Capítulo 26

Desde su llegada a Würzburg, Hóos Larsson no había gozado de un instante de descanso. Wilfred le había asignado al escuadrón de Izam, quien, en previsión de nuevos ataques, batía cada día los aledaños. A tal efecto, por las mañanas revisaban el perímetro amurallado y al crepúsculo partían expediciones que rodeaban la villa desde su extremo oriental hasta el occidental, coronando el peñón sobre el que se asentaba la fortaleza. Hombres, mujeres y niños debían vigilar arroyos y caminos, apuntalar las defensas y reparar los cercados.

En la segunda semana, Hóos encabezó una marcha a las antiguas minas. Al parecer, un pastor con poco trabajo había advertido la presencia de una fogata y Wilfred había resuelto rastrear el lugar hasta convertir las galerías en un auténtico cepo.

Doce hombres partieron temprano, pertrechados con coleto de cuero, escudos y arcos. Izam lucía la cota de malla que había traído en el barco. Hóos nunca las había empleado, pero Izam insistió en su utilidad.

—De acuerdo que en el agua son un peligro, porque si caes te arrastran al fondo. Pero en tierra es como vestir una campana de hierro.

Hóos miró a Izam con desdén. Luego comprobó la distancia que aún quedaba para llegar a la mina. Se dijo que si aparecían bandidos, Izam no tendría tiempo ni de contar los flechazos.

—Tal vez nos tropecemos con Gorgias —aventuró Izam—. La mina no sería un mal refugio.

—En tal caso, ya oísteis a Wilfred: «si lo encontráis, acribilladlo». No sólo mató a Genserico, sino que también asesinó a unos muchachos con un estilo.

—Parece que al conde le afectó bastante la muerte de su coadjutor, pero Alcuino no piensa igual. No sé… Creo que si le viésemos, deberíamos capturarlo vivo.

Hóos siguió cabalgando. Pensó que llegado el caso, no le temblaría la mano.

Arribaron a la mina a media mañana. Los vigías que se habían adelantado comunicaron que el lugar parecía desierto, pero por precaución, Izam distribuyó a sus hombres en dos grupos. El primero se dirigió a los barracones de los esclavos y el segundo a las galerías. Durante el registro, Hóos descubrió en una barraca raspas de pescado fresco y cascaras de huevos. Los desechos se veían recientes, pero en lugar de comunicárselo a Izam los dispersó con el pie para ocultarlos. Escrutaron cada rincón sin hallar nada relevante, de modo que tras un último vistazo, Izam y sus hombres se unieron a los que exploraban la mina.

En la primera galería la oscuridad era auténtica brea. Conforme avanzaban, los túneles se angostaban más y más obligándoles a caminar encorvados. En uno de los túneles, un hombre tropezó y se lo tragó la tierra. Sus compañeros sólo lograron escuchar los tumbos de su cuerpo golpeando durante la caída. Dudaban entre continuar o abandonar aquella ratonera cuando un ensordecedor desprendimiento estuvo a punto de sepultarles. El polvo amenazó con embozarles los pulmones. Uno de los hombres corrió hacia la salida y los demás le siguieron medio asfixiados. Ya fuera, con los cuerpos magullados y el ánimo vencido, decidieron cancelar la búsqueda y regresar a la ciudadela.

Cuando se hizo el silencio en la galería, Gorgias retiró las vagonetas desvencijadas tras las que había permanecido oculto, y entre toses y esputos dio gracias al cielo por haberle ayudado.

Luego, con dificultad, salió de su escondrijo y apartó las maderas del desprendimiento que él mismo había provocado.

Se alegró de haber previsto aquella situación.

Días atrás, durante una de sus exploraciones había descubierto en aquella misma galería una viga mal apuntalada. Al principio le preocupó, pero pronto ideó cómo sacarle provecho derribando el pilar que la sustentaba. Para ello socavó la base del pilote y sustituyó la tierra por pequeñas piedras. La última, la que finalmente sostendría el pilar, la escogió larga y delgada. Con mucho cuidado logró situarla en posición vertical, entre la base de la viga y el hueco resultante. Luego retiró las piedrecitas que hasta el momento habían sujetado el pilar, y todo su peso recayó sobre la piedra alargada. Después ató una cuerda a aquella piedra, cubrió su rastro con arena y retrocedió hasta una oquedad cercana. Desde allí comprobó que si estiraba de la cuerda, la piedra se desplazaría provocando la caída de la viga y el techo de la galería.

Recordó los momentos previos a la llegada de los soldados.

Aquella mañana se encontraba en los barracones cuando oyó el relincho de un caballo. Apuró el pescado y salió fuera. Nada más asomarse, comprobó que un grupo de hombres se acercaban a la mina. A toda prisa cogió a Blanca y corrió hacia la galería, donde permaneció agazapado rogando a Dios que no entraran. Sin embargo, cuando distinguió la primera tea, huyó a la oquedad cercana a la trampa, movió una vagoneta para ocultarse y esperó a que los hombres se encontraran lo suficientemente cerca. Pronto les vio avanzar. Si continuaban un poco más acabarían descubriéndole. Uno de los hombres se acercó hacia la vagoneta. Gorgias asió la cuerda y se preparó. Debía intentarlo ya. Se enrolló la cuerda al brazo y tiró con todas sus fuerzas. La piedra se desplazó y el pilar cayó al suelo ocasionando el derrumbamiento.

Tras el desplome examinó el túnel en busca de heridos, deseando que entre los escombros se encontrase el hombre de la serpiente tatuada.

No tuvo suerte.

Cuando alcanzó la salida, no quedaba rastro de los hombres que le buscaban. Se alegró por su fortuna, pero se lamentó por Blanca, a la que hubo de estrangular para que no cacareara.

De regreso a Würzburg, una doméstica informó a Hóos de que Theresa había salido en compañía de su madrastra; esta última a recoger algo de ropa, y la joven, a vagabundear por los jardines de la fortaleza. Hóos dejó las armas, se lavó la cara y salió al encuentro de Theresa.

La descubrió sentada sobre un tocón en uno de los huertos. Se acercó por la espalda y rozó suavemente su cabello. Ella se volvió sorprendida, mostrando en su semblante una triste sonrisa. Cuando le confesó que necesitaba encontrar a su padre, él le prometió ayudarla.

Cruzaron el claustro bajo las arcadas para protegerse del viento. Hóos cogió unas flores con las que elaboró un torpe adorno para su cabello. Theresa olía a limpio y a hierba mojada. Mientras caminaban, ella se arrimó a él, que le deslizó una mano por la cintura y susurró que la quería. Theresa cerró los ojos para no olvidar nunca aquellas palabras.

Corrieron a la habitación que le habían asignado deseando que nadie les interrumpiera. No encontraron ni un alma. Ella entró primero y él cerró la puerta a sus espaldas.

Hóos la besó apasionadamente y a ella le gustó. Él recorrió su cuello, su nuca, su barbilla. La estrechó entre sus brazos como si quisiera retenerla para siempre. Theresa percibió el calor de su cuerpo, su respiración agitada, sus labios atrevidos descubriendo a cada instante un nuevo rincón tembloroso. Hóos trazó en ella caricias impúdicas, notando cómo la piel de la muchacha se erizaba, cómo a cada beso su ansia se expandía. Sintió la turgencia de sus pezones palpitando bajo sus ropas. Deslizó la boca hasta sentir su suavidad casi vergonzosa. Ella permitió que la desnudara, que su lengua la envolviera, que la calentara con sus susurros. A cada instante le deseaba más, a cada caricia anhelaba otra más prohibida.

Vibró cuando el sexo de él rozó su intimidad.

Se avergonzó al pedirle entre gemidos que la penetrara. Él entró en ella despacio, abriéndose paso con lujuria. Ella le apretó. Sus piernas le rodearon sintiendo su enervación, sus movimientos, cada poro de su piel. Se acompasó a él siguiendo sus caderas. Lo quería dentro de ella, cada vez más rápido, más fuerte. Le susurró que siguiera, que no parase nunca, mientras sus mejillas encendidas transformaban su cara en la de una cualquiera. Luego, poco a poco, una marea sacudió su vientre una y otra vez hasta hacerla enloquecer.

Él la amaba y ella le correspondía. Cuando Hóos se retiró, ella acarició sus hombros, sus brazos fuertes, y la extraña serpiente que lucía tatuada sobre su muñeca.

Cuando Theresa despertó, encontró a Hóos ya arreglado y regalándole una sonrisa. Se dijo que el jubón de cuero y los pantalones de lana teñida le sentaban como a un príncipe. El joven le informó que debía acudir a los almacenes reales para colaborar en el reparto del racionado, pero en cuanto terminase, regresaría para seguir besándola. Ella se desperezó y le pidió que la abrazara. Hóos endulzó sus labios con un beso. Luego acarició sus mejillas y después abandonó la estancia.

Al poco llamaron a la puerta. Theresa supuso que sería Hóos de nuevo y corrió medio desnuda, pero al abrir se dio de bruces con el rostro grave de Alcuino. El fraile pidió entrar y ella accedió mientras se cubría. El hombre paseó su espigada figura por la habitación antes de detenerse y propinarle una bofetada.

—¿Se puede saber qué pretendes? —le espetó indignado—. ¿Piensas que alguien creerá lo del milagro si andas refocilándote con el primero que se cruce ante tus piernas?

Theresa enrojeció de vergüenza mientras le miraba atemorizada. Nunca le había visto tan alterado.

—¿Y si te hubiese visto alguien? ¿Y si ese Hóos va por ahí contándolo?

—Yo… yo no…

—¡Por Dios santísimo, Theresa! Tu madre acaba de confesarme que le ha visto salir de tus aposentos, así que no vengas ahora haciéndote la remilgada.

—Lo siento… —Rompió a llorar—. Yo le quiero.

—¡Oh! ¿De modo que le quieres? ¡Pues cásate con él y ponte a parir hijos! Y ya puestos, vete antes al mercado y proclama a los cuatro vientos que te ayuntas con Hóos; que la recién resucitada ha encontrado un ángel más placentero, y que la capilla que quieren erigirte se la dediquen a la santa puta.

Alcuino se sentó consumido por los nervios. Ella no supo qué decir. Él tableteaba los dedos contra la silla mientras la escrutaba de arriba abajo. Finalmente se levantó.

—Debes dejar de verle. Al menos durante un tiempo. Hasta que se aplaquen los ánimos y nadie se acuerde del incendio.

Theresa asintió azorada.

Alcuino asintió varias veces con la cabeza. Luego la bendijo y salió de la habitación sin decir nada.

Instantes después se presentó su madrastra. Rutgarda, que había pernoctado en casa de su hermana, aguardaba fuera a que Alcuino se retirara. Entró sin saludar a su hijastra pero clavándole la mirada. Aunque Rutgarda era mucho más baja, cogió por los hombros a Theresa y la sacudió con fuerza. Le dijo que era una mujerzuela sin cabeza. Con su comportamiento no sólo se ponía en peligro ella, sino que daba alas a quienes acusaban a Gorgias de ser un asesino. Le espetó tantas cosas horribles que Theresa ansió quedarse sorda. Ella amaba a su padre, pero la situación comenzaba a sobrepasarla. Deseaba que Würzburg se desvaneciera, que hasta el último de sus habitantes desapareciera y la dejasen a solas con Hóos. No le importaba lo que dijesen, lo que pensasen o lo que les ocurriera. Sólo quería estar junto a él. Saldría de la fortaleza y le pediría a Hóos que abandonaran aquel terrible lugar, que la acompañara a Fulda, donde sus tierras y sus esclavos les proporcionarían una nueva vida. Allí envejecerían tranquilos, sin más miedos ni mentiras.

Sin detenerse a reflexionar, dejó a Rutgarda plantada y corrió hacia el exterior de la fortaleza. Antes de salir se cubrió con un hábito viejo, y aprovechando la salida de un grupo de domésticos se confundió con ellos y traspuso los muros para encaminarse hacia los graneros.

Los almacenes reales se afianzaban sobre un picacho en el extremo norte de la ciudad, defendidos por un grueso murallón y conectados a la fortaleza mediante un pasaje subterráneo. El acceso habitual se realizaba a través del túnel, y sólo en caso de necesidad, se abrían los portalones que comunicaban con las calles de la ciudadela. Para cuando Theresa llegó a sus inmediaciones, una multitud abarrotaba el portalón de entrada, a la espera de que comenzara el reparto del racionado. Sin embargo, ya era tarde para echarse atrás. Hóos estaría en el interior del almacén, y la única forma de acceder pasaba por esperar a que se abriera la puerta. Sin darse cuenta se vio arrastrada por el enjambre de personas que empujaban hacia la entrada. La gente, provista de bolsas y talegas, chillaba y se peleaba en un vaivén humano que amenazaba con echar abajo las puertas. De vez en cuando, los empellones de los más violentos abrían claros que enseguida eran ocupados por la turba. Llegado un punto, la joven se convirtió en un pelele a merced de los empujones. Theresa pensó que moriría aplastada. En un envite perdió la capucha y alguien la reconoció.

Como por ensalmo, se abrió un hueco en torno a ella. Los lugareños dejaron de empujar y miraron absortos la figura de Theresa. Ella no supo qué hacer, hasta que de repente, de entre la multitud surgió una voz amenazadora.

A fuerza de gritos, el percamenarius logró que la gente se apartara. Luego se acercó a Theresa, que permanecía inmóvil, hipnotizada como un ratón ante una culebra. Al llegar donde se encontraba, Korne se agachó como si fuera a reverenciarla, pero en lugar de eso agarró una piedra y la golpeó en la cabeza. Por fortuna, un grupo de lugareños impidió que lo repitiera, mientras otro de mujeres trasladaba a Theresa hasta las puertas del almacén. Allí, dos soldados se hicieron cargo de ella.

Al poco apareció Hóos acompañado de Zenón, a quien habían avisado porque a Theresa no dejaba de sangrarle la cabeza. El físico extrajo de su talega unas tijeras mugrientas con las que intentó cortarle el pelo, pero Theresa no se dejó, de modo que hubo de emplear un peine tallado para separar el cabello y dejar a la vista la pequeña brecha. Zenón comprobó que no revestía gravedad, pero le aplicó un licor que la hizo gritar de escozor. Luego tapó la lesión con una compresa de agua fría.

Mientras el físico apretujaba el paño contra su cabeza, ante ella relampagueó un collar de gemas que le resultó familiar. Esperó a que Zenón se alejara para cerciorarse, pero el hombre se mantuvo incorporado ocultando el adorno con sus meneos. Finalmente, al agacharse para recoger su instrumental, volvió a mostrar el collar de rubíes. A Theresa se le encogió el corazón: era el colgante de su padre.

Esperó a que Hóos se despistara para correr tras Zenón, a quien dio alcance en el corredor que comunicaba el almacén con la fortaleza. En el pasadizo, la luz aparecía y desaparecía de antorcha en antorcha. El físico caminaba despistado, con su habitual parsimonia mezcla de embriaguez y apatía. Cuando Theresa le abordó, Zenón se giró sorprendido, pero su extrañeza alcanzó el estupor cuando Theresa le agarró por la pechera.

—¿De dónde lo has sacado? —le espetó.

—Pero ¿qué demonios te pasa? —Y la apartó de un empujón que la hizo caer al suelo.

La joven se levantó y volvió a amenazarle.

—¡Maldita loca! ¿Te ha trastornado la pedrada?

—¿De dónde has sacado ese collar? —repitió.

—Es mío. Y ahora quita de en medio o tendrás que recoger tus dientes del suelo.

Theresa clavó en él sus ojos.

—Conoces a Hóos Larsson, ¿verdad? Está ahí, en el extremo del túnel. —Se rasgó con violencia el vestido hasta dejar al aire uno de sus pechos—. Contesta ahora mismo o gritaré hasta que te mate.

—¡Por Dios! Cúbrete. Conseguirás que nos quemen en la hoguera.

Theresa intentó gritar pero Zenón le tapó la boca. Sin embargo, el físico temblaba como un perro apaleado y miró a los ojos de la joven suplicándole que callara. No la soltó hasta que ella aceptó con la mirada.

—Me lo dio tu padre —confesó—. Y ahora déjame en paz, condenada.

Antes Theresa le obligó a que le aclarara las circunstancias del encuentro con su padre. A regañadientes, Zenón le dijo que, a instancias de Genserico, había atendido a Gorgias en un granero abandonado. Añadió que él sólo intentaba ayudar, asegurándole que su padre le entregó el collar como pago por sus servicios. No obstante, evitó mencionar que le había amputado el brazo. Cuando Theresa se interesó por su paradero, él no supo contestarle, así que ella le exigió que la condujera al lugar donde lo había auxiliado.

Zenón intentó zafarse, pero la muchacha se lo impidió. De pronto el físico cambió el semblante.

—Bonitas tetas —dijo con una risita bobalicona.

Theresa retrocedió cubriéndose el pecho. De haber podido, lo habría abofeteado.

—¡Escúchame bien, boñiga concagatus! Me llevarás a ese lugar ahora, y si se te ocurre rozarme, juro por Dios que haré que ardas en la hoguera.

Theresa dudó del efecto de sus amenazas, pero cuando agregó que le acusaría de haber robado a su padre, el físico se enderezó como si le hubieran metido un palo por el trasero. Entonces borró su sonrisa estúpida y accedió a escoltarla.

Después de arreglarse el hábito, la joven le arrebató la talega para hacerse pasar por su ayudante. Siguió al físico, y abandonaron la fortaleza por una puerta lateral sin que nadie les importunara.

Caminó tras un Zenón más nervioso que nunca, como si ansiara llegar al almacén y acabar de una vez con aquella pantomima. Cuando alcanzaron las inmediaciones de la cabaña, el físico se detuvo. Se la señaló con el brazo e hizo ademán de volverse, pero Theresa le exigió que aguardara. Zenón obedeció de mala gana.

La joven se acercó a una construcción medio devorada por la maleza que parecía que se derrumbaría con tan sólo rozarla. Al empujar la puerta, un enjambre de moscas acompañó el hedor que provenía del interior. Entró despacio, sacudiéndose la nube de bichos que zumbaba a su alrededor mientras las arcadas le revolvían el estómago. Sintió náuseas y vomitó. Pese a ello, avanzó en la oscuridad en busca de un indicio que le condujera a su padre. De repente tropezó con algo. Bajó la vista y el corazón se le aceleró. Entre la hojarasca caída, un brazo putrefacto sembrado de insectos descansaba enhiesto como si clamara venganza.

Theresa salió aterrada y volvió a vomitar. El odio y el dolor la dominaban.

—¿Lo mataste, canalla? —Le golpeó el pecho con los puños—. ¿Lo mataste para robarle? —lloró desconsolada.

Zenón intentó calmarla. No recordaba que había abandonado en el suelo el brazo amputado, así que se vio obligado a contarle la verdad. Theresa lo escuchó y le miró desconcertada.

—No sé qué sucedería después —se disculpó él—, pero Gorgias seguía vivo. Genserico me pidió que les trasladara a otro lugar, yo le obedecí y regresé al pueblo.

—¿Adonde le llevaste?

Zenón escupió antes de mirar fijamente a Theresa.

—Te acerco y me largo.

Avanzaron bordeando las murallas hasta un punto donde las defensas se intrincaban siguiendo los caprichos de un risco. Zenón le indicó el lugar donde la frondosidad de la hiedra ocultaba un acceso. Al otro lado del muro se adivinaba el perfil de un edificio que Theresa juzgó parte de la fortaleza. En ese instante, el físico se dio la vuelta y la dejó sola, plantada frente a la puerta.

Le costó forzar la entrada porque la humedad había hinchado la madera hasta aprisionarla contra el quicio de piedra. Sin embargo, al tercer empujón la puerta cedió, dando acceso a una capilla en la que parecía, haber acontecido una pelea. La luz de la entrada se derramaba sobre los muebles, que yacían caídos por el suelo, mientras el aire elevaba en pequeños remolinos restos de pergamino como si fueran hojarasca. Examinó cada rincón sin hallar nada que pudiera ayudarla, hasta que de repente advirtió la portezuela que comunicaba con la celda donde su padre había permanecido encerrado. Entró con cautela. Allí encontró, desordenado, abundante material de escritorio que enseguida reconoció como perteneciente a Gorgias.

Con el alma en vilo, voló hacia el códice de cubiertas esmeralda en que su padre solía guardar los documentos de importancia. «Si alguna vez me sucede algo, busca en su interior», le había dicho a menudo.

Lo guardó sin examinarlo. Luego recogió cuantos pedazos de pergamino encontró por la estancia. También se apoderó de un estilo, las plumas y una tablilla de cera. Echó un último vistazo y después salió corriendo como si el diablo quisiera arrebatarle el alma.

Al llegar a la fortaleza hubo de avisar a Alcuino para que le franquease el acceso. Cuando el fraile le preguntó de dónde venía, ella bajó la cabeza e intentó escabullirse, pero él la condujo del brazo hasta un rincón apartado.

—¡De buscar a mi padre! ¡De ahí vengo! —respondió la muchacha, retirándole la mano.

Alcuino la creyó. Comprendió que no podría retenerla indefinidamente.

—¿Y qué has averiguado?

Ella negó con la cabeza. Alcuino advirtió entonces la herida de la pedrada que le había propinado Korne. Theresa le informó del episodio, y él le pidió que lo siguiera.

Ya en el scriptorium, esperó a que se sentara. Luego se paseó en silencio, como si dudara en contarle lo que estaba sucediendo.

—Está bien —se decidió el fraile—. En cierta ocasión te hice prometer una cosa y faltaste a tu palabra. Ahora preciso saber si estás dispuesta a guardar un extraordinario secreto.

—¿Otro milagro? Perdonad, pero estoy harta de vuestras mentiras.

—Escúchame. —Se sentó—. Hay ciertas cosas que aún no comprendes. El amor ni es puro, como tú lo imaginas, ni viciado porque yo lo diga; los hombres no son protervos y pecaminosos, ni inmaculados y compasivos. Sus acciones dependen de sus ambiciones, de sus deseos y anhelos, y en ocasiones, en más de las que puedas imaginar, de la presencia del maligno. —Se levantó de nuevo y deambuló por el scriptorium—. Existen tantos matices como variaciones en el cielo; a veces tibio y soleado, proveedor de cosechas y calidez; otras gélido y tormentoso, como el más mortal enemigo. ¿Qué es verdad y qué es mentira? ¿Las acusaciones que Korne vierte contra ti, confirmadas por sus parientes y amigos, o tu verdad, la que crees absoluta y exenta de culpa alguna? Dime, Theresa, ¿no habita en ti un punto de rencor? ¿No alberga tu alma la sombra del resentimiento?…

Theresa sabía perfectamente quién era el culpable, pero prefirió mantenerse callada.

—Respecto a los milagros —prosiguió Alcuino—, podría afirmar que aún no he visto ninguno. O al menos, no de esa clase que imaginan los necios. Pero piensa sobre esto: ¿cómo asegurar que realmente no resucitaste? ¿Cómo ignorar que un manto protector te sacó de aquel infierno y te guió por las montañas? Que te envió a Hóos, y a aquel trampero para que te salvaran, o a la prostituta que te acogió, e incluso a mí mismo cuando buscabas un médico. ¿De veras crees que Dios no anduvo de por medio? —La miró fijamente—. Al fin y al cabo, yo no he hecho más que protegerte. Con la mentira de un milagro, sí, pero te aseguro que guiado por el Altísimo. Él ha previsto para ti un destino que desconocías y que ahora te será revelado. Un destino en el que Gorgias, tu padre, siempre estuvo involucrado.

Theresa escuchaba ensimismada. Había cosas que no comprendía, pero el discurso parecía sincero. Alcuino se acercó a la mesa que su padre empleaba y apoyó ambas manos sobre ella, Al retirarlas, sus huellas quedaron marcadas sobre el polvo.

—Tu padre trabajaba aquí, en este mismo puesto. Aquí pasó sus últimas semanas elaborando un documento de incalculable valor para la cristiandad. Ahora responde: ¿estás dispuesta a prestar un juramento?

Theresa, aunque asustada, asintió. Repitió con Alcuino que jamás, bajo pena de castigo eterno, referiría nada de cuanto supiese sobre aquel documento. Lo juró sobre una Vulgata que luego besó con devoción. Prometió que Hóos nunca sabría nada de ello. Alcuino tomó la Biblia y la dejó sobre el lugar en que había impreso sus huellas. Luego miró las dejadas por los estilos de Gorgias y le pidió a Theresa que las observara.

—Según Wilfred, tu padre desapareció hará un mes, y Genserico apareció muerto hace dos semanas. Ahora bien, mira estas marcas. ¿Qué ves?

Theresa las examinó con detenimiento. Aparecían las manos de Alcuino impresas sobre la mesa, una fila de punzones y dos marcas pequeñas y alargadas.

—No sé… huellas en el polvo.

—Así es, pero observa con detenimiento: las de las manos que acabo de dejar aparecen impolutas. Sin embargo estas otras dos —señaló las alargadas—, que sin duda por su forma corresponden a dos punzones, ya comienzan a cubrirse de una ligera capa de polvo. Y aun así…

—¿Sí?

—Entre ellas son diferentes. No por su forma, que es algo obvio, sino por la cantidad de polvo que acumulan. La de la izquierda, algo más grande, muestra más que la derecha. —Se dirigió al cajón donde Wilfred conservaba el estilo que habían encontrado clavado en Genserico, lo cogió y lo hizo coincidir sobre la huella pequeña—. Como ves, este velo de polvo es más fino, lo cual nos conduce a que el estilo que sostengo en mi mano, el que acabó con la vida de Genserico, fue tomado de la mesa con posterioridad al punzón mayor que descansaba sobre esta otra. —Fue hasta una mesa cercana en la que había varios libros y retiró uno—. En cambio, estas marcas de libros muestran una cantidad de polvo similar a la del punzón más grande. Wilfred me aseguró que el día que desapareció tu padre, también lo hicieron los códices y los punzones. Sin embargo, la menor cantidad de polvo depositada sobre el punzón pequeño, el que apareció clavado en Genserico, indica que en realidad fue sacado del scriptorium bastantes días después.

—Y eso significa…

—Fíjate bien: en el scriptorium no sólo faltan libros. También tinteros, secante, plumas… Justo lo que necesitaría tu padre para elaborar el documento. Y curiosamente, todas las huellas muestran una capa de polvo similar a la del punzón grande, lo que nos permite deducir que material y punzón fueron retirados en el mismo momento. En ese caso, no tendría sentido que luego desapareciera el estilo pequeño, máxime, considerando que tras la desaparición de tu padre, Wilfred clausuró el scriptorium. Así pues, alguien distinto de Gorgias tomó ese punzón para atravesar a Genserico.

—Pero ¿por qué?

—Obviamente, para incriminar a tu padre. Es más. Tengo la certeza de que Genserico no murió apuñalado, sino que su asesino le clavó el estilo después de haberlo matado.

—Pero ¿cómo podéis asegurarlo? —preguntó extrañada.

—Verás: con la insólita excusa de aplicar unas reliquias al cadáver del coadjutor, extraje su ataúd y examiné su hábito. He de reconocer que si Genserico no hubiese sido un meón, le habrían enterrado con otras ropas, pero en fin, el caso es que fui afortunado… Durante el examen, hallé el orificio de entrada del punzón: traspasaba sus ropas a la altura del vientre. Una herida así le habría hecho morir desangrado, pero curiosamente el hábito apenas mostraba un pequeño cerco de sangre.

—No entiendo…

—Pues resulta bastante obvio. Un corazón vivo impulsa la sangre a través de la herida provocando la muerte por desangramiento, cosa que nunca ocurre en un cuerpo ya muerto.

—¿Queréis decir que Genserico falleció de otro modo y luego intentaron simular un asesinato?

—No murió de otro modo. ¡Lo mataron de otro modo! —puntualizó.

Le relató cómo había examinado los restos de vómito hallados sobre la pechera, sin lograr discernir la naturaleza de la ponzoña.

—Porque eso es lo que seguro acabó con él. Alguna especie de veneno.

Theresa respiró aliviada. Pensó en contarle lo que había averiguado tras la excursión con Zenón, pero sin saber bien por qué, decidió esperar un rato. Mientras tanto, Alcuino, que recopilaba códices y ordenaba el scriptorium, continuó rumiando detalles sobre sus teorías.

—De tal forma que quien accedió al scriptorium, con toda probabilidad fue quien asesinó a Genserico —dijo de repente.

—¿Os referís a Wilfred?

—El pobre Wilfred es un impedido. Además, no es el único que dispone de llaves. De hecho también las tenía Genserico.

—¿Entonces?

—Eso es lo que pretendo averiguar…

Le explicó que antes de desaparecer, Gorgias trabajaba en un documento de vital importancia para los intereses de Carlomagno y el Papado. Un testamento del siglo IV en el que el emperador Constantino cedía a la Iglesia romana los Estados Pontificios, reconociéndole la capacidad de gobernar el mundo cristiano.

—Gorgias no concluyó el documento, una réplica del original que se encuentra deteriorado. Lo cierto es que necesitamos concluirlo, y para ello preciso a tu padre.

—¿A qué os referís? —le interrumpió ella.

—A que es el único que puede acabarlo. De ahí que quiera proponerte un trato: tú permaneces en el scriptorium, trabajando en este borrador, y mientras yo me encargo de buscarlo.

—¿Y qué tendría que hacer?

—Repasar el borrador… adecentarlo. Tal vez podamos emplearlo, en caso necesario. La verdad es que nadie más debería conocer de este asunto, y en estas circunstancias, dar con un amanuense que domine el griego, lo escriba con corrección, y en quien pueda confiar, resultaría complicado.

Alcuino le explicó en qué consistiría su trabajo y le reiteró la importancia de que no hablara del mismo.

—¿Ni siquiera con Wilfred?

—Ni con él, ni con nadie. Trabajarás sola en este scriptorium, y si te preguntan, contestarás que estás transcribiendo un salterio. Continuarás alojada en la fortaleza, vendrás por las mañanas y terminarás al anochecer. Mientras tú avanzas, yo buscaré a tu padre. No puede haber desaparecido.

Theresa se mostró de acuerdo. Finalmente comprendió que debía hablarle de Zenón. Aunque dudando, le contó el descubrimiento del brazo amputado y de la cripta en la muralla.

—¿Amputado, dices? ¡Dios mío, Theresa! ¿Por qué no me lo has contado enseguida? —gritó desesperado.

Theresa intentó excusarse, pero Alcuino parecía haber oído al diablo. Maldecía y juramentaba mientras lanzaba pergaminos de un lado para otro. Finalmente se dejó caer sobre un sillón como un pelele desmadejado. Theresa no supo qué decir. Pasado un rato, el fraile se levantó con la mirada perdida.

—Entonces tenemos un problema. Un maldito problema —dijo con voz tranquila.

—¿Qué problema? —preguntó asustada.

—¡Pues que aunque encontremos a tu padre, no podrá concluir el trabajo! —gritó de nuevo como un poseso.

A Theresa se le escurrió la pluma entre las manos.

—¿Y sabes por qué? —agregó él bramando—. Porque ahora es un inválido. Un manco inútil, incapaz de escribir un legajo.

En ese momento ella lo vio claro. Aquel fraile nunca había pretendido ayudar a su padre. Tan sólo perseguía ayudarse a sí mismo, y ahora que su padre ya no le servía, dejaría de buscarlo y se centraría en el documento. Lo odió con todas sus fuerzas y tuvo que contenerse para no clavarle el estilo. Pensaba que se lo hundiría, cuando de repente recordó el pergamino escondido en la talega de su padre. Tras un instante se dijo que aún vencería a aquel diablo.

Reunió el valor suficiente para proponerle un trato.

—Encontrad a mi padre y tendréis vuestro pergamino.

Alcuino la miró de soslayo y se volvió para seguir rumiando.

—¿Es que no me oís? —Lo aferró por el hábito—. Os digo que yo puedo terminarlo.

El fraile sonrió con ironía, pero entonces Theresa agarró una pluma y comenzó a escribir rápido.

IN-NOMINE-SANCTAE-ET-INDIVIDUAL-TRINITATIS-PATRIS-SCILICET-ET-FILII-ET-SPIRITUS-SANCTI

— — —

IMPERATOR-CAESAR-FLAVIUS-CONSTANTINUS

Alcuino palideció.

—Pero ¿cómo diablos…? —La letra era limpia como la de su padre, y el texto copiado, un calco.

—Me lo sé de memoria —mintió—. Encontrad a mi padre y me ocuparé de completarlo.

Aún incrédulo, Alcuino aceptó. Le pidió que preparase una lista de lo que necesitara y luego le ordenó que regresara a sus aposentos.

Alcuino encontró a Zenón en la taberna de la plaza mayor, tumbado sobre el pecho de una mujerzuela y atiborrado de vino. Al verle llegar, la prostituta hurgó entre los bolsillos del físico y tras apoderarse de una moneda, abandonó la mesa sin despedirse. No era el lugar adecuado, así que Alcuino convenció a Zenón para que saliera del tugurio. Nada más pisar la calle, Alcuino le arrojó un cubo de agua que le despejó lo suficiente como para confirmar lo que Theresa le había contado.

—Os juro que no tengo nada que ver con Genserico. Le cercené el brazo a Gorgias, y listo —se defendió.

Alcuino apretó los dientes. Deseaba que Theresa se hubiera confundido, pero si realmente Zenón había intervenido a Gorgias, éste moriría sin remedio. El físico le confirmó que había sido Genserico quien le encargó que atendiera al escriba.

—Un Genserico a quien por cierto encontraron muerto al día siguiente —apuntó Alcuino.

Zenón lo admitió, aunque dudaba que Gorgias fuera el asesino.

—Perdió mucha sangre cuando le corté el brazo —meneó la cabeza.

Alcuino comprendió.

—¿Notasteis algo extraño en el coadjutor? Quiero decir… ¿Percibisteis algún malestar; algún vahído? —El fraile deseó que el vino le aflojara la lengua.

—Ahora que lo mencionáis, parecía borracho, cosa extraña porque nunca bebía. Recuerdo que mencionó algo de que le escocía una mano. La tenía enrojecida, como llena de picaduras.

Zenón no le ofreció muchos más detalles. Tan sólo le confirmó la ubicación de la cabaña donde había intervenido a Gorgias y la entrada a la cripta. Luego, con paso vacilante, regresó a la taberna.

A Alcuino no le resultó difícil encontrar ambos lugares. En la cabaña no halló nada de interés, pero en la cripta recopiló numerosos indicios que le ayudaron a comprender lo que estaba sucediendo. De regreso a la fortaleza, observó junto a la puerta de entrada un enorme revuelo. Cuando preguntó qué sucedía, una mujer le informó que los guardias habían cerrado las puertas, impidiéndoles el acceso.

—Soy Alcuino de York —se identificó ante un centinela. El guarda le hizo el mismo caso que a un chamarilero.

—Por más que chille, no le abrirán —le aseguró un mozo que empujaba como un diablo.

—Ni entrar ni salir. No dejan transitar ni a sus propios soldados —afirmó otro que parecía más enterado.

Alcuino trepó hacia el montículo donde se apostaba el centinela, pero éste le propinó un varetazo. Mientras descendía, Alcuino se sorprendió maldiciendo al hombre que acababa de lastimarle. Varios campesinos se rieron de su enfado.

Pese a los rumores, nadie sabía realmente qué estaba sucediendo. Algunos decían que se había desatado la peste. Otros, que los sajones estaban atacando. E incluso alguno afirmó que seguían apareciendo muchachos muertos. Alcuino ya pensaba en acudir a la iglesia más cercana cuando sobre la muralla advirtió la presencia de Izam. Sin pensarlo se encaramó sobre un tonel y agitó los brazos. Izam lo reconoció y ordenó a sus hombres que le franquearan el paso.

—¿Se puede saber qué ocurre? —protestó Alcuino una vez dentro—. Ese necio me ha golpeado —dijo señalando al de la puerta.

Izam lo cogió del brazo y le pidió que le acompañara. De camino a la sala de armas le confesó que el diablo se había adueñado de la fortaleza.

—No entiendo. ¿Las hijas pequeñas de Wilfred? ¿A qué os referís?

—Desde esta mañana nadie sabe de ellas.

—¡Dios! ¿Y por eso todo este alboroto? Estarán en cualquier rincón, jugando con sus muñecas. ¿Habéis preguntado al ama de cría?

—Tampoco la encuentran —respondió apesadumbrado el joven.

Cuando llegaron a la sala, se toparon con un hervidero de sirvientes, soldados y frailes. La mayoría murmuraba en corrillos, a la caza del último comentario, mientras otros aguardaban desconcertados. Izam y Alcuino se dirigieron a la sala de armas, donde esperaba Wilfred. El hombre se debatía sobre sus muñones en su sillón con ruedas.

—¿Alguna novedad? —le preguntó a Izam.

El joven apretó los dientes. Le informó que sus hombres controlaban todos los accesos y que había organizado batidas por las cuadras, los almacenes, los huertos y las letrinas… Si las niñas estaban en la fortaleza, sin duda las hallarían. Wilfred asintió de mala gana. Luego miró a Alcuino a la espera de alguna noticia.

—Acabo de enterarme —se disculpó éste—. ¿Ya habéis registrado sus habitaciones?

—Hasta detrás de las paredes. ¡Dios todopoderoso! Anoche parecían tan confiadas, tan tranquilas…

Comentó que las chiquillas dormían siempre con el ama de cría, una solterona que jamás había ocasionado problemas.

—Hasta ahora —añadió, y estrelló el vaso contra la chimenea.

Izam decidió que interrogarían a cuantos se encontraran en la fortaleza, en especial a los sirvientes y los allegados al ama de cría. Alcuino solicitó permiso para registrar las habitaciones y Wilfred ordenó a un doméstico que le acompañara.

Cuando Alcuino entró en la celda la halló completamente revuelta. Le preguntó al doméstico si tal desorden obedecía a la búsqueda de los hombres de Wilfred, hecho que éste confirmó, puntualizándole que el ama de cría era una mujer muy cuidadosa.

—¿Estabas presente cuando registraron la habitación?

—En esta misma puerta.

—¿Y cómo se encontraba antes de que entraran?

—Limpia y pulcra, como cada mañana.

Alcuino pidió al doméstico que le ayudara a recoger algunas de las prendas que yacían desperdigadas, la mayoría procedentes de dos baúles que los hombres de Wilfred habían vaciado buscando a saber qué cosa. El más grande pertenecía a las niñas, y el otro, al ama de cría. Emparejaron calcetines, zapatos y vestidos teniendo en cuenta los que pertenecían a las dos gemelas y los que eran del ama. Luego Alcuino se detuvo en el instrumental que descansaba sobre un aparador basto. Enumeró un plato de metal pulido que hacía las veces de espejo, un peine de hueso, varios cordeles, un par de fíbulas, dos frasquitos que parecían contener afeites, otro más diminuto con perfume de rosas, una pieza de jabón y una pequeña jofaina. Todos lucían perfectamente dispuestos, lo que coincidía con el carácter ordenado de la cuidadora. En la sala se ubicaban dos camas cuadradas de generoso tamaño; la perteneciente a la mujer, situada junto a la ventana, y la de las dos niñas al otro lado de la estancia. Alcuino se entretuvo en la primera, que olió y examinó como si fuera un perro de caza.

—¿Sabes si el ama de cría se relacionaba con alguien? Quiero decir, ¿había algún hombre? —aclaró mientras extraía unos cabellos de entre las mantas.

—No, que yo sepa —contestó el doméstico, extrañado.

—De acuerdo —agradeció—. Ya puedes cerrar la estancia.

De camino al scriptorium se dio de bruces con una Theresa tan asustada que ni siquiera lo reconoció. Por lo visto, unos soldados habían entrado en su cuarto y lo habían revuelto todo. Alcuino le informó que las gemelas habían desaparecido y que por ese motivo habían clausurado la fortaleza.

—Pero mi madrastra está fuera.

—Supongo que restablecerán el tráfico en cuanto las niñas aparezcan. Ahora vayamos al scriptorium. Necesito que me ayudes en una cosa.

Descubrieron que el scriptorium también había sido registrado.

Alcuino ordenó los códices revueltos mientras Theresa trasladaba los muebles a su sitio. Cuando terminaron, el fraile se sentó y pidió a Theresa que le acercara una vela. Le informó de las novedades relativas a su padre.

—No es mucho, pero continúo en ello —se disculpó—. Y tú, ¿has avanzado?

Ella le enseñó el texto con dos párrafos nuevos. Cada noche, antes de dormir, leía el pergamino escondido en la talega de su padre y lo memorizaba.

—No es mucho, pero continúo en ello.

Alcuino refunfuñó. Luego extrajo un paño de su bolso y lo depositó sobre la mesa.

—¿Pelos? —preguntó la muchacha.

—Así es. Con esta luz, mi vista no alcanza a distinguirlos. —Carraspeó como si le apurara reconocerlo—. Pero parecen distintos.

Theresa acercó tanto la vela que una gota de cera cayó sobre los cabellos. Alcuino le exigió cuidado y ella se excusó, atolondrada.

La joven diferenció tres tipos de pelos: unos morenos y finos; otros ligeramente rizados, más cortos y oscuros, y por último otros similares a los segundos, pero de un tono más cano.

—Los cortos son de… —se ruborizó.

—Sí, eso creo —confirmó Alcuino.

Cuando Theresa regresó de lavarse, aún conservaba el asco en su cara. Mientras se secaba las manos, el fraile le trasladó sus conclusiones.

Según parecía, el ama de cría era una mujer ordenada y meticulosa, sin amoríos conocidos y sólo preocupada por las niñas de Wilfred. Esta impresión se vería refrendada por su atuendo austero, su cara lavada y el interés con que atendía a las pequeñas. Sin embargo, en la habitación que compartía con las gemelas, Alcuino había encontrado adornos, afeites y perfumes, además de un vestido caro; algo más propio de muchachas con recursos y en edad casadera. El ama de cría ya era madura y su jornal no le permitiría adquirir aquellos artículos, de modo que tal vez para comprarlos hubiera recurrido a actividades ilícitas.

—Eso, o que fueran regalos —señaló.

En cualquier caso, agregó, se encontrarían ante una mujer no tan entregada a las niñas, máxime considerando que no le importaba compartir habitación y lecho con un hombre cano, seguramente calvo, no muy viejo y miembro de la clerecía.

—Pero ¿cómo podéis asegurarlo?

—Por los cabellos, desde luego. Los oscuros pertenecían al ama de cría, los largos a su cabeza y los rizados puedes imaginarlo. Los blanquecinos los supongo de varón, que sin duda era calvo, puesto que no se hallaron otros más largos. En cuanto a la edad, es obvio que no debe de ser muy viejo para revolcarse con tanta energía.

—¿Y lo de pertenecer al clero?

—Por el olor a incienso de las mantas. Seguramente lo llevaba impregnado en su hábito.

Theresa asintió, sorprendida. Sin embargo, Alcuino no le concedió importancia. Luego continuó hablando de su encuentro con Zenón. Le comentó que, de algún modo, la cripta donde habían trasladado a Gorgias debía de comunicarse con el interior de la fortaleza. También se mostró convencido de que la habían utilizado para retener a su padre, por los platos hallados y los restos de comida.

En aquel instante alguien aporreó la puerta. Cuando Alcuino abrió, se encontró con un soldado que le informó que requerían su presencia.

—¿Qué sucede?

—Han encontrado al ama de cría. Ahogada en el pozo del claustro.

Cuando Alcuino llegó al pozo, varios hombres izaban el cadáver con la ayuda de unas picas. Finalmente, el cuerpo hinchado de la mujer asomó por el pretil para desplomarse como un saco de tocino sobre el empedrado del claustro. Las ropas se le habían desabrochado dejando a la vista unos inmensos senos, fláccidos de dar el pecho a las niñas. Nada más apartarla, Izam se descolgó para inspeccionar el fondo del pozo. Cuando subió, confirmó a Wilfred que allí no estaban sus hijas. Luego trasladaron el cadáver a las cocinas, donde después de un somero examen Alcuino determinó que había muerto estrangulada antes de caer al pozo. Encontró sus uñas desportilladas, pero sin rastros de piel incrustada, lo cual significaba que podía habérselas estropeado durante el traslado. Examinó su sexo, comprobando que el vello coincidía con el encontrado en su jergón. Entre sus ropas no halló nada relevante. Portaba el atuendo propio de sus labores, un hábito oscuro protegido por un delantalón. Su rostro, aunque abotargado, se veía limpio; sin cremas ni afeites. Cuando terminó, autorizó a que la amortajaran. Después solicitó hablar con Wilfred a solas.

Ya en privado, informó al conde de sus hallazgos, los cuales sugerían que un miembro del clero habría seducido a la mujer para poder secuestrar a las niñas. Sin embargo, señaló que en su opinión, el ama de cría desconocía las intenciones de su amante.

—¿Cómo podéis estar seguro?

—Porque de lo contrario ella habría preparado la huida y, sin embargo, sus pertenencias permanecían en su celda.

—Tal vez la atacaron. No sé, por Dios santísimo. ¿Y ese hombre del que habláis? ¿Tenéis alguna pista?

Le contó que era de mediana edad, padecía calvicie y tenía acceso a las capillas.

—Las mantas apestaban a incienso —le explicó.

—Mandaré detener a todos los curas. Como las haya tocado, ahorcaré a ese cabrón con sus propias tripas.

—Tranquilizaos, dignidad. Pensad que de haberlo pretendido, ya las habrían matado. No, vuestras hijas se encuentran a salvo. Y en cuanto a un deseo morboso, también lo descartaría. ¿Acaso no le habría resultado más fácil coger a cualquier otra chiquilla? Las hay a decenas, descarriadas por cualquier esquina.

—¿Que me tranquilice? ¿Con mis hijas a merced de un desalmado?

—Os repito que si desearan causarles daño, ya habríamos tenido noticias.

—¿Desearan? ¿Y por qué habláis en plural?

Alcuino le indicó que un solo hombre difícilmente habría podido cargar y esconder a las dos chiquillas. En cuanto al motivo, excluido el sexo ominoso y descartada la venganza, tan sólo restaría un objeto.

—¿Queréis dejaros de adivinanzas?

—El chantaje, estimado Wilfred. A cambio de sus vidas, pretenden conseguir algo que vos poseéis: poder… dinero… tierras.

—Voy a hacer que esos malnacidos se traguen sus propios cascabeles —bramó el conde tocándose los testículos. Los dos perros se agitaron y zarandearon la silla.

—De todas formas —reflexionó Alcuino—, bien podría ser que el clérigo del que hablamos tan sólo refocilara con el ama y no participara en el rapto.

—Y entonces qué aconsejáis. ¿Que me quede cruzado de brazos?

—Que aguardéis y os esmeréis en la búsqueda. Poned vigilancia a los sacerdotes y tomadles juramento; impedid el trasiego de personas y mercancías; elaborad una relación con aquellos que gozan de vuestra absoluta confianza y apuntad a quienes consideréis capaces de extorsionaros. Pero sobre todo, esperad a que los captores os comuniquen sus pretensiones, pues una vez que lo hagan, el tiempo correrá deprisa.

Wilfred asintió con la cabeza.

Acordaron comunicarse cualquier novedad en cuanto la conocieran. Luego el conde fustigó los perros y abandonó las cocinas. Solo en la sala de fogones, Alcuino miró a la pobre mujer desnuda. La cubrió con un saco y le hizo la señal de la cruz. Lamentó que sus apetitos carnales le hubieran arrebatado la vida.