Capítulo 16

En un rincón de la cuadra, Theresa soñó con Hóos, confortada por el olor dulzón del estiércol. Por la mañana despertó con el trasiego de los animales que relinchaban y ventoseaban como si se encontraran solos. Se desperezó con el pelo enmarañado por la paja, separó las mantas que Alcuino había preparado a modo de cortinas y se encaminó hacia los abrevaderos. El agua estaba helada, pero su cara se lo agradeció. Cuando terminó de asearse advirtió que Alcuino la miraba desesperado.

—No entiendo a qué tanta limpieza. ¡Vamos, mujer! Tenemos trabajo.

Le contó que después de que ella se retirara, él había acudido a la abadía para interrogar a un par de frailes que podían saber algo. Según le contaron recién despertados, Beocio, el anterior abad, había sufrido un ataque de locura que le condujo a una muerte prematura.

—Eso ocurrió poco después de la transacción del cereal. Por lo visto, se desató una disputa por la sucesión de la abadía en la que se vieron involucrados Racionero, por entonces tesorero y responsable de los suministros, y Juan Crisóstomo, prior de la abadía, que a la postre fue el elegido. No me contaron mucho más, pero logré averiguar quién fue el boyero que realizó el transporte del grano. Te parecerá extraño, pero resulta que el Marrano no es tan tonto como pensábamos.

De regreso a la biblioteca se detuvieron en las cocinas para proveerse de gachas y leche. Theresa depositó los alimentos en una bandeja que encontró entre las decenas de cacharros. Le extrañó que las dependencias se viesen tan descuidadas.

—También me lo parece a mí —concedió Alcuino—. Es obvio que sobra faena, o faltan manos.

Theresa aprovechó para insistir sobre Helga «la Negra».

—Tal vez pudierais emplearla aquí. Maneja bien los fogones, y es limpia como pocas.

—¿Limpia, una prostibulae? ¿Una perdida que se amanceba por dinero?

—Es limpia con la comida. Si hicierais por admitirla, la ayudaríais a que abandonara ese comportamiento tan obsceno. Además, está lo de su preñez. ¿Acaso un niño debe arrastrar la culpa de sus progenitores?

Alcuino guardó silencio. Era opinión común que los retoños de las prostitutas nacían ya marcados por el diablo, pero él no compartía tamaño despropósito. Tosió un par de veces antes de anunciar que se lo plantearía al obispo.

—Aunque no te prometo nada —añadió—. Y ahora, volvamos al trabajo.

Una vez en el scriptorium, Alcuino descubrió un enorme pliego inmaculado que extendió sobre la mesa. Luego comenzó a escribir sobre él sin cuidado, como si se lo hubieran regalado.

—Repasemos detenidamente la situación: por una parte nos encontramos ante unas muertes que, según sabemos, obedecen a la ingesta de cereal contaminado. Un grano que, al parecer, se muele, o al menos transita por el molino de Kohl. —Theresa asintió—. Y por otra, asistimos a la venta, hace dos años, de una abundante partida de cereal a un condado en el que, con anterioridad o posterioridad a la transacción, se desató una extraña plaga. Por desgracia, las únicas personas que podrían habernos aclarado algo, o bien han muerto, cual es el caso de Beocio, el antiguo abad, o bien están detenidas y acusadas de asesinato, cual sería el caso del Marrano.

—Una venta que, no olvidemos, alguien trató de ocultar no hará demasiado tiempo.

—Así es. Bien observado. —Se detuvo un instante para reflexionar—. Mi teoría es que la plaga de Magdeburg, sin duda atribuida por sus habitantes al asedio, en realidad obedeció al consumo de trigo contaminado por las duras condiciones invernales. Tal corrupción sería notoria para los molineros del condado, quienes obviamente prefirieron consumir el grano a morir de inanición. Con la llegada de las tropas de Carlomagno y el restablecimiento de los suministros, es de suponer que el grano contaminado fue destruido.

—Os sigo.

—Pero ¿qué ocurriría si aquel cereal arruinado, en lugar de arder en la hoguera, hubiese acabado de vuelta en los mismos carros que enviaron el centeno desde Fulda? Sin duda habría sido un negocio redondo para el vendedor de Magdeburg, que habría obtenido un rédito de un cereal inservible, y mayor aún para el comprador de Fulda, que a precio de saldo dispondría de un cereal que luego vendería bien caro.

—¿Aun a sabiendas de su malignidad?

—Eso es algo que tal vez nunca averigüemos. Podría haberse comprado desconociendo la ponzoña que albergaba, o pese a conocer tal extremo, haberlo adquirido pensando en extremar la limpieza del grano.

—Pero entonces no se habrían sucedido las muertes.

—A menos, claro está, que la partida de grano hubiera cambiado de manos.

Theresa miró a Alcuino ilusionada, sintiéndose protagonista de cada descubrimiento. Sin embargo, él continuó ceñudo, rumiando el siguiente paso.

Le pidió a Theresa que guardara los códices en la biblioteca mientras meditaba un rato. Luego, bebió un último sorbo de leche y miró a través de la ventana como si observara el tiempo.

—¿Sabes? Creo que ha llegado la hora de que hablemos con el Marrano.

Camino del matadero, Alcuino informó a Theresa de que en Fulda no existían calabozos. A los reos se les encadenaba a la intemperie hasta el día que recibían su castigo. Sin embargo, pese a tenerlo vigilado, un desconocido había apedreado al Marrano hasta medio descalabrarlo, de modo que el prefecto había ordenado su encierro en el matadero para evitar que un desgraciado malograra el espectáculo.

A la entrada del matadero se toparon con un vigilante aterido y cabeceando de sueño. Cuando le tocaron el hombro, exhaló una bocanada de alcohol y se recompuso lo suficiente como para, tras conocer las pretensiones de Alcuino, impedirles el acceso. Sin embargo, en cuanto oyó que su alma corría peligro de abrasarse en el infierno, abrió la puerta y les franqueó el paso.

Theresa siguió la antorcha de Alcuino mientras éste avanzaba por la oscuridad. El hedor a carne pútrida y humedad era tan denso que le revolvió las gachas recién desayunadas. Alcuino abrió una ventana que comunicaba con un patio interior. Por todas partes se veían restos de huesos, plumas y pieles, a la luz que se filtraba por las rendijas de las tablas mal clausuradas.

Conforme avanzaban, la tea fue iluminando el estrecho corredor por donde los animales eran conducidos al sacrificio. Al fondo de la estancia distinguieron una figura acurrucada, oscura y deforme, cargada de cadenas como un animal entrampado. Cuando se acercaron, Theresa advirtió que el desgraciado se había hecho sus necesidades encima. A Alcuino no pareció importarle. El fraile se aproximó aún más y lo saludó con voz queda. El Marrano no contestó.

—No tienes nada que temer. —Le ofreció una manzana que había traído de las cocinas.

El Marrano continuó en silencio. Sus ojos temblaban al fulgor de la llama. Alcuino apreció un par de brechas en su cabeza, sin duda fruto de las pedradas.

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas alguna cosa? —insistió.

El idiota se acurrucó aún más. Parecía aterrorizado.

Alcuino acercó la antorcha para comprobar sus heridas, pero de repente el Marrano saltó hacia él e intentó golpearlo; por fortuna, Alcuino retrocedió lo suficiente para que las cadenas lo retuvieran antes de que pudiera alcanzarlo.

—Deberíamos marcharnos —sugirió Theresa.

Alcuino, sin prestarle atención, aproximó de nuevo la tea. En esta ocasión el Marrano retrocedió. Parecía más asustado.

—Tranquilízate. Nadie desea causarte daño. ¿Quién te ha hecho eso?

Siguió mudo.

—¿Tienes hambre? —Limpió la manzana y la dejó en el suelo, cerca de él. El Marrano dudó un instante. Luego, con cierta dificultad, se apoderó de ella y la guardó con avidez.

—¿Te da miedo contestar? ¿No quieres hablar?

—No creo que le hable —le interrumpió el vigilante a sus espaldas.

Theresa y Alcuino se volvieron sorprendidos.

—¿No? ¿Y por qué está tan seguro? —preguntó Alcuino desafiante.

—Porque le cortaron la lengua el domingo pasado.

De regreso al cabildo, Alcuino anduvo con la cabeza gacha pateando cuantos guijarros le fueron saliendo al paso. Era la primera vez que Theresa le oía maldecir. A la entrada del palacio episcopal vio a Lotario, que discutía con una mujer ricamente ataviada. Alcuino intentó acercarse, pero el obispo le hizo ademán de que aguardara. Al poco, se despidió de la mujer y se acercó a Alcuino.

—¿Qué os trae por aquí? ¿Acaso no habéis visto con quién estaba hablando?

Alcuino le besó el anillo.

—Disculpad mi desconocimiento. No pensé que interrumpiera un asunto de importancia.

—Pues la próxima vez esperad lo que haga falta. Me habéis dejado en mal lugar con esa dama —rezongó.

—Lo siento, pero me urgía hablar con vuestra paternidad, y aquí no es el lugar más conveniente —se excusó—. Por cierto, quizá vos podáis sacarme de mi ignorancia. ¿Para qué es el agujero que están cavando en la plaza?

—Ya tendréis ocasión de comprobarlo —sonrió—. ¿Cómo andáis de hambre? Acompañadme a comer y charlemos de eso que teníais que comentarme.

Alcuino despidió a Theresa, quedando en encontrarla después en las cocinas. Cuando el fraile llegó al refectorio, se sorprendió ante el abrumador dispendio de alimentos que atiborraba la mesa.

—Por caridad, pasad y acomodaos —le indicó. Alcuino tomó asiento a su lado y saludó a los demás comensales—. Espero que tengáis más apetito que el de costumbre, porque como veis, estamos de suerte. Esta cabeza de cordero tiene un aspecto suculento, y fijaos en las mollejas: se deshacen sólo con mirarlas.

—Ya sabe su paternidad que soy parco en cuestiones de comida.

—Y por Dios que se os nota. ¡Si estáis hecho una lombriz! Miradme a mí: saludable y rollizo, que si alguna dolencia ha de cogerme, no lo haga por falta de alimento.

El obispo se levantó, bendijo la mesa y recitó una plegaria a coro junto con los demás invitados. Cuando concluyeron, agarró la cabeza de cordero y con las manos la descuartizó en varios pedazos que repartió con jolgorio entre sus más allegados.

—Esto está delicioso, Alcuino. ¿De veras conocéis el placer del que os estáis privando? Ricos hojaldres bizcochados, pastelones de venado, quesadillas con avellanas, garbanzos dulces con membrillo. Seguro que en vuestra Northumbria no habéis tenido la oportunidad de saborear tales guisos.

—Seguro que sabéis que la regla de san Benito se opone a tales atracones.

—¡Oh, sí! ¡La regla de san Benito! Orar y morirse de hambre… Pero por suerte, aquí no estamos en vuestro monasterio —rio Lotario mientras se añadía otro trozo de cordero.

Alcuino enarcó las cejas. Se sirvió una escudilla de garbanzos, y mientras se empleaba con las legumbres echó una ojeada a los demás asistentes. Frente a él, el capellán Ambrosio sorbía unas cabezas de pichones con su habitual cara de perro. A su derecha, medio oculto por una fuente de alimentos, advirtió al lectorero, haciendo más ruido masticando que los demás departiendo. Más allá, dos ancianos de ojos pálidos y dientes escasos se disputaban la última ración de hojaldre.

El obispo arrojó los restos de su fuente al perro que le escoltaba y continuó sirviéndose.

—Decidme —se interrumpió—. ¿En qué consistía ese asunto tan urgente?

—Pues se trata del Marrano.

—¡Vaya! ¿Otra vez ese tema? ¿Qué ocurre con él ahora?

—Preferiría comentároslo en privado.

Miró al obispo con detenimiento. Su cara pulcramente rasurada, sin apenas arrugas, gruesa y blanda al tiempo, revelaba la misma emoción que un cochino sonrosado. Calculó que rondaría los treinta y cinco, una edad inopinada para un cargo de tamaña responsabilidad, aunque no un impedimento tratándose de un familiar de Carlomagno.

A una señal de Lotario, todos se levantaron. Alcuino esperó a que la sala se vaciara.

—Sed breve, Alcuino. Debo vestirme para la ejecución.

—¿La ejecución? Pero ¿no la habíais pospuesto? —preguntó aturdido.

—Y ahora la he adelantado —respondió el obispo sin siquiera mirarlo.

—Os ruego me excuséis, pero precisamente de eso quería hablaros… ¿Estabais al tanto de que alguien le ha cortado la lengua al Marrano?

Lotario lo miró de arriba abajo.

—Por supuesto. Todo el pueblo se ha enterado.

—¿Y qué opináis?

—Pues lo mismo que vos, supongo. Que algún indeseable nos ha privado del placer de oírle chillar.

—Y también de hablar —apuntó sin disimulo.

—Ya, pero ¿a quién le interesan las mentiras de un asesino?

—Tal vez ahí radique la cuestión. —Se lo pensó antes de decirlo—: Quizás haya alguien que no desea que ese hombre hable. Y aún más…

—¿Aún más?

—No creo que el Marrano sea ningún criminal —sentenció Alcuino.

Lotario lo miró con irritación. Luego se dio la vuelta y echó a andar, dejándole con la palabra en la boca.

—Os aseguro que él no la mató —le siguió.

—¡Dejad de decir sandeces! —Se volvió y le hizo frente—. ¿Cómo habré de repetiros que lo encontraron junto a la víctima, empuñando la hoz con que la degolló? ¡Bañado en la sangre de esa joven!

—Eso no prueba que la asesinara —respondió con calma Alcuino.

—¿Seríais capaz de explicarle eso a la madre? —le retó Lotario.

—Si supiera quién es, no tendría inconveniente.

—Pues podríais haberlo hecho antes. Era la mujer con la que hablaba cuando me interrumpisteis. La mujer de Kohl, el dueño del molino.

Alcuino enmudeció. Aun resultando prematuro establecer conclusiones, aquella revelación trastocaba la mayoría de sus planteamientos. No obstante, el nuevo dato no alteraba el hecho de que un inocente iba a ser ejecutado.

—¡Queréis escucharme, por el amor de Dios! Vos sois el único que puede detener esta insensatez. Ese hombre sería incapaz de empuñar una hoz. ¿Os habéis fijado en sus manos? Tiene los dedos deformados. Deformes de nacimiento. Yo mismo lo he comprobado.

—¿Cómo que lo habéis comprobado? ¿Acaso lo habéis visto? ¿Quién os ha autorizado?

—Intenté solicitaros permiso, pero vuestro secretario me comunicó que andabais ocupado. Y ahora respondedme a esto: si el Marrano es incapaz de sujetar una manzana con las dos manos, ¿cómo podría haber empuñado la hoz con que se cometió el asesinato?

—Mirad, Alcuino, puede que seáis ministro de educación, que sepáis de letras, de teología y de mil cosas más, pero debo recordaros que sólo sois un diácono. Aquí en Fulda, os guste o no, quien establece lo que ha de hacerse o no, soy yo, así que os sugiero que dejéis de lado vuestras necias teorías y os ocupéis de ese códice que tanto os interesa.

—Lo único que me interesa es evitar una tropelía. Os aseguro que el Marrano no…

—¡Y yo os aseguro que la mató! Y si vuestro único argumento es que sus dedos no son hábiles, ya podéis empezar a rezar, porque eso será lo único que consigáis antes de que sus piernas desfilen hacia el patíbulo.

—Pero su santidad…

—Esta conversación ha terminado. —Y de un portazo lo dejó con la cara a un palmo de la puerta de sus aposentos.

Alcuino regresó a su celda cabizbajo. Tenía la certeza de que el Marrano no había asesinado a aquella joven, pero lo cierto era que tal «certeza» tan sólo se apoyaba en una triste manzana.

Se lamentó por su estupidez. Si en lugar de pretender convencer a Lotario, hubiese intentado posponer la ejecución, tal vez hubiera encontrado el tiempo suficiente para conseguir pruebas de mayor calado. Quizá debería haber insistido en la conveniencia de esperar a la llegada de Carlomagno, o haber sugerido que las heridas que le habían infligido al Marrano impedirían a la gente disfrutar del espectáculo. Pero ahora ya no había remedio. Tan sólo disponía de un par de horas para impedir lo inevitable.

Entonces se le ocurrió.

Se abrigó de nuevo y abandonó la celda a toda prisa. Luego, en compañía de Theresa, se dirigió hacia la abadía.

Una vez en la botica, pidió a Theresa que lavase un cuenco mientras él examinaba los distintos frascos que poblaban los estantes. Destapó varios para olerlos, hasta detenerse en uno en cuyo exterior rezaba «lactuca virosa». Lo abrió y extrajo una pasta blancuzca que depositó sobre un plato de barro. Hacía tiempo que no utilizaba el compuesto extraído de la variedad silvestre de la lechuga, de cuya savia se obtenía un hipnótico de contrastada eficacia. Cortó una porción del tamaño de una nuez, la machacó hasta convertirla en polvo, manipuló su anillo abriendo una especie de tapita y vertió el preparado en el minúsculo depósito que albergaba la joya. Luego la cerró, ordenaron los frascos, dejaron todo como estaba y salieron a toda prisa en dirección al cabildo. Sin embargo, cuando llegaron al palacio episcopal se encontraron con las puertas ya cerradas. Theresa se despidió porque le había prometido a Helga que la acompañaría a la ejecución del Marrano, y Alcuino emprendió carrera en dirección al patíbulo.

Cuando Theresa llegó a la taberna encontró a Helga preparada, con la cara pintada y el pelo recogido. El tajo de su rostro había desaparecido bajo una capa de harina aguada teñida con tierra, lo que le hizo suponer que no era tan profundo. Parecía animada. Además, la mujer había elaborado unos dulces para no tener que comprarlos a los vendedores ambulantes, y aunque no ofrecían buen aspecto, olían a miel y canela. Antes de acudir a la plaza se abrigaron con sendas capas de piel para protegerse del frío. Luego cerraron bien las puertas y cargaron con los alimentos, a los que añadieron un poco de vino. Mientras caminaban, Theresa le relató el episodio del matadero, pero para su sorpresa, Helga celebró que al Marrano le hubieran sajado la lengua.

—Lástima que no le arrancaran también los cojones —sentenció.

—Alcuino dijo que era inocente. Y que con matarlo no se arreglaría nada.

—¿Y qué sabrá ese cura? A ver si al final nos va a aguar la fiesta. —Y se apresuraron del brazo en dirección a la plaza.

A poco para la puesta de sol, las campanas de la catedral comenzaron a tañer su lúgubre cadencia. Los soldados habían dispuesto en el centro de la plaza un recinto circular de una treintena de pasos, acordonado en su perímetro exterior por una hilera de estacas. En su interior aparecía un hoyo semejante a una fosa, y dispuestas frente a éste, tres mesas de madera junto a otras tantas silletas. Una decena de hombres provistos con varas vigilaban al gentío que comenzaba a agolparse sobre la valla, donde los comerciantes habían dispuesto sus tenderetes para realizar sus últimas transacciones. Poco a poco, la muchedumbre se fue amontonando, y en cuestión de minutos la empalizada quedó oculta bajo una masa que clamaba histérica por el comienzo del espectáculo.

Cuando las campanas enmudecieron, hizo entrada en el lugar una extensa comitiva.

Abría el paso un jinete enlutado acompañado de una cohorte de civiles. La mayoría lucían vistosos trajes, que contrastaban con los harapos y las tripas de embutido que colgaban de los brazos de los siervos que les escoltaban. Les seguían varios esclavos atronando el paso con el retumbar de sus tambores. A continuación venía el carromato en que viajaba el prisionero, y tras él, un atribulado verdugo entretenido en recoger la basura que la gente les lanzaba y restregársela al reo por el rostro. Cerraba la procesión un tropel de chiquillos divertidos.

Instantes después apareció un grupo de clérigos encabezado por el obispo Lotario. En su mano derecha enarbolaba un báculo dorado y en la izquierda un crucifijo ornado en plata. Lucía un siglatón de seda roja cubierto por una túnica de bocarán, coronando su cabeza una ínfula de lino de dudoso gusto. El resto de los clérigos vestían pénulas de lana, todas cubiertas por el alba sacerdotal. El obispo tomó asiento junto al hombre de negro, quien se levantó para besarle el anillo. Un auxiliar les sirvió vino en unas copas. La tercera silla fue ocupada por el corregidor de la ciudad.

Un griterío se apoderó de la plaza cuando los bueyes que transportaban al Marrano franquearon la cerca y se dirigieron hacia la fosa. Nada más detenerlos, el verdugo agarró al condenado y lo arrojó de bruces contra el suelo, momento en el que los vítores arreciaron y una lluvia de objetos cayó sobre la carreta, obligando al verdugo y al boyero a refugiarse bajo el carro. Cuando la gente se apaciguó, el verdugo arrastró al prisionero hasta una estaca cercana a la fosa y lo ató con una soga que le pasó por el cuello. Luego comprobó la firmeza de las ataduras y tras hacer un gesto, el caballero enlutado afirmó con la cabeza mientras miraba complacido la patética figura del reo.

Alcuino fue el último en acceder al recinto. Atravesó la plaza haciéndose hueco a empellones, y saltó la cerca tras amenazar con la excomunión al vigilante que intentaba impedirle el paso. Mientras se aproximaba al lugar donde permanecían los prebostes, advirtió que el hombre de negro era Kohl, el dueño del molino y padre de la joven asesinada. Una vez allí, se situó a la espalda de Lotario, justo enfrente del verdugo. Observó que Kohl aparecía desmejorado en relación a cuando había hablado con él en el molino. Su esposa, acompañada por otras mujeres, ocupaba un lugar más discreto, con la pesadumbre enquistada en sus profundas ojeras. Se dijo que para aquella familia, ni siquiera el suplicio del culpable les proporcionaría suficiente alivio.

Se preguntaba cómo verter la droga sobre la bebida de Lotario cuando los tambores resonaron. Los tres hombres que permanecían sentados se levantaron, y el obispo Lotario tomó la palabra.

—En el nombre del sapientísimo y noble Carlomagno, rey de los francos, monarca de Aquitania, Austrasia y Lombardía, patricio de los romanos y conquistador de Sajonia. Hallado culpable de abominable asesinato y otros espantosos crímenes Fredegario, más conocido como el Marrano, hombre sin luz, enviado y discípulo de Lucifer; yo, Lotario de Reims, obispo de Fulda, señor de estas tierras y representante del rey, de su poder y su justicia, ordeno y mando con la venia de Dios que el reo sea ajusticiado con el mayor de los tormentos, y que sus restos sean esparcidos por los campos de la ciudad para ejemplo y escarmiento de los que osan ofender a Dios y sus criaturas cristianas.

La muchedumbre gritó enardecida. A una señal de Lotario, el verdugo desató al condenado y, tras anudarle las manos a la espalda, lo llevó a golpes hasta el borde de la fosa.

El Marrano parecía aturdido, como si no entendiera lo que estaba a punto de suceder. Cuando se vio al lado del agujero intentó zafarse de su captor, pero éste lo arrojó al suelo y le pateó la cabeza. Para entonces, el Marrano ya era una masa de carne temblorosa. La multitud agolpada contra la valla chilló como una enorme piara de cerdos. Dos muchachos armados con piedras burlaron a los guardias y se introdujeron en el recinto, pero enseguida fueron atrapados y devueltos a su sitio. Cuando la gente se calmó, el verdugo levantó al Marrano y lo mantuvo en pie unos instantes. Acto seguido, Lotario se adelantó unos pasos, hizo la señal de la cruz con gesto de desdén y ordenó al verdugo que comenzara el tormento.

La gente chilló enloquecida. Daba la impresión de que en cualquier momento derribarían la cerca y lincharían al condenado.

Alcuino aprovechó el tumulto para abrir el anillo y verter la droga en la jarra de vino del obispo. Nadie lo advirtió, pero Lotario le sorprendió cuando aún tenía la mano sobre su jarra. Alcuino, sin tiempo de reaccionar, la elevó y se la ofreció en un brindis.

—¡Por la justicia! —gritó, y le entregó la jarra. Él cogió otra.

Lotario quedó desconcertado, pero finalmente agarró su jarra y apuró el contenido.

—Por la justicia —repitió.

El verdugo aferró al reo y de un violento puñetazo lo arrojó al fondo de la fosa. Entonces el griterío se tornó ensordecedor. El Marrano se incorporó babeando, con la mirada perdida y los ojos cubiertos de lágrimas. La gente alzaba los puños y gritaba pidiendo sangre. Entonces el verdugo agarró una pala cercana y la estrelló contra la espalda del prisionero. Los huesos le crujieron como leña seca y cayó doblado de rodillas. En ese momento, dos hombres más se acercaron a la fosa portando grandes palas de madera, lo que provocó el delirio de la multitud. Se apostaron junto a un montón de arena y sin mediar palabra comenzaron a arrojar paletadas sobre el reo. El Marrano intentó revolverse para huir de la fosa, pero los hombres se lo impidieron a fuerza de golpes. Uno de ellos lo inmovilizó con el extremo de su pala y los otros continuaron enterrándole en vida. La muchedumbre, cercana al paroxismo, jaleaba maldiciones y juramentos a cada paletada, mientras el Marrano intentaba zafarse del palo que le aprisionaba. Sin embargo, el peso de la tierra ya vertida le impedía mover las piernas y el hombre sólo alcanzaba a agitarse como un conejo atrapado.

Pronto la tierra le alcanzó la cara. El hombre escupió y comenzó a moverse con auténtica desesperación, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Escupía tierra una y otra vez, pero la arena siguió cayendo deprisa hasta que, poco a poco, le cubrió por completo.

Por un momento el lugar quedó en silencio. Sin embargo, pasados unos instantes, la arena se agitó y de repente surgió la cabeza del reo vomitando un asqueroso puré de tierra. El Marrano respiró hondo, como si aquélla fuera su última bocanada de aire, y la gente gritó estupefacta.

Al punto, el obispo se levantó. Hizo un gesto a Kohl, pero éste no se enteró. Alcuino supo que la droga comenzaba a obrar efecto.

Lotario sintió cómo la vista se le nublaba. Las piernas le flaquearon y un calor seco le invadió la garganta. Intentó agarrarse a Kohl, pero no lo consiguió. Trató de hablar pero tampoco pudo, y apenas se santiguó, cayó cuan largo era llevándose por delante silla y mesa.

La muchedumbre enmudeció. Incluso el verdugo volvió la cabeza, olvidándose por un momento del Marrano. Al advertirlo, Kohl intervino.

—Acaba con él, maldito estúpido.

El verdugo no se movió. Entonces Kohl saltó hacia la fosa y de un empujón le arrebató la pala.

Iba a asestar el golpe final cuando Alcuino se interpuso entre él y el prisionero.

—¿Osáis contravenir una señal del cielo? ¡Dios desea prolongar el sufrimiento de ese criminal! —gritó el fraile tan alto como pudo, mientras hacía como que examinaba al obispo.

La gente aulló enardecida.

—¡Y cuando Lotario se recupere, volveremos a disfrutar con el ajusticiamiento! —añadió.

El gentío volvió a rugir.

—¿Vos? —exclamó Kohl—. ¡Vos sois el fraile del molino!

—El homicida pagará su crimen, pero por ley, la autoridad ejecutora ha de sancionar el ajusticiamiento —arguyó.

Kohl intentó golpear al Marrano, pero Alcuino lo impidió.

—Dios no lo quiere —repitió, sujetando la pala con firmeza.

El populacho bramó entusiasmado. Finalmente, Kohl escupió sobre el prisionero, agarró a su esposa por el brazo y abandonó el lugar escoltado por su séquito. Le siguió la corporación del cabildo, aún desconcertada por el episodio de Lotario, pero algo más serena merced al buen pronóstico emitido por Alcuino. Por último, entre insultos y amenazas, el Marrano y sus vigilantes abandonaron la plaza en dirección a las mazmorras habilitadas en el matadero.

Helga «la Negra» se mostró desolada. No sólo no había contemplado la ejecución, sino que en un pequeño descuido, un mozalbete le había robado la bolsa con los pastelillos. Theresa le propuso comprar una torta caliente en un tenderete próximo, sugerencia que Helga aceptó de inmediato. Mientras Theresa se revisaba los bolsillos, la prostituta se acercó al puesto de dulces y comenzó a regatear por el precio de las tortas. Al final escogió una redonda como un pan, acordando con el pastelero que saldaría la deuda cuando éste pasara por la taberna. Regresó feliz con el dulce y lo engulleron en un santiamén. Lo encontraron tan delicioso que Helga no dudó en adquirir otro más grande, cargado de miel y castañas confitadas.

Cuando terminaron, Theresa se fijó en los restos de harina que exhibía Helga alrededor de la boca. Parte del polvo le había cubierto la cicatriz, ocultando lo que no lograba el maquillaje, mientras otro pegote le colgaba de la nariz como una extraña verruga blanca. Cuando se lo dijo, la mujer rompió a reír. A Theresa le sorprendió que con las risas no le sangrara la herida y se interesó por cómo se la había causado.

—Aún no me había levantado cuando llamaron a la puerta —le contó—. No me dio tiempo ni a preguntar. En cuanto abrí, recibí una patada en el vientre y una lluvia de puñetazos. ¡Maldito animal! Me dijo que, si me atrevía a tener el hijo, en vez de la cara me rajaría la barriga.

—Pero ¿por qué se comporta así? ¿Qué más le da que lo tengas?

—Temerá que lo denuncie.

Le explicó que a los acusados de adulterio los condenaban a siete años de penitencia, un castigo que consistía en un ayuno diario mientras durase la pena, aunque podía canjearse por una composición monetaria.

—Con lo que le gusta comer —se lamentó—. Yo creo que lo que le asusta es que su esposa lo repudie, porque la carpintería pertenece a su suegro. Pero ¿sabes?, lo voy a hacer. Le denunciaré aunque no sirva para nada. Con esta cicatriz ya nadie pagará por mis servicios. ¿Quién va a querer acostarse con una puta marcada?

—No seas exagerada —la animó—. Si apenas se te aprecia. Cuando te vi esta mañana, realmente parecía otra cosa.

—Sólo es profunda aquí —se señaló junto a la oreja—, pero me rechazarán de todas formas. Además ya tengo mis años.

Theresa se detuvo a observarla. Era cierto. Se la veía ajada, con las canas ganando terreno y las carnes blandas y desfondadas. Pensó que a algunos hombres les daría igual que tuviese la cara cosida a puñaladas.

—De todas formas, no pensarás seguir adelante con ese trabajo. Así; estando preñada.

—¡Ah! ¿No? —rio con desgana—. ¿Y cómo haré para comer todos los días? Yo no tengo detrás un cura encaprichado que me pague por garabatear unas letras.

—Podrías buscarte otro oficio —contestó Theresa obviando su comentario—. Cocinas mejor que ese pastelero de tres al cuarto.

Helga le agradeció la intención. Sin embargo, denegó con la cabeza. Sabía que nadie contrataría a una prostituta, y menos estando embarazada.

—Vayamos al cabildo —le propuso.

—Pero ¿estás loca? Nos echarán a patadas.

Por toda respuesta, Theresa la cogió de la mano y le pidió que confiara. De camino al obispado, le contó la conversación que había mantenido con Alcuino referente a un trabajo para ella.

A la entrada de la catedral preguntaron por Alcuino, quien no tardó en presentarse. El fraile se sorprendió al encontrarse con Helga «la Negra», pero pasado el primer estupor, se interesó por la herida de su cara. Helga respondió haciendo hincapié en los detalles más escabrosos. Cuando terminó de hablar, el fraile dio media vuelta y les pidió que lo acompañaran.

En las cocinas les presentó a Favila, una mujer tan gorda que parecía que en vez de un vestido llevase puestos treinta. Alcuino les explicó que regentaba los fogones, y que todo lo que tenía de gruesa, lo tenía de bondadosa. La mujer sonrió haciéndose la avergonzada, pero cuando supo de las intenciones de Alcuino, cambió el gesto por una tajante negativa.

—Aquí en Fulda todos conocen a la Negra —argumentó—. Puta una vez, puta siempre, de modo que fuera de mi cocina.

Helga se giró, pero Theresa la detuvo.

—Nadie te ha pedido que te acuestes con ella —le espetó la muchacha.

Alcuino sacó un par de monedas y las dejó encima de la mesa. Luego miró a la cocinera a los ojos.

—¿Has olvidado la palabra perdón? ¿Acaso Jesucristo no asistió a los leprosos; no perdonó a sus verdugos; no acogió a María Magdalena?

—Yo no soy santa como Jesús —refunfuñó. Sin embargo, se guardó las dos monedas.

—Mientras el obispo continúe indispuesto, que esta mujer permanezca a tu cargo. ¡Ah! Está embarazada —le aclaró—, de modo que no la fatigues más de la cuenta. Si alguien te reprocha algo, hazles saber que ha sido decisión mía.

—Y encima remilgada. Yo he parido ocho hijos, y el último casi lo suelto aquí encima —dijo golpeando la mesa donde Alcuino había depositado las monedas—. Anda, quítate toda esa pintura de encima y ponte a pelar cebollas. ¿Y la moza? ¿También se queda en la cocina?

—Ella trabaja conmigo —le aclaró Alcuino.

—Pero puedo ayudar si es necesario —apuntó Theresa.

Alcuino se despidió dejando a las mujeres enzarzadas con la cena. Disponía de un par de días antes de que Lotario se recuperara, y quería aprovechar hasta el último instante para avanzar en sus pesquisas.