Capítulo 22
Durante toda la semana, Theresa alternó su trabajo en el obispado con la supervisión de sus nuevas tierras. Así, comprobó que Olaf había excavado una pequeña acequia que desviaba el agua del arroyo hasta las inmediaciones de la cabaña para evitar el continuo trasiego al río, había construido una puerta con la que asegurar el cercado, y cuatro taburetes en los que sentar a la familia. Pero no sólo se había ocupado de los campos: entre él y su esposa habían transformado la vieja cabaña en una auténtica vivienda. Helga «la Negra» les había cedido un arcón y una mesa pequeña, además de unas telas que Lucilla había empleado para evitar que el viento se colara por las rendijas. Olaf había excavado un hogar en el centro de la cabaña, y dispuesto a ambos lados sendos sacos de paja donde descansar por las noches. Respecto al arado, aunque lo había reparado, le había resultado imposible manejarlo. Lucilla también lo había intentado, pero al tercer día las ampollas le habían cubierto las manos. Olaf se lamentó ante Theresa.
—Es por culpa de esta maldita pierna —se la golpeó—. Antes habría abierto los surcos en dos días, pero Dios sabe que esto no es trabajo de mujeres.
Theresa respiró hondo al tiempo que torcía el gesto. Miró a los dos chiquillos que correteaban entre las patas del buey, riendo y disfrutando, sucios como el tizón, aunque con algo más de carne sobre los huesos. Le apenaba aquella situación, pero si Olaf no conseguía arar todo el suelo, se vería obligada a revenderlos.
Lo miró con disimulo mientras se esforzaba en limpiar la collera del buey. Iba a comentarle algo, cuando él pareció adivinar sus pensamientos.
—Estoy modificando la collera para que tenga el tiro más bajo. Así el buey bajará el testuz y apretará el arado contra la tierra.
Theresa denegó con la cabeza ante lo inútil de sus esfuerzos. Olaf no lo comprendió.
Iban a levantarse cuando oyeron ruido de cascos. Nada más salir se encontraron a Izam de Padua montado en su caballo, y tras él, un borrico cargado de maderos. El ingeniero desmontó y entró en la cabaña sin dar los buenos días, con una cuerda midió el muñón de Olaf y volvió a salir con la misma determinación con que había entrado. Al poco regresó cargado hasta la barbilla.
—Un hombre cojo es como una mujer sin pechos —anunció.
A Theresa le molestó la comparación; sin embargo, siguió atenta la diligencia con que Izam rasgaba la pernera vacía de Olaf y dejaba a la vista un muñón terriblemente cosido.
—En Poitiers tuve ocasión de examinar una pierna de madera de extraordinaria valía. Nada que ver con esos palos atados al muñón que utilizan los tullidos para caminar como caracoles. —De nuevo midió el diámetro del muñón y trasladó la medida a una pieza de madera—. La pierna de la que os hablo era un prodigio del ingenio, una pieza articulada que, según decían, perteneció a un general árabe muerto en la terrible batalla. Afortunadamente un fraile se la arrancó al cadáver y la guardó en la abadía. —Midió la pierna buena y volvió a trasladar las medidas. Luego sacó un extraño mecanismo que a Theresa le pareció una especie de rodilla—. Me ha llevado dos días fabricarlo, así que espero que sirva.
Olaf se dejó hacer. Mientras, Lucilla apartó a los niños, que se peleaban por ensamblar cuantas piezas caían en sus manos. Theresa continuó mirando ensimismada.
Izam escogió un madero cilíndrico, lo ajustó por un extremo a la articulación de madera y lo situó al lado de la pierna buena. Luego cortó el otro extremo hasta enrasarlo con el talón de Olaf.
—Ahora la parte del muslo.
Tomó una especie de cazuela de madera y la encasquetó sobre el muñón. Nada más soltarla cayó al suelo, pero la recogió como si nada hubiera sucedido y la horadó hasta ajustarla al miembro. Luego la extrajo para vaciarla un poco y forrar el interior con un trozo de paño y cuero.
—Bueno, creo que ya está. —Engastó la caperuza en el muñón y la aseguró a la cadera con los correajes que portaba. Después calculó el tramo de madera que debía cortar para ocupar el espacio entre la caperuza y el mecanismo de la rodilla.
—¿Cómo funciona? —preguntó Olaf.
—No sé si lo hará.
Levantó al esclavo, que se tambaleó al verse sobre el extremo de la madera.
—Aún falta el pie, pero antes he de ver si el fleje aguanta. Ahora prueba a andar.
Olaf avanzó titubeante sin soltarse de la mano de Izam, pero para su sorpresa, la pierna de madera se dobló por la rodilla y al dar el paso inmediatamente recuperó la rigidez como por arte de magia.
—Incorpora una lama de tejo, la misma madera con que se fabrican los arcos buenos. Cuando recibe el peso, flecta, permitiendo la articulación; luego hace tope y retorna a su posición para iniciar el siguiente paso. Observa estos orificios. —Señaló cuatro agujeros taladrados en la rodilla—. Con este pasador podrás seleccionar el grado de dureza. Y si lo quitas —se lo demostró—, el mecanismo quedará loco. Así podrás cabalgar con la pierna flexionada.
Olaf le miró incrédulo. No se atrevía a andar sin la muleta, pero Izam le animó. Tras un par de intentos logró atravesar la estancia. Cuando llegó a los brazos de Lucilla, la mujer rompió a llorar como si realmente le hubiera crecido una pierna nueva.
Pasaron el tiempo ajustando los mecanismos y comentando la simplicidad de la articulación. Izam le explicó que usando lamas de distinto grosor, lograría graduar la flexibilidad y la dureza. Después salieron fuera para comprobar su funcionamiento. Mientras pisó en piedra, Olaf caminó sin dificultad, pero al intentarlo entre los surcos, advirtió que la madera se hundía en los terruños.
—Le acoplaremos un pie que solucione el problema —aseguró Izam.
De vuelta a la cabaña, Lucilla le ofreció a Izam el conejo que había guisado para Olaf y sus hijos. Era el único alimento del que disponían, así que Izam lo rechazó. Mientras tallaba la extremidad, el joven ingeniero admitió para sí que las molestias que se estaba tomando en realidad obedecían a su interés por Theresa. Le intrigaba que una muchacha tan joven y bonita fuera capaz de afrontar una tarea de tal envergadura, y lo cierto era que, ahora que lo pensaba, desde el primer instante se había esforzado en agradarle y estar cerca de ella.
Probó una vez más el pie de madera antes de ensamblarlo en la extremidad de la pierna. Una vez insertado, lo giró adelante y atrás para comprobar que no se atascaba. Explicó a Olaf que el pie disponía de juego, pero que podría quitarlo si veía que le molestaba.
Luego hablaron del arado.
Izam comentó las ventajas de la reja de hierro y el uso de la vertedera. Los arados de madera como el de Olaf se rompían con facilidad y apenas si penetraban en la tierra. En cuanto a la vertedera, ésta permitía apartar la tierra removida, mantenía el surco abierto y aireaba el terreno para que la simiente agarrara con fuerza. Con la primavera llegaría el período de la siembra, de modo que debían darse prisa para arar las parcelas ya roturadas. Olaf le indicó que en cuanto terminara, comenzaría a desbrozar el terreno que aún permanecía salvaje.
Después de alabar la limpieza de la vivienda y la sorprendente zanja que conducía el agua hasta la cabaña, Izam se despidió. No dijo si regresaría, pero Theresa deseó que lo hiciera.
La segunda semana sirvió para confirmarle a Olaf que su nueva pierna supliría con creces la vieja muleta. De hecho se encontró tan a gusto que, pese a las rozaduras que le produjo en el muñón, pasó varios días sin desprendérsela. Había aprendido a hundir el arado apoyándose en la pierna auténtica y aprovechar la rigidez de la postiza para equilibrar el empuje. A veces, cuando debía realizar labores pesadas, introducía el pasador que atrancaba la rodilla para emplear mejor su fuerza.
Lucilla y los niños estaban felices. Y él, más todavía.
Al amanecer se levantaban para arar los campos. Olaf abría la tierra y a continuación Lucilla sembraba el centeno, mientras los chiquillos corrían detrás de ellos espantando los pájaros que intentaban comerse las semillas. Luego, tras el sembrado, cubrían los surcos con tierra previamente machacada con una maza. Por las tardes, después de terminar sus faenas, Theresa y Helga subían desde el poblado para traerles algún apero, comida, o telas viejas con que confeccionar ropa para los chavales.
Lucilla y Helga pronto hicieron buenas migas. Hablaban de críos, del embarazo, de los guisos, y de los comadreos que sucedían en la villa sin que las lenguas les desfallecieran. A veces Helga se sentía importante ordenándole a Lucilla que arreglara la vivienda.
Aunque le dedicara menos tiempo, Theresa continuaba auxiliando a Alcuino en la copia y traducción de documentos. Acudía temprano al scriptorium y permanecía allí hasta el mediodía, transcribiendo los textos que le encomendaba el fraile. Sin embargo, éste había trocado el trabajo caligráfico por otro de tipo teológico en que ella apenas si participaba, lo que le hizo imaginar que llegaría el día en que Alcuino prescindiría de su ayuda.
De vez en cuando se presentaban en el scriptorium varios sacerdotes de mirada altiva que entraban sin avisar y se sentaban junto a Alcuino. Eran romanos, y formaban parte de la delegación papal que permanentemente acompañaba a Carlomagno.
Theresa los bautizó como «los escarabajos» porque siempre vestían de negro. Cuando los escarabajos venían al scriptorium, ella debía abandonar la estancia.
—Esos religiosos que acuden al scriptorium, ¿también son monjes? —se interesó un día ella.
—No —sonrió—. Quizá lo fueron hace tiempo, pero ahora son clérigos pertenecientes al cabildo romano.
—Monasterios… cabildos… ¿Acaso no es todo lo mismo?
—Pues obviamente no. Un monasterio o abadía es un recinto donde los frailes se recluyen para orar y pedir por la salvación de los hombres. Generalmente son lugares cerrados, a veces apartados de las ciudades, con leyes y tierras propias, gobernados por un prior o un abad conforme a su mejor criterio. En cambio un cabildo es una congregación abierta, compuesta por un conjunto de sacerdotes guiados por un obispo que administra una diócesis. —Vio la expresión de Theresa y continuó—. Para que lo entiendas, en Fulda conviven, de un lado, la abadía; con su abad, sus frailes, sus órdenes y sus muros. Y de otro, el cabildo; con su obispo, sus clérigos y sus responsabilidades eclesiásticas. Los frailes rezan sin abandonar el monasterio, mientras que los clérigos del cabildo atienden a los lugareños en las iglesias.
—Siempre me he confundido con los clérigos, los frailes, los obispos, los diáconos… ¿Es que no son todos curas?
—Por supuesto que no —rio—. Por ejemplo, yo mismo me he ordenado diácono y, sin embargo, no soy sacerdote.
—¿Y cómo puede ser eso?
—Quizá parezca un tanto equívoco, pero si prestas atención te será fácil entenderlo. —Cogió la tablilla de cera de Theresa y trazó una cruz en la parte superior del cuadrilátero—. Como ya sabes, la Iglesia está gobernada por el Santo Pontífice Romano, el llamado Papa o Patriarca.
—En Bizancio también hay un papa —repuso ella, ufana. Era una de las pocas cosas que sabía.
—Efectivamente. —Y añadió otras cuatro cruces a la primera—. El Papa de Roma gobierna el Patriarcado de Occidente. Ahora bien, a éste hemos de sumarle los cuatro de Oriente: el de Constantinopla, el de Antioquía, el de Alejandría y el de Jerusalén. Cada Patriarcado tutela los distintos reinos o naciones sometidos a su jurisdicción a través de las Archidiócesis Principales o Primacías, que están encabezadas por el arzobispo más antiguo del reino de que se trate.
—Que serían como los gobernadores espirituales de cada nación —aventuró la muchacha.
—Mejor que gobernadores, convendría llamarlos guías. —Y dibujó debajo de la primera cruz un círculo correspondiente a la Primacía—. Bien. De esa Archidiócesis Principal depende un conjunto de arzobispados. —Y trazó pequeños cuadrados correspondientes a las archidiócesis.
—Papado, archidiócesis más antigua, archidiócesis…
—Veo que vas comprendiendo —sonrió—. Cada archidiócesis, con su obispo a la cabeza, gobierna en una provincia eclesiástica, que a su vez abarca varias diócesis de las que se hace cargo un obispo, también llamado mitra.
—Papado, archidiócesis más antigua, archidiócesis y diócesis.
—Correspondiéndose con Papa, arzobispo más antiguo, arzobispo y obispo.
—No es tan complicado —admitió ella—. Y estos clérigos romanos pertenecen al Papado…
—Así es, aunque no significa que hayan sido antes obispos. En realidad, las más de las veces son las relaciones de parentesco y amistad las que otorgan los cargos. —Miró a Theresa con cierta suspicacia—. Dime una cosa, ¿a qué este repentino interés por los curas?
Ella apartó la mirada, ruborizada. Estaba preocupada por la falta de tareas de escritura y pensó que cuanto más supiera de asuntos religiosos, más fácil le resultaría conservar su trabajo.
En cierta ocasión Alcuino le indicó a Theresa que la embajada papal se había desplazado hasta Fulda, como etapa intermedia en su viaje hacia Würzburg. La embajada transportaba unas reliquias con las que Carlomagno pretendía frenar las continuas insurrecciones al norte del Elba, y en breve partiría hacia la ciudadela para depositar los santos despojos en su catedral. Cuando le comunicó que él formaría parte de la expedición, Theresa echó un borrón sobre el pergamino en que trabajaba.
Por la tarde se encontró con Izam de camino a las caballerizas. El joven se interesó por la marcha de los terrenos, pero Theresa apenas le prestó atención porque en su cabeza sólo cabía Würzburg. Cuando Izam se despidió, ella se lamentó por haberse mostrado grosera.
Aquella noche apenas pudo conciliar el sueño.
Imaginó a su padre humillado y deshonrado. Cada noche desde su huida había pedido a Dios que pudiera perdonarla. Los echaba de menos; a él y a su madrastra. Añoraba sus abrazos, sus risas, sus regañinas… Anhelaba escuchar las historias que Gorgias le contaba sobre Constantinopla, su pasión por la lectura, las noches de escritura en vela… ¡Tantas veces se había preguntado qué sería de ellos, y tantas otras había evitado la respuesta!
En ocasiones se sentía tentada de regresar y demostrar a todos que no había sido ella la culpable. Con el paso de los meses había reflexionado sobre el papel que el percamenarius había desempeñado en el incendio, recordando cada uno de sus actos: sus provocaciones; el golpe que propinó al bastidor, y cómo éste cayó en el fuego ocasionando la hoguera.
Volver y combatir a Korne: según lo pensaba, lloraba por su cobardía. Temía perder lo que milagrosamente había obtenido en Fulda: el amor de Hóos Larsson, la amistad de Helga «la Negra», la sabiduría de Alcuino, la fortuna de sus tierras. Si en Würzburg la condenaban, perdería su nueva vida.
Estimó en unos tres meses el tiempo desde su huida. Finalmente se durmió, pensando que nunca regresaría.
A la mañana siguiente, Alcuino la reprendió después de que se equivocara al elegir una tinta fluida.
—Lo siento —se disculpó ella—. Anoche descansé mal.
—¿Problemas con tus tierras?
—No exactamente. —Dudó si planteárselo—. ¿Recordáis lo que me comentasteis ayer? ¿Lo de vuestro viaje a Würzburg?
—Sí, claro. ¿Qué sucede?
—Pues veréis… Estuve pensando sobre ello, y me gustaría acompañaros.
—¿Acompañarme? —Se detuvo—. ¿Qué clase de idea necia es ésa? Se trata de una expedición muy peligrosa. Además, no viajan mujeres, y no veo qué interés…
—Desearía acompañaros —insistió ella. A Alcuino le sorprendió la brusquedad de la interrupción.
—¿Y los esclavos? ¿Y tus tierras? ¿Por eso has dormido tan mal?
—Helga se ocupará. Y también de Olaf y de Lucilla. Os lo suplico… Vos mismo me dijisteis que precisabais de un ayudante.
—Sí, pero aquí en Fulda, no a bordo de un barco.
Theresa decidió arriesgar. No podía confesarle su participación en el incendio, pero debía volver a Würzburg y afrontar sus responsabilidades.
—Iré aunque no queráis —afirmó tajante. Alcuino no dio crédito a sus oídos.
—Pero ¿se puede saber qué brebaje has tomado?
—Si no queréis ayudarme, iré yo sola andando.
Al fraile le extrañó la insolencia de la muchacha. Pensó en darle una bofetada, pero finalmente se compadeció.
—¡Escúchame, testaruda…! Te quedarás en Fulda, quieras o no. Y ahora, olvida tanto pájaro y aplícate a tu trabajo. —Y salió del scriptorium dando un violento portazo.
Al día siguiente, un acólito comunicó a Alcuino que la delegación papal había decidido adelantar la partida al domingo por la mañana. Al parecer, un recién llegado de Würzburg había traído malas noticias. Cuando el acólito salió, Alcuino cerró la puerta y se dirigió a Theresa.
—Adivina de quién se trata.
—No sé. ¿Algún soldado? —Temió que la anduviesen buscando.
—Es tu amigo: Hóos Larsson.
Hasta bien entrada la tarde, Theresa no localizó a su amado. Por boca de Alcuino se enteró de que lo habían conducido a la residencia de los optimates para que informara a la embajada papal de la situación en Würzburg, y desde entonces se hallaba reunido con los soldados de Carlomagno. Poco antes de nona, el joven abandonaba la estancia con gesto contrariado. Ella le esperaba fuera, entumecida por el frío. Nada más verlo, se levantó. Lo encontró flaco y demacrado, pero su cabello enmarañado y sus profundos ojos azules lo hacían sumamente atractivo. Cuando el joven la reconoció, corrió hasta ella y se fundió en un beso interminable.
Pasaron la noche en la vivienda de Helga «la Negra», quien no dudó en cederles su casa y mudarse ella a las cocinas. Theresa intentó preparar algo de carne, pero el guisado se le quemó. Cenaron frugalmente y hablaron poco; sólo deseaban comerse a besos. Cuando se fueron a la cama, a Theresa le pareció que ningún libro podría llenarla tanto como lo hacía Hóos con su cuerpo.
Por la mañana, el joven le informó de la terrible noticia.
—Ojalá no tuviera que decírtelo, pero Gorgias, tu padre… ha desaparecido.
Ella lo miró incrédula. Luego se apartó.
Le preguntó cien veces a qué se refería, y le odió por no habérselo contado la noche anterior. Él no supo darle una justificación.
Le comentó que en Würzburg, el conde Wilfred le había informado sobre el incendio. Deducir que la chica a quien todos creían muerta era la joven de quien estaba enamorado, fue cuestión de atar dos cabos.
—Cuando te conocí, tú misma me dijiste que trabajabas como oficial de percamenarius, que habías huido de Würzburg y que naciste en Bizancio. Todo concordaba…
—¿Y se lo contaste a ellos?
—Por supuesto que no. Pero Wilfred me dijo que el padre de la chica, o sea, tu padre, había desaparecido. Wilfred no hablaba de otra cosa; como si ansiara encontrarlo.
—Pero ¿qué significa que ha desaparecido? —Las lágrimas se le desbordaron—. ¿Cómo ocurrió? ¿Le han buscado?
—Theresa, no lo sé. Me gustaría poder decirte otra cosa, pero nadie sabe nada. No lo han visto, y desde luego que lo han buscado. Wilfred ordenó que registraran casa por casa, publicó un bando y hasta organizó una batida por los alrededores. La verdad, creo que deberías regresar a Würzburg. Tal vez tu presencia ayude a encontrarlo.
Theresa asintió. Se alegró de haber presionado a Alcuino para que le permitiera acompañarle y recordó entonces el ataque sufrido por su padre el día que la acompañó al taller del percamenarius. En aquella ocasión sólo le habían herido en un brazo, pero tal vez el agresor lo hubiera intentado de nuevo. El llanto le impidió continuar. Hóos trató de consolarla, y aunque no lo consiguió, ella apreció el calor de sus abrazos.
A media mañana, Theresa se dirigió hacia el cabildo, donde encontró a Helga perdida entre sacas de alimentos. Antes de prestarle atención, la mujer terminó de organizar una última hilera y luego paró un momento. Al principio Theresa le habló de nimiedades, pero sus ojos enrojecidos le hicieron confesar el martirio que estaba viviendo: el terrible incendio, la muerte de una muchacha, la desaparición de su padre, y su intención de regresar a Würzburg. Cuando terminó, Helga no podía creer que se encontrara ante una fugitiva.
Le calentó un vaso de leche y Theresa lo bebió a pequeños sorbos. Helga le preguntó qué tenía resuelto hacer.
—Y cómo quieres que lo sepa —sollozó.
—Acepta mi consejo y olvida a tu familia. —Le enjugó las lágrimas con delicadeza—. Ahora disfrutas de una nueva vida, te has echado un pretendiente y tienes más de lo que yo, o cualquiera de mis amigas hubiéramos podido soñar. Si regresas a Würzburg, seguro que te prenden. Ese Korne del que me has hablado parece un maldito bastardo.
Theresa asintió. En realidad lloraba por el temor a que su padre hubiera muerto, lo cual, en palabras de Hóos, resultaba bastante probable.
Se abrazó a Helga y la besó. Cuando se calmó, acordaron que su amiga la acompañaría a la muralla de la ciudad, donde Theresa había quedado con Olaf para trasladar unos aperos. Hicieron tiempo amasando harina de espelta para hornear unas tortas que regalarían a los chiquillos de Lucilla. Después de comer, recogieron los cacharros y pidieron permiso a Favila para ausentarse un rato.
De camino al arrabal, observaron a un extraño que parecía llevar un trecho siguiéndolas. Al principio no le prestaron atención, pero al girar una callejuela, el hombre corrió tras ellas hasta interrumpirles el paso. Resultó ser Widukindo, el individuo que había apuñalado a Helga después de dejarla preñada.
Al verlo más de cerca, advirtieron que estaba bebido. El hombre parecía no saber lo que quería. Las miraba con cara de imbécil y sonreía todo el rato. De repente trató de agarrar la barriga de Helga, pero ella retrocedió. Theresa se interpuso entre el borracho y su amiga.
—¡Aléjate, puta! —la amenazó él.
Intentó apartarla pero trastabilló, momento que Theresa aprovechó para sacar su scramasax y plantárselo en el cuello. Pudo aspirar el tufo a vino que desprendía.
—Si no te vas, juro por Dios que te atravieso como a un cerdo.
Lo habría hecho sin dudarlo y el hombre lo intuyó. Escupió al suelo y volvió a sonreír. Luego se marchó dando tumbos y diciendo majaderías. Cuando desapareció, la Negra rompió a llorar desesperada.
—Hacía días que no lo veía. El muy cabrón no parará hasta matarme.
Theresa intentó consolarla pero resultó en vano. La acompañó hasta el cabildo y regresó sola a las murallas, de modo que para cuando llegó al lugar acordado, Olaf ya se había esfumado. Esperó por si volvía, pero finalmente decidió ponerse en marcha porque atardecía, y deseaba entregarles las tortas calientes a los niños.
Mientras caminaba, pensó en contarle a Hóos lo sucedido diciéndose que tal vez él pudiera asustar a Widukindo. Hóos era fuerte y diestro con las armas. Si hablaba con Widukindo, quizá lograra apaciguarle. Continuó por el sendero, recordando la noche anterior, y se dijo que además de fuerte, Hóos sería el mejor marido que nunca podría encontrar.
Era sábado. Mientras caminaba, recordó que Hóos había anunciado la partida de la comitiva para la mañana del domingo y por un instante dudó. De una parte anhelaba permanecer en Fulda, cuidar de sus tierras y formar una familia, pero más aún deseaba regresar a Würzburg para saber de su padre.
Avanzó admirando el riachuelo, que por tramos comenzaba a deshelarse. La cuenca era amplia y tranquila. Se dijo que en primavera compraría clavos y encargaría a Olaf que construyese un esquife con el que surcar su cauce.
Poco después alcanzó el bosque de hayedos que lindaba con sus terrenos. De él sacaría la madera para edificar una bonita vivienda mientras Olaf y sus hijos cazaban venados para cocinar guisados nutritivos.
Se encontraba admirando las copas nevadas cuando un ruido la sobresaltó. Escuchó atenta pero no distinguió nada. Iba a reanudar la marcha cuando otro crujido la detuvo. Pensó en un animal al acecho y empuñó el scramasax. De repente, una figura surgió de entre los árboles. Gritó al reconocer a Widukindo, con el semblante dominado por un gesto furibundo. Theresa advirtió un puñal en su mano derecha. De la otra pendía medio vacío un odre de vino. Tuvo miedo pero se lo tragó. Furtivamente miró alrededor. A su izquierda discurría el río; al otro lado se abría el bosque. Se dijo que en el estado de Widukindo, probablemente correría más que él.
Sin esperar a que la atacara, se lanzó hacia el bosque por la zona que juzgó más despejada. A sus espaldas, Widukindo emprendió la persecución. El terreno estaba helado. Pensó que en cualquier momento resbalaría.
Según avanzaba, el sendero se tornaba más cerrado y dificultoso. Tarde o temprano él la alcanzaría. Miró hacia atrás y no lo vio, así que aprovechó para agazaparse tras unos arbustos, justo a tiempo para distinguir a Widukindo gritando como un perturbado. Se encogió aún más mientras el hombre asestaba puñaladas a cuanto encontraba a su paso. Parecía poseído por el demonio.
Se detuvo para beber del odre, apurando su contenido hasta que el vino le rebosó por sus encías. Luego gritó otra vez y volvió a lanzar puñaladas a la maleza.
A cada paso se acercaba más. Theresa se dijo que si permanecía escondida, sin duda la descubriría, de modo que empuñó el scramasax y se aprestó para luchar. Widukindo ya estaba casi encima. En cualquier instante escucharía su respiración. De pronto el hombre se giró en dirección opuesta y Theresa aprovechó para reanudar la huida. Widukindo la maldijo y saltó en su persecución. Parecía casi sereno; sus pasos eran más rápidos y avanzaba con determinación. Theresa corría arañándose contra las zarzas. A ambos lados del sendero se sucedían filas de árboles en un estrecho pasillo por el que escapar. Cuanto más corría, más creía sentir su aliento en la nuca. Saltó sobre un tocón que le impedía el paso pero resbaló. Notó el aliento de Widukindo. El hombre sorteó el tocón pero también tropezó, momento que Theresa empleó para levantarse y continuar la huida. A su derecha advirtió un pequeño terraplén y se dejó caer con la esperanza de acceder al río. Su trasero se raspó con las zarzas. Widukindo la imitó. Apenas le llevaba unos pasos de ventaja. Ella nadaba bien. Si alcanzaba el río, tal vez pudiera vadearlo. Corrió con toda su alma, rogando a Dios que le permitiera llegar al agua.
Había avanzado un trecho cuando inesperadamente otra figura surgió delante de ella, chocaron y ambos rodaron por el suelo. Widukindo los contempló sorprendido. Cuando Theresa se recuperó, vio que el desconocido era Olaf, ahora tumbado y con la pierna de madera desencajada. Intentó ayudarle, pero Widukindo se lo impidió apartándola de un empujón. Olaf intuyó el peligro y desde el suelo ordenó a Theresa que se situara a sus espaldas. Widukindo sonrió, permitiendo que la joven se parapetara tras el tullido.
—Un lisiado y una puta… Disfrutaré arrancándote la pierna que te queda, y a ti follándote hasta las entrañas.
—¡Theresa! ¡El scramasax! —gritó Olaf.
Ella no le entendió.
—¡El scramasax! —insistió él con desesperación.
La joven se lo tendió.
Widukindo rio ante lo absurdo de la situación, pero Olaf agarró el scramasax y lo lanzó con puntería. De repente Widukindo sintió un golpe en la garganta. Luego notó la tibieza de la sangre derramándose por su cuello, y después ya no sintió nada.
En cuanto se ajustó la pierna postiza, Olaf se cercioró de que Widukindo no respiraba. Después convenció a Theresa de que, para evitar problemas, lo mejor sería mantener la boca cerrada. Ella se mostró de acuerdo. Al fin y al cabo, había sido una suerte el que Olaf hubiera escuchado los alaridos de Widukindo y hubiera acudido a ayudarla. Ahora Helga no tendría de qué preocuparse. Pariría a su hijo sin que aquel malnacido volviera a molestarla.
Olaf lo desnudó para luego quemar sus ropas.
—Si lo enterrásemos y descubrieran su cuerpo, sin duda sabrían que fue un asesinato. En cambio, sin vestimenta, cuando los lobos lo devoren no quedará rastro.
Arrojó el cadáver por un barranco después de asestarle un par más de cuchilladas para que la sangre atrajese a las alimañas. Luego cargó con los zapatos y la ropa del muerto. De camino a las tierras de Theresa, apenas hablaron. Sin embargo, antes de llegar, la joven le dio las gracias.
—Cualquier esclavo habría hecho lo mismo por su ama —se justificó.
Una vez en la cabaña, Olaf registró la ropa antes de echarla al fuego. Conservó el cuchillo y los zapatos, que le servirían bien en cuanto los tintara. En cambio, le entregó el puñal a Theresa porque un esclavo no podía poseer armas. Ella lo rechazó.
—Límale la punta y podrás usarlo sin que nadie te incrimine.
Olaf le agradeció el gesto mientras admiraba el puñal. Era un instrumento tosco, pero de buen acero. Lo modificaría y quedaría irreconocible. Se inclinó ante Theresa y Lucilla lo imitó. Luego prepararon algo de cenar porque en breve anochecería.
Para cuando terminaron con la pierna del corzo, la luna ya alumbraba, de modo que Theresa decidió pernoctar en la cabaña. Lucilla le hizo un hueco entre los dos niños. Ella durmió en el suelo a su derecha y Olaf lo hizo fuera, abrigado por una capa.
Aquella noche Theresa volvió a purgar sus penas. Recordó a su padre Gorgias y especuló sobre su paradero. Quizás estuviera muerto, pero por probable que fuera, ella no lo aceptaba. Evocó a Alcuino añorando los días de aprendizaje, sus palabras amables, su extraordinaria sabiduría. Después repasó a cuantos habían fallecido por su causa: la joven del incendio, los dos sajones en la vivienda de Hóos, ahora Widukindo… Por un instante se preguntó si merecía la pena la fortuna de sus tierras.
Los aullidos de los lobos le hicieron imaginar el cadáver de Widukindo. Luego pensó en su padre y lloró al figurárselo devorado por las alimañas.
De repente se incorporó como impulsada por un resorte. Lucilla se despertó, pero Theresa la tranquilizó. La joven se arropó y salió de la cabaña. Olaf se sorprendió porque aún era noche cerrada. El esclavo se apartó del buey que le servía de cobijo y la miró con extrañeza mientras se frotaba las legañas. Theresa admiró la luna en silencio. En unas horas amanecería y entonces Alcuino partiría hacia Würzburg. Tomó aire y miró a Olaf. Luego le ordenó que se preparara.
—Acompáñame a Fulda. Antes de partir, quiero dejar ciertas cosas arregladas.
En las cuadras de la abadía todo era bullicio aquella madrugada. Decenas de frailes corrían de un lado para otro trasegando con alimentos, animales, armas y equipajes bajo la atenta mirada de los hombres de Carlomagno. Los boyeros terminaban de uncir a las bestias que renegaban con mugidos y derrotes, las domésticas transportaban las últimas raciones de tocino salado, y los soldados atendían a las instrucciones de sus mandos.
Theresa localizó a Alcuino en el instante en que éste cargaba un carro con sus pertenencias. Ella sólo había cogido una muda de ropa y sus tablillas de cera. Lo demás se lo había dejado a Helga «la Negra», a quien minutos antes había despertado para comunicarle que se marchaba. Helga cuidaría de sus tierras hasta su regreso, cosa que le prometió sucedería aunque sólo fuera para recoger el arriendo con que la Negra se había empeñado en compensarla. Cuando Alcuino vio a Theresa, fue hacia ella contrariado.
—¿Se puede saber qué haces aquí?
—Nada que os importe —respondió sin mirarle. Cogió su talega y la echó encima de un carro.
—¡Baja eso de ahí! ¿Qué pretendes? ¿Que llame a los soldados?
—¿Y qué pretendéis vos? ¿Que vaya sola caminando? Porque eso es lo que haré.
—¿Aunque acabes en un barranco?
—Aunque acabe en un barranco.
Alcuino aspiró fuerte y apretó los dientes. Nunca en toda su vida se había topado con una criatura tan obstinada. Finalmente murmuró algo y le dio la espalda.
—Maldita sea. ¡Sube al carro!
—¿Cómo?
—¿Es que no me has oído? ¡Que subas al carro!
Theresa le besó la mano, sin saber cómo darle las gracias.
Al amanecer apareció Izam de Padua luciendo una llamativa sarga roja sobre la que refulgía una cota de malla. Le seguía un nutrido grupo de soldados escoltando a la comitiva romana.
Cuando el ingeniero vio a Theresa, hizo ademán de ir a saludarla, pero se detuvo al comprobar que un hombre joven se le adelantaba. Ella se dejó abrazar por Hóos Larsson, quien celebró su presencia besándola en la boca. Izam observó perplejo la escena y Hóos lo advirtió.
—¿De qué le conoces? —preguntó Hóos cuando vio que Izam se retiraba.
—¿A quién? ¿Al de la cota de malla? —disimuló ella—. Es un empleado de Carlomagno. Me ayudó con el esclavo del que te hablé. El de la pierna de madera.
—Parecía muy pendiente de ti. —Sonrió, y volvió a besarla, cerciorándose de que Izam los contemplara.
A Theresa le extrañó que Hóos no se hubiera sorprendido al verla, ya que en ningún momento le había manifestado su intención de viajar a Würzburg. Al contrario, imaginaba que ambos habrían permanecido en Fulda para continuar con su relación tranquilamente y, sin embargo, allí se encontraban: hacia un destino desconocido sin haberlo planeado. Hóos le contó que su amigo el ingeniero le había contratado como guía.
—Tendrías que haberles visto. Cuando les dije que la nieve aún cegaba los pasos, berrearon como locos. Fue entonces cuando les propuse retroceder hasta Fráncfort y desde allí remontar el río en algún navío. A estas alturas, el deshielo ha comenzado, así que a poco que nos acompañe la fortuna podremos alcanzar Würzburg navegando.
—¿Y pensabas marchar sin avisarme?
—Estaba seguro de que vendrías. —Sonrió—. Además…
Theresa lo miró desconfiada.
—Además ¿qué?
—Que de haber sido necesario te habría traído a rastras. —Rio y la izó en volandas.
Theresa sonrió feliz entre los sólidos brazos de Hóos. Se dijo que mientras él estuviese cerca, nada malo le sucedería.
Entre los reunidos, Theresa contabilizó unas setenta personas. Diez o doce pertenecían a la delegación papal, unos veinte parecían soldados u hombres de armas, y el resto se dividían entre boyeros, mozos y gentes de la zona. Advirtió que, en efecto, era la única mujer, pero no le preocupó. Además de los hombres, ocho carros tirados por bueyes, y otros tantos más ligeros uncidos a mulas completaban la comitiva.
A una voz de Izam, los látigos restallaron sobre las bestias, que mugieron de dolor y tiraron penosamente en dirección a las murallas. Alcuino avanzaba tras el primer carro acompañado por la delegación papal. Theresa se bamboleaba sobre el segundo, pendiente de Hóos, que abría la marcha. Izam cerraba el convoy con el grueso de la soldadesca.
Dejaron atrás Fulda en dirección a Fráncfort.
Durante el trayecto, Hóos conversó varias veces con Theresa. Le comentó que en Würzburg la gente se moría de hambre, y por ese motivo doce carros transportaban grano. En Fráncfort añadirían las provisiones que pudieran cargar en los navíos. Ella le habló sobre Alcuino y sobre cómo había resuelto el caso del trigo envenenado.
—Te repito que no te fíes de él. Ese fraile es listo como el hambre, pero oscuro como el diablo.
—No sé… Se ha portado bien con Helga. Y a mí me ha proporcionado un empleo.
—Me da lo mismo. Cuando esto acabe y me paguen, ya no necesitarás ningún trabajo.
Theresa concedió sin entusiasmo, y le confió que su único interés consistía en encontrar a su padre vivo. Cuando Hóos le señaló las dificultades de tal anhelo, ella se negó a escucharle y se acurrucó bajo una manta.
La comitiva avanzó cansinamente toda la mañana. Dos jinetes provistos de antorchas abrían el paso, cuidando que los carros superaran las dificultades del camino. A poca distancia, cuatro mozos con guantes se ocupaban de retirar las piedras que obstaculizaban el avance de las carretas, mientras los boyeros, a fuerza de rebenque y juramentos, se afanaban por mantener a los bueyes apartados de los barrancos. Atentos a cualquier peligro, otra pareja bien pertrechada vigilaba la retaguardia.
Tras superar un trecho embarrado en el que los hombres hubieron de tirar tanto como las bestias, Izam ordenó el alto. A su juicio, el camino se abría lo suficiente como para proporcionar una acampada segura, de modo que los hombres dispusieron los carromatos en hilera junto al arroyo, ataron los caballos al primer carro y descargaron el forraje para los animales. Un mozo encendió una fogata sobre la que dispuso varias piezas de venado, mientras Izam congregaba al resto para organizar las guardias. Una vez cumplimentadas, se acomodaron junto a la hoguera y comenzaron a beber hasta que la carne quedó asada. Theresa ayudó a los mozos de cocina, quienes celebraron la presencia de una mujer con habilidad para los pucheros. Un par de oteadores regresaron con unos conejos que hicieron las delicias de los miembros de la delegación papal. Los menos afortunados hubieron de conformarse con gachas de avena y pata de cerdo salada; sin embargo, el vino pasó de mano en mano y los hombres comenzaron a parlotear y reír a medida que se vaciaban las jarras.
Theresa recogía unos cuencos cuando Izam se le acercó por la espalda.
—¿No bebes vino? —le ofreció.
Ella se volvió sorprendida.
—No, gracias. Prefiero agua. —Y dio un sorbo a su vaso.
A Izam le extrañó. Por lo general, durante los viajes la gente ingería vino aguado, o en su defecto cerveza, porque provocaban menos enfermedades que el agua contaminada. De nuevo insistió.
—Este arroyo no es de confianza. Su lecho no es pedregoso, y fluye de oeste a este. Además, un par de millas atrás dejamos un asentamiento de colonos, así que seguramente todos sus desperdicios discurren por el cauce.
Theresa escupió el agua y aceptó la copa de Izam. Era un vino fuerte y caliente.
—Antes intenté saludarte, pero andabas ocupada.
Ella le respondió con una sonrisa de circunstancia. Vio a Hóos comiendo venado y se avergonzó de que pudiera sorprenderla.
—¿Es tu prometido? —preguntó él.
—Aún no. —Se ruborizó sin comprender bien el motivo.
—Es una lástima que yo lo esté —mintió él.
Sin saber por qué, a ella le disgustó.
Hablaron un rato más sobre las dificultades de la ruta. Finalmente, ella cedió a la curiosidad.
—¿Sabes? No creo que realmente estés comprometido —dijo ella sonriendo, y al instante se avergonzó de su descaro.
Izam se echó a reír. En ese momento llegó Alcuino para felicitarles.
—A ti por tu cocina, y a ti por tu destreza dirigiendo la comitiva —dijo.
Izam agradeció el cumplido, y se despidió porque un par de soldados reclamaban su presencia. Theresa interrogó a Alcuino sobre Izam de Padua.
—Pues realmente no sé si tiene doncella —respondió el fraile sorprendido por una cuestión como aquélla.
Arribaron a Fráncfort al día siguiente de madrugada. Hóos e Izam emplearon la mañana en deambular por el puerto en busca de los navíos más apropiados. En el embarcadero encontraron sólidos veleros francos, navíos daneses de amplio calaje y naves frisonas de panza ancha. Izam apostó por la fortaleza y capacidad de los cascos, mientras que Hóos apostaba por la ligereza.
—Si encontramos hielo, tal vez tengamos que remolcarlas —observó el amante de Theresa.
Finalmente se decidieron por dos barcos pesados, bien pertrechados de remos, y un navío liviano capaz de remontar el río a rastras.
A mediodía comenzaron las labores de estiba. Comieron todos juntos en un almacén cercano, y un par de horas después, las tres embarcaciones surcaban el Main repletas de animales, soldados y curas.