Capítulo 30
El hombre encargado de aplicar el hierro previno al herido. Luego hundió el extremo candente mientras Izam mordía un palo. Tras retirar el hierro le aplicó un ungüento oscuro, y finalmente cubrió la herida con vendas nuevas.
Izam y Theresa comieron pescado fresco y salchichas de cerdo mientras los marineros descargaban las bodegas. En total, cuatro bueyes, un grupo de cabras, otro pequeño de gallinas, decenas de piezas de caza y pesca, varias partidas de trigo, cebada, garbanzos y lentejas, que cargaron en carros para transportarlos a la fortaleza. Cuando terminó la desestiba, una turba de campesinos escoltó a Drogo y sus hombres entre las retorcidas callejuelas.
Izam aguardó a bordo porque aún le molestaba la pierna. Además, se sentía más seguro con Theresa en el navío, que rodeado de extraños en tierra. Meditaba cómo ayudarla cuando se presentó en el muelle un doméstico enviado por Alcuino. El siervo preguntó por la joven hasta localizarla en el barco de Izam, pero habían retirado la pasarela, así que le pidió que descendiera. Izam le aconsejó que aguardara, pero Theresa le besó en la mejilla y, sin darle opción a réplica, dispuso una escala y desembarcó. Una vez en tierra, el doméstico le informó que Alcuino había accedido a sus demandas y le enviaba para escoltarla hasta la ciudadela. Theresa pensó comentárselo a Izam, pero se abstuvo por temor a que él se lo impidiera.
Ya en la fortaleza, el doméstico la guió por las cocinas, donde un hervidero de gente trasegaba las viandas con las que aquella noche agasajarían al missus dominicus. A Theresa le pareció estar en otro lugar, ya que por todas partes bullía gente nueva. Dejaron atrás los almacenes y se dirigieron hacia las fresqueras. Una vez allí, el guardia introdujo la escala en el agujero para que Theresa descendiera, cosa que la joven realizó con diligencia. Abajo, Gorgias tiritaba tumbado bajo una manta de piel podrida. Theresa advirtió que el centinela retiraba la escala, pero no le importó. Se agachó junto a su padre y le besó con ternura. Su cara ardía como una tea encendida.
—¿Me oís, padre? Soy Theresa.
Él entreabrió unos ojos cubiertos de legañas. La muchacha comprendió que la miraba pero no la veía. Gorgias alzó su mano temblorosa para acariciar el rostro de aquel ángel que lloraba, y al rozarla pareció reconocerla.
—¿Hija mía? —balbuceó.
Ella sintió cómo su mano le quemaba.
Le humedeció la frente empleando el agua sucia que llenaba una tinaja. Gorgias se lo agradeció con un susurro. Luego forzó una sonrisa.
Theresa le juró que pronto le liberarían. Le habló de Rutgarda; de sus sobrinos, los cuatro pilluelos a los que adoraba; inventó una promesa por la que Alcuino le restituiría a su trabajo con toda clase de honores y también le mintió sobre Zenón, de quien aseguró había afirmado que se recuperaría de sus heridas. Lloró cuando comprobó que la vida se le escapaba.
—Mi pequeña —murmuró.
Theresa estrechó su mano. Con los dedos peinó su cabello desmadejado, y Gorgias se lo agradeció. De repente tosió abruptamente. En un instante de lucidez recordó el documento de Constantino. Deseaba contarle a Theresa que lo había ocultado sobre una viga de los barracones de esclavos en la mina. Había trabajado tanto… Las palabras no le salían. La vista se le desvanecía.
—¿Dónde están mis libros? ¿Por qué no traen mis tintas?
Agonizaba.
—Están aquí. Como a ti te gusta —le mintió mientras le acariciaba las arrugas.
Gorgias miró alrededor y su cara se iluminó como si en verdad los contemplara. Luego apretó la mano de Theresa.
—Escribir es bonito, ¿verdad?
—Mucho, padre.
Entonces su mano se aflojó mientras un último suspiro escapaba de su garganta.
Entre dos hombres sacaron a Theresa, porque ella era incapaz de abandonar el agujero. Luego izaron el cadáver de Gorgias con una cuerda y lo trasladaron a la cocina como si fuera un fardo de habas. Allí, mientras lo amortajaban, una sirvienta preparó una infusión de salvia que Theresa derramó al probarla. Cada vez la rodeaba más gente que murmuraba y cuchicheaba sin respetar su terrible dolor. Pasado un rato, unos ladridos anunciaron la llegada del conde Wilfred. Theresa se enjugó las lágrimas con torpeza. Luego se levantó al advertir el aliento de los perros sobre su cara.
—¿Ya ha muerto? —se interesó Wilfred sin hálito de compasión.
Theresa se mordió los labios, con su mirada odiando a aquel tullido que parecía disfrutar del amargor que la embargaba. Por respeto a su padre prefirió callar, pero en ese instante uno de los perros acercó su hocico al cadáver y comenzó a lametearlo. Entonces Theresa se giró y le estampó una patada que resonó en toda la cocina. El perro se revolvió mostrando las fauces, pero Wilfred le retuvo con una mueca de ironía.
—Cuidado, muchacha. La vida de mis molosos vale más que la de muchas personas.
La joven hizo un gesto pero se contuvo. Le habría abofeteado de no ser porque, a buen seguro, los perros la destrozarían. El hombre rio el ademán de la muchacha.
—Llevadla a la fresquera —ordenó mudando de expresión.
Theresa no comprendió, hasta que de repente dos soldados la agarraron y la arrastraron hacia las mazmorras. Ella demandó explicaciones, pero los hombres no sólo no la escucharon, sino que al llegar al borde del agujero la golpearon con una vara para obligarla a descender. Tras retirar la escala, Theresa miró hacia el embocadero. El agujero tenía una profundidad similar a la de tres hombres subidos a hombros, lo que imposibilitaba la huida. Al poco observó cómo los hocicos de los perros asomaban por el brocal, e instantes después hacía lo propio el rostro de Wilfred.
—¿Sabes, muchacha? De veras lamento lo de tu padre, pero no debiste amenazar a Alcuino, y menos aún sustraer su pergamino.
—Pero ¿qué decís? Yo no he robado nada —respondió sorprendida.
—En fin. Como prefieras… Pero debo advertirte: si antes del amanecer no has confesado, se te acusará de expolio y blasfemia. Serás torturada, y morirás en la hoguera.
—¡Maldito tullido! Os repito que no he robado nada. —Y le arrojó un cuenco vacío que se estrelló contra las paredes y volvió a caer sobre ella.
Wilfred no respondió. Restalló su látigo y los perros hicieron retroceder la silla hasta desaparecer de la vista.
Cuando se cercioró de que se había marchado, Theresa se dejó caer sobre el mismo sitio en que momentos antes había expirado su padre. Apenas si podía pensar, pero no le importaba que la acusaran. Había regresado a Würzburg por Gorgias, había luchado por él, e incluso había osado desafiar a Alcuino. Sin embargo, tras su muerte, ya todo le daba lo mismo. Se tumbó sobre los restos de paja, que sintió como agujas, y lloró con amargura. Mientras sollozaba, se preguntó en qué cementerio lo enterrarían.
Maldijo el documento. Por su causa habían fallecido Genserico, Korne, un joven centinela de quien ni siquiera conocía el nombre, el ama de cría… Y Gorgias, un padre por el que cualquier hija habría ofrecido su propia vida. Siguió llorando sin consuelo, y al dolor se sumó un frío que la fue entumeciendo hasta dejarla helada.
Pasada la medianoche, un guijarro le golpeó en la mejilla. Imaginó que se habría desprendido del brocal, pero otro impacto en una pierna hizo que se desperezara. Miraba hacia arriba sin distinguir un alma, cuando otra piedrecilla entró a través del hueco por el que se vertía la nieve desde las caballerizas. Observó el conducto, del diámetro de un tonel pequeño protegido por una reja. Aguzó el oído y escuchó que alguien le chistaba.
—¿Sí? —susurró ella.
—Soy yo, Izam —escuchó en la lejanía—. ¿Te encuentras bien?
Theresa se tumbó y guardó silencio al advertir que un centinela se asomaba a la bocana. El guardia miró un par de veces y se retiró. Ella se incorporó de nuevo, cogió una piedrecita y la arrojó hacia la abertura.
—Escucha —oyó—. Aquí fuera hay vigilancia. —Hubo un silencio—. Te sacaré de ahí, ¿me oyes?
Ella respondió que sí y aguardó a que continuara. Sin embargo, Izam no volvió a hablar.
Ya no logró conciliar el sueño, de modo que esperó despierta a que los gallos anunciaran el comienzo de la alborada. Para entonces, una tenue claridad penetraba por el conducto de la nieve, como si de algún modo le recordara que de él provenía su única esperanza. Miró hacia el hueco deseando que apareciese Izam, pero eso no llegó a suceder. Entonces advirtió unas marcas en la roca que aparentaban representar un conjunto de edificios. Al fijarse, no recordó haberlas visto el día que Zenón atendió a su padre. Le pareció que los simulacros de casas repetían con insistencia una traza horizontal similar a una viga. Al poco bajaron la escala de madera y un par de centinelas la conminaron a que subiera. Theresa olvidó las vigas y obedeció. Cuando alcanzó la bocana, la amordazaron y le vendaron los ojos. Luego, con las manos atadas, la condujeron a través de las cocinas, que reconoció por el olor a pan horneado y tarta de manzana. De allí pasaron al atrio, donde percibió el frío cortante de la mañana, y de éste, al cuarto principal donde Wilfred la aguardaba. Supuso que era él, porque los perros gruñían como si desearan devorarla. De repente recibió un varetazo que le laceró la espalda. Le preguntaron por el paradero del pergamino y ella repitió que lo ignoraba. Continuaron interrogándola hasta que se hartaron de azotarla.
Se despertó sobre un reguero de sangre, despojada ya de la venda que la había cegado. Miró alrededor y comprobó que la habían conducido al scriptorium, donde un guardia de sonrisa estúpida no paraba de mirarla. Advirtió que estaba encadenada de pies y manos. En ese instante entró Hóos Larsson, le entregó unas monedas al centinela para que saliera de la estancia y se agachó al lado de Theresa, a quien miró con desdén, como si entre ellos nunca hubiera existido nada.
—Te sientan bien los azotes —le susurró al oído. Su lengua le rozó el lóbulo de la oreja.
Ella le escupió a la cara, y él, tras reírle la gracia, le soltó un bofetón que le dejó la mejilla encarnada.
—Anda, no seas mala —prosiguió—. ¿Ya no recuerdas lo bien que lo pasábamos? —Y volvió a deslizarle la lengua por la cara. Luego le sujetó las manos y la amordazó para que no pudiera hablar. Se acercó de nuevo a su oído—. Por ahí van diciendo que has robado el pergamino. ¿Es cierto eso? —sonrió—. Lo que son las cosas: hace meses hube de apuñalar a tu padre para intentar conseguirlo, y ahora vas tú y lo sustraes como si nada.
Theresa se revolvió como si le mordiera una serpiente, pero él siguió riendo y amagando con rozarla. Le dijo que, según contaban, ni siquiera la juzgarían.
—Se ve que les has jodido bien. Ya te han preparado el patíbulo.
La puerta comenzó a abrirse y Hóos se retiró de inmediato. Al momento ingresaron en la sala Alcuino, Wilfred y Drogo, el missus dominicus. Wilfred se extrañó de encontrar a Hóos junto a Theresa.
—Deseaba verla a solas por última vez —se excusó el joven—. Ella y yo…
Alcuino dio fe de que la pareja mantenía una relación poco cristiana. Wilfred asintió y ordenó a Hóos que abandonara la sala. Cuando se quedaron solos, azuzó a los perros, que se encaminaron hacia Theresa.
—En el nombre de Dios y en el de su hijo Jesucristo, por última vez te exhorto a que nos reveles dónde se encuentra el documento. Sabemos que conoces de su trascendencia, de modo que confiesa y nuestra generosidad evitará tu pesadumbre. Pero persiste en tu actitud y padecerás en tus carnes el tormento del fuego —la amenazó.
Advirtió que Theresa pretendía hablar pero se lo impedía la mordaza. Solicitó que se la retiraran, pero Alcuino se negó.
—De quererlo, ya habría confesado —le bajó el vestido para mostrar los varetazos en su espalda—. Aguardemos a que las llamas acaricien sus pies y entonces sabremos si su lengua sigue vaga.
Drogo asintió. Alcuino le había informado de todo lo sucedido, así que acordaron quemar a la muchacha tras la cena, justo después del oficio de vísperas. Luego salieron de la estancia, dejándola en compañía de un centinela al que instruyeron para que nadie se le acercara.
Izam supo de cuanto acontecía a través de Urginda, un tonel de cocinera que había intimado con Gratz cuando éste la ayudó con las provisiones en las cocinas. Además de preparar el pedido para el barco, la mujer le entregó a Izam un pastel de calabaza. Mientras lo envolvía, le contó que la ejecución tendría lugar en la fortaleza, porque según Alcuino, los lugareños no aprobarían que ajusticiaran a una joven que acababa de resucitar hacía unos días.
—De esto último me enteré escondida tras una cortina —rio ufana, al tiempo que añadía una manzana de propina—. Yo, desde luego, no lo entiendo. Si antes fue un milagro, ¿cómo va a ser ella ahora una arpía? A mí esa joven me cae bien, pero claro, yo sólo entiendo de comidas. Pruebe el pastel. —Y volvió a reír con descaro, orgullosa de cuanto sabía.
Izam mordió el dulce que encontró duro y desabrido. Le pagó por los alimentos antes de calcular la hora. Luego rezó por que su plan resultara mejor que la calabaza de la cocinera.
Dejó los alimentos en el almacén y se dirigió hacia la torre donde, según Urginda, quemarían a la chica. El lugar, una imponente construcción de piedra, coronaba un risco en lo alto de la fortaleza, convirtiéndose de ese modo en su último baluarte. Desde la torre se dominaba no sólo Würzburg, sino también los accesos a la villa, el valle del Main y los desfiladeros de las colinas. Una vez a pie de torre, descubrió que los años, y un deficiente mantenimiento, habían obligado a apuntalar la atalaya con una enorme viga cuyo extremo superior se apoyaba contra el interior de la muralla.
Torció el gesto cuando en el patio de acceso advirtió la presencia de una pira. La zona era de difícil acceso, pues la bordeaba un despeñadero que se precipitaba sobre el foso que antecedía a la muralla. Se agazapó tras el montículo de leña y aguardó a que llegara la comitiva.
Comenzó a llover. Se arrebujó bajo la capa, y se consoló pensando que la humedad dificultaría la combustión de la madera. Poco después resonaron las campanadas. Mientras esperaba, observó el extraño tronco que consolidaba la torre. Se dijo que a través de él se podría salvar el abismo que separaba la torre de la muralla.
Pasado un rato apareció el carromato de Wilfred. Le seguían Drogo, Alcuino y Flavio Diácono ricamente ataviado. Detrás caminaba Theresa custodiada por un par de guardias. Izam se ocultó aún más cuando los perros empujaron el artilugio hasta la pira. Los domésticos que auxiliaban a Wilfred clavaron sus antorchas en el suelo y salieron del patio de armas. La lluvia arreciaba. A una voz del conde, los guardias aferraron a Theresa, quien parecía adormilada. Se disponían a subirla sobre la pira cuando Izam intervino.
—¡Pero qué diablos! —masculló Wilfred al verlo. Los centinelas empuñaron sus armas, pero Drogo les contuvo.
—Izam, ¿eres tú? —preguntó el missus extrañado.
El joven se inclinó ante él.
—Magistrado, esa joven es inocente. No podéis permitirlo.
Al intentar acercarse a ella, los guardias se lo impidieron. Wilfred azuzó a los perros, que ladraron como posesos. A continuación ordenó a los soldados que encendieran la pira, pero Izam sacó su puñal y lo lanzó. El arma surcó el aire hasta hundirse en la silla bajo las partes pudendas de Wilfred. Sacó otra daga de su cinto y le apuntó.
—Os aseguro que si tenéis corazón, puedo acertarle —lo amenazó.
—Izam, no seáis necio —le advirtió el missus—. Esta joven ha robado un documento de vital importancia. No sé qué es lo que os guía, pero ya he resuelto que pague con su vida.
—Ella no ha sustraído nada. Permaneció a mi lado desde que salió del scriptorium —replicó el ingeniero sin bajar el arma.
—No es lo que Alcuino me ha contado.
—Pues Alcuino miente —afirmó tajante.
—¡Hereje! —bramó el fraile.
El tableteo de la lluvia resonó insistente mientras los hombres aguardaban. Izam inspiró con fuerza porque era el momento de su última jugada. Se adelantó unos pasos, apretó entre sus manos el crucifijo que pendía de su cuello y cayó de rodillas ante Drogo.
—¡Reclamo el Juicio de Dios!
Todos callaron estupefactos. Los juicios de Dios se pagaban con la vida.
—Si lo que pretendéis es salvarla… —le advirtió Wilfred.
—¡Lo exijo! —Se arrancó el crucifijo y lo elevó hacia el firmamento.
Drogo carraspeó. El missus miró a Wilfred, luego a Flavio, y finalmente al propio Alcuino. Los dos primeros se negaron. Sin embargo, Alcuino aseguró que era imposible sustraerse a la petición de una ordalía.
—¿De modo que un Juicio de Dios…? Acercaos —ordenó Drogo—. ¿Sabéis a lo que os exponéis?
Izam asintió. Lo habitual era que obligaran al acusado a caminar descalzo sobre una reja calentada hasta el rojo: si sus pies se quemaban resultaría culpable, pero si por mediación divina sanaban, entonces se proclamaría su inocencia. También podía suceder que le arrojaran al río atado de pies y manos: si flotaba, sus faltas le serían redimidas. No obstante, su propósito era acogerse a la contienda, opción posible cuando existían dos oponentes. No tenía más que retar a Alcuino.
—No es a él a quien se acusa —replicó Wilfred al oírlo.
—Alcuino asegura que Theresa le robó, pero yo afirmo que es él quien enarbola la mentira. En tal caso, sólo Dios puede discernir cuál es la oveja descarriada.
—¡Pero qué necedad más grande! ¿Acaso olvidáis que Alcuino es el pastor y Theresa la oveja?
En ese instante, Alcuino se acercó a Izam, le miró fijamente a los ojos y le arrebató el crucifijo.
—Acepto la ordalía.
Regresaron al edificio después de acordar que se encontrarían al amanecer junto a la pira. Izam volvió al navío con la promesa del missus de que nada le sucedería a Theresa. Por su parte, Wilfred, Flavio y Alcuino permanecieron en cónclave para abordar los detalles de la ordalía.
—No deberíais haber aceptado —repitió indignado Wilfred—. No había razón para…
—Creed que sé lo que hago. Pensad que lo que ahora juzgáis como locura, en realidad resulta la forma perfecta de justificar una ejecución que, a ojos de la plebe, resultaría comprometida.
—¿A qué os referís?
—La muchedumbre idolatra a Theresa. Creen que esa joven ha resucitado. Ajusticiarla ahora no tendría sentido, y menos aún, acusarla de un crimen del que no podemos hablar demasiado. En cambio, un Juicio de Dios lo justificaría.
—Pero vos no sabéis de armas. Izam os mandará al infierno.
—Bueno, ésa es una posibilidad, pero Dios está conmigo.
—¡No seáis necio, Alcuino! —intervino Flavio Diácono—. Izam es un soldado experto. Al primer envite vuestros intestinos rodarán por el precipicio.
—Confío en Dios.
—¡Maldita sea! Pues no confiéis tanto.
Alcuino pareció meditarlo. Pasado un rato se levantó entusiasmado.
—Un campeón. Eso es lo que necesitamos —les recordó que en una ordalía, el ofendido podía designar un valedor que le defendiera—. Tal vez Theodor —sugirió—. Es fuerte como un toro y le saca una cabeza a Izam.
—Theodor es un inútil. Si tuviera que pelar una cebolla, al primer tajo se quedaría sin dedos —sentenció Wilfred—. Habrá que pensar en otro.
—¿Y Hóos Larsson? —propuso Flavio Diácono.
—¿Hóos? —se extrañó Wilfred—. De acuerdo con que es hábil, pero ¿por qué se ofrecería a ayudarnos?
—Por dinero —sentenció Flavio.
Alcuino coincidió en que el joven mencionado gozaba del ímpetu y la maestría necesaria para el duelo, pero no confiaba tanto en que quisiera asumir el riesgo. En cambio, Flavio no sólo no lo dudó, sino que se ofreció para tratar de convencerlo. Wilfred y Alcuino se mostraron de acuerdo.
Antes del amanecer, un emisario se presentó en el barco de Izam para informarle que debía personarse en la muralla de la fortaleza. Lo confirmaba una tablilla con el sello de Drogo, de modo que Izam tomó su ballesta junto a varios dardos, se ciñó su scramasax, se protegió de la lluvia con una pelliza y siguió al enviado hasta el acceso a las murallas. Ya en el interior, el emisario le condujo por el foso hasta alcanzar, a pie de precipicio, el punto más cercano al patio de armas. Desde allí, los restos del andamio empleados para apuntalar la torre trepaban de forma inverosímil hasta alcanzar el tronco que hacía de sustentáculo entre el torreón y la muralla. Cuando el doméstico le informó que debía ascender por el andamio, Izam no le creyó.
—¿Por qué habría de subir?
El emisario se encogió de hombros y señaló hacia lo alto. Izam siguió la indicación para, a considerable altura, reconocer a Drogo en el patio de armas. Mediante gestos, el magistrado le ordenó que trepara por el andamio pegado a la muralla. Antes de obedecer, el emisario le pidió que le entregara la ballesta. Izam se la dio. Luego se santiguó y comenzó la escalada.
Al principio parecía sólido, pero conforme ascendía, el armazón de palos y cuerdas comenzó a crujir como si fuera a hundirse, así que continuó el ascenso procurando apoyarse en las uniones más trabadas. La pierna herida le molestaba, pero sus manos se aferraban a los salientes igual que si fueran zarpas. Cuanto más subía por la estructura, ésta más se bamboleaba. A dos tercios de la cúspide se detuvo para recuperar el resuello, con la lluvia y el viento azotándole la cara. Abajo, en el foso, el lecho de roca parecía aguardar a que las fuerzas le fallaran. Tomó aire y continuó el ascenso hasta coronar el andamiaje, justo donde se apoyaba el tronco que unía la muralla con la torre de vigilancia.
No esperaron a que se recuperara. Al otro extremo aguardaban Wilfred en su silla, Flavio Diácono, Drogo y Alcuino. Más alejada, Theresa permanecía custodiada por dos soldados. La distinguió sin capucha pero aún amordazada. Pese a la distancia pudo advertir sus ojos de terror, y junto a ella, un hombre alto con un hacha. El corazón se le encogió. En ese instante Drogo se adelantó y le pidió a Izam que jurara.
—En el nombre del Señor, santiguaos y preparaos para el combate. Alcuino presenta a un campeón —le gritó señalando al hombre del hacha—. Por ser él el ofendido, se encuentra en su derecho. Ahora jurad lealtad a Dios y que Él guíe vuestras armas.
Izam juró. Luego Drogo se volvió hacia el hombre del hacha y le indicó que se preparara.
—¡Honor para el vencedor, e infierno para el que caiga!
Izam comprendió que el duelo se celebraría sobre el vacío, así que mientras su oponente llegaba, estudió el tronco donde se batirían. Advirtió que su contorno superior estaba torpemente tallado, como si en algún momento lo hubieran empleado de puente entre la torre y la muralla. Aun así, mantener el equilibrio resultaría complicado porque la lluvia no cesaba. Se fijó en que a mitad del madero, asegurados sobre la superficie más plana, aparecían dispuestos varios odres de piel pequeños. No imaginó ni su propósito, ni el contenido que los abultaba.
En ese momento alzó la mirada y observó cómo su oponente salvaba el pretil de la torre para erguirse sobre el tronco auxiliándose con el hacha. Protegía su torso con un coleto de cuero y lucía botas claveteadas. Sin duda era Hóos Larsson. Los tatuajes le delataban.
Izam desenfundó su puñal y se dispuso para el combate. Desde el patio de armas, Drogo ordenó a Hóos que dejara el hacha. Hóos Larsson la clavó en el tronco y desenfundó su scramasax. Luego avanzó hacia Izam sin cuidar dónde pisaba. Éste también progresó, notando con preocupación que la herida le aguijoneaba.
Se aproximaron el uno al otro como dos fieras acorraladas. La cara de Izam, perlada por la lluvia; la de Hóos, impávida, como si anduviera de caza. El tronco crujió cuando ambos se acercaron a la parte central. Hóos lanzó el primer amago, pero Izam aguantó la acometida sin retroceder una pisada, y respondió con una puñalada que Hóos detuvo con facilidad.
Hóos sonrió. Era experto con el cuchillo, y sus botas claveteadas le aferraban al tronco como si tuvieran garras. Arremetió de nuevo contra Izam haciéndole retroceder. Izam se preparó, pero de pronto Hóos también se echó atrás, como si quisiera disfrutar del episodio que se avecinaba. En ese instante, Drogo ordenó a sus arqueros que dispararan y una nube de dardos surcó el aire hasta clavarse en los pequeños odres que separaban a los contendientes.
—¿Qué? —rio Hóos—. ¿Crees que las piedras de abajo dolerán cuando te caigas?
Esta vez Hóos atendió dónde pisaba, porque los odres perforados habían vertido aceite hasta convertir el madero en una auténtica trampa. De repente Hóos lanzó otro envite, y aunque Izam logró esquivarlo, resbaló y perdió su arma. Por fortuna recuperó el equilibrio antes de que Hóos le apuñalara. Rápidamente, Izam se desprendió de su cinturón y lo empleó a modo de látigo para evitar que Hóos se le acercase.
En ese momento el tronco crujió a espaldas de Izam, quien comprobó horrorizado cómo el andamio cedía y una lluvia de listones comenzaba a caer al abismo. No le dio tiempo a reaccionar. De repente el tronco se hundió por el extremo de la muralla al tiempo que el andamiaje crujía y chasqueaba. Los contendientes comprendieron que iba a desprenderse y se desplazaron hacia el extremo contrario. Pese al desnivel del tronco, Hóos alcanzó el torreón con relativa facilidad, pero Izam resbaló al franquear la zona engrasada. Por un instante su cuerpo pendió en el aire, pero logró aferrarse al saliente de una rama.
Theresa chilló y su grito llegó hasta Izam, quien desesperadamente buscaba dónde asirse. Por suerte, sus dedos encontraron una flecha que había atravesado un odre y permanecía profundamente clavada. El dardo y el saliente le permitieron asegurarse mientras Hóos presenciaba la escena agarrado a su hacha. Se carcajeó al comprobar que Izam se debatía como un pájaro en un cepo.
—¿Necesitas ayuda? —ironizó.
Izam pendía del tronco sin terminar de encaramarse. Hóos desprendió el hacha y comenzó a voltearla.
—¿Sabes, Izam? Me gusta clavarla —le gritó—. A Theresa le encantaba —añadió rozándose la entrepierna.
Iba a lanzarle el hacha cuando inesperadamente el tronco cedió por el extremo alojado en el torreón. El estertor hizo que Hóos cayera hacia atrás, rebotara en la piedra y saliera repelido hacia delante, a escasa distancia de donde Izam colgaba. Por fortuna, el tronco se enderezó, lo que permitió a Izam engancharse al saliente de otra rama.
Hóos sonrió. Bajo la lluvia, su rostro parecía el de la fiera que conoce la impotencia de su presa.
Avanzó observando a Izam debatirse sobre la sima. Cuando se supo cerca, lanzó un mandoble que Izam esquivó, apartando la pierna que le mantenía enganchado, y de nuevo pendió sobre el abismo. Hóos desclavó el hacha mientras Izam aprovechaba para volver a encaramarse. Por un instante ambos se miraron: Hóos agazapado, empuñando su arma, disfrutando de la caza, e Izam desarmado, intentando defenderse. De repente, el hacha silbó hasta enterrarse a un palmo de la cara de Izam y éste supo que era su oportunidad. Aferrándola del mango, tiró con violencia de ella, y sin pensarlo lanzó un envite que Hóos sorteó con agilidad felina. En ese instante una sucesión de crujidos dio paso al estruendo que anunciaba el inminente derrumbe. Sin tiempo para más, el extremo del tronco del lado de la muralla comenzó a desplomarse. El otro extremo aguantó. Izam y Hóos se aferraron como pudieron, pero una nueva sacudida hizo que Hóos perdiera su asidero y se precipitara al vacío. Ya caía cuando, en el último instante, Izam le sujetó. El tronco volvió a estremecerse y se inclinó aún más. Izam trató de elevar a Hóos mientras éste le suplicaba que le salvara. Para poder izarlo, arrojó el hacha al foso y se agarró a unas ramas. En un último esfuerzo, tiró de Hóos y consiguió que se afianzara.
Ahora Hóos estaba tras él, y ambos debían trepar hacia el torreón si no querían que el tronco les arrastrara cuando se desgajara de la piedra que lo sujetaba. Izam emprendió el ascenso y Hóos le secundó. Sin embargo, durante el avance, Hóos arrancó una de las flechas clavadas, avanzó con ella, y cuando Izam se disponía a alcanzar la torre, se la enterró en la espalda.
Theresa gritó de desesperación. Llevaba un rato intentando soltarse, pero ahora la lluvia había lubricado sus muñecas y humedecido las ligaduras. Los guardias, pendientes de la lucha, no la vigilaban. Theresa tiró con toda su alma y liberó un brazo. El otro le siguió de inmediato. Se frotó las muñecas, que apenas notaba. Luego agarró un madero de la pira y descendió por detrás hacia los guardias. Justo a sus espaldas descansaba la ballesta de Izam. Iba a apoderarse de ella cuando un soldado se volvió, pero Theresa le golpeó con el madero y cayó al suelo conmocionado. Cogió un dardo y corrió hacia el torreón. Al advertirlo, el otro guardia intentó detenerla, pero Theresa alcanzó la puerta y la atrancó tras franquearla. Luego subió las escaleras de dos en dos, con el corazón saliéndosele por la boca. Cuando alcanzó la ventana, vio que Hóos golpeaba a Izam con el propósito de arrojarlo al vacío.
La ballesta ya estaba cargada. Apuntó y disparó, pero el dardo hendió el aire y se perdió en la lejanía. Se maldijo por su precipitación. Hóos volvió a golpear a Izam, quien se aferró al tronco para salvar la vida. Entonces Theresa lo intentó con el único dardo de que disponía. Enganchó la palanca que tensaba la ballesta, pero sólo consiguió lastimarse la mano. Miró a Izam y advirtió que iba a caer. Enganchó de nuevo la palanca y miró a Hóos. Pensó en sus falsas caricias y estiró… Pensó en su padre y estiró… Pensó en Izam y estiró hasta que la madera cedió y tensó el arma. Colocó el dardo en la acanaladura y apuntó, a sabiendas de que sólo dispondría de esa oportunidad. Hóos se disponía a acabar con Izam. Theresa empuñó la ballesta hasta que sus brazos dejaron de temblar. Luego guiñó un ojo y, con calma, disparó. Hóos iba a descargar su puñal cuando sintió un escalofrío atravesándole la espalda. Bajó la mirada hacia su pecho y, mientras se le nublaba la visión, observó incrédulo cómo un dardo ensangrentado asomaba por su casaca. Lo último que vio antes de caer al vacío fue el rostro de Theresa demudado por la venganza.
Izam no se detuvo a mirar. Gateó rápido hasta alcanzar el torreón, justo en el instante que el tronco se desgajaba y caía por el cortado, llevándose por delante el murete del patio de armas.
Nada más incorporarse abrazó a Theresa, que lloraba desconsolada. La besó sin pensarlo. La lluvia los empapaba. Descendieron despacio, en silencio. Abajo, los soldados golpeaban la puerta, pero ésta resistía porque era de madera gruesa, al igual que el madero que la atrancaba. Izam descorrió la vigueta. Al otro lado aguardaban Drogo, Alcuino, Flavio Diácono y los dos guardias. Wilfred permanecía más atrás, cerca del murete que acababa de derruirse.
—Gracias —le dijo Alcuino a Izam.
Theresa no comprendió. Izam acababa de derrotar a su campeón y Alcuino se lo premiaba. Aún entendió menos cuando el fraile se giró hacia ella y la protegió con su sotana. En ese instante, Drogo ordenó a los soldados que abandonaran el patio de armas.
—Al final todo se aclara —afirmó Alcuino con serenidad.
La lluvia amainaba. El fraile se encaminó hacia Flavio, quien curiosamente retrocedió hacia el pretil medio desmoronado.
—He de reconocer que me costó trabajo —le dijo—. Vos, Flavio Diácono, enviado papal y nuncio de Roma. ¿Quién podría imaginaros el causante de tanta desgracia?
Theresa hizo ademán de intervenir, pero Izam hizo que aguardara.
—El ataque sufrido por Gorgias —prosiguió Alcuino—, la muerte de la pobre ama de cría, el secuestro de las niñas, el asesinato del joven centinela… Decidme, Flavio, ¿hasta dónde habríais llegado?
—Desvariáis —sonrió incómodo—. El Juicio de Dios ha resultado nítido. La derrota de vuestro defensor os compromete.
—¿Derrota? Fuisteis vos quien eligió a Hóos Larsson.
—Para defenderos —arguyó Flavio.
—Yo opino que para salvaros. Si Hóos vencía, como pretendíais, la muchacha acabaría quemada. Si Hóos moría, os librabais de vuestro esbirro, el único que podía delataros. Hóos siempre actuó bajo vuestro mando. ¿Y qué decir de Genserico, vuestro otrora aliado? Pagasteis bien a ambos con sueldos de oro acuñados en Bizancio. —Sacó una bolsa que le mostró—. Una moneda cuya circulación, como todo el mundo sabe, está prohibida en el territorio franco. ¿De dónde la habéis sacado?
—Ese dinero se lo entregué a Hóos para que luchara —le espetó el nuncio—. Vos mismo autorizasteis el pago.
—¡Flavio, Flavio!… por el amor de Dios. Estas monedas las encontré antes de que Izam me retara. En concreto, el mismo día que Theresa os descubrió conspirando en el túnel con Hóos Larsson.
Flavio enmudeció. De repente se situó tras el carromato de Wilfred y amenazó con empujarlo al vacío.
—Por mí podéis arrojarle —dijo Alcuino sin inmutarse—. Al fin y al cabo, sería lo adecuado.
Los ojos del conde, de por sí aterrados, se abrieron más al escucharlo. El fraile prosiguió.
—Porque fue Wilfred quien acabó con Genserico —afirmó—. Cuando descubrió que su coadjutor le traicionaba, que había sido Genserico el responsable de la desaparición de Gorgias para adueñarse del pergamino, no dudó en asesinarlo. E igual hizo luego con Korne —añadió señalando el agarradero de la silla.
Wilfred comprendió. Cuando comprobó que Flavio Diácono sujetaba el agarradero, accionó un resorte y sonó un chasquido metálico. El nuncio romano sintió un pellizco en la palma, pero no le prestó atención.
—¿Olvidáis con quien habláis? Soy emisario del Papado —recalcó de nuevo Flavio.
—Y partidario de Irene de Bizancio, la emperatriz traidora; la que cegó a su propio hijo; la que odia al propio Papado. La mujer que os ha corrompido, a la que servís, y a quien pensabais entregar el documento para evitar la coronación de Carlomagno. Y ahora dejad a Wilfred de lado, y confesad dónde guardáis el documento que habéis robado del scriptorium.
Flavio se tambaleó. El veneno inoculado ya estaba actuando. Introdujo su mano en el hábito y extrajo un pergamino doblado.
—¿Es esto lo que buscáis? ¿Un documento que es falso? Decidme, Alcuino, ¿quién es más…? —Sacudió la cabeza como si algo retumbara en su interior—. ¿Quién es más culpable? ¿El que, como yo, lucha por que prevalezca la verdad, o quien, como vos, emplea la codiciosa mentira para la consecución de sus propósitos?
—La única verdad es la de Dios. Él es quien desea que perviva el Papado.
—¿El bizantino o el romano? —Flavio parpadeó nerviosamente, como si intentara ver claro.
Alcuino hizo ademán de acercarse, pero Flavio le advirtió.
—Un paso y rompo el pergamino.
El fraile se detuvo, a sabiendas de que para lograr el documento sólo tenía que esperar a que el veneno hiciera efecto. Sin embargo, Wilfred no aguardó. Cuando vio que el nuncio papal se tambaleaba, liberó a los perros, y estos, como fieles ejecutores de sus deseos, se arrojaron a la garganta del romano. Flavio interpuso su brazo entre las fauces del primer animal mientras el segundo se aferraba a su hábito. En el forcejeo soltó el pergamino y una de las bestias se ensañó con él hasta destrozarlo. Flavio intentó recuperarlo, pero el otro animal se abalanzó contra su cara haciéndole perder pie. El hombre vaciló al borde del precipicio. Durante un segundo miró incrédulo a Alcuino. Luego su espalda se inclinó hacia el barranco, y perro y hombre cayeron al abismo.
Cuando Alcuino se acercó a los restos del pretil, divisó en el fondo del barranco el cadáver de Flavio Diácono junto al cuerpo de Hóos Larsson.
Tras recoger los restos del pergamino, Alcuino comprendió que jamás los reconstruiría. Se santiguó lentamente y se volvió hacia Drogo. A Theresa le pareció ver en el rostro del fraile el brillo de una lágrima.