Capítulo 7

A poco para el mediodía, Theresa saboreó un último bocado de huevas saladas. Luego hurgó por la talega en busca de alguna migaja más y después se chupeteó los dedos hasta dejarlos relucientes. Echó un trago de agua, miró al frente y se sentó a descansar. Conocía bien el terreno, pero la nieve uniformaba los parajes convirtiéndolos en un lienzo inmaculado que parecía ocultar cualquier ruta antes trazada.

Desde que abandonara la cabaña, había procurado seguir los consejos que Hóos Larsson había mencionado durante el relato de su travesía. Recordó cómo en su descripción había tachado de indolentes a los sajones, gente despreocupada cuyos cánticos y aparatosas fogatas solían bastar para delatar su presencia. Según él, mantenerse vivo no era difícil: tan sólo necesitaba gobernarse con la astucia de un animal acosado, desplazarse con sigilo, olvidar los caminos habituales, prescindir del fuego, atender las desbandadas de pájaros y observar las pisadas en la nieve. También había afirmado que, con el suficiente cuidado, cualquiera que conociese el camino podría atravesar los pasos.

«Cualquiera que conociese el camino», se lamentó.

Normalmente, quien pretendiera alcanzar Aquis-Granum debería tomar la ruta occidental que obligaba a atravesar la cuenca del río Main en dirección a Fráncfort, seguir su curso cuatro jornadas hasta su unión con el Rin, y emplear tres días más para llegar a la capital. Pero en palabras de Hóos, con los bandidos merodeando por ambas riberas, tal trayecto resultaría una trampa segura.

Por otra parte, en pleno invierno, y con la nieve arreciando en los caminos, dirigirse hacia el sur, hacia los Alpes Schwäbische, sería una auténtica locura.

Se convenció de que su única opción era la ruta de Fulda.

Elevó la vista al cielo para contemplar una inexpugnable muralla de montañas. La cordillera del Rhön delimitaba la comarca de Würzburg por su extremo septentrional, y era el camino que Hóos había empleado desde Aquis-Granum hasta Würzburg. Una vez alcanzada Fulda, continuaría por el cauce del Lahn, un río que, según Hóos, resultaba fácil de sortear.

Aunque nunca antes hubiera viajado a Fulda, Theresa supuso que alcanzaría la ciudad abacial en el transcurso de dos jornadas, lo cual le obligaría a pernoctar en el camino. Se santiguó, aspiró una bocanada de aire y emprendió la marcha en dirección a las montañas.

Caminó a paso ligero, con la vista fija en las cumbres que a cada zancada se le antojaban más lejanas. Durante el trayecto consumió el resto del agua, que acompañó con las bayas y nueces que fue encontrando por el camino. Avanzó varias millas sin que nada la sobresaltase, pero a la tercera hora comenzó a cojear. El leve hormigueo se convirtió al poco en un dolor agudo que finalmente le impidió seguir avanzando. Con la nieve cubriéndole las rodillas, miró las montañas y suspiró. El crepúsculo prosperaba. Si pretendía alcanzar el paso del Rhön, debería apresurar el ritmo.

Iba a moverse cuando unos relinchos la dejaron sin aliento. Se giró lentamente imaginando que encontraría a un enemigo, pero para su sorpresa no distinguió nada alarmante. Sin embargo, al instante, a otro relincho le siguieron unos ladridos. Se desembarazó de la nieve que la aprisionaba y corrió a agazaparse tras unas rocas, pero al esconderse advirtió con horror el reguero de huellas que acababa de imprimir en la nieve. Quien pasara por allí, sin duda la descubriría. Agachó la cabeza y esperó encogida, mientras los ladridos aumentaban hasta convertirse en el fragor de una jauría. Lentamente asomó la cabeza y escudriñó en derredor. Aunque el lugar continuaba desierto, advirtió que el bullicio procedía del barranco que flanqueaba el camino.

Dudó un instante, pero al final se decidió. Abandonó el escondrijo y gateó hasta el borde del cortado donde se tumbó cuan larga era. Luego se arrastró hasta asomar la nariz y se quedó ensimismada viendo cómo una manada de lobos se disputaba las entrañas de un caballo que yacía al fondo del barranco. El pobre animal resoplaba y se debatía en el suelo coceando desesperado. Se fijó en que sus tripas se esparcían por la nieve.

Sin pensarlo, comenzó a gritar y agitar los brazos como si fuera ella la atacada. Al escucharla, los lobos se detuvieron, pero de inmediato gruñeron amenazadores. Por un momento pensó que la atacarían, así que se agachó y agarró una rama seca que encontró a sus pies, la blandió sobre la cabeza y la arrojó hacia la jauría con todas sus fuerzas. El palo voló hasta impactar contra la copa de un árbol del que se desprendió la nieve acumulada entre sus ramas. Un lobo gris se asustó y huyó. Los otros titubearon, pero enseguida le siguieron.

Tras cerciorarse de que no regresaban, Theresa resolvió bajar.

Descender el barranco le resultó más complicado de lo previsto, de forma que cuando llegó al fondo, el jamelgo agonizaba. Lo encontró sembrado de heridas, algunas de aspecto distinto al de las producidas por las dentelladas. Intentó soltarle la cincha, pero no lo consiguió. En ese instante, el cuadrúpedo retembló como si lo rajaran, relinchó un par de veces y tras varios espasmos quedo exánime sobre la nieve.

Theresa no pudo evitar que una lágrima de compasión resbalara por su mejilla. Luego, tras serenarse, desató las alforjas y comenzó a registrarlas. En la primera encontró una manta, un trozo de queso y una talega con el nombre «Hóos» garabateado en el cuero. Se detuvo un instante aturdida por el descubrimiento. Sin duda aquel caballo pertenecía a Hóos; el que mencionó haber perdido al despeñarse por un barranco. De ahí aquellas heridas distintas. Mordió el queso y siguió buscando con fruición. En la misma alforja localizó una piel curtida de jabalí, un tarro con mermelada, otro con aceite, dos cepos metálicos y un frasco con una esencia que juzgó apestosa. Se quedó con la mermelada y olvidó todo lo demás. En la otra alforja, varias pieles más que no supo identificar, un ánfora sellada, un manojo de plumas de pavo real y una cajita de afeites. Supuso que se trataba de regalos que Hóos llevaba a sus parientes, y que al perder la montura decidió mejor no cargar.

Sabía que algún objeto podría serle útil, pero también que le dificultaría la marcha. Además, si alguien se los encontraba podría acusarla de ladrona, de modo que optó por coger sólo la comida. Cerró de nuevo las alforjas y, tras un último vistazo, ascendió el barranco para continuar su camino.

Alcanzó la entrada del paso con la suficiente luz como para apreciar que el acceso resultaba impracticable, por lo que se dispuso a pernoctar en la montaña. Al día siguiente proseguiría hacia el este en busca del camino a Fulda, del que tan sólo conocía la existencia de una peculiar formación rocosa que, según Hóos, señalaba su inicio.

Al principio pensó que soportaría el frío, pero cuando los pies comenzaron a congelársele probó a encender una fogata. Para ello reunió algo de leña que dispuso bajo un puñado de yesca. Cuando la tuvo preparada, golpeó el eslabón contra la lasca de pedernal. La yesca se iluminó, pero al igual que prendió, se consumió sin conseguir que las ramas ardieran.

Intuyó que el problema radicaba en la humedad infiltrada en la leña, y que por tanto debía disponer las ramas más secas sobre las mojadas. Apiló nuevamente la madera, colocó otro montoncito de yesca y repitió la operación, con idéntico resultado. Apesadumbrada, comprobó que apenas le restaba yesca para un par de intentos, y pensó que si la empleaba toda en lugar de racionarla, tal vez lo consiguiera.

Sacó el frasco de aceite y lo vertió sobre las ramas. Una vez empapadas, volcó la yesca sobre un trozo de cuero y pisoteó la cajita hasta destrozarla. Luego dispuso las astillas bajo la yesca y rezó para que prendieran.

Por tercera vez golpeó el pedernal, que escupió una miríada de chispas como por ensalmo. Al cuarto intento la yesca prendió. Rápidamente sopló sobre las llamas que querían lamer las astillas. Por un momento languidecieron hasta casi extinguirse; sin embargo, poco a poco cobraron fuerza hasta propagarse a las ramas aceitadas.

Aquella noche durmió tranquila. Al calor del fuego imaginó a su padre velándola. Soñó con su familia, con su trabajo de percamenarius y con Hóos Larsson. A él se lo figuró noble, fuerte y aguerrido. Al final del sueño creyó que la besaba.

La tormenta despertó a Theresa poco antes del amanecer, con la lluvia empapándola como si hubiera caído a un río. Recogió sus pertenencias y corrió a refugiarse bajo un roble próximo. Cuando escampó, le pareció que el frío regresaba.

Poco a poco, las nubes se desvanecieron y un sol tímido derramó sus débiles rayos sobre las crestas de las montañas. Lo interpretó como un presagio de fortuna. Antes de emprender el camino pidió a Dios por la salud de su padre, por su madrastra, y también por el desafortunado caballo de Hóos. Y le agradeció que un día más la hubiera mantenido con vida. Luego se embozó en la capa, mordió un trozo de queso y echó a andar aún mojada.

Tres millas más tarde comenzó a dudar sobre lo acertado de la ruta. Los caminos se habían angostado hasta convertirse en veredas que aparecían y desaparecían en medio de un paisaje eternamente blanco. Aun así no se arredró y siguió avanzando en dirección a ninguna parte.

A mediodía se topó con una torrentera que le cortaba el camino. Bordeó el cauce durante un trecho, buscando un lugar por donde vadearlo, hasta llegar a una vaguada en la que el agua se arremansaba formando una pequeña laguna. Se detuvo un instante a admirar el paisaje, un cristal en el que los abetos y las cumbres parecían reflejarse para duplicar su hermosura. Le fascinó la forma en que los árboles se arracimaban como un vasto ejército, su follaje aceitunado moteado por la nieve, el gorgoteo del agua, y el intenso aroma de la resina que entremezclado con el frío le despejaba los pulmones.

Notó cómo el apetito le ronroneaba en la tripa.

Pese a saber que no encontraría nada, hurgó en el bolso. Luego decidió practicar lo que en ocasiones había visto hacer a los mozos del pueblo: buscó un recodo umbrío y levantó unas piedras hasta hallar un hervidero de lombrices. Confeccionó un anzuelo con una fíbula del pelo y una rama y ensartó un par de lombrices. Luego anudó un extremo a una hebra de lana que extrajo de su vestido y la lanzó al agua tan lejos como pudo. Con suerte almorzaría trucha asada.

De repente advirtió algo que la inquietó. Semioculta bajo la maleza, a pocos pasos de donde se encontraba, reconoció una especie de barcaza varada. Hóos no lo había mencionado, pero sin duda se trataba de uno de esos lanchones utilizados para el trasiego de mercancías. Apartó la breña y saltó a la barcaza, que crujió bajo su peso. Cerca de la proa encontró una pértiga apoyada sobre una especie de maroma que unía las dos orillas a modo de puente. Imaginó que serviría para evitar que durante los transbordos la corriente arrastrara la barcaza. Tras comprobar que el casco no presentaba brechas decidió desvararla y conducirla hasta la otra ribera.

Se dirigió al extremo encallado, ajustó su espalda contra la popa y aplicó el peso de su cuerpo hundiendo sus pies en el lodo. La barca no se movió. Lo intentó varias veces, hasta que sus piernas y brazos comenzaron a temblar. Al final, desfallecida, se derrumbó en el suelo y lloró con amargura.

No recordaba las innumerables veces que había llorado desde que huyera de Würzburg. Se enjugó las lágrimas y pensó en renunciar. Se dijo que tal vez debiese regresar y solicitar clemencia a Wilfred, a Dios, o a quien hiciera falta. Al menos estaría con su familia, y tal vez con su ayuda lograse demostrar que no había sido ella la causante del incendio. Sin embargo, recordó la muerte de aquella chica y comprendió lo iluso de su idea. Su vida, si es que le esperaba alguna, sin duda se encontraba al otro lado de la laguna.

Desolada, miró alrededor hasta encontrar un guijarro mediano que lanzó con fuerza hacia la orilla opuesta. La piedra sobrepasó un cuarto de lago antes de sumergirse en sus profundidades, lo que le hizo estimar unos cien pasos de distancia. Con aquel frío nunca lograría cruzar a nado. Se dijo que tal vez más adelante hubiese algún puente. Sin embargo, cuando se disponía a proseguir, pensó que si se colgaba de la soga quizá pudiera gatear hasta la otra orilla. En ambas riberas, la maroma se anudaba a sendos árboles que parecían suficientemente consistentes como para soportar el peso de un hombre. Además comprobó que, pese a que a mitad de trayecto la soga perdía altura, en ningún momento llegaba a sumergirse.

Una vez convencida se adentró en el agua. El frío le hizo dar un respingo, pero continuó. Cuando comenzó a perder pie, brincó sobre la maroma y maniobró hasta colgarse boca arriba con la cabeza hacia la orilla opuesta. Luego avanzó estirándose y encogiéndose como una oruga.

El primer tramo lo cubrió sin dificultad. Sin embargo, a un tercio del camino la soga comenzó a ceder, acercándola peligrosamente al agua. Cuando las primeras gotas le lamieron la espalda, se descolgó y continuó a nado ayudándose de la amarra. Luego, al comprobar que la soga volvía a elevarse, se encaramó de nuevo. En ese instante, la bolsa en que transportaba sus pertenencias se abrió dejando caer el eslabón. Intentó aferrar la cajita, pero la corriente la arrastró hasta desaparecer bajo las aguas. Soltó un par de improperios y prosiguió el avance hasta que por fin, tras unos momentos que se le antojaron eternos, consiguió arribar a la orilla.

Nada más llegar, se desnudó tiritando para retorcer la ropa y escurrir el agua. Mientras lo hacía, le llamó la atención un extraño destello que parecía provenir de un punto indeterminado cerca de donde se hallaba. Se preguntó si no sería el eslabón recién perdido y, pese a lo improbable de la suposición, se vistió deprisa y se encaminó hacia el fulgor que la llamaba. No obstante al acercarse comprobó que se trataba de una maraña de cangrejos pululando sobre el cadáver de un soldado desfigurado.

Supuso que era un sajón, aunque también podría ser un franco.

Se fijó en la terrible brecha que le corría desde la oreja izquierda hasta la base del cuello. Tenía el rostro carcomido y la sangre se le había acumulado bajo la piel, tornándosela cárdena. Sus tobillos aparecían descoyuntados, y pese a los ropajes, mostraba el vientre hinchado como un odre viejo. Advirtió que en realidad el destello provenía del scramasax que portaba en el cinto. Pensó en apropiárselo pero desistió, porque todo el mundo sabía que las almas de los muertos permanecían tres días vigilantes junto a sus cuerpos.

Se apartó unos pasos para contemplar el espectáculo con repulsión y asombro. Mientras observaba a los cangrejos, pensó qué sabor tendrían tras pasar por la parrilla. Entonces recordó la pérdida de su eslabón y se preguntó si aquel cadáver portaría alguno. Con la ayuda de una vara apartó varios cangrejos, pero sólo encontró porquería y más bichos.

Se hallaba absorta hurgando entre los ropajes, cuando de repente la asieron por la espalda. Theresa chilló y pataleó como si la llevara el demonio, pero al instante una mano le tapó la boca. Ella respondió hundiendo sus uñas con tal fuerza que pensó que se le desprenderían. Entonces recibió un bofetón mientras la zarandeaban como a un muñeco de trapo.

—¡Diablo de muchacha! ¡Vuelve a gritar y te arranco la lengua!

Theresa lo intentó, pero no pudo.

Ante ella, un personaje salido del infierno la miraba amenazadoramente. Era un viejo de cara arratonada, devorada por la podredumbre. Su pelo raleado dejaba a la vista varias calvas salpicadas de heridas y mugre, y sus ojos grises se clavaban en ella como si quisieran atravesarla. Se fijó en los colmillos del perro que le escoltaba.

—Tranquila, chica. Satán sólo muerde a quien se lo busca. ¿Estás sola?

—Sí —balbuceó. Y al instante se arrepintió de su respuesta.

—¿Qué buscabas en el muerto?

—Nada. —Se mordió la lengua por una respuesta tan estúpida.

—¿De modo que nada? ¡Anda! Quítate los zapatos y échalos a un lado —le ordenó—. ¿Cómo te llamas?

—Theresa —respondió mientras obedecía.

—Bien. Acércame eso. —Señaló la talega que ella portaba al hombro—. ¿Puede saberse qué haces aquí?

Theresa no contestó. El hombre abrió la bolsa y comenzó a registrarla.

—¿Y esta daga? —Era el cuchillo sustraído a Hóos Larsson.

—Devuélvamela. —Theresa se la arrebató y se la guardó bajo el vestido.

El hombre continuó hurgando.

—¿Qué es esto? —preguntó. Ya había sacado el punzón y las tablillas.

—¿El qué?

—No te hagas la estúpida. Este pergamino que escondías en el doble fondo.

Theresa se sorprendió. Imaginó que, tal vez por algún motivo importante, su padre lo había ocultado allí.

—Un poema de Virgilio. Siempre lo protejo para que no se manche —se inventó.

—Poemas… —masculló él mientras devolvía el pergamino a la talega—. Menuda cursilería. Ahora presta atención: esto está infestado de bandidos, así que me da igual lo que hagas, de dónde vengas, si estás sola o lo que buscaras en ese muerto… Pero te lo advierto: si intentas gritar o haces cualquier despropósito, Satán te abrirá la garganta antes de que sepas lo que te ocurre. ¿Entendido?

Theresa asintió. Habría tratado de escapar, pero sin zapatos resultaría una estupidez. Supuso que por esa razón le había ordenado que se descalzara. Se retiró unos pasos y lo miró con detenimiento. Vestía una capa raída anudada a la cintura, que dejaba a la vista unas piernas largas y huesudas. Cuando el hombre terminó de hurgar en la talega, se agachó y cogió un bastón de cuyo extremo pendía una campanilla. Entonces Theresa se fijó en sus heridas y comprendió que tenía la lepra.

No lo pensó más. En cuanto el viejo desvió la mirada, dio media vuelta y echó a correr, pero al poco perdió pie y resbaló. Nada más caer sintió el aliento del perro en la espalda. Esperó quieta el mordisco fatal, pero el animal no se movió. Entonces el hombre se acercó y le tendió su mano cubierta de costras. Theresa se apartó cuanto pudo.

—¿Te asustan mis llagas? —rio—. También a los bandidos. Vamos, levanta. Es sólo tintura.

Theresa observó las úlceras, que vistas de cerca parecían manchas, pero aun así no se fio. Entonces el hombre se frotó las manos y las heridas desaparecieron.

—Ya ves que no miento. Venga. Siéntate ahí y quédate quieta. —Le devolvió la talega—. Con lo que llevas aquí no llegarás muy lejos.

—¿No tiene la lepra? —balbuceó.

—Claro que no —rio—. Pero es un disfraz que en más de una ocasión me ha salvado el pellejo. Fíjate bien.

El hombre cogió un puñado de arena del río y la escurrió entre las manos. Luego sacó un frasco con tintura oscura que vertió sobre la arena hasta lograr una mezcla uniforme, le añadió otra loción y se aplicó el emplasto sobre los brazos.

—Suelo mezclarlo con engrudo porque así agarra cuando se seca. Los bandidos temen más a un leproso que a un ejército. —Miró un momento el cadáver—. Todos menos éste… —señaló—. El muy cabrón pretendía robarme las pieles. Ahora que se las robe al diablo. Por cierto… ¿desde cuándo te dedicas a asaltar a los muertos?

Cuando Theresa fue a contestar, el viejo se agachó y sin apartar los cangrejos comenzó a registrar el cadáver. Encontró una bolsa atada al interior de una especie de fajín, la abrió, sonrió al ver su contenido y la guardó entre sus ropas. A continuación le arrancó unos colgantes de los que pendían unas extrañas piedras de color pardo, cogió el scramasax, se lo enfundó junto al suyo y, por último, giró el cuerpo del muerto. Al no hallar nada más de interés, lo dejó de nuevo entre las piedras.

—Bien —dijo—. Este hombre ya no lo necesita. Y ahora, ¿me vas a contar qué haces en este lugar?

—¿Lo matasteis vos?

—Yo no. Fue éste —dijo palpándose el cuchillo—. Supongo que llevaba un rato rondándome. Debía de ser imbécil, porque en lugar de liquidarme fue directamente por las pieles.

—¿Las pieles?

—Las que llevo ahí atrás, en el carro —señaló.

Theresa miró hacia donde indicaba el viejo y se alegró al distinguirlo: si existía un carro, debía de existir un camino.

—Se le ha roto una rueda y ando a ver si la arreglo. Tú en cambio deberías largarte. Seguro que este hombre no viajaba solo. —Le entregó los zapatos.

A continuación dio media vuelta y echó a andar hacia el bosque.

—Espere. —Se calzó y corrió tras él—. ¿Va hacia Fulda?

—No se me ha perdido nada en esa ciudad de curas.

—Pero ¿conoce el camino?

—Desde luego. Igual de bien que los salteadores.

Theresa no supo qué contestar. Le siguió hasta la carreta observando sus andares, propios de un hombre más joven. Entonces se fijó en sus dientes, que aunque grandes y torcidos, advirtió sin huecos y extraordinariamente blancos. Le calculó la edad de su padre. Él se agachó junto a la rueda partida y comenzó a trabajar en ella. Luego paró y miró a Theresa.

—No me has contestado. ¿Qué hurgabas en el cadáver? ¡Maldición! Mira cómo me has puesto el brazo —dijo mientras se limpiaba los arañazos que le había inferido Theresa—. ¿Acaso creías que el diablo venía en tu busca?

—Me dirigía hacia Fulda. —Carraspeó—. Vi a ese hombre muerto y pensé que tal vez tuviese un eslabón. Perdí el mío al cruzar el lago.

—¿Dices que cruzaste el lago? A ver… acércame esa maza. ¿Entonces venías de Erfurt?

—Así es —mintió. Le entregó la herramienta.

—Entonces conocerás a los Peterssen. Regentan un horno a pocas casas de la catedral.

—Sí, claro —volvió a mentir.

—¿Y qué tal les va? No les veo desde el verano.

—Bien… supongo. Mis padres viven lejos del pueblo.

—Ya —dijo torciendo el gesto. Golpeó con fuerza la cuña y la rueda saltó de su eje.

Theresa dio un respingo. Pensó que no la había creído.

—Ahora viene lo difícil —continuó el hombre—. ¿Ves este rayo? Está partido. Y ese otro también. ¡Maldita mierda de madera! Cambiaré el más estropeado y el otro lo repararé con un par de listones. Toma. Agarra la vara y cuando golpee haz sonar la campanilla. Si los bandidos han de oírnos, que escuchen también la música de los leprosos.

Theresa advirtió que el viejo había desenganchado el caballo y dispuesto varias piedras bajo el carro para evitar su caída. Él se dirigió a la parte trasera y sacó un palo que resultó ser un rayo de repuesto. Dijo que siempre llevaba uno porque tallar la madera de roble era muy complicado. Lo comparó con los rotos antes de repasar su extremo con una azuela.

—¿Tardará mucho?

—Espero que no. Si lo hiciese como Dios manda se me echaría la noche encima: tendría que extraer la llanta de hierro, desmontar los cuatro cercos y sustituir los rayos. No es difícil, porque los cercos son de fresno, pero luego engastar los pivotes, las lenguas y los pies de los rayos… ¡Una tarea de demonios! Serraré los extremos y los ajustaré con la maza. Ahora agita la campanilla.

Theresa balanceó la vara y la campana tintineó. El martillazo retumbó en todo el bosque. La joven trató de sofocar el eco agitándola más fuerte, pero por más que lo intentó, los golpes prevalecieron durante toda la mañana.

Después de comer hablaron un rato. Él dijo que se llamaba Althar y era trampero, que vivía en el bosque, en una cabaña de madera con su esposa y con Satán. En invierno cazaba y en verano vendía las pieles en Aquis-Granum. Ella le confió que había huido de un matrimonio de conveniencia. Luego le pidió ayuda para llegar hasta Fulda, pero él se negó. Cuando terminó con el carro, se despidió de Theresa.

—¿Se va? —preguntó la joven.

—Así es. Regreso a casa.

—¿Y yo?

—Tú, ¿qué?

—¿Qué haré yo?

Althar se encogió de hombros.

—Lo que deberías haber hecho desde un principio: regresar a Erfurt y casarte con ese hombre al que dices odiar. Seguro que no es tan malo.

—Antes prefiero a los sajones. —Lo dijo con tal convencimiento que se admiró de su propia mentira.

—Por mí puedes hacer lo que quieras. —Althar enganchó el caballo al arnés y comenzó a retirar las piedras que lo frenaban—. Pero espabila. Tal vez estén buscándole —dijo señalando al muerto—. Acercaré el caballo al río. En cuanto beba, marcharé soltando ascuas.

Theresa se volvió y comenzó a alejarse. Mientras caminaba, observó el bosque, denso y frío como un cementerio, y unas lágrimas asaltaron sus mejillas. A los pocos pasos se detuvo, sabedora de que si proseguía sola, moriría. Althar parecía un buen hombre, pues de lo contrario ya le habría causado daño. Además, estaba casado y conocía a los Peterssen. Tal vez le permitiera acompañarle.

Se volvió para hablarle de sus habilidades como costurera y mentirle sobre las de cocinera, pero a Althar no pareció impresionarle.

—También sé curtir pieles —añadió.

Entonces el viejo la miró de reojo, cavilando que no le vendría mal algo de ayuda. El trabajo con el cuero requería destreza, y su mujer, desde las últimas fiebres, apenas si movía las manos. Volvió a mirarla y meneó la cabeza. Seguramente aquella muchacha era una malcriada que sólo le complicaría la vida. Además, su esposa recelaría de una chica joven.

Apartó a un lado la última piedra y subió al carro.

—Mira, muchacha. Me caes bien, pero entiéndelo: serías un estorbo. Otra boca que alimentar. Lo siento. Regresa a tu pueblo y pídele perdón a ese hombre.

—No volveré.

—Pues haz lo que te plazca. —Y arreó al animal.

Theresa no supo qué decir. De repente recordó los cepos encontrados junto al caballo de Hóos.

—Le recompensaré.

Althar enarcó una ceja y la miró de soslayo.

—No creo que pudieras. Ya estoy mayor para mover la polla.

La joven pasó por alto aquel comentario.

—Mire sus cepos… Están viejos y oxidados —observó mientras caminaba a la altura del carro.

—También yo, y aún me valgo.

—Pero yo puedo proporcionarle unos nuevos. Sé dónde encontrarlos.

Althar detuvo al animal. Desde luego le resultarían útiles otras trampas, pero en verdad lo que le apenaba era la suerte de aquella chica. Theresa le contó el episodio de los lobos y le explicó la carga que contenían las alforjas. También le describió el lugar donde sucedió.

—¿Estás segura de que fue en ese barranco?

Ella asintió, y Althar pareció pensárselo.

—¡Maldita sea! ¡Anda! Sube al carro. Conozco un sendero que nos llevará a ese cortado. ¡Ah! Y cámbiate de ropa, o morirás antes de indicarme el lugar exacto.

La joven saltó a la carreta, se acomodó en el estercolero de pieles que abarrotaba el interior, y a continuación docenas de fardos comenzaron a traquetear bailando al trote del caballo. Theresa reconoció pellejos de castor y venado, e incluso alguno de lobo en bastante mal estado. Varias pieles aparecían curtidas, pero la mayoría se encontraba sembrada de insectos que pululaban entre los pelajes resecos y los restos de sangre, como si las hubiesen despellejado aquella misma mañana. Se apartó cuanto pudo, porque despedían un hedor irrespirable, y se cubrió con una piel seca que encontró aceptable. A su espalda descubrió una especie de orza tapada con un cedazo pringoso que dejaba escapar un delicioso aroma a queso.

Theresa se apretujó la barriga tratando de calmar los lamentos de sus intestinos. Luego se echó hacia atrás y cerró los ojos. Sus recuerdos viajaron hasta Würzburg, a las madrugadas de invierno en que Gorgias la desperezaba con un beso para que le acompañase a encender el horno que había construido detrás del aprisco. Rememoró las nevadas cubriendo los campos, y cuánto agradecía el calor de los rescoldos cuando acompañaba a su padre y le leía algún manuscrito. Se preguntó si alguna vez Althar habría visto un libro.

Miró a Satán. El animal seguía el carro a una pedrada de distancia, moviendo sus ojillos con más inteligencia de la que había observado en algunos mozos que conocía. De vez en cuando se acercaba hasta el caballo para atrapar al vuelo los trozos de carne que Althar le arrojaba. Theresa escuchó sus tripas de nuevo y preguntó a Althar que cuándo comerían.

—¿Crees que me regalan la comida? Ya habrá tiempo, muchacha. Ahora coge esas pieles y comienza a limpiarlas. El cepillo está ahí, junto al arco.

Theresa no rechistó. Se acercó uno de los fajos más nutridos, desató los tendones que lo mantenían anudado y se colocó una piel sobre los muslos. Comenzó a trabajar con denuedo. A la primera sacudida, un enjambre de insectos se desprendió de la piel y cayó al suelo, desperdigándose entre los tablones. Continuó cepillando sin levantar la vista de las pieles hasta que acabó con el fajo, y sin concederse un respiro, prosiguió con un segundo fardo. Cuando terminó, Althar le señaló un tercero.

—Después limpia los cepos hasta dejarlos relucientes —dijo.

Theresa agarró las trampas, escupió sobre la porquería y se empeñó con arresto en la nueva tarea. Luego, mientras frotaba los artilugios, se preguntó qué don especial poseería Althar para las artes de la caza, pues de otro modo no se explicaba tal acopio de pieles. Cuando por fin acabó la faena se lo comunicó a Althar, quien, extrañado por su diligencia, detuvo el carro y tras comprobar los resultados sonrió y puso pie a tierra.

—De acuerdo, muchacha. Vamos a llenar la panza.

Acto seguido, se dirigió a la parte posterior del carro y, luego de revolverlo, sacó una taleguilla de tela que depositó en el suelo. Al momento, Satán se acercó a olisquear, pero Althar lo apartó de un puntapié. Luego se volvió hacia Theresa.

—Sube a ese altozano y abre bien los ojos. Si ves algo raro: algún fuego, relinchos, hombres, cualquier cosa extraña, avisa con unos ladridos.

—¿Ladridos? —repitió Theresa incrédula.

—Sí. Ladridos… Sabrás ladrar, ¿no?

Theresa imitó el sonido con desigual fortuna. Aunque a ella se le antojó horrible, Althar se dio por satisfecho.

—Apresúrate, anda. Y lleva contigo la campanilla.

Mientras ella ascendía el repecho, él preparó unas tajadas de queso a las que añadió unos pedazos de pan duro. Después abrió un par de cebollas. Se apropió de la ración más grande y avisó a Theresa.

—Todo tranquilo —informó la joven.

—Bien. A este paso llegaremos al barranco antes del mediodía. Comeremos ahora porque ya no nos detendremos. Ahí atrás, bajo las trampas, encontrarás algo de vino. Y si quieres, abrígate más, que debes de estar helada.

El trampero se encaramó al carro y arreó al caballo. Theresa hizo lo propio y, sin bendecir las viandas, comenzó a devorarlas acompañándolas con un trago de vino que le supo a gloria.

Poco después atravesaron una franja boscosa anegada por unos lodazales. A partir de ese momento, Althar mudó el semblante y comenzó a mostrarse más cauto. Cualquier ruido le hacía dar un respingo, volvía la cabeza continuamente, y a cada poco detenía el carro para ponerse en pie y otear los alrededores.

Por momentos, a ella le pareció que Satán olfateaba el peligro. El animal ya no se mantenía apartado. Con las orejas enhiestas y el rabo estirado, seguía atento los movimientos de su amo.

Habrían cubierto un centenar de pasos cuando el perro empezó a ladrar. Althar frenó en seco el carro, echó pie a tierra y se adelantó un trecho. Con gesto preocupado ordenó silencio a Theresa, y lentamente acercó la mano a su scramasax. A continuación, sin mediar palabra, se irguió y desapareció entre la maleza.

A Theresa empezaron a traicionarle los nervios. Intentó alzarse de puntillas para ver más allá de lo que su estatura le permitía, pero las heridas de los pies se lo impidieron. No sabía la razón, aunque presentía que algo terrible estaba a punto de suceder. Pasados unos instantes, Althar apareció con el rostro desencajado.

—Acompáñame. Rápido.

Theresa saltó del carro y lo siguió por la espesura. El trampero caminaba encorvado, como un gato al acecho de su presa, mientras la muchacha le seguía a duras penas esquivando las ramas que él apartaba a su paso. Avanzaron con dificultad debido a la hojarasca y al fango de las últimas lluvias. En algunos lugares, la maleza se cerraba tanto que lo único que Theresa alcanzaba a ver era el trasero de Althar, a un palmo de su rostro. De repente él volvió la cabeza para pedirle silencio, y luego, lentamente, se apartó a un lado dejando ante sus ojos una escena de muerte y desolación.

Eran dos cuerpos ensangrentados unidos en un macabro abrazo, ocultos bajo un manto de cieno. Unos pasos más allá, semihundido en una zanja, se distinguía el cadáver mutilado de un tercero.

—Éste no es sajón —dijo Althar dando con el pie al que yacía bajo el primero.

La muchacha no respondió. Pese al lodo, reconocía aquellas ropas. Las había visto en la cabaña de los Larsson. Con el corazón encogido, se acercó a los cuerpos grotescamente abrazados. Lentamente apartó el que estaba encima y al instante la vista se le nubló. Althar la sujetó. El cuerpo que yacía bajo aquella mortaja de sangre no era otro que el de Hóos Larsson, el joven que días atrás le había salvado la vida.

Transcurrió un rato antes de que Althar advirtiera que Hóos Larsson aún respiraba. De inmediato avisó a Theresa, y entre ambos lo trasladaron al carro para atenderlo. El viejo examinó sus heridas con preocupación. Ella le preguntó con la mirada, pero él no contestó.

—¿Y dices que él te salvó? —le preguntó mientras lo arrastraba.

Ella asintió entre lágrimas.

—Pues lo siento por él, pero tendremos que dejarlo.

—No podéis hacer eso. Si lo abandonáis, morirá.

—Morirá de todas formas. Además… fíjate en esa rueda —dijo señalando el rayo reparado—. Vosotros, yo y el cargamento… Con tanto peso no aguantaría ni una milla.

—Pues deshagámonos de las pieles.

—¿De las pieles? ¡No me hagas reír! Son mi alimento para el próximo año.

Las palabras de Althar rezumaron determinación. Theresa dudó. Comprendió que si pretendía ayudar a Hóos, debería resultar convincente.

—El hombre a quien queréis abandonar se llama Hóos Larsson y es antrustion del rey —mintió—. Si sobrevive, podría alimentaros a vos y vuestra familia durante el resto de vuestras vidas.

Althar se desembarazó del muerto que estaba registrando y miró el cuerpo exánime de Hóos. Luego escupió con extrañeza.

Pese a que le incomodara reconocerlo, tal vez la muchacha llevara razón. Al examinar al joven ya había apreciado lo delicado de sus ropajes, y aunque entonces los había juzgado procedentes de algún robo, quizá se había precipitado. Observó detenidamente lo entallado de la casulla y el perfecto ajuste de sus zapatos, mientras se decía que un ladrón no habría tenido tanta fortuna.

Soltó una maldición. Posiblemente aquel joven fuera quien Theresa afirmaba, si bien eso no cambiaba lo delicado de su estado. Quizá no se salvara, pero tal vez durara lo suficiente para llegar con vida a Aquis-Granum. Maldijo de nuevo y se dirigió hacia las riendas del caballo que pacía entre la capa de nieve. Lo pensó detenidamente y volvió a escupir.

—Tal vez no muera —refunfuñó.

Theresa asintió complacida.

«Al menos, no hasta que yo reciba una recompensa», rumió Althar para sus adentros.

A Theresa le tocó caminar. Althar condujo la montura manejando el látigo con la misma presteza con que escupía juramentos. Durante el camino prohibió a Theresa agarrarse a la carreta porque, según dijo, no aguantaría la carga; sin embargo, le ordenó empujar con fuerza cuando llegaron los repechos.

La mayor parte del tiempo, Althar marchó junto a Theresa. Ella le dijo que los cepos que había mencionado antes, en realidad pertenecían a Hóos Larsson, pero eso a él no le importó. Avanzaron sin descanso, deteniéndose lo indispensable para remediar los desajustes de la rueda reparada. Cuando alcanzaron el barranco, las trampas seguían junto a la osamenta del caballo. Theresa dedujo que los lobos eran animales obstinados.

Mientras Althar recuperaba la impedimenta, ella se ocupó de Hóos. El viejo le había comentado que tenía varias costillas rotas y que tal vez le hubieran alcanzado el pulmón. Por eso lo había acomodado boca arriba sobre unos fardos.

Respiraba débilmente.

Tras humedecerle la cara, se preguntó qué habría llevado a Hóos a cambiar de itinerario. Pensó que quizá la había seguido para recuperar la daga, e instantáneamente se palpó bajo la falda, donde la llevaba escondida. Luego continuó limpiando a Hóos, hasta que Althar regresó cargado.

—Había más de lo que prometiste —anunció sonriendo—. Ahora veremos cómo lo llevamos.

—No pensará abandonarle…

—Tranquila, muchacha. Si en verdad este hombre conducía esa carga, haré lo imposible por curarlo.

Después de comer prosiguieron en dirección a las montañas. Althar le comentó que años atrás había residido en Fulda, dedicado, como el resto de sus habitantes, al servicio de la abadía. Él y su mujer Leonora consiguieron arrendar una parcela en la que habían construido una bonita cabaña. Por las mañanas laboreaban la tierra y por las tardes se trasladaban a las de la abadía para sufragar los gastos de las conreas. Aquella ocupación les proporcionó lo suficiente para adquirir un pequeño terreno; no mucho, unos cuarenta arpendes sin roturar en los que cultivar su propia cosecha. Le explicó que no tuvieron hijos, un castigo del Señor, señaló, tal vez en pago por la poca fe que le profesaba. Como buen campesino, aprendió varios oficios sin llegar a dominar ninguno. Era hábil con el hacha y la azuela, construía sus propios muebles y en otoño reparaba el tejado con la ayuda de su esposa. Pasaron los años y pensó que acabaría sus días en Fulda, pero cuando una noche de otoño alguien asaltó el cercado para robarle su único buey, él cogió un hacha y sin mediar palabra se la hundió en la cabeza. El ladrón resultó ser el hijo del abad, un joven alocado dominado por el vino. Después del entierro se presentaron en su casa, lo prendieron y lo juzgaron. De nada le valió su declaración, porque doce hombres juraron que el muchacho había saltado la valla buscando un poco de agua, y él no pudo demostrar que mentían. Le quitaron cuanto tenía y lo condenaron al destierro.

—A resultas de la sentencia, Leonora cayó enferma de melancolía —continuó—. Por fortuna, sus hermanas se ofrecieron a cuidarla mientras yo la esperaba en las montañas. También me ayudaron un par de vecinos que me conocían bien. Rudolph me suministró una azuela vieja, y Vicus me prestó un par de cepos a condición de que se los devolviera junto con las pieles que capturara. Encontré refugio al sur, en los montes de Rhön —señaló con el índice una montaña cercana—, en una osera abandonada, así que cerré su acceso, la acondicioné y pasé el invierno trampeando. Cuando regresé por Leonora, supe que algunos de los cabrones que me habían acusado habían confesado su falso testimonio, pero para entonces ya habían sembrado mis tierras con sal. Aun así, el abad se negó a venderme semillas y arrendarme nuevos terrenos, e incluso amenazó con igual trato a aquellos que me auxiliaran. Entonces Leonora y yo decidimos mudarnos a la osera y vivir solos para siempre.

—¿Y desde entonces no habéis vuelto a Fulda? —se interesó Theresa.

—Por supuesto que sí. ¿De qué forma si no iba a vender mis pieles? El abad murió al poco tiempo —sonrió—. Reventó como una cucaracha. Después, el que le sucedió olvidó las amenazas, pero ya nada volvió a ser como antes. Viajo a menudo a Fulda, a cambiar miel por sal o cuando necesito grasa, que por aquí no se encuentra. Antes me acompañaba Leonora, pero ahora tiene los pies mal y parece que todo le cuesta.

Al atardecer dejaron atrás el verdor de los bosques para adentrarse en un terreno más agreste. Los árboles comenzaron a escasear y el viento se sumó a la comitiva.

Anochecía cuando arribaron a las inmediaciones de la osera; una zona tan pedregosa que a Theresa le extrañó que las dos ruedas del carro resistieran. Althar le indicó que sujetara a Hóos con firmeza, pero a pesar de sus esfuerzos, el traqueteo provocó que por primera vez el joven se quejara.

Al pie de una enorme pared de granito, Althar detuvo el carro y echó pie a tierra. Dio un par de gritos y se puso a canturrear.

—Ya puedes salir, querida. —Y silbó una tonta melodía—. Tenemos compañía.

Una cara rechoncha apareció tras unos arbustos, soltó un gritito estúpido y entonó la misma cancioncilla. A la sonrisa contagiosa le siguió un corpachón achaparrado moviéndose con un sugerente contoneo.

—¿Qué me ha traído mi príncipe? —preguntó la mujer mientras corría hacia los brazos de Althar—. ¿Una joya, o algún perfume de Oriente?

—Aquí tienes tu joya —bromeó, y apretó la entrepierna contra el vientre de la mujer haciéndola reír alocadamente.

—¿Y estos dos? —preguntó ella.

—Verás —murmuró Althar alzando una ceja—: a él lo confundí con un venado, y ella se enamoró de mi melena.

—Bueno —rio—. En ese caso, pasad y hablemos dentro, que aquí fuera comienza a hacer un frío del demonio.

El cargamento lo dejaron fuera. Luego trasladaron a Hóos al interior de la osera y lo acomodaron sobre un manto de pieles.

Theresa observó que en el techo habían practicado un hueco para extraer los humos, y conformado a su alrededor la zona de la cocina. El crepitar del fuego mantenía caliente la estancia. Leonora les ofreció pastel de manzanas que ellos aceptaron complacidos. Apenas había muebles, pero aun así Theresa se sintió como en un palacio. Mientras cenaban, Althar le explicó que disponían de otra cueva que empleaban como almacén y una cabaña adonde se trasladaban cuando el clima mejoraba. Cuando terminaron, Theresa ayudó a Leonora a recoger la mesa. Después volvió con Hóos para arroparle.

—Tú dormirás aquí —señaló la mujer a Theresa. Apartó una cabra y dio un manotazo a las gallinas—. Y no te preocupes por el joven: de haberlo querido, Dios ya se lo habría llevado.

Theresa asintió. Al acostarse, volvió a preguntarse si Hóos la habría seguido para recuperar su daga.

Aquella noche apenas durmió, preguntándose por la trascendencia que tendría aquel pergamino. Antes de acostarse lo había extraído de la talega para leerlo en un suspiro. Le pareció un documento legal que detallaba el legado dejado por Constantino, el emperador romano fundador de Constantinopla. Supuso que sería algo muy importante, o su padre no lo habría escondido. Luego en su mente bulló el incendio de Würzburg: las llamas en el taller de Korne, la sonrisa infame del percamenarius y el fuego devorando a aquella pobre muchacha. Soñó con dos horribles sajones, mitad hombres mitad monstruo, que la retenían y la violentaban. Luego fueron los lobos los que tras devorar el caballo de Hóos, intentaron despedazarla. En su delirio creyó ver al propio Hóos frente a ella, acercándose despacio a su cuello, empuñando la daga que le había robado. Varias veces no supo si dormía o imaginaba. En esos instantes, cuando acertaba a abrir los ojos, evocaba la figura protectora de su padre, y aunque eso la tranquilizaba, al poco, de entre las tinieblas de la entrada surgía un nuevo demonio que volvía a atormentarla.

En aquella osera alejada de cualquier sonido distinto al ulular de una lechuza o el crepitar de una llama, se le hacía difícil pensar. Mientras aguardaba el nuevo día, se dijo que tanto infortunio debía responder a alguna clase de designio, a algún aviso, a una señal que Dios le enviaba. Repasó cuál podría haber sido su pecado, diciéndose al final que tal vez todo procediese de sus mentiras.

Recordó haber mentido a Korne haciéndole creer que el conde revisaría la prueba de acceso; haber engañado a Hóos diciéndole que trabajaba como oficial de percamenarii, en lugar de aceptar que sólo era una simple aprendiza; y de igual forma había procedido con Althar al asegurarle que escapaba de una boda impuesta, cuando tan sólo huía de sus propios actos.

Se preguntó si el percamenarius llevaría razón. Si resultaría cierto que la mujer era el caldo donde hervía la inmundicia de la mentira. Si en verdad sería un ser corrompido desde su nacimiento, a merced de la compasión del Todopoderoso. Cientos de veces había refutado a quienes proclamaban que las hijas de Eva eran un compendio de todos los vicios: débiles, impulsivas, mutables según sus flujos, tentadas por la lascivia… Sin embargo, en aquel instante, comenzaba a dudar de sus propias convicciones.

Se cuestionó si sus mentiras no procederían de la mano del diablo. ¿Acaso no era él quien con sus engaños había seducido a la primera hembra? Y en tal caso, ¿no habría sido esa misma mano la que guió el odio de Korne hasta transformarlo en una hoguera?

Pero ¿a quién pretendía engañar? Por mucho que le doliese, no podía negar en lo que se había convertido. ¿Y qué haría cuando Hóos despertara? ¿Decirle que se había confundido de puñal? ¿Que en la oscuridad no acertó a coger el burdo scramasax que él le había ofrecido?

A cada mentira le seguiría otra, y a esa última le sucedería otra aún mayor.

Lloró desconsoladamente, pero cuando se quedó sin lágrimas se prometió que nunca más volvería a decir una mentira. Lo prometió por su padre. Aunque él no pudiera verlo, esta vez no le fallaría.