que haya ingerido. Sin embargo, aprendimos a examinar el grano antes de consumirlo.

Continuaron andando en dirección al cabildo porque Alcuino deseaba consultar el libro de aprovisionamiento de su molino. Anteriormente lo había hecho con el de la abadía, y pretendía hacer lo propio con el que pertenecía a Kohl.

—Lo que no entiendo es por qué hemos de mirar en el obispado, si donde hallé el cornezuelo fue en el molino de Kohl —apuntó Theresa, inmiscuyéndose en la investigación.

—La cápsula… La vaina del cornezuelo estaba seca. Muerta —respondió el fraile mientras ascendían por las escaleras de la catedral—. Pero aun así, conserva su poder asesino. Sin embargo, tal circunstancia nos indica que el grano fue recolectado hace más de un año, pues ése es el período que el cornezuelo aguanta vivo.

—Pero ese hecho no altera el que lo encontrase en el molino de Kohl.

—Es innegable que una partida acabó en ese lugar. Sin embargo, tal como afirma Kohl, en sus fincas no se planta trigo, cosa que obviamente comprobé tras consultar los diferentes polípticos.

—Entonces, ¿por qué cuando os ofrecisteis a comprarle trigo, no dudó en considerar vuestra oferta?

—Una observación interesante —sonrió—, y desde luego un punto para la reflexión, siempre y cuando no olvidemos que el propósito de esta pesquisa es evitar más fallecimientos. Y ahora aguarda hasta mi regreso. Vuelvo en cuanto dialogue con el obispo.

Theresa se sentó en la escalinata de la catedral, alejada de los harapientos que se disputaban los sitios más próximos al pórtico. Mientras esperaba, observó a un grupo de soldados que desmantelaban unos tenderetes en medio de la plaza.

—¿Qué hacen esos hombres? —le preguntó a un pordiosero que la contemplaba ensimismado. El mendigo tardó en abrir la boca.

—Preparan el tormento. Vinieron hace un rato y se pusieron a cavar en el centro. —Y señaló un agujero de medianas proporciones.

—¿El hoyo es para el patíbulo?

—¡No va a ser para un estanque! —rió mostrando un único diente—. ¿Una limosna, por caridad?

Theresa sacó un par de nueces de su bolsa, pero al verlas, el pordiosero escupió al suelo y se dio media vuelta. Ella se encogió de hombros, las guardó de nuevo y dirigió sus pasos hacia el lugar donde se encontraban los soldados. Junto a ellos, dos peones se afanaban en agrandar un socavón tan amplio que en él podría enterrarse a un caballo. Los trabajadores se mostraron dicharacheros, pero cuando les preguntó por el propósito del agujero, un soldado la conminó a que se marchara.

Alcuino encontró a Lotario camino del refectorio. Tras los saludos de rigor, el obispo se interesó por sus progresos caligráficos.

—No he avanzado lo que quisiera —se lamentó—, pero lo cierto es que la escritura ahora es lo que menos me preocupa.

—¿Y eso?

—Como ya sabéis, mi presencia en la abadía obedece al expreso deseo de Carlomagno. —Alcuino observó en Lotario un gesto de hastío—. Nuestro monarca ostenta un inusual equilibrio entre la devoción por lo divino y su rectitud en lo mundano, y quizá por ello me ha encargado que vigile la especial observancia de la regla de san Benito. He comprobado, muy a mi pesar, que en el monasterio los frailes salen y entran, frecuentan los mercados, hablan durante los oficios, duermen en lugar de acudir a nocturnas, e incluso comen carne de vez en cuando.

Lotario asintió. Conocía sobradamente las cualidades del monarca, pues gracias a él ocupaba el obispado, pero aun así permitió que Alcuino prosiguiera con su alocución.

—Y aunque seamos indulgentes ante pecados como la laxitud o la complacencia, al fin y al cabo limitaciones propias de la condición humana, no podemos aprobar, ni menos aún consentir, la depravación y la impureza de quienes deben velar y dar ejemplo ante sus gobernados.

—Perdonad, mi buen Alcuino, pero ¿adónde queréis llegar? Sabéis que el monasterio nada tiene que ver con el cabildo.

—En Fulda habita el diablo. —Se santiguó—. Pero no Satanás, ni Azazel, ni Asmodeo o Belial. Lucifer no necesita de príncipes para alcanzar sus infames propósitos. Y no creáis que hablo de rituales o sacrificios. Me refiero a malnacidos. Sujetos indignos de llamarse ministros de Dios, que se sirven de su posición para alcanzar sus ominosos propósitos.

—Sigo sin entender, pero por la capa de san Martín que empezáis a preocuparme.

—Disculpadme, paternidad. En ocasiones reflexiono, sin advertir que quien me escucha no puede escudriñar mis pensamientos. Intentaré ser preciso.

—Por caridad.

—Hará un par de meses llegaron a Carlomagno noticias de ciertas irregularidades habidas en el monasterio. Ya sabéis que cada abadía se comporta como un pequeño condado: dispone de tierras de las que el abad obtiene una renta mensual, generalmente en especies. Unos inquilinos le entregan cebada para elaborar cerveza, otros espelta, otros trigo, otros carneros, o patos, o cerdos, algunos lana para confeccionar los hábitos; otros más, herramientas o aperos; y la mayoría, su propio esfuerzo.

—Así es. Nuestro cabildo funciona de manera semejante.

—Como también conocéis, aquí, en Fulda, la mayor parte de los arrendados se dedica al cultivo del trigo. Pero al no disponer de molino propio, se ven obligados a moler la cosecha en la abadía. Se les devuelve en forma de harina, a cambio de una parte que se queda el monasterio en concepto de pago.

—Continuad.

—El caso es que, de un tiempo a esta parte, decenas de lugareños han enfermado o muerto sin que se conozcan las causas.

—Y creéis que la enfermedad está relacionada con la abadía.

—Es lo que pretendo averiguar. En un principio especulé con algún tipo de pestilencia, pero ahora comienzo a inclinarme por un origen diferente.

—Pues vos diréis en qué puedo ayudaros.

—Gracias, paternidad. Lo cierto es que necesitaría comprobar los polípticos de los últimos tres años.

—¿Los del cabildo?

—En realidad, los de los tres molinos. Los de la abadía ya los tengo en mi celda. Además, precisaría vuestra autorización para que mi auxiliar accediera al scriptorium.

—Los polípticos podéis pedírselos a mi secretario Ludovico, pero los de Kohl dudo que los consigáis. Ese hombre no refleja sus cuentas en libros. Lo lleva todo en su cabeza.

Alcuino torció el gesto porque suponía una contrariedad con la que no había contado.

—En cuanto a lo de mi ayudante… —Obvió decirle que se trataba de una mujer.

—¡Oh! ¡Sí! Por supuesto que puede acompañaros. Y ahora, si me perdonáis.

—Una última cosa —se detuvo un instante para pensárselo.

—Decidme. Llevo prisa.

—Esta enfermedad… ¿Recordáis si con anterioridad ya se dio una situación semejante? Quiero decir, hace años…

—Pues no, que yo recuerde. Tal vez en alguna ocasión alguien haya fallecido por gangrena, pero ya sabéis que eso, por desgracia, es algo común.

Alcuino reiteró las gracias algo decepcionado. Luego se dirigió a la salida, donde aguardaba Theresa con la mirada fija en el agujero excavado en el centro de la plaza. Alcuino le indicó que cenarían en el cabildo porque continuarían trabajando durante el resto de la noche. A Theresa le sorprendió la noticia, pero no la discutió. Pidió permiso para regresar a casa de Helga, con el fin de proveerse de ropa de abrigo, y acordaron reencontrarse en el mismo lugar tras las campanadas de nona.

Cuando Theresa llegó a la taberna de Helga, se dio de bruces con la puerta atrancada. Sorprendida, comprobó la entrada trasera así como los postigos de las ventanas que encontró también cerrados. El lugar se encontraba desierto, así que permaneció unos instantes frente a la vivienda mirando por las rendijas, hasta que de repente un chiquillo desdentado le tironeó de los bajos de su toga.

—Mi abuela te llama —le espetó.

Theresa miró en la dirección que el mozuelo le indicaba y tras una portezuela atisbó unas manos que le hacían señas para que se acercara. Cogió al mozalbete en brazos y corrió hacia la casa. La puerta se abrió dejando a la vista el rostro asustado de una anciana que gesticulaba para que se apresurara. Nada más entrar, la vieja aseguró la puerta con un madero.

—Está ahí —le indicó.

Pese a la oscuridad, Theresa advirtió tirada en el suelo la figura de la Negra. Tenía los ojos cerrados y la cara ensangrentada.

—Ahora duerme —explicó la anciana—. Fui a pedirle un poco de sal y la encontré así. Ha sido el cabrón de siempre. Acabará por matarla.

Theresa se acercó consternada a su amiga. Un tremendo tajo le recorría el rostro desde la sien hasta la barbilla. Después de acariciarle el cabello se dijo que aquello debía terminar. Le pidió a la anciana que la cuidase y le entregó un denario que la mujer aceptó. Cuando comprendió que no podría hacer más por ella, regresó a la taberna, forzó la ventana más endeble y entró a por sus pertenencias.

A la hora nona se presentó a la puerta del cabildo cargada como una mula. A cuestas portaba su ropa, algo de comida, las tablillas de cera y el jergón que le había regalado Althar antes de regresar a las montañas. Cuando le contó a Alcuino que no tenía adonde ir, éste intentó consolarla.

—Pero aquí no puedes quedarte —le aclaró.

Establecieron que dormiría en las cuadras del cabildo hasta que encontrara un lugar donde acomodarla. Luego Theresa le pidió que se ocupase de Helga «la Negra».

—Es una meretriz. A ella no puedo ayudarla.

Intentó convencerle de que era una buena mujer; que estaba herida y embarazada, y que necesitaba ayuda urgente, pero Alcuino se mantuvo firme. Entonces Theresa se reveló.

—Si vos no la auxiliáis, entonces lo haré yo —dijo, y cogió de nuevo sus cosas.

Alcuino apretó la mandíbula. No podía disponer de otro ayudante sin arriesgarse a que sus hallazgos se esparcieran por el cabildo. Renegó y sujetó por el brazo a Theresa.

—Hablaré con la encargada del servicio, pero no te prometo nada. Y ahora, anda, cúbrete con la capucha.

Tras dejar sus pertenencias en las cuadras, Theresa se dirigió al scriptorium episcopal, una estancia de inferior tamaño a la del monasterio y amueblada con pupitres acolchados. Allí Alcuino liberó cuatro volúmenes que permanecían encadenados por su lomo a los laterales de la biblioteca, los depositó sobre la mesa central y examinó los respectivos índices. Luego le entregó uno a Theresa, indicándole que vigilara cualquier asiento en que se detallasen transacciones de grano.

—En realidad no sé lo que busco: un detalle que revele si en algún momento la abadía, el cabildo, o Kohl, adquirieron alguna partida emponzoñada.

—¿Y eso se reflejaría aquí?

—Al menos aparecería la compra. Por lo que he averiguado, las cosechas habidas en Fulda nunca han ocasionado epidemias, de modo que la enfermedad hubo de originarse a partir de algún lote importado de otras haciendas.

Theresa observó que el políptico no sólo señalaba transacciones alimentarias, sino que igualmente se ocupaba del control de las rentas, las compraventas de terreno, los impuestos, los nombramientos de los cargos en el cabildo…

—Esta letra no hay quien la entienda —se quejó.

Cenaron sopa de cebolla mientras repasaban hoja a hoja los volúmenes. Theresa localizó varios asientos referentes a compras de cebada y espelta, pero ninguno de trigo.

—No lo entiendo —repuso Alcuino—. Deberíamos encontrar algo.

—Aún faltan por comprobar los polípticos de Kohl.

—Eso es lo malo. Sus transacciones no figuran en ningún políptico.

—¿Entonces?

—Tiene que haber algo. Ha de haberlo —repitió, abriendo otra vez los códices.

Volvieron a repasarlos con el mismo resultado. Finalmente, Alcuino se dio por vencido.

—¿Puedo quedarme un poco más? —solicitó ella. En la cuadra sólo le esperaba el olor a estiércol.

Alcuino la miró extrañado.

—¿Seguro que deseas proseguir? —Ella se lo confirmó—. En tal caso dormiré aquí al lado —dijo señalando un banco.

El hombre se amoldó a la rigidez del mueble, que crujió bajo su peso. Luego entornó los ojos lacrimosos y comenzó unos rezos que poco a poco se fueron transformando en ronquidos. A Theresa le complació contemplarle, pero enseguida se volvió hacia el primer volumen que empezó a leer con los cinco sentidos. Apuntó los nombramientos y ceses de los almaceneros, las reparaciones de los molinos y los beneficios que en cada estación reportaba la venta de trigo. Sin embargo, transcurrida la primera hora, comenzó a ver las letras como un desordenado reguero de insectos.

Dejó el volumen y se puso a pensar en Hóos. Seguramente él estaría durmiendo, o tal vez permaneciese en vela, como ella, acordándose de la noche anterior y deseando regresar a su lado para viajar juntos hasta Aquis-Granum. ¿Tendría frío? Ojalá estuviese a su lado para abrazarle. Después recordó a su padre y el corazón se le encogió. Cada día que pasaba, más lo echaba de menos.

Un crujido la alertó de sus divagaciones. Se giró y vio a Alcuino intentando acomodar su cuerpo espigado a la dureza del banco. El religioso siguió roncando.

Continuó la tarea, intercalando la lectura con algún intento vano de rebañar la sopa que había quedado en el plato. Avanzó con lentitud repitiendo cada una de sus anotaciones, hasta que de repente algo extraño le llamó la atención. No era el texto. Acercó la luz a uno de los pliegos y pasó la yema de los dedos por una superficie de un color diferente de las demás. De nuevo lo acarició, comprobando la distinta rugosidad de los pliegos restantes. Acercó otra vela para observarlo con detalle. Su aspecto era más claro, más limpio y suave.

Reconocía aquel tacto. Rápidamente buscó la hoja que complementaba el pliego. No estaba rasgada, lo cual significaba que no había sido añadida ni cortada. Los pliegos estaban cosidos en cuadernillos de hojas dobles que permanecían unidas por el plisado donde se pespunteaban. Encontró la segunda hoja del pliego. Era igual a las demás, rugosa y oscura. Igual de avejentada.

Sólo cabía una explicación, y ella la conocía porque la había practicado decenas de veces. Cuando un pergamino se emborronaba, podía recuperarse raspándolo hasta eliminar la piel manchada. Si se trabajaba no sólo la mancha, sino todo el pliego, volvía a lucir como nuevo, quedando en disposición de ser reutilizado. Sin embargo, su grosor disminuía y su color se alteraba. Los escribas lo denominaban palimpsesto.

Miró de nuevo el pliego suave. La letra también lucía distinta a la de las hojas contiguas. Sin duda había sido escrita con bastante posterioridad.

Se preguntó por qué razón habrían raspado toda una página.

Por un momento pensó en despertar a Alcuino, pero decidió esperar. Recordó entonces que en el taller de Korne, jugando a adivinar cuál había sido el texto borrado, empleaban ceniza húmeda para revelar las marcas dejadas por la pluma sobre la hoja posterior. A veces no lo conseguían porque las marcas del nuevo texto se entremezclaban con las anteriores. Sin embargo, todos los amanuenses sabían que antes de escribir sobre una hoja ya enmendada, debían colocar una tablilla para evitar que quedaran marcas en el pliego de abajo.

Extrajo un puñado de ceniza del hogar y se santiguó. Luego aplicó la ceniza en círculos sobre la hoja de abajo y la friccionó suavemente, hasta convertirla en un polvo gris que desapareció al primer soplo. Levantó el códice, lo puso al trasluz y ante sus ojos apareció un pequeño texto en blanco.

Anotó en su tablilla de cera:

En las calendas de febrero del año 796 de Nuestro Señor Jesucristo.

Bajo el auspicio de Beocio de Nantes, abad de Fulda, siendo garante Carlos el llamado Magno, rey de los francos y patricio de los romanos.

Hecha transacción y venta depreciada se refleja la misma de seiscientos modios de centeno, doscientos de cebada y cincuenta de espelta enviados al condado de Magdeburg.

Pagados en dinero a esta abadía con cuarenta sueldos de oro, por ley de Dios.

Que el Todopoderoso proteja a Magdeburg de la plaga.

El resto del párrafo hacía referencia a la apertura de un camino vecinal, que coincidía con lo reescrito sobre el pliego raspado.

Un sentimiento de alegría la sacudió desde el estómago hasta las orejas. De inmediato avisó a Alcuino y le puso al corriente del descubrimiento.

—Por Dios, despertarás al cabildo entero —dijo éste aún medio dormido.

Mientras ella le ampliaba los detalles, Alcuino examinó el códice con avidez. Después miró asombrado a Theresa.

—No es una compra, sino una venta. Además este precio… Cuarenta sueldos es demasiado barato.

—Pero hace referencia a una plaga, y si no fuera importante, no lo habrían ocultado —argumentó ella.

—También podría ocurrir que, aun siendo trascendente, no guarde relación con la epidemia. Sin embargo, déjame pensar: Magdeburg… Magdeburg… Hace dos años… ¡Por todos los santos! ¡Eso es!

Corrió a la biblioteca y sacó el archivo que recopilaba los últimos capitulares publicados por Carlomagno. Luego examinó las páginas como si supiera exactamente lo que buscaba.

—Aquí está: decreto de ayuda fechado en enero del mismo año. —Lo leyó entre dientes rápidamente—. Regula el envío y el precio de alimentos al condado de Magdeburg. No especifica los motivos, pero recuerdo que en esa fecha una plaga asoló la frontera de Ostfalia, a orillas del Elba.

—¿Y eso qué significa?

—Magdeburg fue sitiado por los sajones durante uno de los inviernos más duros que se recuerdan. Los insurrectos quemaron las reservas de grano, provocando una hambruna que continuó tras la llegada de las tropas de Carlomagno. Para paliarlo, el propio rey ordenó el envío de cereal desde los condados cercanos a un precio inferior al estipulado. Nunca se supo el origen de la epidemia.

—Pero ¿por qué alguien eliminaría ese dato del políptico y, sin embargo, dejaría el capitular intacto?

—Porque son cosas diferentes. Al fin y al cabo, el capitular sólo recoge un decreto de ayuda sin especificar el motivo que la originó. Sin embargo, la página del políptico establecía una relación entre la plaga y la abadía.

—Una relación limitada a la venta de cereal —observó ella.

—A algún cabo hemos de agarrarnos.

—Pues estiremos del cabo, y agarremos al diablo.