Capítulo 2

A media mañana, las voces de los mozos devolvieron a Gorgias al mundo de los vivos.

Hasta ese momento había permanecido tumbado, con la cabeza ladeada y la mirada perdida, tan ajeno a los consejos de Korne como a los gestos de cariño de Theresa. Sin embargo, poco a poco su rostro pareció ir recuperando la cordura, y tras unos instantes de desconcierto alzó la vista para requerir la presencia de Korne. El percamenarius se mostró complacido al comprobar su mejoría, pero cuando Gorgias le preguntó sobre su agresor, cambió el semblante y afirmó no recordar ningún detalle.

—Cuando acudimos a socorrerte, quienquiera que fuera ya había huido.

Gorgias torció el gesto y masculló una maldición ahogada en una mueca de dolor. Luego se levantó y comenzó a deambular por el taller como una fiera acosada. Mientras iba y venía, intentó evocar el rostro de su agresor, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. La oscuridad y lo inesperado del asalto habían enmascarado la identidad del asaltante. Se encontraba débil y confuso, así que solicitó a Korne que uno de sus hijos le acompañara hasta el scriptorium.

Tras la marcha de Gorgias, los jornaleros olvidaron sus miramientos y poco a poco el taller recuperó su habitual bullicio. Los más jóvenes esparcieron tierra sobre la sangre derramada y limpiaron la mesa mientras los oficiales se lamentaban del desorden ocasionado. Theresa elevó una breve plegaria por la mejoría de su padre y a continuación se encomendó con diligencia a las tareas propias de su cargo. En primer lugar limpió y recogió la basura acumulada durante el día anterior. Luego separó los retales de cuero más estropeados y los colocó en el tonel de los despojos, donde deberían permanecer pudriéndose hasta el momento en que el recipiente se llenara. Por desgracia, el barril se encontraba a rebosar, por lo que hubo de extraer el contenido y trasegarlo a las tinajas de maceración, para una vez macerado, machacado y cocido, elaborar la cola que los oficiales utilizarían luego como adhesivo. Cuando terminó, se cubrió con un saco para protegerse de la lluvia y se dirigió hacia las balsas instaladas a cielo abierto en el desvencijado patio interior.

Ya en el atrio, Theresa observó la instalación con detenimiento.

Los estanques, de forma cuadrangular y en un número de siete, se distribuían desordenadamente en torno al pozo central, de forma que las pieles desolladas pudieran trasladarse sin dificultad entre ellos, conforme al habitual proceso de corte, afeitado y raspado. La joven observó las pieles blanquecinas flotando sobre el agua como escuálidos cadáveres. Odiaba el hedor ácido y penetrante que desprendían aquellos cueros descarnados.

En cierta ocasión, y coincidiendo con un severo enfriamiento, solicitó a Korne que la relevase por unos días, porque la humedad y los cáusticos de los estanques empeoraban sus pulmones, pero lo único que obtuvo fue un bofetón y una risotada de desprecio. Nunca más protestó. Cuando Korne se lo ordenaba, se recogía la falda, aspiraba el aire tan profundamente como su pecho le permitía y, conteniendo la respiración, se introducía en los estanques para remover aquellas sábanas arrugadas.

Contemplaba los estanques cuando alguien se acercó por su espalda.

—¿Todavía te repugnan?… ¿O acaso piensas que no sea cometido propio para la nariz de una percamenarius?

Theresa se giró para darse de bruces con la sardónica sonrisa de Korne. La lluvia resbalaba sobre su rostro grotesco encharcando sus encías desnudas. Como siempre, apestaba a incienso, pues lo empleaba en abundancia para disimular su habitual olor a rancio. De buena gana le habría explicado a Korne la naturaleza de sus pensamientos, pero se mordió la lengua y bajó la cabeza. Después de tanto sacrificio, no estaba dispuesta a caer en sus provocaciones, y si lo que pretendía era valerse de una excusa para reprobarla, desde luego iba a tener que esforzarse.

—Sea como fuere —continuó el percamenarius—, debo confesar que te compadezco: tu padre herido… tú, asustada… y nerviosa, por supuesto… Desde luego no parece el mejor momento para enfrentarte a una prueba de tanta trascendencia. Así pues, y en atención a la consideración que me merece tu padre, estoy dispuesto a posponer el examen un tiempo prudencial.

Theresa respiró aliviada. Lo cierto era que aún tenía en la cabeza la imagen ensangrentada de su padre, las manos le temblaban, y aunque se sentía con fuerzas, un aplazamiento la ayudaría a recuperar la calma.

—No quisiera trastornar los preparativos, pero os agradezco el ofrecimiento. Unos días más no me vendrían mal —le reconoció.

—¿Unos días? ¡Oh, no! —sonrió—. El aplazamiento de la prueba conlleva que tengas que esperar hasta el próximo año. Así está contemplado, y me consta que lo sabes. Pero en tu estado… Mírate: temblorosa, asustada… No me cabe duda que posponerlo resultaría lo más adecuado.

Theresa lamentó que Korne llevara razón. Si un candidato renunciaba al examen, no podía volver a solicitar el ingreso hasta pasado un año completo. Sin embargo, por un momento había imaginado que, dadas las circunstancias, el percamenarius haría una excepción.

—¿Y bien? —la apremió.

Theresa no supo qué responder. Las manos le sudaban y el corazón le palpitaba con fuerza. La oferta de Korne no parecía descabellada, pero nadie podía predecir lo que ocurriría dentro de doce meses. Sin embargo, si afrontaba la prueba y fallaba, nunca más podría examinarse. Al menos, no mientras Korne continuara como jefe de los percamenarii, pues éste esgrimiría su renuncia como demostración de lo que tantas veces había pregonado: que las mujeres y los animales sólo servían para acarrear peso y parir hijos.

El tiempo transcurría y el percamenarius comenzó a tabalear los dedos contra una barrica. Theresa ya pensaba en renunciar cuando en el último instante resolvió demostrarle a Korne que era más hábil que cualquiera de sus hijos. Además, si de verdad quería convertirse en oficial, debería afrontar los problemas según se le presentasen, y si por cualquier causa no superaba la prueba, tal vez en unos años pudiera volver a intentarlo. Se dijo que, al fin y al cabo, Korne era ya mayor y quizá para entonces hubiera muerto o enfermado. Así pues, alzó la cabeza y con voz resuelta le comunicó que se examinaría aquella mañana y aceptaría el resultado. El percamenarius no se inmutó.

—Bien. Si eso es lo que deseas, que dé comienzo el espectáculo.

Theresa asintió y se giró para dirigirse al interior del taller; sin embargo, cuando se disponía a franquear la entrada oyó de nuevo la voz del percamenarius.

—¿Se puede saber adónde vas? —le preguntó. Sus fosas nasales se dilataban y contraían como los ollares de un caballo.

Theresa lo miró desconcertada. Acudía a su mesa de trabajo con la intención de comprobar el material que debería emplear durante la prueba.

—Pensaba afilar los cuchillos antes de que llegase el conde. Preparar los…

—¿El conde? ¿Y qué pinta el conde en todo esto? —la interrumpió simulando extrañeza.

Theresa perdió el habla. Su padre le había asegurado que Wilfred estaría presente.

—¡Ah, sí! —continuó Korne con una mueca de afectación—. Gorgias me comentó algo al respecto. Pero ayer, cuando visité al conde, lo encontré tan ocupado que juzgué innecesario distraerlo para un trámite tan nimio. Presumí, y creo que acerté, que si tal como parece estás capacitada para superar cualquier imprevisto, que el conde no acudiera tampoco supondría ningún impedimento.

Al punto Theresa comprendió que Korne no había auxiliado a su padre guiado por la caridad, ni le había propuesto el aplazamiento del examen por consideración. Había ayudado a Gorgias sabedor de que el destino del taller, y por ende el suyo propio, estaba ligado a la actividad del scriptorium. ¡Qué necia había sido! Y pensar que por unos instantes había confiado en su buena voluntad. Ahora se hallaba en manos de aquel necio, y todas sus habilidades iban a valer lo que una pila de leña mojada. La muchacha inclinó la cabeza y se preparó para aceptar lo inevitable, pero cuando ya daba todo por perdido, una idea le iluminó el rostro.

—Es curioso —respondió con tono confiado—. Mi padre no sólo me aseguró que Wilfred presenciaría el examen, sino que además, al tanto de mis progresos, deseaba conservar para sí mi primer pergamino. Un pergamino que, como sabéis, debo firmar con mi marca —puntualizó. Y rezó por que Korne se tragara la mentira. Si lo hacía, tal vez dispusiera de una oportunidad.

El percamenarius borró de inmediato su estúpida sonrisa. Al fin y al cabo, desconocía la veracidad de aquella información, pero si esos eran los deseos de Wilfred, en modo alguno podía arriesgarse a contravenirlos. Aun así, lo que dijese o pensase el conde no le importaba lo más mínimo ya que aquella muchacha no pasaría la prueba. Al menos, no mientras él se mantuviera como el maestro de los percamenarii.

Theresa aún aguardaba cuando Korne convocó al resto de los trabajadores. Al instante, mozos y oficiales abandonaron sus faenas para transformar el patio en una suerte de escenario. Los más jóvenes acapararon los primeros lugares apartándose los unos a los otros. Un muchacho dio un empellón a otro y lo lanzó a un estanque, provocando la consiguiente algarabía. Los oficiales se acomodaron en los rincones a resguardo de la lluvia, pero a los mozos el agua no les importó. Uno de ellos acudió con un cesto de manzanas y las repartió entre los más avispados, que esperaban impacientes el comienzo del espectáculo. Parecía como si todos, menos Theresa, supieran lo que iba a suceder. En ese momento Korne dio unas palmadas y se dirigió a su improvisado público.

—Como bien sabéis, la joven Theresa ha solicitado su acceso al gremio. —Varios se carcajearon—. La muchacha —dijo señalándola al tiempo que se agarraba la entrepierna— pretende ser más lista que vosotros; más lista que mis hijos, y hasta más lista que yo. ¡Una mujer! ¡Que se caga en la falda cuando oye el ladrido de un perro y corre a esconderse bajo las sábanas! Pero no obstante, tiene el valor; ¡ja!; ¡la osadía! de pedir el trabajo que por naturaleza corresponde a los varones.

Los mozos rieron al unísono cuando uno de ellos arrojó a Theresa el corazón de una manzana. Otro imitó los ademanes de una chica que corriera asustada, y los demás aplaudieron divertidos hasta que Korne interrumpió la chanza para continuar con su arenga.

—Mujeres en trabajos de hombres… ¿Alguien quiere explicarme cómo podría una mujer trabajar aquí y atender bien a su marido? ¿Quién le cocinaría y le lavaría? ¿Quién se ocuparía de sus hijos? ¿O tal vez los traería aquí, para meter a su piara de niñas en el gremio? —De nuevo todos rieron—. Y cuando llegue el verano y el calor apriete, cuando el sudor empape su cuerpo y la blusa ciña sus pechos, ¿pretenderá acaso que miremos hacia otro lado y reprimamos nuestros deseos? ¿O quizá nos ofrecerá sus frutos como recompensa a nuestros esfuerzos?

Los artesanos volvieron a carcajearse, se empujaron los unos a los otros y se guiñaron los ojos mientras aplaudían la ocurrencia de Korne. En ese momento, Theresa se adelantó. Hasta entonces había permanecido callada, pero no iba a consentir más burlas.

—Si algún día tengo marido, el cómo le cuide será asunto mío. Y en cuanto a mis pechos —dijo—, en vista de la atención que les prestáis, con gusto informaré a vuestra esposa para que remedie las carencias que al parecer soportáis. Y ahora, si no os importa, desearía comenzar la prueba.

La ira encendió a Korne. No esperaba una reacción así, y menos aún que la respuesta de la joven fuese acogida con risas por parte de los muchachos. El percamenarius se acercó al cesto de las manzanas y escogió la más estropeada. Luego se dio la vuelta y caminó hasta situarse a un palmo de Theresa, mordió lentamente la manzana, y a continuación plantó la fruta aún babeante frente a los labios de la muchacha.

—¿Te apetece?

Esbozó una sonrisa ante el gesto de asco de Theresa. Al mirar de nuevo la fruta observó un gusano que se retorcía en la parte podrida. Entonces, sin inmutarse, mordió a la vez el corazón y el gusano, y arrojó el trozo restante al último de los estanques. Mientras masticaba el bocado se recogió las greñas en una esperpéntica coleta. Luego se aproximó al estanque donde había arrojado la manzana.

—Aquí tienes tu prueba —dijo, y apartó la celosía de madera que protegía la balsa—. Deja la piel lista y obtendrás el título que tanto anhelas.

Theresa apretó los labios. Descarnar y acondicionar las pieles no era tarea propia de oficiales, pero si eso quería Korne, ella no iba a defraudarle. Se acercó al borde del estanque y observó la capa de sangre y grasa que flotaba en el agua. Con la ayuda de una pala apartó los despojos desprendidos por efecto de los cáusticos, buscando la piel en que debía trabajar. Sin embargo, tras varias pasadas no halló cuero alguno. Se volvió extrañada demandando una explicación.

—Está dentro —le señaló Korne.

Theresa se giró hacia el estanque más profundo, el que recibía las pieles según las arrancaban a los animales. Se descalzó con cuidado y dejó las botas cerca. Después se recogió la falda y sumergió las piernas en el agua al tiempo que contenía la respiración. En el estanque flotaban trozos de piel y sangre coagulada entremezclados con la suciedad propia de las albercas de maceramiento. Luego, ante la atenta mirada de los mozos, descendió hasta que el líquido le alcanzó el vientre.

El frío le hizo gemir.

Esperó un momento antes de aspirar una bocanada de aire y se dejó caer en las profundidades del estanque. Durante un suspiro desapareció bajo el agua, para al instante emerger con la cabeza impregnada en un velo de grasa. La joven escupió algo y se apartó la mugre del rostro. Luego se adentró en la balsa alejando los despojos que flotaban a su alrededor. Percibió el escozor de la cal bajo sus ropas y el hielo ateriéndole los huesos, pero continuó avanzando a tientas con el agua lamiéndole la barbilla. Sus pies desnudos percibían el lecho de fango mientras sus brazos se agitaban bajo el agua, como los de un ciego buscando un asidero. De repente tropezó contra algo y el corazón le dio un vuelco. Tras calmarse, tanteó el objeto con el pie sin lograr identificarlo. Por un momento pensó en renunciar, pero recordó a su padre y a cuantos habían confiado en ella. Entonces hinchó sus pulmones y se sumergió bajo las aguas. El frío palpitó en sus sienes cuando sus manos rozaron una cosa informe. Su tacto viscoso le provocó una arcada, pero se tragó el asco y continuó deslizando las manos por la masa hasta detenerse sobre una ristra de cuentas semejante a pequeños guijarros. Repasó las cuentas y tras un momento de incertidumbre advirtió que se trataba de una horrible hilera de dientes. El pavor estuvo a punto de hacerle abrir los ojos pero se contuvo a tiempo, pues de lo contrario, la cal la habría cegado para siempre. Soltó la quijada y buscó el aire desesperadamente con el rostro demudado en una máscara congestionada. Entonces, mientras tosía y escupía agua, emergieron frente a ella los restos de la cabeza pútrida y deforme de una enorme vaca.

De inmediato los mozos se acercaron para mofarse de la muchacha. Uno le ofreció la mano con la intención de ayudarla, pero cuando la joven se estaba afianzando, la soltó de repente y provocó que cayese de nuevo al agua. En ese momento apareció en el patio la mujer del percamenarius, quien había presenciado la escena y acudía con ropa seca. La señora apartó a los mozos y tiró de Theresa. Cuando la sacó, tiritaba como un perrillo. La cubrió con una manta para acompañarla al interior de la vivienda, pero cuando se disponían a franquear la puerta, se oyó la voz de Korne.

—Que se mude de ropa y vuelva a su trabajo.

Cuando Theresa regresó al taller encontró sobre su banco unos despojos de piel ajada. Los extendió con la ayuda de una paleta de madera y a continuación retiró el exceso de agua. Tras examinar la piel, dedujo que habría sido desollada aquella misma semana, pues la cal apenas había desprendido el pelo y aún quedaban adheridos restos de carne y grasa. El animal debía de haber muerto devorado por los lobos, porque el cuero presentaba numerosas dentelladas. Aparte de eso, se apreciaban señales de apostemas y desfloraduras propias de bestias de edad avanzada. Se dijo que aquella piel no serviría ni para echársela a las ratas.

—¿No deseabas ser percamenarius? Pues ahí tienes tu prueba —sonrió Korne—. Prepara el pergamino que tanto deseabas que viera Wilfred.

Pese a saber que le pedía un imposible, Theresa no protestó. Rendir y limpiar la piel de un animal requería varios días de trabajo, y descanso para que los cáusticos y los lavados hicieran su efecto. Sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse. Con un cepillo de cerdas frotó y descarnó los restos que los gusanos no habían llegado a devorar. Cuando acabó con la carnaza, volteó la piel y después se aplicó a la cara en flor. Frotó el pelambre enérgicamente, acompañando el proceso con continuos fregados. Luego escurrió el cuero y después lo estiró sobre el banco para seleccionar las zonas que aún mostraban pelo. Finalmente buscó el cofre de retama para aplicar el ácido, pero observó con extrañeza que había desaparecido. Entre tanto, Korne observaba el proceso, esbozando a cada poco una sonrisa. De vez en cuando se daba la vuelta, como si tuviese cosas más importantes que hacer, pero al poco regresaba para comprobar los avances de la muchacha. Theresa prefirió no prestarle atención. Supuso que la desaparición de la retama no era casual, así que no se molestó en buscarla. En su lugar recogió una paletada de ceniza, la mezcló con el estiércol que los mulos habían dejado en la entrada y aplicó la pasta resultante en los poros del cuero. Después, con la ayuda de un cuchillo curvado y romo insistió en el pelambre hasta lograr el resultado apetecido.

En ese momento se tomó un respiro. Ahora debía tensar la piel sobre el bastidor para formar una suerte de gigantesca pandereta, un paso delicado, pues corría el riesgo de rasgar la piel por las zonas más estropeadas. Dispuso con habilidad unos guijarros en la periferia del cuero y los envolvió con un pellizco de la propia piel a modo de bolsitas semejantes a gruesos pezones, los cuales aseguró con un cordel. A continuación montó el cuero en el bastidor, y lo tensó valiéndose de los mismos cordeles que partían de los distintos pezones. Cuando comprobó que los desgarros interiores resistían, suspiró aliviada. Ahora, sólo restaba secar la piel al fuego y esperar a que tensase para proceder al acuchillado, de modo que acercó el bastidor a la hoguera que ardía en el centro de la nave. Aquel lugar no sólo era el más cálido, sino también el más iluminado, por lo que a su alrededor se disponían los bancos donde esperaban su reparación los códices más valiosos.

Mientras esperaba a que la humedad exudase del atamborado, se entretuvo junto al fuego preguntándose sobre la procedencia de aquella piel. Hacía tiempo que las reses escaseaban, y hasta donde ella sabía, sólo Wilfred disponía de algunos ejemplares, de modo que probablemente Korne la habría obtenido de alguno de sus intendentes. Y a juzgar por su estado, con la única intención de plantearle dificultades.

En ese momento el percamenarius se acercó al fuego. Pasó el dedo por el tambor rezumante de humedad y miró a Theresa con desgana.

—Veo que te estás aplicando. Hasta puede que aún saques algo de provecho —dijo señalando al cuero tenso.

—Lo hago lo mejor que puedo —contestó ella.

—¿Y esta inmundicia es lo mejor que sabes hacer? —sonrió Korne al tiempo que desenfundaba su cuchillo y lo acercaba al cuero—. ¿Has visto estas marcas? La piel se romperá por aquí.

Theresa sabía que aquello no ocurriría. Había comprobado los desgarros y dispuesto los tensores para evitar la rotura.

—Eso no sucederá —respondió desafiante.

La rabia de Korne destilaba en su mirada. Entonces, muy despacio, comenzó a pasear la punta del cuchillo sobre el cuero tenso como quien desliza un puñal por el cuello de su víctima. El filo raspó la piel y levantó una finísima rebaba. Theresa observó aterrada cómo la punta se detenía cerca de una de las marcas y comenzaba a presionar la superficie. Los ojos de Korne destellaban al crepitar del fuego y sus labios se entreabrían dejando al aire sus encías desnudas.

—¡No! —suplicó Theresa.

En ese momento, Korne hundió el cuchillo, la piel saltó rasgada en mil pedazos y los trozos volaron sobre sus cabezas como hojarasca seca para precipitarse sobre la hoguera.

—¡Oh! —se lamentó Korne—. Parece que no calculaste bien la tensión del tambor, cosa que por desgracia te conduce de nuevo a tu triste puesto de aprendiza.

Theresa apretó los puños mientras su rostro se crispaba. Había soportado el frío y la humillación; había mimado aquella piel inservible hasta convertirla en un cuero aceptable; se había dejado el alma preparando aquella prueba y ahora, por el sólo hecho de ser mujer, Korne la condenaba.

Aún se estaba lamentando cuando él la sujetó por el brazo y le acercó los labios al oído.

—Siempre podrás ganarte la vida masajeando la piel de algún borracho —rio.

Theresa no aguantó más. De un violento tirón se zafó de su abrazo e intentó marcharse del taller, pero el percamenarius se lo impidió.

—Ninguna ramera me trata así —masculló al tiempo que le propinaba un golpe en la cara.

Theresa intentó protegerse, pero Korne la empujó y ella resbaló, golpeándose contra el bastidor en que había estado trabajando. El armazón se bamboleó pesadamente, y tras unos segundos eternos se desplomó sobre la hoguera en medio de un gran estrépito. Al impacto, un enjambre de ascuas voló por el taller convirtiéndolo en una fragua. Las chispas centellaron en el aire y se extendieron hasta los bancos más cercanos. Algunos rescoldos prendieron en los códices, y en un abrir y cerrar de ojos las llamas se apoderaron de las estanterías.

Para cuando Korne quiso reaccionar, un mozo estúpido ya había abierto las ventanas. Alimentadas por el viento, las llamas comenzaron a lamer la techumbre de madera y zarzo, haciendo que prendieran los restos de hojarasca. Korne apenas tuvo tiempo de retirar unos fardos con pliegos antes de que una rama ardiente se precipitara sobre el lugar donde Theresa permanecía aturdida. Sin prestarle atención, ordenó a los mozos que agarrasen cuanto encontraran de valor y corriesen a la calle. Los muchachos obedecieron tropezándose los unos con los otros, y tras aprovisionarse de los útiles más cercanos, salieron huyendo como alma que lleva el diablo. Uno de ellos se acercó a Theresa, y como pudo la arrastró hasta alejarla de las llamas. Sin embargo, en cuanto comprobó que la muchacha recobraba la lucidez, la abandonó a su suerte.

Cuando Theresa consiguió incorporarse se creyó en la antesala del infierno. Desesperada, miró alrededor para advertir que las llamas devoraban cuanto encontraban a su paso y amenazaban con cercarla. En ese momento un crujido sobre su cabeza le hizo dirigir la vista a la techumbre. Por un instante pensó que el techo se derrumbaría, pero al observarlo advirtió que las llamas se detenían en el zarzo, probablemente por la humedad y la nieve acumulada. Escrutó la estancia y reparó en que la única escapatoria pasaba por alcanzar el patio interior, pues la salida a la calle se le antojó infranqueable. A su izquierda descubrió un grupo de códices resguardados bajo una repisa. No lo dudó. Se embozó con su vestido, aún empapado por el agua del estanque e hizo acopio de cuantos códices pudo abarcar. Luego corrió hasta alcanzar el patio interior. Ya en el atrio, se fijó en un castaño que ascendía por la esquina más oriental hasta los tejados lindantes con los aleros de la catedral. Entonces se despojó del embozo y lo utilizó a modo de talega para transportar los códices. Sin embargo, cuando se disponía a encaramarse, un grito proveniente del interior la detuvo.

Theresa soltó los códices y corrió hacia el taller. Entró en la sala y la humareda la cegó. Avanzó a través del fuego sin respirar, con el calor abrasándole las entrañas. Entonces, acurrucada tras un muro de fuego, descubrió a la mujer de Korne gritando desesperada. El incendio debía de haberla sorprendido en los altillos y por algún motivo había quedado atrapada. Al acercarse, la mujer chilló como un marrano antes de ser sacrificado, y al punto advirtió con horror que parte de sus ropas estaban ya en llamas. Theresa avanzó hacia ella, pero a la altura del hogar central el techo crujió. Miró hacia arriba y comprobó que las ramas del entramado comenzaban a quebrarse bajo el peso de la nieve. Escudriñó alrededor hasta localizar una larga pala caída en el suelo, la recogió y golpeó con ímpetu las ramas que habían empezado a ceder. La techumbre volvió a crujir, pero ella siguió golpeando hasta que un sonoro chasquido la detuvo. El entramado estaba a punto de desplomarse. Con el humo asfixiándola, buscó aire y sacudió con todas sus fuerzas. De repente, un aluvión de nieve irrumpió a través del hueco que acababa de abrirse en el tejado. Cuando la avalancha cesó, las llamas que se interponían entre ella y la mujer de Korne habían desaparecido.

—¡La mano! ¡Por Dios, dadme la mano! —le gritó Theresa. La mujer abrió los ojos y dejó de chillar. Entonces se levantó, besó la mano de la joven, y al paso que le permitieron sus gruesas piernas corrió con ella hacia los estanques.