Capítulo 6
Gorgias se despertó aterrado, tiritando por el sudor que le empapaba, incapaz aún de aceptar el que días atrás hubiera sepultado a su única hija. Vio a Rutgarda a su lado y la abrazó. Luego imaginó a Theresa cuando aún vivía, sonriente, enfundada en su vestido nuevo, dispuesta a realizar la prueba que la llevaría a convertirse en oficial de percamenarius. Recordó el ataque sufrido y cómo ella le había salvado la vida. Después el pavoroso incendio, su búsqueda desesperada, los heridos y los muertos… Lloró al revivir el instante en que contempló el cadáver de Theresa. De su hija apenas quedaban los jirones de aquel vestido azul que ella tanto adoraba.
Acurrucado junto a Rutgarda, sollozó hasta gastar sus últimas lágrimas. Pasado un rato se preguntó cuánto más podrían permanecer en la vivienda de sus cuñados, apretados como arenques, sin paja sobre la que acomodarse y a expensas de los tablones que Reinoldo disponía cada noche sobre el suelo de tierra.
Se dijo que sus cuñados formaban una familia excepcional. Pese al trastorno que les ocasionaban con su presencia, ambos les habían acogido con cariño, y tanto uno como otro se esforzaban para que ni él ni Rutgarda echasen en falta las comodidades de su antigua vivienda. Gorgias se congratuló por la fortuna de Reinoldo. Su trabajo como carpintero no dependía de las inclemencias del tiempo, de modo que incluso en los momentos más difíciles, el reparar un tejado podrido o recomponer las ruedas de un carro podían ayudarle a alejar el hambre de su casa.
Por un momento sintió que la envidia le asaltaba. Codició la sencillez de Reinoldo; el que su única preocupación consistiese en obtener el pan necesario para alimentar a sus retoños, o dormir junto al calor de su esposa. Reinoldo solía afirmar que la felicidad no dependía del tamaño de la hacienda, sino de quienes le esperaran a uno dentro de ella, y a juzgar por su familia, aquella frase no podía resultar más cierta.
Desde su llegada a la vivienda de Reinoldo, Rutgarda había atendido a los niños de la pareja, se había encargado de la limpieza y la costura, e incluso de la comida cuando había dispuesto de la suficiente como para utilizar la cocina. Eso había permitido a Lotaria entregarse a sus quehaceres como doméstica en la hacienda de Arno, uno de los ricos de la comarca. Él, por su parte, procuraba auxiliar a Reinoldo en la carpintería cuando el trabajo en el scriptorium y su maltrecho brazo se lo permitían. Sin embargo, pese a la hospitalidad de su cuñado, sabía que pronto debería encontrar otro lugar en el que alojarse, pues era posible que por su causa, Reinoldo fuera objeto de cualquier tropelía.
En aquel instante los pucheros de un pequeño hicieron que Lotaria y Rutgarda se movilizaran al ritmo de la llantina. Entre ambas adecentaron a los chiquillos, que tiritaban como si se hubieran caído al río, les frotaron los ojos con un poco de agua y los vistieron con casullas de lana limpias. Luego encendieron la lumbre y calentaron unas gachas resecas que en otro tiempo habrían ido directamente a la pocilga. Gorgias se levantó medio dormido, saludó con un gruñido y, tras rebuscar en un baúl destartalado, se cubrió con el delantal que habitualmente empleaba para su faena como escriba. Mientras lo hacía, dejó escapar un juramento como pago a los dolores con que le saludaba la herida de su brazo.
—Deberías cuidar tu lenguaje —le reprendió Rutgarda señalando a los niños.
Gorgias murmuró algo y entre bostezos se dirigió hacia el fuego procurando evitar los bártulos diseminados por toda la estancia. Se lavó la cara y se acercó al aroma de las gachas.
—Otro día de perros —se lamentó Gorgias.
—Al menos en el scriptorium no hace tanto frío.
—No estoy seguro de ir allí hoy.
—Ah, ¿no? ¿Y adonde irás? —preguntó extrañada.
Gorgias no respondió enseguida. Se había propuesto investigar el asalto sufrido antes del incendio, pero no deseaba inquietar a Rutgarda.
—Me quedé sin tinta en el scriptorium, así que pasaré por el bosque de nogales a ver si recojo unas cuantas nueces.
—¿Tan temprano?
—Si voy tarde, los chiquillos no dejarán ni una.
—Abrígate —dijo la mujer.
Gorgias miró a su esposa con cariño. Rutgarda era una buena mujer. La estrechó entre sus brazos y la besó en la boca. Luego cogió la talega con su material de escritura y se abrió camino hacia las dependencias catedralicias.
Mientras Gorgias ascendía por las callejuelas dormidas, se preguntó sobre el asaltante que días atrás le había robado el pergamino, recordando el suceso como si lo reviviera: la sombra agazapada abalanzándose contra él; unos ojos de hielo resaltando sobre el embozo que protegía su rostro. Luego aquel dolor agudo atravesando su brazo, y por último, tan sólo tinieblas.
«Unos ojos de hielo», se dijo con amargura. Si por cada par de ojos claros que encontrase en Würzburg le regalasen un puñado de trigo, llenaría su granero en una semana.
Por un momento anheló que aquel robo hubiese obedecido a un capricho del destino; al desvarío de un muerto de hambre en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. En tal caso, el borrador yacería abandonado en algún camino, estropeado por la lluvia o roído por las alimañas. Sin embargo, era de necios imaginar algo semejante. Con toda seguridad, el ladrón conocía de antemano su incalculable valor. Se preguntó entonces quién podría codiciar aquel pergamino.
Eran varios los clérigos y domésticos que tenían acceso al scriptorium, aunque difícilmente podrían haber concebido la valía del documento sin haber escuchado a Wilfred, el único conocedor del secreto. En ese momento resolvió confeccionar una lista de posibles sospechosos.
Gorgias ingresó en la basílica por la entrada lateral que comunicaba directamente con el claustro. Allí se detuvo para rezar por Theresa. Cuando se le acabaron las lágrimas, trazó la señal de la cruz sobre la tierra, luego atravesó las cocinas sin saludar al cillerero y se dirigió a toda prisa hacia el scriptorium.
Halló la estancia vacía, de modo que podría trabajar hasta tercia sin interrupciones. Cerró la puerta, entornó los postigos y encendió cuidadosamente la miríada de cirios que yacían desperdigados encima de los pupitres. Cuando las llamas doblegaron la penumbra, extrajo de una arqueta los útiles de escritura y una tablilla de cera de la que borró sus anotaciones con el extremo romo de un estilo. Luego se acomodó en un taburete, y tras desentumecerse las manos, comenzó a escribir la lista.
Durante un rato desplazó el punzón sobre la cera, apuntando y borrando nombres de sospechosos sin que ninguno le satisficiera. La herida del brazo volvió a molestarle, pero apenas le prestó atención. Lo importante era recobrar el pergamino. Una vez concluida la relación, repasó uno por uno los nombres seleccionados.
En primer lugar figuraba Genserico, el coadjutor y secretario de Wilfred, un viejo apergaminado que, de no ser por su persistente olor a orina, podría confundirse con una de las esculturas que flanqueaban los deambulatorios del claustro. Genserico hacía las veces de vicario general, lo cual significaba que junto con Wilfred se ocupaba de la administración regular y las cuentas del condado.
A continuación aparecía Bernardino, un fraile hispano de estatura ridícula que manejaba con firmeza el servicio doméstico. Su cargo le permitía entrar y salir de cualquier dependencia, de modo que no resultaría extraño que estuviese al tanto de la existencia del pergamino.
Seguidamente venía Casiano, el joven maestro de chantre, un toscano cuya voz almibarada le había recordado siempre a la de una mujerzuela. Como responsable del coro, Casiano solía acceder a la parte de la biblioteca en que se guardaban los salterios, los tetragramas y las antífonas. Además, era de los pocos que dominaban la lectura, lo cual lo convertía en un serio sospechoso.
Y por último, Theodor, un gigantón de aspecto bondadoso, pero con los ojos más claros que pudiera recordar. Trabajaba de mozo para todo, aunque debido a su fortaleza, a menudo asistía a Wilfred en sus desplazamientos por la fortaleza.
Previamente había borrado a Jeremías, su auxiliar particular, y a Emilius, el anterior escriba, haciendo también lo propio con el cubiculario Bonifatius y con Cirilo, el magistral de los novicios. Los tres últimos sabían leer, pero Bonifatius había perdido casi por completo la vista, y tanto Cirilo como Emilius gozaban de su absoluta confianza.
El resto del servicio y de los hombres de Wilfred, o bien no sabían leer, o no tenían acceso al scriptorium.
Gorgias releyó la tablilla mientras se masajeaba el antebrazo herido: Genserico, el viejo coadjutor; Bernardino, el enano; Casiano, el maestro de chantre; Theodor, el gigantón… Cualquiera de ellos podría haber ideado el asalto, incluido el propio Korne, a quien no había olvidado.
Intentaba resolver el dilema cuando unos golpes retumbaron en la puerta. Gorgias escondió la tablilla y se apresuró a abrir. Sin embargo, al empuñar el cerrojo comprobó que éste se había atascado en su alojamiento. Los golpes insistieron, acompañados de una voz apremiante, así que Gorgias forcejeó el picaporte hasta que la puerta cedió con un seco crujido. Al otro lado aguardaba Genserico, el viejo coadjutor. Su mirada líquida recorrió el fondo de la estancia.
—¿Se puede saber a qué tanta urgencia? —preguntó Gorgias con enojo.
—Lamento molestaros, pero Wilfred me pidió que os avisara. Me extrañó encontrar la puerta atrancada, y pensé que tal vez tuvieseis problemas.
—Por todos los santos. ¿Acaso nadie comprende que mi único problema es el trabajo que se acumula en este scriptorium? ¿Qué desea Wilfred ahora?
—El conde precisa veros. En sus aposentos —puntualizó.
«En sus aposentos…». Un escalofrío le sacudió el espinazo.
Por lo que él sabía, a excepción de Genserico nadie más tenía acceso a las dependencias privadas de Wilfred. De hecho, los domésticos solían comentar que, aparte del coadjutor, nadie más conocía el camino. Frunció el ceño. No entendía el porqué, pero intuía que aquella llamada no le acarrearía nada bueno.
Se tomó el tiempo necesario para limpiar sus útiles y recoger los documentos que presumió necesitaría para el encuentro con Wilfred. Cuando terminó, el coadjutor inició la marcha con andares cansinos. Gorgias le siguió a una distancia prudencial mientras trataba de imaginar el motivo de aquella convocatoria.
Desde el scriptorium tomaron el pasillo que flanqueaba el refectorio, dejaron a un lado las cillas donde se almacenaba el grano, cruzaron el atrio del claustro y se adentraron en la sala capitular situada a espaldas del nártex, entre el contracoro de piedra y la capilla de los novicios. Al fondo de la capilla se abría un pasadizo que comunicaba con la sala capitular, habitualmente cerrada por una gruesa puerta. En aquel punto Genserico se detuvo.
—Antes de continuar, deberéis jurar que nada de lo que veáis saldrá de vuestros labios —advirtió.
Gorgias besó el crucifijo que colgaba de su cuello.
—Lo juro ante Cristo.
Genserico asintió con la cabeza. Luego sacó un trozo de tela de entre sus mangas y se la tendió.
—Debo pediros que os cubráis.
Gorgias no protestó. Agarró la capucha y se la colocó sobre la cabeza.
—Ahora sujetad este cabo y permaneced atento a mis indicaciones.
Gorgias extendió las manos hasta tropezar con la cuerda que le ofrecía Genserico. Sintió cómo el viejo la anudaba a su brazo y comprobaba la colocación de la capucha. Instantes después, el chirriar de unos goznes le anunció el inicio del camino. De repente el cabo se estiró, obligándole a avanzar a trompicones sin más apoyo que el de sus titubeantes pasos. Siguió a ciegas los tirones de la cuerda, tanteando las paredes con el brazo herido, auxiliado de vez en cuando por las escuetas advertencias de Genserico. Durante el trayecto apreció al tacto cómo las paredes comenzaban a rezumar una humedad untuosa, impropia de aquellos edificios. Gorgias se preguntó en qué parte de la fortaleza se encontraría, pues llevaban ya un buen trecho recorrido. Hasta el momento había advertido la apertura de al menos cuatro puertas, el ascenso por una angosta escalera y un desagradable olor a excrementos que sin duda procedía de alguna letrina cercana. Le pareció descender por una rampa prolongada, que luego remontó a través de un terreno irregular y resbaladizo. Poco después la cuerda se aflojó, anunciando el fin del camino. Escuchó otro cerrojo y la voz ronca del conde resonó en sus oídos.
—Entrad, Gorgias, os lo ruego.
Gorgias, aún encapuchado, se adentró conducido por Genserico. La puerta se cerró a sus espaldas y el lugar quedó sumido en un inquietante silencio.
—Supongo, mi buen Gorgias, que os preguntaréis el porqué de mi llamada…
—Así es, vuestra dignidad. —La capucha le asfixiaba.
—Bien. Pero antes de satisfacer vuestra curiosidad debo recordaros el juramento que habéis hecho a Genserico. Nunca, bajo pena de condenación eterna, hablaréis con nadie de lo que aquí veáis o escuchéis. ¿Está claro?
—Tenéis mi palabra.
—Bien, bien… ¿Sabéis?, resulta paradójico que en ocasiones, cuanto mayor es el ahínco con que servimos a Dios, mayores son las pruebas que éste nos envía. Anoche mismo —prosiguió—, al poco de retirarme comencé a sentirme indispuesto. No es la primera vez que me ocurre, aunque en esta ocasión el dolor se tornó tan insoportable que hube de requerir la presencia de nuestro médico. Zenón opina que el mal de mis piernas se extiende por el resto del cuerpo. Por lo visto no existe cura, o si la hay, al menos él la desconoce, de modo que sólo me resta guardar reposo hasta que remitan los dolores. ¡Pero por Dios santísimo! ¡Quitaos esa capucha, que parecéis un condenado…!
Gorgias obedeció.
Nada más desprenderse de la tela, alcanzó a vislumbrar lo que en otro tiempo debía de haber sido una antigua sala de armas. Observó las descarnadas paredes de bloques de piedra dispuestos en ordenadas hileras que sólo alteraba una ventana de alabastro a través de la cual se filtraba una lánguida penumbra. En el muro principal, labrado sobre los sillares de roca, advirtió los restos de un crucifijo que parecía velar la enorme cama adovelada. Sobre ella descansaba Wilfred, recostado entre gruesos almohadones. Respiraba con dificultad, como si un peso insoportable le oprimiera el pecho transformando su rostro en una máscara abotargada. A su izquierda se veía una mesilla con las sobras del desayuno, flanqueada por un baúl sobre el que descansaban un par de casullas y un hábito de lana burda. En el extremo opuesto, una bacinilla limpia, una mesa, instrumentos de escritura y una hornacina excavada en la piedra. Ningún otro mueble adornaba la sala. Tan sólo una endeble silla aguardaba desnuda a los pies de la cama.
Le extrañó no hallar ningún códice, ni siquiera una copia de la Biblia. Sin embargo, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguió la existencia de otra sala más pequeña en la que se adivinaba el scriptorium privado de Wilfred.
De repente, unos amenazadores gruñidos le hicieron retroceder.
—No os asustéis —sonrió el conde—. Los pobres perros están algo inquietos, pero no son peligrosos. Pasad y acomodaos.
Antes de aceptar, Gorgias comprobó que los animales se encontraban amarrados al artefacto rodante que Wilfred empleaba para desplazarse. También advirtió que Genserico, el coadjutor, había abandonado la sala.
—Vos diréis —dijo Gorgias sin apartar la mirada de los perros.
—En realidad sois vos quien debe decirme. Han transcurrido seis días desde la última vez que hablamos y aún no he sabido de vuestros progresos. ¿Habéis traído el pergamino?
Gorgias tomó aire y lo exhaló lentamente. Aunque había urdido una excusa que creía convincente, no pudo evitar que la voz le temblara.
—Honorabilísimo; no sé bien cómo empezar… —Tosió—. Lo cierto es que debo confesaros un asunto que me preocupa. ¿Recordáis el problema de la tinta?
—No con exactitud. ¿Algo sobre su fluidez?
—Así es. Tal como os comenté, las plumas de que dispongo no retienen la tinta el tiempo suficiente. El exceso de flujo origina borbotones y salpicaduras, y lo que es peor: en ocasiones, verdaderos regueros. Por ese motivo intenté elaborar una nueva mixtura que corrigiese el problema.
—Sí. Algo creo recordar. ¿Y bien?
—Tras varios días de reflexión, anoche decidí verificar mis conclusiones. Calciné cascara de nuez que añadí a la tinta, y la mezclé con un suspiro de aceite para densificarla. También probé con ceniza, algo de sebo y una pizca de alumbre. Por supuesto, antes de utilizarla me aseguré de lo acertado de la composición practicando sobre otro pergamino.
—Por supuesto —contemporizó.
—Desde el primer momento comprobé que la pluma se deslizaba sobre el pergamino como si flotase en una balsa de aceite. Las letras surgían ante mí sedosas y brillantes, tersas como la piel de una joven, negras como el azabache. Sin embargo, en el escrito original, al repasar las unciales ocurrió el accidente.
—¿Un accidente? ¿A qué os referís?
—Esas letras, las unciales, requerían de un acabado acorde con la excelencia del documento. Debía retocarlas hasta lograr unos bordes limpios y delimitados. Desgraciadamente ese proceso ha de realizarse antes de la aplicación de la última capa de talco.
—¡Por todos los santos, dejaos de sermones y explicadme qué ha ocurrido!
—Lo siento. No sé cómo disculpar mi torpeza. El hecho es que con la falta de sueño olvidé que días atrás ya había aplicado el talco. Los polvos impermeabilizaron la superficie, y al repasar las mayúsculas…
—¿Qué?
—Pues que todo se estropeó. ¡Todo el maldito trabajo se fue al infierno!
—¡Por Dios santísimo! Pero ¿no decíais que habíais resuelto el problema? —repuso Wilfred con ademán de incorporarse.
—Me sentía tan satisfecho que no reparé en el yeso —le explicó—. El secante, al cubrir los poros impidió que el material absorbiese la tinta, lo que favoreció que se extendiera hasta arruinar el pergamino.
—No puede ser —repitió incrédulo—. ¿Y un palimpsesto? ¿No habéis preparado un palimpsesto?
—Podría intentarlo, pero al raspar el cuero quedarían marcas que revelarían la naturaleza de la reparación, y eso resultaría inaceptable en esta clase de manuscrito.
—Enseñadme el documento. ¿A qué esperáis? ¡Enseñádmelo! —gritó.
Gorgias extrajo con torpeza un trozo de piel arrugado que tendió a Wilfred; sin embargo, antes de que éste pudiera alcanzarlo, retrocedió unos pasos y lo desgarró en pedazos. Wilfred se agitó como si le quemaran por dentro.
—Pero ¿habéis perdido el juicio?
—¿Es que no lo habéis entendido? —respondió Gorgias desesperado—. ¡Está arruinado!, ¿comprendéis? ¡Arruinado!
Wilfred emitió un sonido gutural mientras su cara se demudaba por la ira. Desde la cama intentó alcanzar los trozos de pergamino diseminados sobre la alfombra, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó. Por fortuna, Gorgias logró sujetarle antes de que diera con sus huesos en el suelo.
—¡Soltadme! ¿Acaso creéis que no tener piernas me convierte en un inútil como vos? ¡Quitadme las zarpas, maldito manirroto! —bramó.
—Calmaos, vuestra dignidad. Ese documento estaba perdido. De hecho, ya he comenzado a trabajar en un nuevo pergamino.
—¿Un nuevo pergamino, decís? ¿Y qué haréis esta vez? ¿Echárselo a un perro para que lo guarde entre sus fauces? ¿O hervirlo y luego rajarlo con un cuchillo?
—Vuestra dignidad, os lo ruego. Tened fe. Trabajaré día y noche si fuera necesario. Os juro que en breve dispondréis del documento.
—¿Y quién os ha dicho que dispongo de ese tiempo? —replicó Wilfred mientras intentaba acomodarse—. El enviado papal podría llegar en cualquier momento, y si para entonces no dispongo de ese escrito… ¡Dios!, ¡no conocéis a ese prelado! No quiero ni pensar lo que podría sucedernos.
Gorgias se lamentó por su torpeza, pero lo cierto era que la herida del brazo le impedía progresar con la necesaria diligencia. Si la legación romana llegaba antes de tiempo, Wilfred podría excusarse argumentando que el original se había quemado durante el incendio. Gorgias tomó aire y habló de nuevo:
—¿Cuándo decís que llegará el prelado?
—No lo sé. En su última carta anunciaba que zarparía de Fráncfort a finales de año.
—Es posible que el temporal les retrase.
—¡Por supuesto! ¡Y también que aparezca ahora y me pille cagando!
Por un momento, Gorgias dudó si proponerle su idea, pero finalmente lo hizo.
—¿Cómo decís? —preguntó incrédulo el conde al escucharlo.
—Digo que, en caso de que ese enviado se presentase antes de tener listo el documento, tal vez pudierais decirle la verdad: que el original se quemó en el taller de Korne. Eso nos proporcionaría el tiempo suficiente.
—Comprendo. Y decidme, además de sugerir que le confirme vuestra ineptitud, y de paso la mía, ¿disponéis de alguna otra genial idea?
—Yo sólo pretendía…
—¡Pues por el amor de Dios, Gorgias, dejad de pretender y haced algo bien de una santísima vez!
Gorgias bajó la cabeza admitiendo su necedad. Alzó la mirada y observó el rostro pensativo del conde. Finalmente, Wilfred barruntó algo que hubo de repetir para que lo entendiera Gorgias.
—En fin. Tal vez os haya juzgado con demasiada dureza. No sería vuestra intención echar a perder tantas horas de trabajo.
—Desde luego que no, paternidad.
—Y esa idea vuestra… la del incendio —añadió el conde—. Es justo lo que ha sucedido…
—Así es —concedió Gorgias, un poco más tranquilo.
—Bien, bien. ¿Y creéis que en tres semanas podríais tener listo el documento?
—Con plena seguridad.
—Entonces, lo mejor será dar por concluida esta conversación y que comencéis el trabajo ahora mismo. Poneos la capucha.
Gorgias asintió. Se arrodilló, besó las manos arrugadas de Wilfred y se enfundó torpemente el verdugo. Luego, mientras aguardaba la llegada de Genserico, respiró por primera vez sin que el corazón le palpitara en la garganta.
Pese a avanzar a ciegas, el camino de vuelta se le antojó más breve que el de ida. Al principio lo achacó a las prisas de Genserico. Sin embargo, conforme avanzaban, advirtió que el coadjutor había tomado un itinerario distinto. De hecho, extrañó el hedor de las letrinas y las escaleras por las que había transitado durante la ida. Por un instante imaginó que el cambio obedecía al celo de Genserico, pues a aquellas horas los domésticos pulularían por todo el edificio, pero cuando el coadjutor le ordenó que se despojara de la capucha, advirtió con extrañeza que el lugar en que se encontraba le resultaba desconocido.
Gorgias examinó con detenimiento la pequeña sala circular, de cuyo centro emergía un altar sobre el que crepitaba una tea. La fluctuante luz amarilleaba los sillares de piedra y el techo de madera comido por la podredumbre. Entre las vigas se advertían borrosos dibujos de naturaleza litúrgica, levemente ennegrecidos por el humo de las velas. Dedujo que aquel recinto había sido una cripta cristiana, aunque a juzgar por su estado, cualquiera lo confundiría con las mazmorras de Hagia Sofía.
En un lateral apreció una segunda puerta clausurada con un cerrojo.
—¿Y este lugar? —preguntó sorprendido.
—Una antigua capilla.
—Ya lo veo. Sin duda un lugar interesante, pero comprended que me debo a otras obligaciones —replicó perdiendo la paciencia.
—Todo a su tiempo, Gorgias… Todo a su tiempo.
El coadjutor esbozó un simulacro de sonrisa. Sacó una vela de una bolsa, la encendió y la colocó en un extremo del altar de piedra. Luego se dirigió hacia la puerta que Gorgias había divisado con anterioridad y descorrió el enorme pasador que la mantenía atrancada.
—Pasad, os lo ruego. —Gorgias desconfió, así que el viejo se adelantó—. O seguidme si lo preferís —añadió.
Tras dudar un instante, Gorgias le acompañó.
—Permitid que me siente —continuó Genserico—. Es por la humedad, que me corroe los huesos. Sentaos también vos, por favor.
Gorgias accedió de mala gana. El olor a orina reseca que desprendía Genserico le provocó una arcada.
—Supongo que os preguntaréis por qué os he traído hasta aquí.
—Así es —respondió Gorgias con creciente irritación.
Genserico sonrió por tercera vez. Se tomó un tiempo para responder.
—Se trata del asunto del incendio. Un caso feo, Gorgias. Demasiados muertos… y aún peor: demasiadas pérdidas. Creo que Wilfred ya os habló sobre las intenciones de Korne, el percamenarius.
—¿Os referís a su empeño por responsabilizarme?
—Creed que no sólo lo pretende. Puede que el percamenarius sea alguien irreflexivo, un hombre primitivo y carente de templanza, pero os aseguro que su tenacidad es enfermiza. Os culpa a ciegas de lo sucedido, e intentará por cualquier medio que lo paguéis con vuestra sangre. Y olvidad una compensación. Sus ansias de venganza obedecen a razones que jamás entenderíais.
—No es eso lo que me contó el conde —respondió Gorgias mientras crecía su preocupación.
—¿Y qué os contó? ¿Que una reparación aplacaría su ira? ¿Que se conformaría con lo que obtuviese vendiéndoos como esclavo? No, amigo. No. Korne no es de esa madera. Tal vez yo no posea la refinada cultura de Wilfred, pero reconozco a una alimaña en cuanto la huelo. ¿Habéis oído hablar de las ratas del Main?
Gorgias denegó extrañado.
—Las ratas del Main se agrupan en inacabables familias. La más vieja escoge a la presa sin reparar en el tamaño o la dificultad, la acecha pacientemente, y cuando encuentra el instante propicio, dirige al clan, que cae sobre ella hasta devorarla. Korne es una rata del Main. La peor rata que podáis imaginar.
Gorgias enmudeció. Wilfred le había hablado sobre las leyes carolingias, las multas en concepto de compensación y la posibilidad de que Korne le llevara a juicio, pero no había mencionado lo que parecía insinuar Genserico.
—Tal vez Korne debiera comprender que yo también he recibido mi castigo —adujo—. Además, la ley le obliga a…
—¿Korne comprender? —le interrumpió Genserico con una carcajada—. Por el amor de Dios, Gorgias, ¡no seáis iluso! ¿Desde cuándo una ley protege al desvalido? Aunque los cimientos del código ripuario sustenten nuestra justicia y aunque las reformas emprendidas por Carlomagno abunden en la caridad cristiana, os aseguro que ninguna de ellas os librará del odio de Korne.
Gorgias sintió cómo se le revolvían las tripas. Aquel viejo loco no paraba de vomitar absurdas historias de ratas y profecías sin sentido, mientras a él aún le esperaba un trabajo que no sabía ni cuándo finalizaría. Se levantó nervioso, dando por acabada la conversación.
—Lamento no compartir vuestros temores, pero ahora, si no os reconviene, desearía regresar al scriptorium.
Genserico meneó la cabeza.
—Gorgias, Gorgias… No queréis entender. Concededme un instante más y veréis cómo me lo agradecéis —dijo condescendiente—. ¿Sabíais que Korne era sajón?
—¿Sajón? Pensé que sus hijos estaban bautizados.
—Sajón convertido, pero sajón, al fin y al cabo. Cuando Carlomagno conquistó las tierras del norte, obligó a los sajones a elegir entre la cruz o el patíbulo. Desde entonces he asistido a muchos de esos conversos, y aunque acudan a mi misa o ayunen en cuaresma, os aseguro que por sus venas aún se desliza la ponzoña del pecado.
Gorgias tableteó los nudillos contra la silla. Las palabras de Genserico comenzaban a inquietarle.
—¿Sabíais que aún practican sacrificios? —añadió—. Acuden a las encrucijadas de caminos para degollar becerros; consuman la sodomía, e incluso frecuentan a sus hermanas en el más horrible de los incestos. Korne es uno de ellos, y Wilfred lo sabe. Pero lo que el conde ignora son sus ancestrales tradiciones: costumbres como la faide, por la que la muerte de un hijo sólo queda satisfecha con el asesinato del culpable. Ésa es la faide, Gorgias. La venganza de los sajones.
—Pero ¿cuántas veces habré de repetir que el incendio se debió a un accidente? —repuso Gorgias irritado—. Wilfred puede confirmároslo.
—Calmaos, Gorgias. No es cuestión de lo que digáis, ni tan siquiera de lo que realmente ocurriera aquella mañana. Lo único que cuenta es que Korne culpa a vuestra hija. Ella ha muerto, y pronto vos la seguiréis.
Gorgias lo observó. Su mirada líquida parecía traspasarle.
—¿Para eso me habéis traído a este lugar? ¿Para anunciar mi muerte?
—Para ayudaros, Gorgias. Os he traído para ayudaros.
El viejo aguardó un momento. Luego se levantó, le indicó que aguardara y salió de la celda en dirección a la cripta.
—Esperad. He de buscar algo.
Gorgias obedeció. Desde el interior de la celda apreció cómo Genserico deambulaba de un lado para otro por la cripta. Luego regresó con un cirio encendido que depositó sobre una repisa cerca de la puerta.
—Tomad —dijo, arrojando un objeto a las manos de Gorgias.
—¿Una tablilla de cera?
Por toda respuesta, el coadjutor retrocedió unos pasos y con un fugaz movimiento cerró la puerta dejando a Gorgias dentro de la celda.
—Pero ¿qué hacéis? ¡Abrid de inmediato!
Tardó en comprender que aporreando la puerta sólo conseguiría lastimarse los nudillos. Cuando cesó en sus envites, escuchó la voz de Genserico más suave que nunca.
—Creed que es lo mejor para vos. Aquí estaréis a salvo —susurró el anciano.
—Viejo loco. No podéis retenerme aquí. El conde os despellejará en cuanto se entere.
—Pobre iluso —sonrió—. ¿Acaso no comprendéis que ha sido el propio Wilfred quien lo ha concebido todo?
Gorgias no le creyó.
—Deliráis. Él jamás…
—¡Callad y atended! Sobre la mesa encontrareis un estilo. Apuntad el material que preciséis: libros, tinta, documentos… Regresaré después de tercia para recoger la lista. Hasta entonces podéis hacer lo que queráis. Al fin y al cabo vais a disponer de tiempo para conseguirlo.