Capítulo 18
Theresa nunca habría imaginado que la presencia de un monarca ocasionara tanto revuelo. Aquella misma noche hubo de abandonar las caballerizas porque los clérigos las emplearon para alojar a la servidumbre. Ella se trasladó a la estancia que ocupaba Favila en los almacenes del palacio. Sin embargo, al poco de acostarse, los guisanderos reales invadieron las cocinas llenándolas de ánades, faisanes y patos enjaulados que graznaron como demonios durante el resto de la noche.
A la mañana siguiente, el cabildo despertó hecho un auténtico hervidero. Los clérigos corrían de un lado para otro cargados de plantas con las que adornar la catedral para los santos oficios, en las cocinas bullían las fuentes con asados, verduras y dulces primorosamente elaborados, las domésticas limpiaban hasta el último rincón y los acólitos de Lotario se afanaban en ubicar las pertenencias del obispo en una habitación contigua, ya que la suya sería ocupada por Carlomagno.
De nada le sirvió a Theresa alegar ante Favila que sólo recibiría órdenes de Alcuino. La cocinera hizo oídos sordos y de un empellón la envió con las demás sirvientas a ayudar al refectorio. Cuando Theresa entró en el comedor lo encontró engalanado con tapices religiosos en los que el púrpura y el azul prevalecían sobre el resto. La mesa central había sido sustituida por tres tableros largos instalados sobre caballetes en forma de U, alineados con las tres paredes opuestas a la entrada. Theresa depositó una hilera de manzanas verdes sobre los vistosos manteles de lino, adornados previamente con centros de ciclámenes, macasares y violetas, las flores de invierno que se cultivaban en el huerto. Varias filas de taburetes flanqueaban ambos lados de las mesas, a excepción de la zona central, despejada para albergar el trono y los sillones en los que se acomodarían el rey y sus favoritos.
Los cocineros habían preparado un festín para una legión de hambrientos, en el que no faltaban capones y patos aún emplumados, huevos de faisán revueltos, carne de buey braseada, paletillas de cordero, costillas y filetes de cerdo, riñonadas, asaduras, acompañamientos de coles, nabos y rábanos aliñados con ajo y pimiento, alcachofas guisadas, toda clase de longanizas y embutidos, ensalada de legumbres, asados de conejo, codornices escabechadas, tortas de hojaldre y una miríada de postres elaborados con miel y harina de centeno.
De regreso a la cocina, Theresa escuchó cómo el jefe de los cocineros preguntaba a Favila si disponía de garum y ésta negaba con la cabeza. Por lo visto, al monarca le encantaba el condimento, pero la expedición lo había olvidado en Aquis-Granum.
—¿Y por qué no lo elaboran de nuevo? —sugirió Theresa.
El jefe de los cocineros les comentó que la única persona que sabía hacerlo no había viajado con la expedición. Theresa recordó que durante su estancia en las cuevas, la mujer de Althar le había enseñado a elaborarlo y se ofreció para ello.
—Si me lo autoriza, claro.
Antes de que el hombre pudiera rechistar, Theresa corrió a la despensa y regresó cargada con los ingredientes necesarios. Dejó el aceite, la sal y las tripas secas de pescado sobre uno de los bancos, y sacó un frasco del que vertió un líquido en un cucharón que ofreció al cocinero.
—Lo preparé hace un par de días. —Miró a Favila avergonzada porque le había asegurado que lo había hecho Helga «la Negra». El hombre lo probó y la observó con asombro.
—¡Por todos los diablos! ¡El rey estará contento! A ver, vosotros —se dirigió a un par de domésticos—. Dejad esos aliños y ayudad a la muchacha a preparar más garum. Desde luego, como guises igual que aderezas, seguro que encuentras un marido acaudalado.
Theresa confió en que ese marido fuese Hóos Larsson. No sabía si dispondría de dinero, pero no conocía a otro tan apuesto.
Cuando el cocinero le comunicó a Favila que Carlomagno deseaba felicitar a la autora del condimento, la cocinera se echó a temblar como si fuera a ella a quien hubiera llamado. La mujer atusó el pelo a Theresa, le pellizcó las mejillas hasta encendérselas como a un recién nacido y le colocó un delantal limpio. Luego la despidió llamándola bribona. Sin embargo, Theresa la agarró de la mano para que la acompañara.
En las inmediaciones del refectorio se quedaron sorprendidas por el número de camareros, domésticos, siervos y mozos que deambulaban junto a la entrada. El cocinero que les abría paso apartó a unos mirones y les hizo hueco hasta el acceso al comedor. Luego les indicó que esperasen a que el lectorero recitara los salmos.
Mientras el clérigo leía, Theresa se fijó en la colosal estatura de Carlomagno. El monarca se hallaba de pie en el centro de la estancia, escoltado por una joven que a su lado parecía enana. Vestía una capa corta que sobre su enorme cuerpo se asemejaba a una servilleta, un sobretodo de lana y pantalones bombachos rematados por botas de cuero. Su cara, rapada al estilo de los francos, lucía un grueso bigote que contrastaba con su cabello recogido en una larga coleta. Detrás de él, Alcuino y Lotario aguardaban pacientes por delante de su séquito, en el que destacaba una cohorte de prelados elegantemente ataviados. Cuando el lectorero terminó, todos se sentaron y comenzaron a desayunar, instante que el cocinero aprovechó para rogarle a Theresa que le siguiera. Atravesaron la sala y le presentó al rey, a quien la muchacha reverenció con un ridículo encogimiento. Carlomagno la miró como si no entendiese lo que sucedía.
—La autora del garum —le informó.
Carlomagno abrió los ojos, sorprendido por su juventud. Luego la felicitó y siguió comiendo como si tal cosa.
Theresa se quedó callada hasta que el cocinero la agarró por un brazo y tiró de ella hacia la salida.
Se disponía a regresar a las cocinas cuando Favila le propuso aguardar y aprovechar para ayudar en el traslado de la loza sucia. Las dos mujeres se apartaron a un extremo de la sala y se dedicaron a observar a los comensales, que devoraban las viandas como si fueran las primeras que comieran en su vida. Mientras los invitados desayunaban, decenas de vasallos, terratenientes y artesanos desfilaron por el refectorio para reverenciar al monarca.
Entonces Theresa advirtió la entrada de un hombrecillo refinado a quien reconoció como el comprador del oso de Althar. Le seguía un siervo rubicundo que, como si de un plato de pitanza se tratara, portaba sobre una bandeja la cabeza de la bestia que ella misma había cazado durante su estancia en las oseras. El hombrecillo atravesó la sala y se inclinó ante el rey. Después de una presuntuosa explicación, se apartó para que su siervo depositara la cabeza del animal entre las fuentes de comida. Carlomagno se levantó para admirar la belleza de la testa. Comentó algo sobre los ojos del animal, a lo que el hombrecillo respondió con nuevas inclinaciones. El rey le agradeció el agasajo, que hizo situaran en un extremo de la mesa, y despidió al hombre, que se retiró de espaldas doblando una y otra vez el espinazo.
Comoquiera que la cabeza del oso quedara cerca de Theresa, ésta decidió examinarla para averiguar qué había llamado la atención de Carlomagno. Al aproximarse, comprobó que uno de los ojos había cedido en su alojamiento, restándole fiereza a su aspecto. Pensó que no le costaría mucho repararlo, de modo que se apropió de un cuchillo, y sin esperar a que la autorizaran comenzó a cortar la costura que enfilaba hacia la cuenca del ojo estropeado. Prácticamente la había abierto cuando alguien le aferró el brazo.
—¿Se puede saber qué demonios pretendes? —Era el hombrecillo acaudalado, gritando para que lo oyeran.
Theresa le aclaró que intentaba arreglar el ojo, pero el hombre le sacudió una bofetada que la hizo caer al suelo. Uno de los cocineros corrió hacia ella para sacarla a rastras, pero cuando se disponía a emprenderla a golpes con la muchacha, el rey se alzó y pidió que la levantaran.
—Acércate —le ordenó.
Theresa obedeció temblando.
—Yo sólo pretendía… —dijo, y calló avergonzada.
—Pretendía joder mi cabeza —intervino el hombrecillo.
—Querréis decir, mi cabeza —le corrigió Carlomagno—. ¿Es cierto eso? ¿Querías joderla? —preguntó a Theresa con voz calma.
Cuando la joven intentó responder, tan sólo le brotó un hilo de voz.
—Sólo intentaba colocar el ojo en su sitio.
—¿Y para eso le rajabas el rostro? —se extrañó el rey.
—No lo rajaba, mi señor. Liberaba la costura.
—¡Y además, embustera! —terció el hombrecillo. En ese instante, Alcuino susurró algo al rey, y éste asintió con la cabeza.
—Liberar la costura. —Carlomagno examinó la cabeza con detenimiento—. ¿Cómo podrías liberarla, si ni siquiera se aprecia?
—Sé dónde se esconden porque fui yo quien las cosió —aseguró ella.
Al oír su respuesta, todos menos Alcuino prorrumpieron en carcajadas.
—Veo que al final habré de darte la razón —dijo el rey al hombrecillo que la había tachado de embustera.
—Os aseguro que no miento. Primero cacé al oso y luego lo cosí —insistió Theresa.
Las risas desaparecieron para tornarse en estupor. Ni siquiera un cercano al rey se atrevería a proseguir con semejante burla. El propio Carlomagno mudó su semblante condescendiente.
—Y puedo demostrarlo —añadió.
El monarca enarcó una ceja. Hasta entonces la joven le había resultado simpática, pero su atrevimiento comenzaba a rayar la insensatez. Dudó entre mandar que la azotaran o simplemente despedirla, pero algo en su mirada le detuvo.
—En ese caso, veámoslo —dijo, y ordenó silencio. En la sala sólo se oyó el masticar de los alimentos.
Theresa miró a Carlomagno con determinación. Luego, ante los rostros atónitos de los presentes, narró los pormenores de la cacería en que había ayudado a Althar a abatir el animal. Cuando terminó la historia, en la sala no se oyó ni un regüeldo.
—¿De modo que lo mataste disparando una ballesta? Debo reconocer que tu fábula es realmente fantástica, pero lo único que demuestra es que mientes como una bellaca —sentenció Carlomagno.
Theresa comprendió que si no lo convencía pronto, la sacarían a empellones. Al instante cogió la cabeza del animal y la sostuvo entre los brazos.
—De ser falso lo que afirmo, ¿cómo podría saber lo que contiene?
—¿Dentro? —preguntó Carlomagno intrigado.
—En el interior de la cabeza. Está rellena con una piel de castor.
Sin esperar a que lo autorizara, rompió el cosido y extrajo una maraña de pelo que dejó caer sobre la mesa. A continuación extendió la pelota hasta convertirla en una piel de castor estropeada. Carlomagno la miró con seriedad.
—De ahí a que fueses tú quien lo matara…
Theresa se mordió el labio. Miró alrededor hasta descubrir el lugar donde los oficiales habían depositado sus armas. Sin mediar palabra, atravesó la sala y se apoderó de una ballesta que descansaba sobre un arcón. Un soldado desenvainó su espada, pero Carlomagno lo detuvo con un gesto. Theresa supo que sólo dispondría de esa oportunidad. Recordó cómo tras la caza de los osos, había practicado con Althar hasta adquirir cierta destreza en su manejo. Sin embargo, nunca había logrado cargarla sola. Apoyó el extremo contra el suelo y pisó el arco con decisión. Luego apalancó la cuerda y la tensó con todas sus fuerzas. Faltaba un suspiro para asegurarla cuando la cuerda le resbaló. La gente exclamó, pero ella no esperó a que reaccionaran. Volvió a engancharla y tiró sintiendo cómo las fibras se clavaban en sus falanges. Pensó en el incendio del taller; en Gorgias, su padre; en Althar; en Helga «la Negra» y en Hóos Larsson. Demasiados fallos en su vida. Apretó los dientes y estiró aún más. Entonces la cuerda se soltó en un estallido quedando prendida del seguro.
Al comprobarlo sonrió con satisfacción. Finalmente cargó una saeta y miró al rey esperando su aprobación. Cuando la obtuvo, elevó el arma, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. La saeta segó el aire de la habitación y fue a incrustarse en el suelo entre las mismísimas botas del hombrecillo acaudalado. Un murmullo de asombro recorrió el refectorio. Carlomagno se levantó y llamó a la muchacha.
—Impresionante. Veo que Alcuino acertó al aconsejarme que te creyera. —Miró a la mujer que se sentaba a su derecha—. Después del desayuno pasa por mis aposentos: será un placer presentarte a mi hija.
En ese instante, Lotario se levantó pidiendo silencio. Se colocó la mitra, y elevó su copa con gesto solemne.
—Creo que ha llegado el momento de un brindis —propuso. El resto de los comensales izaron sus bebidas—. Siempre es un honor contar con la presencia de nuestro amado monarca Carlomagno, a quien como todos sabéis, me unen lazos de sangre y amistad. Y también nos honra la legación romana encabezada por su eminencia Flavio Diácono, el santo prelado del Papa. Por tal motivo, creo oportuno anunciar que, como ejemplo de respeto y lealtad a la fortaleza humana —se inclinó ante Carlomagno—, y sometimiento incondicional a la justicia divina —hizo lo propio ante la curia romana—, esta tarde, por fin tendrá lugar la ejecución del Marrano.
A la conclusión del parlamento, los presentes brindaron sin entrechocar las copas, detalle que intrigó a Theresa. Favila le explicó que la costumbre del golpeo procedía de una antigua tradición germana que tenía su origen en la desconfianza mutua.
—Antaño, cuando un rey pretendía dominar nuevos territorios, casaba a su hijo con la princesa del reino codiciado, e invitaba al padre de la novia a una fiesta en la que le ofrecía un vaso de vino envenenado. Para evitarlo, el rey agasajado entrechocaba su copa con la del anfitrión, con la intención de que los vinos se mezclaran, de forma que si él hubiera de morir, no lo hiciera en solitario. Por eso, aquí en Fulda, como señal de confianza siempre evitan el golpeteo —añadió.
Theresa miró hacia donde permanecía Alcuino. Se sentía avergonzada, sabedora de que le había traicionado. En ese momento, el fraile se disculpó ante Lotario y a continuación se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura la saludó con naturalidad.
—Ignoraba tu pericia con los aliños. ¿Hay algo más de ti que deba saber y aún no me hayas contado?
Theresa se quedó helada al comprobar que Alcuino le leía él pensamiento. El fraile la conminó a conversar en privado.
—No parece que sea un buen día para acudir al scriptorium —contemporizó Theresa mientras avanzaban por el pasillo—. Lo digo por lo de la ejecución.
Alcuino concedió sin contestar. Theresa advirtió que el fraile dejaba atrás el scriptorium en dirección a la catedral, atravesaba el crucero y se dirigía a la sacristía. Una vez allí, extrajo una llave de una hornacina con la que abrió la reja que daba acceso a una estancia presidida por un enorme crucifijo. Dentro hedía a humedad. Alcuino tomó asiento sobre el único banco e invitó a la joven a hacer lo mismo. Luego esperó a que Theresa se calmara.
—¿Cuándo te confesaste por última vez? —preguntó el fraile con voz queda—. ¿Hace un mes? ¿Más de dos meses? Demasiado tiempo, si casualmente te sucediera algo.
Theresa se asustó. Miró hacia la puerta, pero imaginó que si intentaba huir, Alcuino se lo impediría.
—Naturalmente, supongo que habrás mantenido tu promesa —continuó el fraile—. Me refiero a los secretos que te he estado confiando. ¿Conoces lo que les ocurre a quienes quebrantan sus juramentos?
Theresa negó con la cabeza y rompió a llorar. El fraile le ofreció un pañuelo, pero ella lo rechazó.
—Tal vez desees confesarte…
Theresa aceptó entonces el paño, que frotó contra sus parpados hasta dejarlos encarnados. Cuando halló el ánimo suficiente comenzó a hablar. La joven omitió los incidentes del incendio en Würzburg. Sin embargo, le habló del pecaminoso ayuntamiento mantenido con Hóos. El fraile lo reprobó, pero cuando ella le confesó que había acudido al obispo, Alcuino llegó a enfurecerse.
—Os ruego me perdonéis. Eran tantos los enfermos, tantos los muertos… —lloró de nuevo—. Y luego lo de Helga «la Negra». Sé que era una prostituta, pero ella me quería. Cuando enfermó y desapareció… Yo no deseaba engañaros, pero no podía seguir impasible.
—Y por eso acudiste a Lotario con lo que yo había averiguado.
La joven lagrimeó. A Alcuino no pareció afectarle.
—Theresa, atiéndeme. Es preciso que me contestes con la mayor exactitud. ¿Le dijiste a Lotario de quiénes sospechaba?
—Sí. De Beocio, el abad, del prior Ludovico, y de Kohl, el molinero.
Alcuino apretó los dientes.
—¿Y la causa del envenenamiento? ¿Le hablaste del cornezuelo?
Theresa negó con la cabeza. Le explicó que le había informado sobre la existencia de un veneno, pero en aquel momento no había logrado recordar el nombre del hongo.
—¿Estás segura?
Lo afirmó con rotundidad.
—De acuerdo. Ahora cierra los ojos mientras te absuelvo.
Cuando Theresa los abrió, tan sólo tuvo tiempo de ver cómo Alcuino salía por la puerta y la encerraba en la sacristía.
Pronto se convenció de que nadie la liberaría. Intentó manipular la cerradura empleando su eslabón de acero, pero sólo consiguió despuntar el útil y lastimarse los dedos. Tras guardarse la herramienta, volvió al banco y miró alrededor. La sacristía ocupaba un pequeño ábside lateral que comunicaba con el deambulatorio del transepto a través de un pasillo clausurado por una segunda puerta. Observó que disponía de una ventana circular tabicada en alabastro, que por su peculiar aspecto debía de dar al exterior, ya que había advertido una forma similar desde la plaza. En su parte inferior, el alabastro parecía roto por el impacto de una piedra, así que aproximó el banco y se encaramó para mirar a través del hueco. Desde allí comprobó que, en efecto, el muro lindaba con la plaza principal, otorgándole el papel de espectadora privilegiada. Luego se bajó y volvió a sentarse a esperar a que la soltaran.
Mientras aguardaba, se dedicó a especular sobre el comportamiento de Alcuino. Hóos ya le había advertido sobre él, y actos como el de encerrarla, o negarse a informar a Lotario sobre la causa de la enfermedad, no hacían más que corroborar sus sospechas.
No sabía qué pensar.
El fraile la había ayudado, y aunque de mala gana, también se había encargado de que Helga consiguiera una ocupación en las cocinas. Pero ¿de qué le había servido? La última vez que vio a Helga, ésta ya presentaba los signos de la enfermedad, y en aquel momento ni siquiera sabía dónde se encontraba.
¿Por qué la habría encerrado?
En ese instante las campanas comenzaron a repicar anunciado la proximidad de la ejecución. Por el hueco de la ventana observó cómo decenas de personas empezaban a congregarse en torno al mismo agujero donde la semana anterior habían tratado de enterrar vivo al Marrano. La mayoría eran ancianos que acudían cargados de alimentos para asegurarse los mejores sitios, pero también abundaban mozuelos con poco trabajo y los que solían pordiosear en la plaza y sus aledaños. A pocos pasos del muro, casi debajo de ella, habían dispuesto sillas y taburetes que sin duda acogerían a los altos dignatarios, entre los que supuso se encontrarían Carlomagno y la delegación romana.
Era temprano. Estimó en unas tres horas el tiempo para la ejecución.
Bajó del banco y husmeó entre el mobiliario. En unos arcones descubrió un almacén de indumentaria litúrgica: paños de altar recamados, velos para la entrada del presbiterio, tapetes, mucetas y cobertores, sudarios, capas, túnicas, hábitos de Pascua y Pentecostés, y un sinfín de prendas menores con las que podría engalanarse toda la congregación catedralicia.
Ordenó la indumentaria y esperó el regreso de Alcuino, pero como el tiempo transcurría, volvió a los arcones y se probó un hábito púrpura con ribetes dorados. Le agradó el olor a incienso, pero se lo quitó porque pesaba como si lo hubieran empapado en agua. Dejó la sotana sobre el arcón y se tumbó sobre el banco.
Pensó en su padre y en qué estaría haciendo. Tal vez debería regresar a Würzburg. Luego cerró los ojos y se dejó llevar.
No reparó en que se había dormido hasta que el repicar de los tambores la avisó de que el espectáculo estaba por comenzar.
Corrió a la ventana. Entre el gentío que atestaba la plaza divisó la silueta del Marrano aguardando el suplicio al borde del agujero. Abajo, a tiro de piedra, Carlomagno y su séquito ocupaban sus asientos. Distinguió a Alcuino y Lotario, pero no al molinero Kohl.
Iba a retirarse cuando observó cómo Alcuino se levantaba y andaba un trecho en dirección a una mujer con la cabeza gacha. Habló un instante con ella y luego regresó. Cuando la mujer alzó la cabeza, Theresa reconoció a Helga «la Negra», caminando como si nunca hubiese estado enferma.
No se había recuperado de la sorpresa cuando oyó unas voces. De inmediato corrió a la reja y observó cómo dos clérigos limpiaban en el transepto. Al retroceder tropezó con el banco y el estruendo resonó en toda la iglesia. Se asomó de nuevo y comprobó que los novicios se acercaban extrañados.
Pensó en esconderse, pero no encontró dónde. De repente tomó la sotana púrpura que se había probado, se la enfundó deprisa y se arrojó al suelo boca abajo con la capucha echada sobre su nuca. Cuando los clérigos se asomaron a la reja, tan sólo distinguieron la figura de un sacerdote desmayado. Alarmados, intentaron despertarle, pero Theresa no se movió. Entonces sucedió lo que ella esperaba: al ver que no respondía, uno de los clérigos acudió a la hornacina y metió la llave en la cerradura. Theresa esperó a que el hombre abriera la puerta y se inclinara sobre ella. Entonces se incorporó de un salto, empujó al primer clérigo y se escabulló del segundo con tal rapidez que los dos hombres pensaron que habían visto al diablo.
Alcanzó pronto la salida, porque a excepción de aquellos dos clérigos, todo el mundo estaba en la plaza. Una vez entre la muchedumbre, se abrió paso ayudada por lo llamativo de su vestimenta; sin embargo, al aproximarse al patíbulo, un soldado le dio el alto. La joven se quedó petrificada. Si la prendían vestida de cura, la acusarían de herejía. Sin pensarlo, se despojó del hábito y lo dejó caer al suelo, provocando que varias mujeres se abalanzaran sobre la prenda para disputársela como fieras. Theresa aprovechó el tumulto para ocultarse tras un campesino que abultaba dos veces lo que ella. Para cuando el soldado consiguió apartar a las mujeres, de la joven hereje no quedaba ni huella.
Poco después, Theresa alcanzaba el estrado de los dignatarios, pero para su sorpresa, estaba abandonado.
—De repente se levantaron y se marcharon zumbando —le informó un vendedor de salchichas que parecía muy al tanto.
Theresa le compró media salchicha, y el comerciante añadió que Lotario y un fraile delgado se habían enzarzado en una discusión que había terminado con la paciencia del rey.
—El monarca se levantó indignado y les ordenó que solventaran sus diferencias en otro lugar. Luego abandonó el estrado y todos le siguieron como borregos.
—¿Y adónde han ido?
—A la catedral, creo. ¡Malditos sean! Como no vuelvan pronto no sé a quién voy a vender las condenadas salchichas. —Y se dio media vuelta para continuar voceando la mercancía.
Theresa miró hacia la catedral, donde de nuevo identificó a Helga. En esta ocasión el reconocimiento fue mutuo. Al advertirlo, Theresa intentó avisarla, pero Helga bajó la cabeza y se escabulló por una entrada que daba acceso al palacio catedralicio. Aunque Theresa corrió tras ella, sólo llegó a tiempo de comprobar que había echado el cerrojo a la puerta.
Tal vez hubiera debido esperar fuera, pero algo la impulsó a saltar por una ventana. Una vez dentro, oyó los pasos de Helga perderse por el fondo. Pensó que la alcanzaría si atajaba a través del coro, de modo que abrió la portezuela que daba acceso al mirador y ojeó el interior. Desde el balcón se vislumbraba el altar, ocupado por una tropa de clérigos que discutía acaloradamente. Distinguió a Lotario y Alcuino de pie frente a los frailes. A la izquierda de ambos, la figura de Kohl amordazado y detenido, con signos de haber sido torturado.
Aquello la impresionó tanto que olvidó a Helga y gateó hasta un rincón para escucharles. Creyó apreciar que Alcuino defendía al molinero, cuando de repente Lotario se levantó y le interrumpió con vehemencia.
—Ya basta de monsergas: con la venia del rey, con la del vicario de la Santa Sede, con el beneplácito de Dios. —Se adelantó un paso más hasta situarse por delante de Alcuino—. Lo único que en verdad sabemos, es que decenas de personas han fallecido a causa de un mal para el que ni nuestros físicos ni nuestros rezos han encontrado remedio. Y lo relevante del suceso no es que el causante de esa plaga, que cualquiera en su sano juicio habría atribuido al mismísimo diablo, sea en realidad un abominable ser de carne y hueso. —Se detuvo y señaló a Kohl con el dedo—. No. Lo realmente trascendente es que esta escoria humana sea defendida por un fraile, Alcuino de York, sobre cuyas espaldas recae la salvaguardia de nuestra Iglesia.
Un murmullo de asombro recorrió el templo. El obispo continuó.
—Como ya he anunciado antes, esta mañana un ministerial encontró escondida en las propiedades de Kohl una partida de cereal que, según parece, es la causa del emponzoñamiento. Un grano del que Kohl no ha sabido dar explicaciones hasta que el sabor de la tortura ha saciado su abominable espíritu. Pero ahora, una vez confesado el nefando crimen, yo me pregunto: ¿hasta dónde llega la culpabilidad de un molinero? Un hombre simple, acostumbrado a la suntuosidad y la riqueza, sin mayor instrucción que la aprendida en el trabajo del campo. Porque podríamos comprender que la avaricia se apodere de un espíritu ignorante como el de Kohl. Incluso admitirlo y exonerarle en atención a las numerosas donaciones que con asiduidad ha efectuado a esta congregación, y que con toda seguridad continuará haciendo. Pero ¿cómo aceptar que un hombre instruido, un fraile como Alcuino de York, prevaliéndose de su influencia, de su conocimiento y su cargo, pretenda contrariar lo que las pruebas y la razón avalan como evidente?
A Theresa le extrañó que Lotario atacase más a Alcuino que al propio Kohl, pero se alegró de que, al menos, alguien revelara la identidad del culpable.
—Como oís, venerables hermanos —prosiguió—: Kohl, un asesino, y Alcuino, su protector. Y siendo cierto que Kohl ha comerciado, se ha enriquecido y ha envenenado con la venta de su trigo, no lo es menos que Alcuino ha manipulado, entorpecido y tergiversado cuanto de verdad conocía sobre todas esas muertes para, ahora, no sé si en un desesperado intento por encubrir su propia participación, erigirse en adalid de este criminal confeso.
Alcuino resopló de indignación.
—Muy bien. Si habéis terminado con vuestras barbaridades…
—¿Barbaridades, decís? Varios miembros de esta congregación han escuchado cómo el acusado confesaba su culpa. —Dos clérigos cercanos lo confirmaron con la cabeza—. ¿También ellos deliran?
—Una confesión arrancada bajo tortura, según me ha parecido escuchar —puntualizó Alcuino.
—¿Qué habríais sugerido vos? ¿Ofrecerle pastelillos?
Alcuino torció el gesto.
—No sería la primera vez que un inocente confiesa su culpabilidad para evitar los instrumentos del verdugo —refutó.
—¿Y presumís que sea éste el caso? —Lotario pareció meditar—. Muy bien. Supongamos que alguien resultara convicto de las fechorías más horribles. Supongamos que no las hubiera cometido, pero que para evitar el suplicio, difamándose a sí mismo, admitiera haberlas hecho. Aun si tal confesión se produjera sin prestar juramento, sin duda estaría cometiendo una gran infamia, de modo que siendo pecado mortal el difamar al prójimo, lo sería con más motivo el difamarse a sí mismo. ¿Y acaso de ahí no se infiere que quien renuncia a la virtud para solazarse en el pecado, vivirá siempre en el desliz si de él extrae un beneficio?
Alcuino denegó con la cabeza. En ese instante Carlomagno se levantó, empobreciendo con su estatura a la de los oponentes.
—Estimado Lotario, no cuestiono la culpabilidad del molinero, sin duda una noticia importante que anuncia el final de esas horribles muertes. Pero no olvidéis a quién estáis acusando: las imputaciones que vertéis sobre Alcuino son de tal magnitud, que o bien las demostráis, o deberéis disculparos conforme a lo que su rango y posición merecen.
—Querido primo —reverenció Lotario con exageración—. De todos es sabida vuestra predilección por este britano, a quien habéis nombrado responsable de la educación de vuestros hijos. Pero precisamente por ello os exhorto a que prestéis atención. Que mis pruebas iluminen vuestros ojos que ahora parecen cegados.
Carlomagno tomó asiento y cedió la palabra a Lotario.
—Alcuino de York… Alcuino de York… Hasta hace poco yo mismo me inclinaba cuando escuchaba este nombre, precedido siempre de sapiencia y honorabilidad. Sin embargo, miradle: tras ese rostro circunspecto, impasible, imperturbable, se esconde un espíritu egoísta, un alma corrompida por la vanidad y la envidia. Me pregunto a cuántos más habrá engañado y qué otros crímenes habrá cometido. —Carlomagno tosió impaciente y Lotario asintió—. ¿Queréis pruebas? Yo os las proporcionaré. Tantas que os preguntaréis cómo habéis confiado en este instrumento del diablo. Pero antes permitid que mis hombres escolten a Kohl a un lugar apartado.
Lotario palmeó una vez y de inmediato tres domésticos se personaron para conducir al molinero fuera de la iglesia. Al poco regresaron acompañados por una mujer enlutada, que resultó ser la esposa de Kohl. La mujer se mostró alarmada, pero Lotario la tranquilizó.
—Si colaboráis, nada malo os sucederá. Ahora jurad sobre esta Biblia.
Ella obedeció. Cuando terminó, Lotario le cedió un taburete que la mujer ocupó tras reverenciar brevemente al monarca. Desde su escondrijo, Theresa observó cómo la recién llegada temblaba desconcertada. Recordó haberla visto en el molino el día que acompañó a Alcuino.
—Habéis jurado sobre la Sagrada Biblia, de modo que aguzad vuestra memoria. ¿Reconocéis a este hombre? —le preguntó Lotario señalando a Alcuino.
La mujer elevó la mirada con temor. Luego afirmó con la cabeza.
—¿Es cierto que estuvo en el molino hará una semana?
—Sí, eminencia, así es. —Y rompió a llorar desconsolada.
—¿Recordáis el asunto que le llevó allí?
La mujer se enjugó las lágrimas.
—No muy bien. Mi marido me pidió que preparara algo de comer mientras ellos hablaban de negocios.
—¿Qué clase de negocios?
—No lo recuerdo. De la compra de cereal, supongo. Os lo suplico, santidad. Mi marido es un hombre bueno. Siempre se ha portado bien conmigo, cualquiera puede decíroslo, y nunca me ha pegado. Bastante castigo tenemos con la muerte de nuestra hija. Dejad que nos vayamos.
—Por lo que más quieras, limítate a contestar. Di la verdad, y tal vez el Todopoderoso se apiade de vosotros.
La mujer asintió temblorosa. Tragó saliva y continuó.
—El fraile le solicitó a mi marido una partida de trigo, pero mi marido le respondió que sólo comerciaba con centeno. De eso me enteré porque cuando oí que hablaban de dinero, puse más atención.
—De modo que Alcuino le propuso a Kohl un trato.
—Sí, eminencia. Dijo que necesitaba comprar mucho trigo, que se lo habían encargado en la abadía. Pero os juro, señor, que mi marido nunca habría hecho nada malo.
—Está bien. Ahora retiraos.
La mujer besó el anillo del obispo y se inclinó ante Carlomagno. Luego miró de reojo a Alcuino, antes de seguir a los mismos domésticos que la habían acompañado. Cuando la mujer abandonó la iglesia, Lotario se volvió hacia Carlomagno.
—Ahora resulta que vuestro fraile se dedica a los negocios del trigo. ¿Estabais al tanto de esa actividad?
El rey miró a Alcuino con dureza.
—Majestad —se adelantó éste—, ya sé que lo juzgaréis extraño, pero sólo intentaba descubrir el origen de la enfermedad.
—Y de camino hacer negocio —observó Lotario.
—¡Por Dios! ¡Claro que no! Necesitaba ganarme la confianza de Kohl para llegar hasta el trigo.
—¡Oh! ¡Para llegar al trigo! ¿En qué quedamos entonces? ¿Kohl es culpable o inocente? ¿Le perseguís o le defendéis? ¿Le mentisteis a él en el molino, o nos mentís ahora a nosotros? —Se volvió hacia Carlomagno—. ¿Éste es el hombre en quien confiáis? ¿El que hace de la falsedad su modo de vida?
Alcuino apretó los dientes.
—Conscientia mille testes. A los ojos de Dios, mi conciencia vale tanto como mil testimonios. El que no me creáis, sinceramente, no me preocupa.
—Pues debería preocuparos, porque ni vuestra elocuencia ni vuestro desdén os librarán del deshonor al que os ha conducido vuestro comportamiento. Decidme, Alcuino, ¿reconocéis este escrito? —Le mostró una folia entintada, visiblemente arrugada.
—Dejadme ver —lo examinó—. ¡Pero por todos los diablos…! ¿De dónde la habéis sacado?
—De vuestra celda, naturalmente —dijo volviendo a arrebatársela—. ¿Lo habéis escrito vos?
—¿Quién os ha dado permiso?
—En mi congregación no lo necesito. ¡Contestad! ¿Sois vos el autor de esta carta?
Alcuino asintió de mala gana.
—¿Y recordáis su contenido? —insistió Lotario.
—No. No muy bien —se corrigió.
—Entonces prestad atención. —Se la solicitó también a Carlomagno—. «Con la ayuda de Dios. Tercer día de las calendas de enero, y decimocuarto desde nuestra llegada a la abadía —leyó—. Todos los indicios apuntan hacia el molino. Anoche Theresa descubrió varias cápsulas entre el cereal que Kohl custodia en sus almacenes. Sin duda el molinero es el culpable. Temo que la pestilencia se extienda por Fulda y, sin embargo, aún no ha llegado la hora de evitarlo». —Lotario guardó el pergamino entre sus ropajes con una mueca de satisfacción—. Bien. Desde luego no parecen éstas las oraciones de un benedictino. ¿Qué opina su majestad? —preguntó al rey—. ¿Acaso no revelan un nítido afán de encubrimiento?
—Eso parece —se lamentó Carlomagno—. ¿Tenéis algo que alegar, Alcuino?
El fraile dudó antes de responder. Adujo que solía transcribir sus pensamientos para luego reflexionar sobre ellos, añadió que nadie tenía el derecho a hurgar entre sus pertenencias, y que jamás habría hecho algo que pudiera perjudicar a un cristiano. Sin embargo, no aclaró nada respecto al significado del texto.
—Y si recelabais de Kohl, ¿qué os mueve ahora a defenderlo? —le preguntó Carlomagno.
—Es algo que determiné con posterioridad. En realidad sospecho que fue su ayudante pelirrojo quien…
—¿Os referís a Rothaart, el difunto? —intervino Lotario—. ¡Qué casualidad! ¿Y no os parece extraño que el responsable de envenenar a todo el pueblo muriera a su vez envenenado?
—Quizá no fuera tan casual. —Miró a Lotario desafiante.
Mientras tanto, agazapada tras el coro, Theresa se debatía entre confiar en Alcuino o creer a Lotario. Recordó que Hóos le había prevenido contra el fraile, y ahora Lotario le acusaba con absoluto convencimiento, e incluso el propio rey comenzaba a dudar de su ministro. Ella deseaba su inocencia, pero entonces, ¿por qué la había encerrado en aquella sala?
—¿Conocéis a una tal Theresa? —escuchó de nuevo a Lotario.
—¿A qué viene esa pregunta? —respondió Alcuino—. Vos la conocéis tan bien como yo.
—Ya. ¿Y no es cierto que habéis compartido con ella muchas horas de trabajo?
—Sigo sin entender.
—Si vos no lo comprendéis, imaginad, pues, nosotros. Porque admitiréis nuestra extrañeza ante el hecho de que una chica joven y atractiva, según creo recordar, ayude a un fraile por las noches en asuntos para los que por su femenina naturaleza no está capacitada. Por favor, Alcuino, sinceraos. ¿Además de los negocios, perseguís también a las hijas de Eva?
—Contened vuestra lengua. No os permito…
—Y ahora me ordenáis callar —rio artificiosamente—. Confesad, por el amor de Dios. ¿No es cierto que la obligasteis a jurar? ¿No la conminasteis a que callase cuanto le contabais? ¿Acaso de esa forma, prevaliéndoos de vuestra posición, abusando de vuestro conocimiento, aprovechándoos de las carencias propias del intelecto femenino, pretendisteis mantener ocultos vuestros abominables planes?
Alcuino apretó los dientes y se encaró a Lotario.
—Pero ¿de qué planes habláis? Dios sabe que es cierto cuanto digo.
—Indudablemente. Y supongo que Dios también estará al tanto de vuestro intento de envenenamiento, ¿verdad? —insinuó Lotario.
—Por todos los santos, no seáis ridículo.
—¡Ja! ¡Y además soy yo el grotesco! Muy bien. Veamos qué opina de esto nuestro rey Carlomagno. ¡Ludovico! Adelantaos.
El coadjutor obedeció cansinamente mientras desdeñaba a Alcuino con la mirada.
—Querido Ludovico, ¿tendríais la amabilidad de relatarnos lo que observasteis la semana pasada, durante la ceremonia del ajusticiamiento del Marrano? —le solicitó Lotario.
El coadjutor se inclinó al pasar ante Carlomagno. Luego se estiró como si se hubiera tragado un palo y habló orgulloso, como si de su testimonio dependiese la resolución del enigma.
—Vivimos aquel día con gran expectación —comenzó—. Con todos los frailes pendientes del cadalso. Por desgracia, yo no veo bien de lejos, así que me entretuve con las viandas y observando a los invitados. Entonces lo sorprendí —dijo señalando a Alcuino—. Me extrañó que izara una copa, porque este britano rehúsa la bebida, pero mayor fue mi sorpresa cuando comprobé que, en lugar de la suya, sostenía la de Lotario. En ese instante advertí cómo manipulaba su anillo y vaciaba una ponzoña en la copa. Luego Lotario bebió de ella, y al momento cayó fulminado. Afortunadamente pudimos atenderle antes de que el veneno surtiera su mortal efecto.
—¿Es verdad eso? —preguntó Carlomagno a Alcuino.
—Por supuesto que no —contestó tajante.
En ese instante Lotario agarró la mano de Alcuino y tiró del anillo que lucía en su extremidad derecha. Alcuino se resistió, pero en el forcejeo la tapa se abrió y una nube de polvo blanco se esparció sobre la capa de Carlomagno.
—¿Y esto? —El soberano se levantó.
Alcuino tartamudeó y retrocedió. No había previsto aquella situación, pero Lotario respondió por él.
—Esto es lo que esconde el alma de un hombre oscuro. Un hombre que enarbola la palabra de Dios mientras su lengua escupe el veneno del maligno. Abbadón, Asmodeo, Belial o Leviatán. Cualquiera de ellos se enorgullecería de tenerlo como amigo. Alcuino de York… un hombre capaz de mentir para lucrarse; capaz de callar; de dejar morir para protegerse; capaz de matar —sacudió el polvo que cubría la capa de Carlomagno— para impedir que lo desenmascaren. Pero yo os revelaré su semblante, el verdadero rostro de la bestia. Porque él fue el primero en descubrir a Kohl, pero en lugar de detenerlo, lo chantajeó para usurparle sus beneficios. Le mintió para ganarse su confianza, y miente ahora, defendiéndolo para defenderse a sí mismo. Fue Theresa, su propia ayudante, quien avergonzada por la carga del pecado, y negándose a participar en el intento de asesinato que Alcuino ansiaba repetir, acudió en confesión a mí. —Se dirigió a Alcuino desafiante—. Y ahora ya podéis escudaros en cuantas mendacidades se os ocurran, porque ningún nacido bajo el manto de Dios se atreverá a atender el fragor de vuestros ladridos.
Alcuino permaneció en silencio mientras escrutaba los rostros que ya le condenaban. Finalmente tomó la Biblia y depositó sobre ella su mano derecha.
—Juro ante Dios Todopoderoso por la salvación de mi alma, que soy inocente de cuanto se me acusa. Si me otorgáis tiempo…
—¿Tiempo para continuar matando? —terció Lotario.
—He jurado sobre la Biblia. Jurad también vos —le desafió.
—Vuestro juramento vale tanto como el de la mujer que os ha ayudado. Ni siquiera eso. Cátulo afirmaba que los juramentos de las mujeres quedaban grabados en el aliento del aire y en la superficie de las ondas, pero los vuestros se evaporan incluso en vuestro pensamiento.
—¡Dejaos de patrañas y jurad! —exigió Alcuino—. ¿O acaso teméis que Carlomagno os despoje de vuestro cargo?
—¡Qué pronto olvidáis nuestras leyes! —sonrió paternalmente—. Nosotros, los obispos, no somos de esa categoría de gente que como vulgares súbditos deban encomendarse a vasallaje; ni de esa clase de gente que deba prestar de cualquier manera un juramento. Sabed que la autoridad evangélica y canónica nos lo veda. Sabed que las iglesias que se nos han confiado por Dios no son como los beneficios y la propiedad del rey, cuya naturaleza hace que éste pueda darlas o quitarlas de acuerdo a su voluntad inconsulta. Todo lo que se vincula a la Iglesia está consagrado a Dios. Pero incluso aunque pudiera jurar… ¿cómo os atrevéis a exigirme juramento? Porque si supieseis que juro con verdad, de nada os serviría que lo hiciera, y si por el contrario creyeseis que juro en falso, entonces exigiéndome juramento me estaríais induciendo a pecar, y con ello alentando la comisión del pecado.
Alcuino intentó replicar, pero para su desdicha, el enviado papal coincidió con la argumentación de Lotario.
—Bien. Parece obvio que el molinero es culpable —concluyó el monarca—. Le ha sido encontrada una partida de cereal con la simiente que al parecer produce el veneno, y eso es algo irrefutable, de modo que no veo razón para que vos, Alcuino, le sigáis protegiendo. A menos, claro está, que como insinúa Lotario, también estéis involucrado.
Alcuino lo miró con severidad.
—¿Desde cuándo el peso de la defensa recae sobre el inocente? ¿Dónde se encuentran los doce hombres necesarios para que su acusación se valide? Lo que ha dicho Lotario no son más que simplezas, sandeces y majaderías. Si me otorgáis unas horas os demostraré…
En ese instante, el impacto de un candelabro provocó que los presentes se giraran sorprendidos.
Theresa se agazapó tras la balaustrada. En su afán por enterarse de lo que ocurría, se había apoyado en una lámpara que había cedido desplomándose contra el suelo. Uno de los clérigos advirtió su escondrijo y, a su voz, dos auxiliares corrieron hacia el coro. Cuando comprobaron que se trataba de una mujer, la condujeron a empellones ante Lotario, quien la obligó a arrodillarse para pedir perdón por su conducta.
—Pero si es la cazadora de osos —se extrañó el monarca—. ¿Se puede saber qué hacías ahí arriba escondida?
Theresa besó el anillo real antes de implorar misericordia. Tartamudeando, explicó que buscaba a una amiga desaparecida; que pensaba que había muerto, pero que en realidad estaba viva; que no había escuchado de lo que discutían, y que lo único que pretendía era saber por qué Helga «la Negra» huía de ella.
Cuando la joven terminó de parlotear, Carlomagno la miró de arriba abajo. Por un momento pensó que había perdido el juicio, aunque por lo atropellado de su explicación, se dijo que tal vez no fuese una embustera.
—¿Y pensabas encontrar a tu amiga en el coro, ahí arriba?
Theresa se sonrojó.
—Es la ayudante de Alcuino, mi señor —intervino Lotario—. Quizá deseéis interrogarla.
—Mejor no. Ahora prefiero hacer una pausa. Tal vez orando encuentre una respuesta.
—Pero, majestad, no podéis… Este fraile precisa de un castigo inmediato —insistió.
—Después de rezar —zanjó el monarca—. Mientras tanto, que permanezca custodiado en su celda. —Hizo un gesto para que escoltaran a Alcuino, y se retiró por un lateral dejando a Lotario con la palabra en la boca. Al punto, el obispo olvidó a Theresa, y se dirigió hacia el centinela que debía conducir a Alcuino a su celda y asegurarse de que no saliera de ella.
—Si quiere evacuar, que lo haga por la ventana —le espetó.
Alcuino emprendió la marcha flanqueado por dos guardias, y Theresa siguiéndole a pocos pasos. Durante el trayecto la joven trató de disculparse, pero a cada intento el fraile respondió apresurando la marcha.
—No pretendía inculparos —alcanzó a decir.
—Pues según Lotario, parece que sí. —Alcuino caminaba sin devolverle la mirada.
Llegaron a la celda, con Theresa culpándose por su conducta y a la vez preguntándose el porqué de sus remordimientos, si al fin y al cabo el fraile la había utilizado para sus propósitos. Recordó que la había encerrado en una sala, y que de haber sido por él, aún no se sabría que el trigo era el causante de todos los fallecimientos. Además estaba aquella folia en la que de su puño y letra acusaba a Kohl, cosa que él nunca le había argumentado. Mientras luchaba por aclarar sus ideas, Alcuino entró en su celda. Antes de que el guarda lo encerrara, le dijo a Theresa en griego:
—Vuelve al scriptorium y revisa los polípticos.
Le tendió las manos, que la muchacha acogió entre las suyas, pero no supo qué decir. Cuando Alcuino las retiró, el guardián cerró la puerta y miró a Theresa con arrogancia. Entonces ella se dio la vuelta y corrió hacia las cocinas, apretando contra su pecho la llave que Alcuino acababa de pasarle sin que el guardia lo advirtiera.