Capítulo 4
Cuando Gorgias vislumbró lo que quedaba del taller, rogó a Dios que Theresa no se encontrase bajo los escombros. Las llamas habían consumido las paredes exteriores provocando el hundimiento de la techumbre, y ésta a su vez había avivado el fuego hasta convertir el lugar en una enorme pira. Los curiosos que iban llegando se agolpaban para contemplar el espectáculo mientras los más atrevidos se afanaban en atender a los heridos, rescatar algún útil o sofocar los rescoldos. Tras unos instantes de desconcierto, Gorgias reconoció la figura de Korne inclinada sobre unos maderos. Parecía un harapiento, con las ropas ennegrecidas y el rostro desencajado. Rápidamente se dirigió hacia a él.
—Gracias al cielo que os encuentro. ¿Habéis visto a Theresa?
El percamenarius se revolvió como si le hubiesen nombrado al diablo. De repente dio un salto y se abalanzó sobre la garganta de Gorgias.
—¡Esa maldita hija tuya! ¡Ojalá arda hasta el último de sus huesos!
Gorgias se zafó de Korne en el mismo instante en que dos vecinos acudían a separarlos. Los hombres disculparon el comportamiento de Korne, aunque Gorgias sospechó que sus palabras no obedecían a ningún tipo de arrebato. Les agradeció su intervención y se alejó para continuar la búsqueda.
Tras recorrer el perímetro del recinto, observó que el fuego no sólo había arruinado los talleres y la vivienda de Korne, sino que además se había propagado hacia los almacenes y las cuadras colindantes. Por fortuna, los establos no albergaban animales, y hasta donde él sabía, los almacenes se encontraban vacíos de grano, de modo que las pérdidas se limitarían al valor de los edificios. En cualquier caso, ambas construcciones ya estaban condenadas porque el incendio comenzaba a ensañarse con los tejados.
Advirtió entonces que el muro que delimitaba el patio de los talleres se había mantenido en pie, y recordó que Korne, harto de tanto robo, había ordenado sustituir la primitiva empalizada por un muro de piedra. Al parecer, gracias a aquella decisión, la zona comprendida entre la tapia y los estanques se había librado de las llamas.
En ese momento una mano temblorosa le tocó por la espalda. Era Bertharda, la esposa del percamenarius.
—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan grande! —dijo con lágrimas en los ojos.
—Bertharda, ¡por el amor de Dios! ¿Habéis visto a mi hija? —le preguntó él con desesperación.
—¡Ella me salvó! ¿Me oís? ¡Fue ella quien me salvó!
—Sí, sí, os oigo. Pero ¿dónde está? ¿Está herida?
—Le dije que no entrara. Que olvidara los libros, pero no me hizo caso…
—Por lo que más queráis, Bertharda, decidme dónde está mi hija —insistió Gorgias mientras la sacudía por los hombros.
La mujer lo miró fijamente. Sus ojos enrojecidos parecían ver otro mundo.
—Salimos del taller huyendo de las llamas —acertó a explicar—. En el patio me ayudó a trepar por el muro. Me ayudó hasta que me vio a salvo, y entonces me dijo que debía regresar por los códices. Yo le grité que no, que subiese al muro conmigo, pero ya sabéis lo testaruda que era —lloró—. Entró en el taller entre aquellas horribles llamas, y entonces de repente se oyó aquel ruido seco y un instante más tarde el techo se derrumbó. ¿Lo entendéis? Ella me salvó, y luego todo se derrumbó…
Gorgias se giró horrorizado para darse de bruces con un páramo de ruinas y desolación. Los rescoldos crujían y crepitaban mientras el humo grisáceo se extendía lentamente como el anuncio de un macabro desenlace.
De haber conservado la sensatez, habría esperado a que el incendio se extinguiese, pero fue incapaz de aguardar otro segundo. Sorteó las vigas que se interponían en su camino y se adentró en un caos de traviesas, puntales y machones sin atender a las llamas que le lamían los huesos. Los ojos le ardían de dolor y el calor le quemaba los pulmones. Apenas si lograba distinguir sus propias manos bajo el enjambre de cenizas y ascuas que flotaba en el aire, pero eso no le detuvo. Avanzó apartando montantes, repisas y bastidores, gritando una y otra vez el nombre de Theresa. De repente, mientras intentaba orientarse en el humo, oyó a sus espaldas un grito de auxilio. Se giró y corrió atravesando los rescoldos, pero al alcanzar unas tinajas advirtió que la voz procedía de Johan «Piescortos», el hijo de Hans, el curtidor. El muchacho, de unos doce años escasos, tenía el torso abrasado e imploraba auxilio con desesperación. Gorgias maldijo su suerte, pero de inmediato se inclinó sobre el muchacho para comprobar cómo una traviesa le mantenía atrapado.
Un simple vistazo le bastó para comprender que de no atenderle pronto moriría sin remedio, así que hizo acopio de fuerzas y tiró de los tablones que lo retenían. Sin embargo, para su infortunio, la viga no se movió. Se le ocurrió arrancarse un trozo del vendaje del brazo y utilizarlo para enjugar la cara del chico.
—Johan, escúchame. Voy a necesitar ayuda para sacarte de aquí. Tengo el brazo herido y yo solo no puedo mover estas tablas. Te diré lo que vamos a hacer. ¿Sabes contar?
El muchacho afirmó con un gesto de dolor.
—Sé hasta diez —dijo con orgullo.
—Bueno. Eso es estupendo. Ahora quiero que respires a través de este vendaje, y cada cinco bocanadas grites tu nombre tan fuerte como puedas. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
—Bien. Pues entonces iré a buscar ayuda, y cuando regrese, te traeré un pedazo de pastel y una buena manzana. ¿Te gustan las manzanas?
—No, por favor. No me deje —sollozó.
—No voy a dejarte, Johan. Regresaré con ayuda.
—¡No se vaya, señor! Se lo suplico —dijo aferrándole la mano.
Gorgias miró al crío y soltó una maldición. Sabía que aunque lograse volver con ayuda, el chico no lo soportaría. En aquel lugar ya no se podía respirar. Johan moriría quemado o asfixiado, pero de un modo u otro moriría. Y aun así, buscar auxilio era lo único que podía hacer por él.
De repente se agachó y agarró la viga con ambas manos, flexionó las piernas y tensó los brazos hasta que su espalda crujió, pero continuó tirando como si le fuese la vida en ello. Sintió cómo el brazo herido se desgarraba y los puntos saltaban segando piel y tendones, mas no cejó en su agónico esfuerzo.
—Vamos, maldita hija de puta. ¡Muévete! —gritó.
De repente se escuchó un chasquido y la viga cedió un par de dedos. Gorgias aspiró una bocanada de humo, tiró de nuevo y la viga volvió a moverse hasta un palmo por encima del muchacho.
—Ahora, Johan. ¡Sal de ahí!
El chico rodó sobre un costado, justo en el momento en que las fuerzas abandonaban a Gorgias y la viga se desplomaba contra el suelo. Luego, tras un instante de resuello se levantó, cargó a hombros al desmadejado muchacho y escapó rápido de aquel infierno.
En la explanada donde los vecinos habían congregado a la mayoría de los heridos, Gorgias distinguió a Zenón asistiendo a un hombre con las piernas cubiertas de ampollas. El médico esgrimía una lanceta con la que reventaba las vesículas con rapidez para, seguidamente, aplastarlas como si fuesen pellejos de uva. Le asistía un acólito de ojos asustados que aplicaba unturas de aceite con discutible destreza. Gorgias se encaminó hacia él con Johan a cuestas. Guando llegó a la altura de Zenón, depositó al chico en el suelo y le pidió que lo atendiera. Tras un rápido vistazo, el físico se volvió hacia Gorgias y meneó la cabeza.
—Nada que hacer —comentó con voz resuelta.
Gorgias lo sujetó por un brazo y lo alejó del chico.
—Al menos podríais evitar que lo oyera —le musitó—. De todas formas atendedle, y que sea lo que Dios quiera.
Zenón le sonrió con desdén.
—Deberíais cuidar más de vos mismo —dijo señalando su brazo ensangrentado—. Dejadme ver.
—Primero el chico.
Zenón torció el gesto y fue junto al muchacho. Se agachó, llamó a su ayudante y le arrebató el ungüento que tenía entre las manos.
—Manteca de cerdo… Lo mejor para las quemaduras —anunció mientras embadurnaba las heridas de Johan—. Al conde no le gustará que la malgaste en un desahuciado.
Gorgias no contestó. Tan sólo pensaba en encontrar a Theresa.
—¿Hay más heridos? —le preguntó.
—Desde luego. A los más graves los han llevado a San Damián —contestó el cirujano sin levantar la mirada.
Gorgias se agachó junto a Johan y le pasó la mano por la cabeza. El muchacho respondió con un amago de sonrisa.
—No hagas caso a este matarife —le dijo—. Ya verás cómo te restableces. —Y sin darle tiempo a responder, se levantó y se encaminó hacia la basílica en busca de su hija.
Pese a su aspecto achaparrado, la iglesia de San Damián era un edificio sólido y seguro. En su construcción se había empleado piedra de sillería, y hasta el mismísimo Carlomagno había expresado su satisfacción al conocer que un edificio consagrado a Dios se hubiera erigido sobre cimientos tan robustos como la fe que debía sustentarlos. Antes de entrar, Gorgias se santiguó y pidió a Dios por Theresa.
Nada más franquear el pórtico, le abofeteó un insoportable hedor a carne quemada. Sin detenerse, se apoderó de una de las teas que pendían de las crujías y continuó hacia el transepto, procurando iluminar las exiguas capillas que flanqueaban las naves laterales. Cuando alcanzó el presbiterio, observó tras el altar una hilera de sacos de paja dispuestos para acomodar a los heridos. Enseguida reconoció a Hahn, un chico vivaracho que mataba las horas en el taller a la espera de que le asignaran cualquier tarea. Tenía las piernas abrasadas y se quejaba amargamente. A su lado yacía un hombre a quien no supo identificar porque las quemaduras habían transformado su cara en una costra negruzca. Junto al ábside central distinguió a Nicodemo, uno de los oficiales de Korne, confesándose de sus pecados. Más allá del transepto, un hombre grueso con la cabeza vendada, del que sólo se reconocían las orejas, y a sus espaldas, la figura tumbada de un joven desnudo. Gorgias comprobó que se trataba de Celías, el hijo menor del percamenarius. El muchacho yacía con los ojos entreabiertos y el cuello retorcido. Sin duda había muerto en una horrible agonía.
Ninguno de los presentes supo darle razón sobre el paradero de su hija.
Gorgias se arrodilló y pidió a Dios por el alma de Theresa. Cuando se disponía a continuar la búsqueda, sintió que las fuerzas le abandonaban. De repente, un escalofrío le sacudió por dentro hasta nublarle la vista. Intentó apoyarse en una columna pero la negrura se apoderó de él, y tras vacilar unos instantes se derrumbó en el suelo sin conciencia.
A media mañana, los tañidos de las campanas sacaron a Gorgias de su desvanecimiento. Lentamente, el velo que enturbiaba su mirada se fue disipando hasta que las desdibujadas figuras se aclararon como si las enjuagasen con agua limpia. Enseguida reconoció a su esposa Rutgarda; esbozaba una sonrisa que apenas disimulaba su rostro ajado por el llanto. Más atrás distinguió a Zenón, ocupado con unos frascos de tinturas. De repente sintió un dolor tan intenso que temió que le hubieran cortado el brazo, pero al alzarlo comprobó que volvía a tenerlo cuidadosamente vendado. Rutgarda lo incorporó encajándole un grueso almohadón bajo la espalda. Entonces Gorgias advirtió que continuaba en el interior de San Damián, recostado contra la pared de una de las diminutas capillas.
—¿Y Theresa? ¿Ha aparecido? —acertó a preguntar.
Rutgarda lo miró con tristeza. Las lágrimas le resbalaron mientras escondía el rostro entre sus hombros.
—¿Qué ha sucedido? —gritó—. ¡Por Dios! ¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Theresa?
Gorgias miró alrededor, pero no obtuvo respuesta. Entonces, a pocos pasos de donde se encontraba, vio un cuerpo inerte cubierto por una sábana.
—La encontró Zenón en el taller, acurrucada bajo un murete —dijo Rutgarda sollozando.
—¡No! ¡No! ¡Por todos los Santos! No es cierto.
Gorgias se levantó y corrió hacia el lugar donde yacía el cuerpo. El sudario que la protegía estaba marcado con una grotesca cruz blanca, por cuyo extremo asomaba un miembro calcinado. Gorgias retiró la sábana y sus pupilas se dilataron por el horror. Las llamas habían devorado el cuerpo hasta transformarlo en una irreconocible figura de carne y piel abrasada. Sus ojos no quisieron creerlo, pero todo se le derrumbó cuando reconoció los jirones del vestido azul de su hija, el que ella tanto adoraba.
Desde primera hora de la tarde, la gente se fue agolpando a las puertas de la iglesia para la celebración de los funerales. Varios chiquillos reían y parloteaban jugando a esquivar los empellones de los mayores, mientras los más irreverentes se burlaban de las mujeres, a quienes intentaban molestar imitándolas en sus llantos. Un grupo de ancianas envueltas en oscuras pellizas se había congregado en torno a Brunilda, una viuda acusada de regentar un negocio de mancebía, que solía estar al tanto de cualquier acontecimiento. La mujer concitó la atención de sus compañeras al sugerir que la causante del fuego había sido la hija del escriba, y que durante el incendio no sólo se habían producido víctimas, sino que además, como auténtica desgracia, había ardido un lote de provisiones que Korne mantenía oculto en sus almacenes.
Continuamente se formaban corros en los que se discutía sobre el número de heridos, se escenificaba la gravedad de las quemaduras o se especulaba sobre las causas del incendio. De vez en cuando alguna mujer corría de un lado a otro con la sonrisa en la boca, ansiosa por compartir las últimas habladurías. Sin embargo, y pese a la animación del momento, la llegada del conde Wilfred y su tiro de perros fue acogida con alivio, porque la lluvia comenzaba a arreciar y escaseaban los lugares donde protegerse.
Nada más abrirse la cancela, los asistentes se apresuraron a ocupar los mejores lugares. Como de costumbre, los hombres se acomodaron en los puestos próximos al altar, dejando para las mujeres y los niños los sitios más retrasados. La primera fila, reservada para los padres de los fallecidos, la ocupaban el percamenarius y su esposa. Junto a ellos descansaban sobre sendos sacos de paja los dos hijos heridos en el incendio. El cadáver del menor, Celías, yacía envuelto en un sudario de lino junto al cuerpo de Theresa. Los difuntos yacían sobre una mesa instalada para la ocasión frente al altar mayor. Gorgias y Rutgarda habían declinado la invitación de Wilfred y se habían situado más atrás para evitar cualquier confrontación con Korne.
Wilfred aguardó bajo el pórtico hasta que los últimos feligreses ocuparon sus lugares. Cuando cesaron los murmullos, chasqueó su látigo e hizo que los perros le condujesen por una nave lateral hasta el transepto. Allí, dos acólitos tonsurados le ayudaron a situarse detrás del altar, y tras cubrir las cabezas de los perros con unas capuchas de cuero, liberaron al conde de los correajes que lo aseguraban al artefacto. A continuación, el subdiácono despojó a Wilfred de la capa pluvia que portaba y la sustituyó por una túnica albata que ajustó mediante un cíngulo. Encima le sobrepuso un indumentun bordado del que pendía por su reborde inferior una hilera de campanitas de plata, y finalmente coronó su cabeza con un imponente tocado damasquinado. Una vez ataviado, el ostiario le lavó las manos en un aguamanil y dispuso un modesto cáliz funerario junto a los crismas que custodiaban los santos óleos. Dos candelabros iluminaban tenuemente los sudarios de los fallecidos.
Un clérigo rechoncho de andares dificultosos se acercó al altar provisto de un salterio. El hombre abrió el volumen con parsimonia y, tras humedecerse el dedo índice, comenzó el oficio recitando los catorce versículos preceptuados por la regla de san Benito. Luego entonó cuatro salmos con antífona y salmodió otros ocho, para seguidamente pronunciar una letanía y la vigilia de los difuntos. Después tomó la palabra Wilfred, quien con su sola presencia zanjó de un plumazo las primeras murmuraciones. El conde escrutó a los asistentes como si buscase al culpable de la tragedia. Hacía dos años que no vestía la indumentaria de sacerdote.
—Agradeced a Dios el que hoy, con Su inefable misericordia, se haya apiadado de nosotros —explicó—. Acostumbrados a vivir en la complacencia, a abandonaros en el deleite de los apetitos, olvidáis con deleznable facilidad por qué estáis en este mundo. Vuestro piadoso aspecto; vuestros rezos y limosnas; vuestro turbio entendimiento os lleva a imaginar que cuanto poseéis es consecuencia de vuestro esfuerzo. Os obcecáis en desear mujeres distintas de las vuestras, envidiáis la suerte de los favorecidos y hasta os dejaríais arrancar las orejas si con ello pudieseis conseguir la riqueza que tanto anheláis. Pensáis que la vida es un banquete al que estáis invitados, un convite para saborear los guisos y los licores más refinados. Pero sólo un seso egoísta, un alma débil rezumante de ignorancia, es capaz de olvidar que no es sino el Santísimo Padre el propietario de vuestras vidas. Y del mismo modo en que un padre azota a sus hijos cuando es desobedecido, de igual forma que el alguacil corta la lengua al mentiroso o cercena el miembro del cazador furtivo, Dios corrige a quienes olvidan sus preceptos con el más terrible de los castigos.
Todos murmuraron.
—El hambre llama a nuestras puertas —continuó—, se adentra en nuestros hogares y devora a nuestros hijos. Las lluvias anegan las cosechas, las enfermedades diezman al ganado. ¿Y aún os quejáis? Dios os envía señales, y vosotros os lamentáis por sus designios. ¡Rezad! Rezad hasta que vuestras almas escupan los esputos de la codicia y las flemas de la ira. Rezad para alabar al Señor. Él se ha llevado a Celías y Theresa, liberándolos del pecaminoso mundo que vosotros habéis construido. Ahora que sus almas abandonan la corrupción de la carne, vosotros lloráis como mujeres atusándoos los cabellos. Pues atended, os digo, porque ellos no serán los últimos. Dios os muestra el camino. Olvidad las penas y tan sólo temed, pues el banquete que anheláis no lo hallaréis en este mundo. ¡Orad! Suplicad perdón, y tal vez logréis sentaros a Su festín, pues aquellos que renieguen del Señor se consumirán en el abismo de la condenación, hasta el fin de los siglos.
Wilfred guardó silencio. Con el paso de los años había comprendido que, con independencia de la causa que lo motivase, el mejor discurso era el de la condenación eterna. Sin embargo, Korne frunció el ceño y se adelantó.
—Si me lo permitís —dijo elevando la voz—. Desde mi conversión siempre me he tenido por buen cristiano: rezo al levantarme, ayuno cada viernes y sigo los preceptos. —Miró a todos como esperando su aprobación—. Hoy Dios se ha llevado a mi hijo Celías: un chico sano y robusto; un buen muchacho. Acepto los designios del Señor, y ruego a Él por su alma. También ruego por la mía, por la de mi familia y la de casi todos los presentes. —Tragó saliva antes de volverse hacia Gorgias—. Pero la culpable de esta desgracia no merece recibir ni una sola plegaria que alivie su castigo. Esa muchacha nunca debió entrar en mi taller. Si Dios usa la muerte para enseñarnos, tal vez debamos emplear Sus mismas enseñanzas. Y si es Dios el que juzga a los muertos, seamos nosotros quienes juzguemos a los vivos.
Un griterío atronó la iglesia.
—Nihil est tam volucre quam maledictum; nihil faálius emiltitur, nihil citius excipitur, nihil latius dissipatur —intervino Wilfred gritando—. Pobres hombres iletratti: no hay cosa más veloz que la calumnia, nada que se nos escape más fácilmente, nada que se acepte mejor y nada que se extienda más sobre la faz de la tierra. Ya he escuchado los rumores que acusan a Theresa. Todos habláis de lo mismo, pero ninguno conocéis la realidad de lo sucedido. Guardaos de la falsedad y la ignominia porque no hay secreto que tarde o temprano no se descubra. Nihil est opertum quod non revelavitur, et ocultum quod non scietur.
—¿Mentiras decís? —respondió Korne agitando los brazos—. Yo mismo sufrí la ira de esa hija de Caín. Su odio provocó el fuego que ha destruido mi vida. Y lo afirmo aquí, en la casa de Dios. Mi hijo Celías lo habría atestiguado de no haber muerto por culpa de esa muchacha. Pueden dar fe cuantos estuvieron presentes, y juro ante el Altísimo que así lo harán cuando Gorgias y su familia se enfrenten a la justicia. —Y sin esperar al beneplácito de Wilfred se echó a hombros el cadáver de Celías y abandonó la iglesia seguido de su familia.
Gorgias aguardó hasta que el resto de los feligreses acabaron de desalojar el templo. Deseaba hablar con Wilfred sobre el enterramiento de Theresa y sabía que no dispondría de mejor momento. Además, las palabras de Wilfred le habían sorprendido sobremanera. Rutgarda le había comentado los rumores que apuntaban a Theresa como la causante del incendio, pero la advertencia del conde parecía sugerir algo diferente. Rutgarda esperó en el exterior mientras aprovechaba para comentar con las vecinas los preparativos del entierro. Cuando Gorgias se acercó a Wilfred, lo sorprendió acariciando el lomo de sus molosos. Se preguntó cómo un hombre sin piernas podía manejar con tal facilidad a aquellas bestias.
—Siento lo de vuestra hija —dijo Wilfred meneando la cabeza—. En verdad era una buena chica.
—Era todo lo que tenía. Toda mi vida. —Sus ojos eran una cuenca de lágrimas.
—Muchos piensan que sólo existe una muerte, pero eso no es del todo cierto. Cada vez que un hijo muere, la muerte también alcanza a sus padres, y eso a su vez origina la penosa ironía de que cuanto más vacía es la vida, más pesada se revela. Sin embargo, vuestra esposa todavía es joven. Tal vez aún podáis…
Gorgias negó con la cabeza. Lo habían intentado en numerosas ocasiones, pero Dios no había querido bendecirles con un nuevo hijo.
—Mi único deseo es que Theresa reciba sepultura como la cristiana que siempre fue. Sé que lo que voy a pediros es difícil, pero os ruego que atendáis mi súplica.
—Si está en mi mano…
—Últimamente he visto cosas terribles: muertos desnudos por las roderas; cadáveres tirados por los estercoleros; cuerpos sacados de sus tumbas por hambrientos desesperados. No quiero que a mi hija le ocurra eso.
—Desde luego. Pero no veo de qué modo…
—El cementerio del claustro. Sé que sólo los clérigos y los prohombres descansan en ese jardín, pero os lo pido como un favor especial. Sabéis cuánto he hecho por vos…
—Y yo por vos, Gorgias, pero lo que me pedís es algo imposible. En el claustro no cabe un alma, y las tumbas de las capillas pertenecen a la iglesia.
—Lo sé, pero había pensado en la zona del pozo. Ese lugar está virgen.
—Ese lugar es casi roca viva.
—No me importa. Cavaré.
—¿Con ese brazo?
—Encontraré quien me ayude.
—En cualquier caso, no creo que fuese buena idea. La gente no comprendería que una chica acusada de homicidio descansase en un claustro rodeada de santos.
—Pero no entiendo… Hace un instante, vos mismo la habéis defendido.
—Es cierto. —Meneó la cabeza—. Nicodemo, uno de los trabajadores heridos, pidió confesión. Debió de sentir la presencia de la muerte, y entre pecado y pecado habló de lo ocurrido. Al parecer, las cosas no sucedieron tal como las describe Korne.
—¿Qué queréis decir? ¿No fue Theresa la causante del incendio?
—Digamos que no está claro que lo fuera. Sin embargo, aunque la acusación de Korne resultase falsa, sería harto difícil demostrarlo. Nicodemo habló bajo secreto de confesión, y es de suponer que el resto de los empleados confirmarán la versión de Korne. No creo que Nicodemo sobreviva, pero además, aunque lo hiciera, seguramente se desdiría de sus palabras. Recordad que trabaja para Korne.
—Y Korne para vos.
—Mi buen Gorgias. En ocasiones menospreciáis el poder de Korne. La gente no lo respeta por su trabajo. Temen a su familia. Han sido varios los aldeanos que ya han sufrido su ira. Sus hijos desenvainan la espada con la misma facilidad con que un adolescente desenfunda su miembro.
—Pero vos sabéis que mi hija no pudo hacerlo. Conocíais a Theresa. Era una chica bondadosa y caritativa. —Las lágrimas le brotaron.
—Y terca como una mula. Mirad, Gorgias, os aprecio profundamente, pero no puedo concederos lo que me pedís. Lo siento de veras.
Gorgias se quedó pensativo. Entendía la posición de Wilfred, pero no iba a consentir que profanasen el cuerpo de su hija en cualquier estercolero.
—Veo, vuestra dignidad, que no me dejáis opción. Si no puedo enterrar a mi hija en Würzburg, deberé trasladar su cadáver hasta Aquis-Granum.
—¿A Aquis-Granum, decís? Debéis de estar bromeando. Los pasos siguen cegados y lo mismo sucede con las postas. Aunque dispusieseis de un carro con bueyes, los bandidos os despedazarían.
—Os digo que lo haré aunque me cueste la vida.
Gorgias aguantó la mirada a Wilfred. Sabía que el conde precisaba de sus servicios y no permitiría que nada le sucediera. Wilfred se demoró en contestar.
—Olvidáis que hay pendiente un manuscrito —dijo al cabo.
—Y vos que hay pendiente un entierro.
—No tentéis a vuestra suerte. Hasta ahora os he protegido como a un hijo, pero eso no os autoriza a comportaros como un muchacho insolente —repuso mientras volvía a manosear la cabeza de los perros—. Recordad que fui yo quien os acogió cuando llegasteis a Würzburg mendigando un trozo de pan. Que fui yo quien facilitó vuestra inscripción en el registro de hombres libres pese a que carecíais de los documentos o armas que os acreditaran, y que fui yo quien os ofreció el trabajo que habéis disfrutado hasta el día de hoy.
—Sería un desagradecido si lo olvidara. Pero de eso hace ya seis años, y creo que mi trabajo ha respondido con generosidad a vuestra ayuda.
Wilfred lo miró con dureza, pero luego suavizó el rostro.
—Lo siento, pero no puedo ayudaros. A estas horas Korne ya habrá acudido al corregidor para denunciaros por lo sucedido. Como comprenderéis, sería una temeridad por mi parte aceptar el cadáver de una persona que puede ser hallada culpable de homicidio. Y aún hay más: os recomendaría que comenzaseis a preocuparos por vos mismo. No dudéis que Korne irá a por vos.
—Pero ¿por qué motivo? Durante el incendio yo estaba con vos, aquí en el scriptorium…
—Mmm… Veo que aún desconocéis las complejas leyes carolingias, cosa que deberíais remediar si en algo apreciáis vuestra cabeza.
Wilfred restalló el látigo y los perros se movieron como si supieran adonde dirigirse. Los animales tomaron un pasillo lateral y arrastraron el artilugio rodante hasta unos aposentos lujosamente decorados. Gorgias siguió sus pasos obedeciendo una seña del conde.
—Aquí suelen hospedarse los optimates —explicó Wilfred—. Príncipes, nobles, obispos, reyes. Y en esta pequeña sala custodiamos los capitulares que nuestro rey Carlos ha venido publicando desde su coronación. Junto a ellos archivamos códigos de la lex Sálica y Ripuaria, decretales y actas de los Campos de Mayo… En definitiva, las normas que gobiernan a los francos, sajones, burgundios y lombardos. Ahora dejadme ver…
Wilfred hizo rodar la silla hasta una estantería deliberadamente baja y examinó uno por uno los volúmenes ordenados y protegidos por cubiertas de madera. El clérigo se detuvo ante un tomo raído que sacó con dificultad y hojeó humedeciéndose los dedos con la punta de la lengua.
—Ajá. Aquí está: Capitular de Vilbis. Poitiers, anno domine 768. Karolus rex francorum. Permitidme que os la lea: «Si un hombre libre infligiere daño material o de vida a otro de igual condición, y por innominada circunstancia resultase incapaz de responder de su falta, recaerá sobre la familia del ofensor el castigo que en justicia al primero correspondiera».
Wilfred cerró el libro y lo devolvió a la estantería.
—¿Mi vida corre peligro? —preguntó Gorgias.
—No sabría qué deciros. Conozco al percamenarius hace tiempo. Es un hombre egoísta. Peligroso tal vez, pero, desde luego, listo como pocos. Muerto no le servís de nada, así que imagino que buscará vuestros bienes. Otra cosa es su familia. Proceden de Sajonia, y sus costumbres no son las de los francos.
—Si lo que busca es riqueza… —sonrió con amargura.
—Precisamente ése es vuestro mayor problema. El juicio podría terminar con vuestros huesos en el mercado de esclavos.
—Eso ahora no me preocupa. Cuando entierre a mi hija ya veré el modo de resolverlo.
—Por Dios, Gorgias, recapacitad. O al menos pensad en Rutgarda. Vuestra esposa no tiene culpa de nada. Deberíais concentraros en preparar vuestra defensa. Y ni se os ocurra pensar en la huida. Los hombres de Korne os darían caza como a un conejo.
Gorgias bajó la mirada. Si Wilfred no autorizaba la inhumación, sólo le quedaría la opción de trasladar el cadáver hasta Aquis-Granum, pero eso le resultaría imposible si, tal como apuntaba el conde, los parientes de Korne estaban dispuestos a impedírselo.
—Theresa será enterrada esta noche en el claustro —dijo—. Y seréis vos quien se ocupe de ese juicio. Al fin y al cabo, vuestra dignidad necesita de mi libertad mucho más que yo.
El conde sacudió las riendas y los perros gruñeron amenazadoramente.
—Mirad, Gorgias. Desde que comenzasteis a copiar el pergamino os he proporcionado comida por la que muchos matarían, pero ciertamente con esto estáis tensando la cuerda más de lo aconsejable. A tal punto, que tal vez debiera reconsiderar el alcance de nuestros compromisos. De algún modo vuestras habilidades me resultan imprescindibles, pero suponed que un accidente, una enfermedad, o incluso ese juicio os impidieran cumplir lo pactado. ¿Acaso creéis que mis planes se detendrían? ¿Que vuestra ausencia impediría el desarrollo de mi empeño?
Gorgias supo que pisaba un terreno resbaladizo, pero su única oportunidad pasaba por presionar a Wilfred. Si no lo conseguía, su cabeza acabaría junto a Theresa en un estercolero.
—No dudo que consiguieseis encontrar a alguien. Desde luego que podríais hacerlo. Tan sólo deberíais localizar un amanuense cuya lengua materna fuese el griego; que conociese las costumbres de la antigua corte bizantina; que dominase la diplomática con igual maestría que la caligrafía; que distinguiese una vitela nonata de un pergamino de cordero y que, obviamente, supiese mantener la boca cerrada. Decidme, su dignidad, ¿a cuántos de esos hombres conocéis? ¿Dos escribas? ¿Tal vez tres? ¿Y cuántos de ellos estarían dispuestos a embarcarse en tan incierto encargo?
Wilfred gruñó como uno de sus animales. Su cabeza ladeada, encendida por la ira, se veía más grotesca que nunca.
—Puedo encontrar a ese hombre —le retó mientras se daba la vuelta.
—¿Y qué es lo que copiaría? ¿Un trozo de papel quemado?
Gorgias se detuvo en seco.
—¿A qué os referís?
—A lo que oís, eminencia. A que la única copia existente se evaporó en el incendio, de modo que, a menos que también conozcáis a alguien capaz de leer en las cenizas, tendréis que aceptar mis condiciones.
—Pero ¿qué pretendéis? ¿Que acabemos todos en el infierno?
—No es ésa mi intención, ya que, por fortuna, recuerdo palabra por palabra el contenido del documento.
—¿Y cómo demonios pensáis que puedo ayudaros? Represento la ley en Würzburg. Debo obediencia a Carlomagno.
—Decídmelo vos. ¿O acaso el poderoso Wilfred, conde y custodio del mayor secreto de la cristiandad, no va a poder solucionar un simple entierro?
Nada más enterarse de la noticia, Reinoldo y Lotaria se personaron en San Damián para colaborar en el sepelio de Theresa. Al fin y al cabo, Lotaria era la hermana mayor de Rutgarda, y tras su matrimonio con Reinoldo la relación entre ambas familias se había estrechado. Una vez ultimados los detalles, Gorgias y Reinoldo acordaron el traslado del cadáver. Rutgarda y Lotaria decidieron marchar solas para ir adelantando trabajo, pero sus maridos les dieron alcance al poco, merced a unas parihuelas que encontraron en la hostería catedralicia.
Ya en la vivienda, Gorgias depositó el cuerpo sobre el jergón que su hija siempre ocupaba. La miró con ternura y sus ojos se enrojecieron. No podía admitir que nunca más disfrutaría de su sonrisa, que no volvería a contemplar sus ojos vivarachos ni sus mejillas encendidas. No podía aceptar que de aquellos rasgos tan dulces, tan sólo perviviera un rostro desfigurado.
La noche se adivinaba larga y el frío les atería los huesos, así que Rutgarda propuso tomar algo caliente antes de emplearse en las distintas ocupaciones. Gorgias se mostró de acuerdo y encendió el hogar. Cuando el fuego prendió, Rutgarda puso a calentar la sopa de nabos que había preparado el día anterior, aumentándola con agua y espesándola con un trozo de manteca que había traído Lotaria, mientras ésta se dedicaba a adecentar un rincón que juzgó adecuado para amortajar a Theresa. La mujer, pese a su voluminosa figura, se desenvolvía con la agilidad de una ardilla, y en un abrir y cerrar de ojos dejó el lugar limpio de aperos y utensilios.
—¿Saben vuestros hijos que pasaréis la noche fuera?
—Lotaria los puso sobre aviso —respondió Reinoldo—. Está mal que lo diga, pero esta mujer es un tesoro. Fijaos: en cuanto se enteró de lo ocurrido, salió corriendo a pedir un frasco de esencia a casa de la partera. No está bien que yo lo diga, pero a veces creo que piensa más que algunos hombres.
—Debe de ser cosa de familia. Rutgarda también es sensata —confirmó Gorgias.
Rutgarda sonrió. Gorgias no solía decirle cosas bonitas, pero era un hombre cabal como pocos, y eso la enorgullecía.
—Dejaos de halagos y salid a cortar un poco de leña, que he de preparar la mortaja. Ya os avisaré cuando termine —refunfuñó Lotaria.
Rutgarda rellenó un cuenco con sopa y se lo acercó a Gorgias.
—Ves lo que decía. Piensan más que algunos hombres —reiteró Reinoldo.
Los dos tomaron el caldo con avidez. Antes de salir, Gorgias se fijó en el único arcón que guarnecía la estancia. Lo observó detenidamente y tras dudar un instante lo abrió y comenzó a vaciarlo.
—¿Qué estás buscando?
—Creo que podré convertirlo en un ataúd. Ahí fuera tengo unos tablones que tal vez sirvan.
—Pero es nuestro único arcón. No podemos tirar el ajuar al suelo —intervino Rutgarda.
—Dejaremos la ropa sobre la cama de Theresa, y no te preocupes, que ya te compraré otro más bueno —dijo Gorgias al tiempo que sacaba el último vestido—. Cuando terminéis con la mortaja, envolved el ajuar con una manta. Luego recoged todo lo que encontréis de valor: comida, pucheros, vestidos, herramientas… Yo me ocuparé de los libros.
—¡Dios mío! Pero ¿qué ocurre?
—No preguntéis y haced lo que os digo.
Gorgias aferró una tea y pidió ayuda a Reinoldo. Éste prendió otra, y juntos arrastraron el arcón hasta el exterior de la vivienda. Lotaria dejó a Rutgarda a cargo de la casa mientras ella desnudaba el cuerpo abrasado de Theresa. Desde luego no era la primera vez que amortajaba un cadáver, pero nunca se había enfrentado a uno cuya piel se desprendiese a trozos como la corteza de un eucalipto. La mujer retiró cuidadosamente los restos del vestido y limpió el cuerpo ennegrecido con agua caliente. Luego lo perfumó, salpicándolo con esencia de cardamomo. Para embozarla empleó una sábana de lino que aplicó desde los pies hasta los hombros. Después escogió un vestido usado que rasgó con la ayuda de un cuchillo hasta conseguir un retal parejo con el que embellecer la mortaja. Para cuando terminó, Rutgarda ya había recogido casi todos los enseres.
—Aunque no fuese hija mía, siempre la quise como tal —dijo Rutgarda con lágrimas en los ojos.
Lotaria prefirió no hablar. Ya era suficiente desgracia el que Rutgarda no hubiera podido concebir, como para añadirle la pérdida de su hijastra.
—Todos la queríamos —acertó a contestar—. Era buena chica. Distinta pero buena. En fin. Voy a avisar a los hombres.
Se secó las manos y llamó a Gorgias y Reinoldo. Ambos regresaron a la casa con el arcón convertido en un extraño ataúd.
—No es bonito, pero servirá —afirmó Gorgias. Seguidamente arrastró el ataúd hasta el lugar donde descansaba el cuerpo. Miró con tristeza a su hija y se volvió hacia Rutgarda—. Estuve hablando con Wilfred. Me advirtió que Korne nos denunciaría.
—¿A nosotros? Pero ¿qué quiere ese malnacido? ¿Que nos destierren? ¿Que reconozcamos que Theresa nunca debió entrar en el taller? ¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no hemos tenido suficiente castigo?
—Parece que para él, no. Supongo que pretende resarcirse de las pérdidas ocasionadas por el fuego.
—Pero qué va a conseguir, si apenas nos queda para comer.
—Eso mismo le dije a Wilfred. Pero según las leyes francas, pueden arrebatarnos todo cuanto tengamos.
—¿Y qué es lo que tenemos, si cuanto poseemos está ahí, envuelto sobre la cama?
—Podrían quitaros la casa —intervino Lotaria.
—La vivienda es arrendada —respondió Gorgias—. Y eso es lo malo.
—¿Y por qué lo malo? —preguntó Rutgarda con ansiedad.
Gorgias miró fijamente a su mujer y contuvo la respiración.
—Porque podrían vendernos en el mercado de esclavos.
Rutgarda abrió los ojos casi tanto como la boca. Luego ocultó la cabeza entre las rodillas y rompió a llorar, mientras Lotaria meneaba la cabeza y recriminaba a Gorgias sus palabras.
—He dicho que podrían hacerlo, no que fueran a conseguirlo —aclaró él—. Antes deberían demostrar la culpabilidad de Theresa. Además, Wilfred ha dicho que nos ayudará.
—¿Que nos ayudará? —dudó entre sollozos Rutgarda—. ¿Ese tullido?
—Te aseguro que lo hará. Mientras tanto quiero que traslades todos los enseres a casa de Reinoldo. De ese modo evitaremos que alguien se tome la justicia por su mano. Deja aquí algún cacharro, el que peor veas, y un par de mantas raídas. No te olvides de los jergones. Vacía la paja y aprovecha las fundas para transportar las cosas. Así no levantaremos sospechas. Luego tú y Lotaria os encerráis con los niños mientras Reinoldo y yo nos ocupamos del entierro. Al amanecer nos reuniremos con vosotras.
Ya a solas, Gorgias se sentó sobre el ataúd y esperó a que anocheciera. Había acordado con Reinoldo acudir al claustro tras la puesta de sol, de modo que sólo le restaba velar el cadáver y aguardar la aparición de las primeras estrellas. Pasado un rato, en su mente se dibujó la figura de Theresa. Recordó Constantinopla, la perla del Bósforo, la tierra que le vio nacer. Tiempos de fortuna y abundancia, de goce y felicidad. Qué distantes ahora, y qué crueles sus recuerdos. Nadie en Würzburg habría podido imaginar que Gorgias, el hombre que ejercía de humilde escriba en el scriptorium, había ostentado tiempo atrás el título de patricio en la urbe de urbes, la lejana Constantinopla.
Rememoró el nacimiento de su hija Theresa, aquella bolita de melocotón; aquel manojo de vida tiritando entre sus brazos. Durante semanas corrió el vino y se derramó la miel. Envió noticias a los foros del imperio, ordenó que se erigiese un altar a espaldas de la villa y exigió a sus siervos que conmemorasen con ofrendas aquella dichosa fecha. Ni siquiera su nombramiento como optimate de la provincia de Bitinia le había producido mayor satisfacción. Su esposa Otiana lamentó no haber engendrado un varón, pero él tampoco tenía prisa. Aquella chiquilla llevaba su sangre, la sangre de los Theolopoulos, la estirpe de comerciantes más renombrada de Bizancio, desde el Danubio hasta Dalmacia, desde Cartago hasta el Exarcado de Rávena, respetada y temida más allá de las defensas de Teodosio. Tiempo habría para que llegasen más niños y llenasen las salas con sus travesuras. Eran jóvenes y con la vida por delante. O al menos, así lo creía…
La segunda gestación trajo consigo la mayor de las desgracias. Los galenos atribuyeron la muerte de Otiana a la humedad y las blanduras del feto… ¡Malditos necios! Si al menos le hubieran evitado todo aquel sufrimiento…
Durante meses la desesperación se convirtió en su única compañera. En cada rincón imaginaba a su esposa, olía su perfume y escuchaba sus risas. Al final, aconsejado por sus hermanos, decidió alejarse de la melancolía que le consumía y se trasladó a la vieja Constantinopla. Allí adquirió una villa ajardinada próxima al foro de Trajano, donde se instaló con sus siervos y un ama de cría.
Transcurrieron varios años durante los cuales vio crecer a Theresa rodeada de libros y escritos, su única pasión; el remedio que los físicos no supieron recetarle. Su título de patricio y su amistad con el cubiculario del Basileus le abrieron las puertas de la Biblioteca de Santa Sofía, y de ese modo tuvo acceso al más grande almacén de sabiduría de la cristiandad. Cada mañana acudía al paraninfo de la catedral acompañado de Theresa, y mientras ésta jugaba con los faisanes, él releía a Virgilio, copiaba pasajes de Plinio o recitaba estrofas de Luciano. Pasado su sexto cumpleaños, la pequeña comenzó a interesarse por las actividades de su padre. Se sentaba entre sus piernas e insistía hasta lograr que le dejara alguno de los códices que manejaba. Al principio, para distraerla, le ofrecía pliegos estropeados, pero pronto comprobó que mientras él escribía, Theresa imitaba con extraordinaria delicadeza cada uno de sus movimientos.
Con el tiempo, lo que parecía un pasatiempo acabó por convertirse en una preocupación. La pequeña apenas jugaba con otras niñas y cuando lo hacía, disfrutaba garabateándoles la ropa con las plumas que robaba de los gallineros. Recordó que al comentarlo, Reodrakis, el titular de la biblioteca, le persuadió para que la iniciase en los secretos de la escritura postulándose a sí mismo como preceptor de la pequeña. De ese modo Theresa aprendió a leer y, poco más tarde, a imprimir sus primeros trazos sobre tablillas de cera.
Rememoró con tristeza cómo su pasión por la lectura se interrumpió a los dieciséis años, a resultas del asesinato del emperador León IV a manos de su esposa, la emperatriz Irene. La muerte del Basileus deparó una interminable sucesión de rencillas y venganzas que acabaron con la detención y ajusticiamiento de cuantos osaron oponerse a la nueva Basilissa. Pero no sólo los críticos acabaron en los cementerios. Aquellos que en vida del Basileus habían establecido vínculos políticos o comerciales con él, sufrieron igualmente la ira de la emperatriz.
Una noche de invierno, el cubiculario se presentó en su casa embozado y con un par de caballos. De no haber sido por su aviso, al día siguiente él y su hija habrían sido ejecutados. Luego vino la huida a Salónica, la peregrinación hasta Roma y el traslado a las frías tierras germanas.
Pero ¿por qué pensaba aquello en ese preciso momento? ¿Por qué evocar unos recuerdos que alimentaban su dolor?
«Destino maldito, tormenta de crueldad. Meandro de caprichos que arrancas de mi alma la carne que era mía, dejándome vacío. Cilicio infame, senda de castigo. Llévame contigo para regalarte mi odio. Ven y abrázame».
Cerró los ojos y se echó a llorar.
Pese a lo dificultoso del terreno, Gorgias y Reinoldo concluyeron la fosa poco después de la medianoche. A esa hora los clérigos descansaban en sus aposentos y Wilfred pudo oficiar el sepelio en el más estricto secreto. Luego ordenó a Gorgias que cubrieran el féretro sin cruz o signo que pudiese delatar lo acontecido.
—En cuanto al manuscrito… —le recordó el conde.
Gorgias asintió con los ojos enrojecidos. Entonces Wilfred bajó la cabeza y lo dejó a solas con su amargura.