Capítulo 13
—Haec studia adolescenciam alunt, senectutem oblectant, secundas res ornant, adversis solatium et perfugium praebent, delectant domi, non impediunt foris, pernoctan tnobiscum, peregrinantur, rusticantur.
—¡No, no y no! —repitió Alcuino malhumorado, dirigiéndose al joven que le había asignado el obispo como auxiliar—. ¡Ya han pasado tres días y sigues sin aprender! ¿Cuántas veces he de decirte que si no mantienes la pluma perpendicular al pergamino, arruinarás el escrito?
El novicio bajó la cara mientras farfullaba una disculpa. Era la segunda ocasión en que se equivocaba aquella tarde.
—Además, mira esto. No es haec, sino hæc. Y tampoco se escribe praebent. ¡Prabent, muchacho! ¡Prabent! ¿Cómo pretendes que alguien entienda esta especie de… jerigonza? Está bien —determinó—. Lo dejaremos aquí por hoy. De todas formas, ya es casi la hora de cenar y ambos estamos cansados. Continuaremos con más tranquilidad el lunes.
El muchacho se levantó con la cabeza gacha. A él tampoco le agradaba aquel trabajo, pero el obispo le había ordenado que auxiliase a Alcuino en lo que le pidiera. Espolvoreó un poco de yeso sobre el borrón que acababa de echar, pero lo único que consiguió fue estropearlo aún más. Cuando se dio por vencido, comenzó a recoger sus utensilios limpiándolos descuidadamente antes de depositarlos en un cofre de madera. Sopló los restos de yeso y con la ayuda de una diminuta brocha barrió los montículos formados alrededor del borrón. Por último, afiló el cálamo de la pluma, lo enjuagó un poco y lo dejó sobre el atril que soportaba el códice original. Luego corrió tras Alcuino, quien ya desaparecía por el pasillo que conducía al antiguo peristylium del cabildo catedralicio.
—¡Maestro, maestro! —le llamó el joven acólito—. Ahora que lo recuerdo, el lunes es el día de la ejecución.
—¿La ejecución? ¡Por Dios Santísimo!, lo había olvidado —dijo rascándose la tonsura—. Bueno. Aun sin saber de qué se acusa al criminal, nuestra obligación es asistirle en un trance tan comprometido. Por cierto, ¿acudirá el obispo?
—Con todo el cabildo catedralicio —respondió el auxiliar.
—Pues bien, muchacho. Hasta el martes, entonces, a la hora del desayuno.
—¿Hoy no viene a la cena?
—No, no. Por la noche, el alimento, además de atiborrarme el estómago, me embota los sentidos. Y aún tengo que terminar este De Oratione —dijo elevando el rollo que portaba bajo el brazo—. Que Dios sea contigo.
—Igualmente, padre. Buenas noches.
—A propósito… —añadió Alcuino—. ¿No crees que deberías guardar el códice en su estantería?
—¡Oh! ¡Claro! ¡Desde luego! —dijo el novicio, volando sobre sus pasos—. Buenas noches, padre. Enseguida lo guardo.
El fraile se encaminó hacia la hospedería del complejo catedralicio con gesto contrariado. Llevaba enfrascado con aquel códice varios días y apenas había logrado transcribir cuatro páginas completas. A tal paso nunca lograría una copia en condiciones. Decidió que en cuanto viese al obispo le anunciaría su intención de contratar a Theresa, porque el novicio que le había asignado, obviamente, no era la persona adecuada.
Mientras atravesaba el peristylium se detuvo un momento para mirar alrededor.
Por lo que pudo comprobar, el cabildo de Fulda se había sumado a las últimas reformas emprendidas por Carlomagno, quien en su Institutio Canonicorum, con el fin de promover la vida comunitaria entre los clérigos de los cabildos, regulaba la agrupación de edificios clericales en torno a la catedral y el palacio del obispo.
Le resultaba curiosa aquella disposición de construcciones de diferentes estilos y funciones, arrebujados en torno a la pequeña catedral, y aún le sorprendía más el hecho de que el obispo de Fulda hubiese escogido una antigua domus romana para establecer la sede episcopal. El palacio consistía en un edificio de dos alturas construido en piedra. El piso superior disponía de once pequeñas habitaciones calefactadas, orientadas a una galería común con vistas al atrio. En el piso inferior se ubicaba la bodega, dos pórticos, otras tantas habitaciones con suelo de madera, un establo, las cocinas, una panadería, la despensa, el almacén de grano y una pequeña enfermería. Quizás él no fuera el más adecuado para juzgar aquella elección, pero le daba la impresión de que aquel palacio sobrepasaba en mucho la necesaria humildad que debía caracterizar a un prelado de la Iglesia. No obstante, comprendió que no debía ejercer mayor crítica sobre quien tan calurosamente le había acogido. Al fin y al cabo, el obispo de Fulda se había sentido muy halagado por su presencia, y más aún al saber que se mostraba interesado por los delicados tesoros de su biblioteca.
Ya era noche cerrada cuando llegó a su celda. Habría podido pernoctar en la residencia de los optimates en la misma abadía, pero prefería una celda pequeña y con intimidad a una estancia amplia pero compartida. Dio gracias al cielo, se descalzó, y se dispuso a aprovechar aquel rato de recogimiento para meditar sobre los acontecimientos de la jornada.
Aquél había sido un día especialmente duro, pero no tanto como los que estaba acostumbrado a soportar en su lejana Northumbria. Ni en Fulda ni en Aquis-Granum había de levantarse para maitines, y tras el oficio de prima siempre le esperaba un desayuno reconfortante a base de tortas con miel, queso curado y sidra de manzana. Sin embargo, su tarea diaria en nada se parecía a la que antaño había desempeñado con plena dedicación en la escuela episcopal de York. Allí impartía clases de retórica y gramática, dirigía la biblioteca, ordenaba el scriptorium, recopilaba códices, acometía traducciones, organizaba los préstamos de los libros que trasegaban desde los lejanos monasterios de Hybernia, supervisaba el ingreso de los novicios, organizaba debates, y se encargaba de juzgar los progresos de los alumnos.
¡Qué lejanos aquellos días en York!
Como si lo reviviese, a su mente acudieron las imágenes de su infancia en Britania.
Había nacido en el seno de una familia cristiana en Whitby, Northumbria, una diminuta villa costera donde sus escasos habitantes subsistían de lo que arrancaban al mar, y de los exiguos huertos desperdigados a los pies de un antiguo fuerte.
Recordó la tierra lluviosa; un lugar eternamente húmedo y fresco, donde el olor a rocío y sal y el rumor de las olas en continua batalla solían despertarle cada mañana.
Sus padres descubrieron en él a un niño asustadizo que prefería emplear su tiempo examinando semillas o estudiando caracoles, antes que jugar a apedrearse con el resto de los chiquillos. Un niño raro, pensaron, y más aún cuando éste comenzó a adivinar la cantidad de pescado que capturaría una determinada barca, o la siguiente casa que se derrumbaría tras el paso de una tormenta.
De nada le valió explicarles que se fijaba en el estado de las redes utilizadas por los pescadores o en la podredumbre que amenazaba a pilares y vigas. Para el resto del pueblo, aquel pequeño larguirucho estaba tocado por el demonio, de modo que sus padres decidieron enviarlo a las escuelas catedralicias de York para que allí le enderezaran el alma.
Le asignaron como maestro a Aelberto de York, un fraile patizambo por entonces director y discípulo del anterior, el conde Egberto, que era pariente de la familia. Tal vez por ese motivo, Aelberto lo acogió como a un hijo y se dedicó en cuerpo y alma a encauzar su extraño talento. Allí, Alcuino aprendió que Inglaterra era una heptarquía formada por los reinos sajones de Kent, Wessex, Essex y Sussex, al sur de la isla, y los norteños estados anglos de Mercia, East Anglia y Northumbria, donde ellos residían.
Disfrutaba instruyéndose en las materias típicas del trivium, que incluía la gramática, la retórica y la dialéctica, y las del cuadrivium, conformadas por la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, pero agregando a estas últimas, conforme a la tradición anglosajona, la astrología, la mecánica y la medicina.
«Saeculare quoque et forasticae philosophorum disciplinae», insistía una y otra vez Aelberto, intentando convencerle de que las artes seculares no eran sino obras del diablo cedidas a los cristianos para que olvidasen el Verbo de Dios.
—Pero el mismo san Gregorio Magno, en su Comentario al Libro de los Reyes, legitima estos estudios —replicaba Alcuino con sólo dieciséis años.
—Eso no te da derecho a pasarte todo el día leyendo ese compendio de mentiras que es la Historiae Naturalis.
—¿Acaso os contrariaría menos si estudiara las Etymologiae u Originum sive etymologicarum libri viginti? Porque si comparáis ambas obras, advertiréis que el santo hispano se basó en la enciclopedia de Plinio para la estructura de alguno de sus libros. Y no sólo en Plinio, sino también en Casiodoro y Boecio, o en las traducciones de Celio Aureliano sobre Asclepíades de Bitinia y Sorano de Éfeso, o en Lactancio y Solino, y hasta en las Prata de Suetonio.
—Desde la óptica cristiana, no de la pagana.
—También los paganos son hijos de Dios.
—¡Pero al servicio del diablo, muchacho! Y no me contradigas o arrojaré uno tras otro los treinta y siete volúmenes por la ventana.
Realmente a Aelberto no le importaba demasiado en qué tipo de lecturas se enfrascara Alcuino, porque el muchacho nunca descuidaba sus deberes como cristiano. Al contrario, se había mostrado como un estudiante diestro y aplicado, capaz de superar en sus discusiones teológicas a los frailes más veteranos, y de demostrar que sus escarceos con los textos paganos, aunque rechazables, no habían supuesto meandro alguno en su trayecto hacia la sabiduría.
Con los años, Alcuino se reveló como un artesano de las letras. Examinaba textos, volúmenes y códices de los que, como un virtuoso constructor, extraía fragmentos y pasajes para luego elaborar extraordinarios mosaicos de conocimiento y elocuencia. Así, se atrevió con poemas como el De sanctus Euboriensis ecclesiae, en el que a lo largo de sus mil seiscientos cincuenta y siete versos no sólo desgranaba la historia de York, de sus obispos y los reyes de Northumbria, sino que también compendiaba a los autores que como Ambrosio, Atanasio, Agustín, Casiodoro, Juan Crisóstomo, Cipriano, Gregorio Magno, Jerónimo, Isidoro, Lactancio, Sedulio, Arator, Juvenco, Venancio, Prudencio o Virgilio, contribuían con sus obras a la biblioteca que dirigía fray Eanvaldo.
Escribía sin parar.
Con el paso del tiempo, las obras didácticas redactadas como alumno pasaron a emplearse como textos pedagógicos por su claridad y retórica. De ese modo, se atrevió con las Categorías de Aristóteles adaptadas en el Categoriae decem de san Agustín, o el Disputatio de vera philosophia, el canon que luego utilizaría como libro de cabecera el mismísimo Carlomagno. Todo ello sin olvidar los textos litúrgicos, las obras teológicas, los escritos exegéticos, los dogmáticos, las obras poéticas y las hagiografías.
Y escribiendo se deleitaba.
El día que Aelberto sucedió a Egberto en el arzobispado de York, quedó vacante la dirección de la escuela catedralicia. Varios candidatos se postularon al puesto, pero para entonces Alcuino ya era el favorito al cargo. Contaba treinta y cinco años y acababa de ordenarse diácono.
Luego fue el mismo rey sajón Efvaldo quien lo envió a Roma a fin de buscar el palio para el nuevo conde y obtener para York la dignidad metropolitana. En Parma, durante el viaje de regreso, conoció a Carlomagno, y ya nunca más volvió a ocuparse de las escuelas catedralicias.
Pero, sin embargo, siguió complaciéndole el adivinar las cosas, empleando su particular astucia.
En aquel momento le volvió a la memoria el asunto del Marrano. Era viernes y lo ajusticiarían el lunes, antes del anochecer.
En el cabildo le habían informado que las ejecuciones públicas tenían lugar en la plaza mayor a la caída de la tarde, ya que de esa manera podían ser presenciadas por un mayor número de asistentes. Mientras caminaba, imaginó que el condenado habría sido hallado culpable de algún acto horrendo, como robar en la hacienda de un noble o incendiar alguna propiedad. Según las leyes, el robo o el estrago eran los únicos delitos castigados con la pena de muerte, aunque desde luego existían excepciones que por lo general dependían de la posición social del reo, o incluso de la de las víctimas.
Él entendía que crímenes de tal calibre debían contestarse con un castigo severo, pero no compartía el afán de algunos jueces por ofrecer escarmientos ejemplares. De hecho, durante su mandato en la escuela de York había participado en numerosos juicios, y aunque por desgracia algunos habían concluido con el reo en el patíbulo, él nunca había asistido a las ejecuciones. Sin embargo, en esta ocasión había prometido al obispo que le acompañaría, así que concluyó que lo mejor sería apartar aquella cuestión de su cabeza y dedicar algunas horas a la lectura de Virgilio.
El sábado amaneció muy frío. Tras asistir al oficio de prima, Alcuino se encontró con el obispo en el pequeño refectorio habilitado junto a la hospedería. El lugar estaba templado y olía a pan recién hecho.
—Buen día os depare el Señor —saludó Lotario—. Por favor, sentaos aquí a mi lado. Hoy tenemos un pastel de calabaza exquisito.
—Buen día, su paternidad. —Le agradeció el ofrecimiento y se sirvió un trozo pequeño—. Quisiera hablaros del auxiliar que me adjudicasteis para las tareas de escritura, el novicio sobrino del bibliotecario.
—Sí. ¿Qué ocurre con él? ¿Acaso os desobedece?
—No, eminencia, al contrario. El muchacho es trabajador, y también muy aseado. Tal vez algo melindroso, pero aplicado desde luego.
—¿Entonces?
—Simplemente, no es adecuado. Y creed que no digo esto en razón de su juventud. He de reconocer que cuando su paternidad lo propuso como ayudante, lo juzgué acertado. Sin embargo, los hechos se han obstinado en demostrarme lo contrario.
—Bueno. Decidme en qué os ha disgustado y veremos de solucionarlo.
—Pues en mil cosas, su paternidad. Para empezar, desconoce las minúsculas. Emplea ese antiguo alfabeto latino, todo en burdas versales, sin signos de puntuación ni espacios entre las palabras. Además, estropea pergaminos como quien se suena la nariz. Ayer, sin ir más lejos, emborronó la misma página dos veces. ¡Ah! Y, por supuesto, no sabe griego. Sí, pone entusiasmo; pero lo que yo necesito es un escriba, no un aprendiz.
—Podéis dar gracias de contar con ese muchacho. Es dócil y tiene una bonita letra. Además, vos sabéis griego. ¿Para qué necesitáis a otra persona?
—Ya se lo he explicado, su paternidad. La vista no me responde. A distancia soy capaz de distinguir un milano de un vencejo, pero de cerca, según pasan las horas, a duras penas diferencio una vocal de una consonante.
El obispo se rascó la barba y soltó un eructo.
—De todas formas, no sé cómo podría ayudaros. En el cabildo no conozco a nadie que sepa griego. Tal vez en el monasterio…
—También lo he preguntado —dijo Alcuino negando con la cabeza.
—Entonces habréis de conformaros.
—Quizá no. —Enarcó las cejas—. Hará un par de días conocí casualmente a una muchacha que necesitaba ayuda. Por fortuna, no sólo sabe leer, sino que también escribe con una letra inmaculada.
—¿Una muchacha? Seguro que estáis al corriente de la incapacidad de la mujer para asuntos del conocimiento. ¿No os habrá atraído por motivos más mundanos? —le guiñó el ojo con picardía.
El fraile endureció el semblante.
—Os aseguro que no, paternidad. Necesito una escriba, y su presencia más bien obedece a un regalo de la providencia.
—Si ése es vuestro capricho, haced lo que creáis. Pero que no ande de noche por el cabildo, no vaya a soliviantar al resto del clero.
Alcuino quedó satisfecho. Bebió un poco de vino y se sirvió otro trozo de pastel. En ese momento recordó el tema del Marrano y le preguntó a Lotario por la causa que lo llevaría al patíbulo.
—Parecéis angustiado por el asunto —aventuró el obispo tras engullir un bocado de pastel más grande que su propia boca—. De hecho, cuando os invité al acto, no mostrasteis demasiado interés, y debo reconocer, fray Alcuino, que eso me ha inquietado.
—Os ruego me disculpéis si no comparto vuestro entusiasmo —se sirvió un exiguo trozo de queso—, pero nunca fue de mi agrado tratar la muerte como un acontecimiento. Tal vez si conociese los detalles de lo sucedido, comprendería mejor vuestra postura, aunque en cualquier caso, no os preocupéis más allá de lo necesario: os acompañaré a la ejecución y rezaré por el alma del reo.
Lotario apartó el pan de un manotazo.
—Actio personalis moritur cum persona. Aquí en Fulda, el clero es respetuoso con la ley, del mismo modo que supongo lo será en vuestro país britano. Nuestra humilde presencia no sólo reconforta al reo en su última vicisitud terrena, sino que además infunde el necesario respeto en la muchedumbre, que, como sabréis, por naturaleza está tentada de seguir ejemplos contrarios a la doctrina de Nuestro Salvador.
—Y yo admiro tan loables intenciones —respondió Alcuino—. Sin embargo, considero que ciertos espectáculos no consiguen más que provocar la distracción de la plebe y acentuar los bajos instintos. ¿Acaso vos mismo no habéis comprobado cómo tuercen sus caras en grotescas muecas cuando aplauden la agonía del ajusticiado, no habéis oído las soeces blasfemias que pronuncian mientras el reo se retuerce bajo la horca, o no habéis percibido sus miradas lujuriosas, empañadas aún por los efectos del vino?
El obispo dejó de engullir y retó a Alcuino con la mirada.
—¡Escuchadme atentamente! Ese bastardo asesinó a una muchacha que estaba en la flor de la vida. La degolló con una hoz y profanó su cuerpo inocente.
Alcuino se atragantó y echó fuera el bocado. No había imaginado que el suceso alcanzara tal gravedad.
—Un crimen verdaderamente horrendo —dijo—. Del que nada sabía. Pero aun así, ese castigo…
—Querido hermano. La ley no la dictamos nosotros, humildes siervos de Dios. Son los capitulares de Carlomagno los que hablan al respecto. Además, no entiendo qué justificación podéis esgrimir ante la aplicación de un escarmiento tan íntegro.
—No, no. Por favor. No me malinterpretéis. Opino como vos que el crimen ha de ser castigado, y que el castigo, para que obre justicia, debe estar en consonancia con la perversidad del delito cometido. Lo que ocurre es que esta mañana, después del oficio de tercia, escuché a unos capellanes un comentario desconcertante.
—Decidme, pues, de qué hablaban.
—Dijeron que ese pobre retrasado, aludiendo al condenado, no debería haber nacido. ¿Sabéis vos a qué podían referirse?
—Vos mismo lo habéis dicho. Hablaban de ese cretino. No veo en esas palabras nada que os hubiera de intrigar —repuso Lotario mientras se servía otro trozo de calabaza.
—El caso es que les pregunté sobre el Marrano, creo que fue así como le llamaron. Me contaron que es retrasado de nacimiento, y que hasta el día del asesinato no había causado problemas serios. Añadieron que en alguna ocasión había asustado a alguien, pero más a causa de su aspecto desaliñado que por su propio comportamiento, y que nadie habría imaginado que fuera capaz de cometer un acto tan cruel y abominable.
—Y cierto es todo lo que os han dicho. Por lo visto, querido Alcuino, sabéis del caso bastante más de lo que parece.
—Sólo los detalles que os acabo de relatar. Sin embargo, ignoro cómo se determinó su culpabilidad. Por favor, decidme, ¿acaso fue sorprendido mientras atacaba a la joven? ¿Le vio un testigo por los alrededores? ¿O tal vez alguien halló sus ropas ensangrentadas?
El obispo se levantó y apartó el plato bruscamente.
—Habet aliquid ex inicuo omne magnum exemplum, quod contra ángulos, utilitate publica rependitur. El monstruo es culpable. Fue juzgado y condenado. Y como cualquier cristiano de bien, espero que aplaudáis cuando lo enviemos al infierno.
A Alcuino le sorprendió aquella reacción. No había pretendido enjuiciar su forma de obrar, sino tan sólo hacer un comentario, pero al punto comprendió que había conducido la conversación de un modo irreverente. En realidad no tenía ningún motivo para cuestionar la opinión de Lotario.
—Querido padre, le ruego sepa perdonarme —se disculpó—. Si aún lo considera oportuno, cuente el lunes con mi presencia.
Lotario le miró de arriba abajo.
—Eso espero, fray Alcuino. Y le sugiero que piense más en las víctimas y se despreocupe de los asesinos. Ni para ellos, ni para los que les comprenden, hay lugar en el Reino de los Cielos —dijo Lotario mientras se retiraba sin despedirse.
Alcuino advirtió tarde lo necio de su comportamiento. Ahora Lotario le tomaría por un britano presuntuoso con más ganas de querer demostrar su superioridad que de ocuparse de sus propios asuntos. Y lo peor de todo era que estaba seguro de que, tarde o temprano, aquel enfrentamiento le granjearía algún disgusto.
Terminado el desayuno, se encaminó hacia las cocinas para aprovisionarse de un par de manzanas con las que alimentarse a mediodía. Las escogió maduras y amarillas, muy perfumadas, como le gustaban. Luego se dirigió a la antigua biblioteca ubicada en la parte opuesta del palacio. Le dijeron que el obispo había mandado construirla en el extremo sur del edificio, orientada hacia el interior del atrio, a fin de preservarla del viento y las humedades.
Cuando abrió la puerta, le extrañó encontrar a Theresa sentada en el único banco que escoltaba el scriptorium. La joven manejaba la pluma en el aire como si escribiera sobre un pergamino imaginario, pero la movía con tal delicadeza que en lugar de escribir daba la sensación de estar interpretando una suerte de danza. Alcuino imaginó que intentaba ejercitarse, pero lo cierto era que, sin duda, ya disponía de las aptitudes necesarias para el delicado arte de la copia.
—Buenos días —la interrumpió—. No recordaba que hoy vinieras al cabildo.
La joven dio un respingo y dejó la pluma sobre el scriptorium. Se quedó mirando boquiabierta a Alcuino y de repente se levantó como si la hubieran pinchado en el culo.
—Estaba… estaba practicando —se excusó—. Mi padre dice que si se practica lo suficiente, uno puede llegar hasta donde quiera.
—Eso casi siempre es cierto, con mucha práctica… y yo diría también que con mucha fe. Para progresar hay que creer en lo que se hace. Por cierto, ¿te gusta tu oficio? Quiero decir… ¿Te gusta trabajar como percamenarius?
La muchacha no respondió enseguida y sus mejillas se encendieron.
—No quisiera parecer desagradecida, pero tan sólo lo hago para estar cerca de los libros —dijo al cabo.
—Aprecio un sentimiento de culpa, cuando debería ser lo contrario —repuso él—. La Divina Providencia cuida de que cada cual desempeñe el puesto que Ella haya proveído. Y el tuyo no tiene por qué ser el de una perfecta encuadernadora.
La muchacha permaneció cabizbaja un momento. De repente se le iluminó el rostro.
—¡Leer! ¡Eso me encanta! Siempre que puedo aprovecho para leer, y cuando lo hago, creo viajar a otros países, conocer otras lenguas o vivir otras vidas. —Sus ojos se movían de un lado a otro como intentando escenificarlo—. No creo que exista nada igual. En ocasiones incluso imagino que escribo. Pero no me refiero a copiar como un amanuense, sino a redactar mis propios pensamientos. —Se detuvo como si hubiese dicho una tontería—. No sé… Mi madrastra siempre decía que tengo la cabeza llena de pájaros, que bastante mal hago con tener un oficio de hombres y que debería casarme y parir hijos.
—Nunca se sabe. Tal vez sea ése el camino que el Señor te haya deparado. ¿Cuántos años tienes? ¿Veintidós?… ¿Veinticuatro?… Fíjate en mí. Ya he cumplido los sesenta y soy un simple maestro. Tal vez no sea demasiado, pero me siento feliz desempeñando las tareas que Dios tuvo a bien encomendarme.
—Entonces, ¿no depende de mí? Quiero decir… ¿Dios ya ha decidido mi futuro?
—Veo que aún no has leído La Ciudad de Dios, pues de lo contrario sabrías lo que el santo de Hipona ilustró con meridiana claridad en sus legajos: los astros, como ciertamente se ha demostrado, tienen en su disposición y movimientos las llaves de nuestro destino.
—¿Y vos podéis averiguarlo?
—No resulta tan fácil. Sería necesario elaborar tu pliego astral, conocer el momento exacto de tu alumbramiento, determinar la posición que ocupaba el sol en el firmamento y desde luego, muchos, muchos días de trabajo.
Theresa se quedó desconcertada. De repente torció el gesto y volvió a sentarse.
—Pero si lo que decís es cierto, ¿no significaría eso que los astros son más poderosos que la Divina Providencia?
—Pues no exactamente. Y no soy yo quien lo afirma, sino el mismísimo san Agustín, quien en sus textos se pregunta qué otra cosa son los astros sino simples instrumentos de Dios, obra Suya, y espejo de Sus celestiales propósitos. El Hacedor no nos dio el alma para ser esclavos de un destino. Nos otorgó el libre albedrío para distinguirnos de los cuadrúpedos, de las bestias salvajes que pueblan este mundo. Y ese albedrío es el que en tu interior te dice que debes perseverar en la escritura. Que servirás mejor a Sus propósitos leyendo y escribiendo, en lugar de malgastar tu vida cosiendo páginas y escaldando cueros.
—Mi padre siempre me decía lo mismo. Con otras palabras, desde luego, pero más o menos lo mismo… —Entonces se le ocurrió algo—. ¿Vos podríais enseñarme?
—¿Enseñarte? ¿A qué?
—Habéis dicho que sois maestro. Podría aprender lo que enseñáis a vuestros alumnos.
Al principio el fraile dudó, pero finalmente se mostró conforme. Establecieron que tras la jornada de escritura dedicarían un par de horas al estudio del trivium y el cuadrivium, ya que la lectura y la escritura las dominaba con soltura. Una vez superadas las materias básicas, profundizarían en el estudio de las Sagradas Escrituras. De repente, Alcuino se levantó como si recordara algo.
—¿Te apetece caminar un rato? —le propuso.
—¿Y la escritura?
—Lleva contigo un par de tablillas. Ya verás como las utilizamos.