Capítulo 23

Alcuino de York jamás imaginó que de la boca de un prelado pudiera salir tal sarta de blasfemias; sin embargo, cuando Flavio Diácono escuchó crujir el casco, no paró de maldecir hasta que el navío quedó encallado en el hielo.

—¡Jamás debimos emprender esta travesía! —espetó Flavio mientras descendía del barco con los brazos llenos de bártulos—. Pero ¿qué pretende este condenado? ¿Matarnos?

Izam de Padua lo miró con desdén mientras escupía el trozo de carne que llevaba rato mascando. Bastante tenía él con tratar de liberar el casco, como para, además, preocuparse de las quejas de un par de curas remilgados. Miró al frente y se maldijo. Ante él se abría un río totalmente congelado.

Desde que zarparan de Fráncfort, la travesía había transcurrido sin incidentes, a excepción de los carámbanos de hielo que les habían ido avisando. Por fortuna, las naves que les secundaban habían logrado evitar el choque y flotaban mansamente a sus espaldas. Enseguida dispuso un par de vigías sobre el frente helado, ordenó a la tripulación que desalojase la bodega y se aseguró de que víveres y animales fueran ubicados sobre la zona más sólida del témpano. Hóos encabezó un grupo que a través del hielo se encaminó hacia la orilla.

—¡Que me corten las manos si adivino lo que está pasando! ¿Y ahora qué hace ese hombre? —preguntó Flavio.

—No lo sé. Supongo que sacarnos de aquí, que para eso le pagamos —respondió Alcuino sin dejar de ordenar sus libros—. Por favor, sujetadme esta Biblia con cuidado. Es un ejemplar muy valioso.

Flavio agarró la Biblia y la soltó descuidadamente sobre una pila de fardos. Le irritaba la presencia de Theresa y la tranquilidad con que Alcuino afrontaba la situación.

—Tal vez estén organizando el regreso —aventuró Theresa.

—No lo creo. Es más, aseguraría que pretende elevar el barco del agua y arrastrarlo sobre el hielo.

—¿Os habéis vuelto loco? ¿Cómo va alguien a arrastrar un barco hasta Würzburg? —terció de nuevo el romano.

—Querido Flavio, fijaos a vuestro alrededor —dijo sin alzar la vista—. Si quisiese retroceder, emplearía otro navío para remolcarnos. Sin embargo, ha enganchado las sogas en el tajamar de proa, no en la popa, y a continuación ha uncido los bueyes, lo cual sólo puede significar que pretende elevarlo.

—Pero eso es demencial. ¿Cómo van a tirar treinta hombres de un barco?

—Treinta y uno, paternidad —dijo Theresa, que los había contado.

—¿Y vos participaréis de esa insensatez?

—Si pretendemos llegar a Würzburg, desde luego que sí —dijo Alcuino mientras protegía unos frascos—. Y ya que vos no pensáis empujar, al menos ayudadme con estas plumas. Aseguradlas ahí, junto a los tinteros.

—Pero si es que es imposible —insistió mientras sujetaba los instrumentos—. Treinta hombres arrastrando un barco… o treinta y uno, si es que os place morir empujando… Fijaos en el tamaño del casco: supera los veinte pasos. ¿Y los víveres?… ¿Qué pasará con los víveres?

—Quizá deberíais preguntárselo al comandante.

—¿A Izam de Padua? Tal vez ese presuntuoso haya hablado con vos, pero desde que zarpamos de Fráncfort no me ha dirigido la palabra. —Dejó de acarrear bártulos y se plantó mirando a Alcuino—. ¿Sabéis lo que pienso? Que deliráis. Majaderías de un viejo fraile que cree saber más que un prelado. Lo que deberíamos hacer es continuar a pie, siguiendo el curso del río. Tenemos bueyes, y hombres bien armados.

—Pues lo que yo creo es que, si hablaseis menos y ayudaseis más, ya habría terminado de bajar estos trastos.

—¡Alcuino! Recordad el respeto que merezco.

—Y vos que yo merezco un descanso. Que como bien decís, no soy ya ningún muchacho. Si pretendo empujar el navío, necesitaré reposo.

—Pero ¿aún seguís con eso? Treinta y un hombres no…

—Tal vez más: Mientras vos hablabais, diez tripulantes del segundo barco han tendido una escala para trasladarse a este lado —señaló Theresa.

Flavio ni la miró.

—Pues permitid que os diga que no sois el único que sabe conjeturar. Si no desencallamos el barco, lo que ocurrirá será que trasladaremos nuestro equipaje al otro navío y regresaremos a Fráncfort a esperar que termine el deshielo. Esos hombres que están cruzando habrán venido para ayudar al traslado.

—¿Armados con sus pertrechos? Desde luego que ayudarán, pero del modo que os he explicado. Por cierto, que si tan mala idea os parece, deberíais subir al otro barco.

—Sabéis tan bien como yo que necesitamos llegar a Würzburg.

—Pues entonces, dejad de protestar y bajad vuestro equipaje. Theresa, ayúdame con este volumen. Mirad. —Señaló a los tripulantes—. De los hombres que se dirigieron a la orilla, dos han marchado río arriba, sin duda para comprobar la magnitud de la helada; los restantes han comenzado a cortar troncos y aparejarlos.

—¿Madera para reparar la nave? —sugirió la joven.

—Más bien parece que estén fabricando palancas para el traslado del barco. Si observas el terreno, comprobarás que en esta zona el río se arremansa, y esa circunstancia, unida a la sombra de esa gran montaña —la señaló—, apuntan a la causa de esta inesperada helada. Sin embargo, allá arriba, donde la sombra desaparece y la pendiente se pronuncia, seguro que el agua fluye tranquila.

En ese instante regresó Hóos con cara de buenas noticias. Dejó las armas sobre el hielo y se dirigió a Izam.

—Tal como sospechaba, tendremos que remontar un par de millas. Más allá, el hielo comienza a quebrarse y podremos continuar la travesía.

—¿Y la ribera? —preguntó el comandante.

—Hay dos o tres lugares donde se estrecha, pero el resto no presenta dificultades.

—De acuerdo. ¿El vigía?

—Arriba apostado, como ordenasteis.

—Pues entonces sólo nos queda desencallar a este bastardo y arrastrarlo sobre el hielo hasta que navegue río arriba.

Envueltos en cordajes, los tripulantes apretaron los dientes y tiraron al unísono. Al primer intento el barco sólo crujió. Luego el crujido se transformó en un lamento y finalmente, tras un último esfuerzo, la quilla se elevó en el aire hasta desplomarse sobre la superficie helada. Poco a poco, el navío comenzó a arrastrarse por la capa de hielo como un animal agonizante. Encabezados por los bueyes, doce remeros tiraban de las maromas de proa auxiliados por otros ocho que, situados a ambos lados del casco, se esforzaban en guiarlo. Los cuatro hombres restantes habían recibido orden de permanecer junto a la tripulación del segundo barco, custodiando los víveres y el equipaje.

A cada voz, un trallazo sacudía la nave haciendo que avanzase en un estertor casi inapreciable. Poco a poco, conforme el casco progresaba, los tirones se fueron uniformando y finalmente el navío comenzó a deslizarse dejando tras de sí una profunda cicatriz helada.

A media tarde, tras un rosario de maldiciones, se oyó con nitidez el hielo quebrándose bajo el casco.

—¡Parad! ¡Parad, malditos bastardos, o el hielo cederá y moriremos ahogados!

Los hombres soltaron rápidamente las maromas y retrocedieron unos pasos. A partir de aquel punto la capa de hielo se adelgazaba, y algo más lejos comenzaba a disgregarse en un laberinto de carámbanos.

—Recoged las sogas y los animales. Haced un agujero en el hielo y dadles de beber un poco. Vosotros dos, en cuanto los bueyes se recuperen regresad a por los víveres —ordenó Izam.

Flavio, que no había participado en el remolque, se apartó unos pasos del barco. Al poco aparecieron Theresa y Alcuino con el rostro congestionado. El fraile intentó decir algo, pero sólo pudo emitir un gemido. Luego se dejó caer y cerró los ojos mientras intentaba recuperar el resuello.

—Hicisteis mal en ayudar —le recriminó Flavio—. Me miran como a un bicho raro.

—Un poco de ejercicio físico alivia al espíritu —adujo Alcuino jadeando.

—Ahí os equivocáis. Dejad el trabajo para quienes tienen la obligación de hacerlo. Los oratores nos debemos al rezo, que es lo que Dios nos ha encomendado. —Y le ayudó a mover el bulto más ligero.

—Ah, sí… las reglas que rigen el mundo: los oratores rezan por la salvación de los hombres, los bellatores luchan por la iglesia, y los laboratores se encargan de trabajar por todos los demás. Perdonad, lo había olvidado —sonrió Alcuino con ironía.

—Pues no deberíais —alzó la voz Flavio.

—Sin embargo, acordaréis conmigo que los campesinos también han de rezar de vez en cuando. Pasadme un poco de agua, por caridad.

—Desde luego. Y no tan de vez en cuando.

—Y de igual modo aceptaréis que los bellatores, además de ejercitarse para la contienda, no deben olvidar sus obligaciones espirituales. —Bebió un trago.

—Por supuesto… —admitió Flavio.

—Pues entonces no veo impedimento para que en alguna ocasión nosotros trabajemos un rato —dijo, algo más recuperado.

—Olvidáis que no soy monje como vos. Soy canciller papal. Primicerio de Letrán.

—Con dos piernas y dos brazos —le recordó Alcuino levantándose—. Y ahora, si me disculpáis, esto aún no ha terminado.

El fraile dirigió una mirada hacia la orilla. Luego, furtivamente, observó a Izam apoyado en el pretil de la nave.

—Seguro que ese vigía le preocupa —observó Theresa, refiriéndose a Izam—. Hace tiempo que marchó, y aún no ha regresado.

—Por Dios, muchacha, no dramatices. Estará vaciando los intestinos o explorando el terreno —dijo Flavio.

—Pero fijaos en Izam: no aparta la mirada del bosque y se le ve preocupado.

Flavio advirtió lo acertado de aquel juicio. El ingeniero se movía de un lado a otro como un animal acosado, daba órdenes sin parar, y no apartaba la mano de su arco. Alcuino dejó a Flavio y se acercó a Izam.

—Estimo que aún nos queda día y medio de travesía. ¿Me equivoco? —tanteó.

Izam lo miró de soslayo.

—Perdonad, pero no estoy para confesiones —dijo apartándose de su lado.

—Lo comprendo. No sois el único que echa de menos a ese vigía. Yo también estaría alarmado.

Izam lo miró sorprendido. Aún no había compartido lo que pensaba con la tripulación, pero aquel cura parecía haberlo adivinado. Clavó la mirada en los árboles y se tocó la barbilla.

—No sé a qué esperan para atacarnos. Tal vez a que llegue la noche —observó, dando por sentado que ambos sabían de lo que estaban hablando.

—Lo mismo opino yo —terció Hóos uniéndose a la conversación—. No deben de ser muchos, o ya nos habrían asaltado.

Alcuino y el comandante miraron al recién llegado.

—Cuando necesite una opinión ya os la pediré. Ahora limitaos a vuestro trabajo —replicó Izam.

—Desde luego —dijo Hóos retirándose.

—¿Le conocéis? —preguntó Alcuino.

—De Aquis-Granum, aunque no demasiado. Lo único que sé es que conoce más estos parajes que todos esos soldados. Y ahora, si no os importa, he de preparar a mis hombres.

Alcuino asintió con la cabeza para, acto seguido, encaminarse hacia el lugar donde descansaban los bueyes. En ese momento sólo pensaba en proteger su equipaje, y cerca de los animales disfrutaría de más oportunidades. Advirtió que Izam dividía a la tripulación en dos grupos. Al parecer, había reconsiderado el número de hombres que deberían portear los víveres. Hóos y Theresa se encontraban entre los presentes.

—Escuchad con atención —pidió el ingeniero—. Es posible que algunos bandidos estén apostados tras esos árboles, y si es así, deberemos apresurarnos. Los que retrocedáis por los bagajes, abrid los ojos y caminad sobre el hielo por el centro del cauce. Vosotros tres ocupaos de los equipajes. Los demás de los víveres. Si en una hora no habéis regresado, partiremos sin vosotros.

Los elegidos se agruparon y emprendieron la marcha. Alcuino y Flavio les acompañaron. Los demás intentaron devolver la nave al agua, pero tras varios empujones apenas la movieron un palmo. Izam estableció la defensa del lugar disponiendo toneles con flechas a ambos lados del casco. Luego se situó a proa, cuidando de que Theresa permaneciera a bordo parapetada tras una pila de sacos.

Meditaba sobre la situación cuando de repente, río arriba, divisó un objeto oscuro flotando entre los carámbanos. No llegó a identificarlo porque la corriente lo sumergió rápidamente, pero poco a poco la mancha se fue deslizando hacia la proa del barco. Entonces Izam agarró un arpón, saltó por la borda y se situó junto a un hueco donde se abría el hielo. Cuando la mancha alcanzó el agujero, hundió el arpón hasta sentir que enganchaba. Entonces tiró con fuerza del mango y gritó con horror al advertir que se trataba de la cabeza del vigía, horriblemente mutilado.

Casi había transcurrido el plazo otorgado, cuando a lo lejos aparecieron los primeros marineros. Avanzaban pesadamente cuando de repente uno de los bueyes lanzó un mugido y cayó al suelo fulminado. Izam comprendió que el ataque había comenzado. De inmediato ordenó a sus hombres que cargasen los arcos. El grupo que regresaba se resguardó tras los trineos. Los arqueros de Izam dispararon una andanada que se cruzó con la que desde la orilla lanzaban los salteadores. Un par de hombres abandonaron los bueyes y echaron a correr en dirección al barco, pero ambos fueron abatidos a los pocos pasos. Alcuino y Flavio se mantuvieron agachados tras el último trineo. Hóos se les acercó.

—Permanezcan aquí hasta que yo diga lo contrario —les ordenó.

Alcuino y Flavio asintieron. Hóos se agazapó tras el buey herido y cortó las ligaduras que lo unían al sano. Luego llamó a los clérigos.

—Vamos. Colóquense detrás. Ahora, cuando golpee al animal, corran tras él utilizándolo como parapeto.

—Flavio no podrá —objetó Alcuino.

Hóos miró a Flavio y advirtió que una flecha le había atravesado el muslo.

—Está bien. Yo me ocuparé de él —dijo, entregándole a Alcuino la cuerda que sujetaba el buey—. Vamos. Aprisa.

—¿Y los equipajes? —preguntó Alcuino al advertir que Hóos había cortado el tiro.

Hóos se agazapó tras los sacos mientras las flechas llovían de un lado a otro.

—Conseguiré arrastrarlos. Ahora corra —dijo, y golpeó el lomo de la bestia.

El animal arrancó despavorido con Alcuino agarrado a su rabo. Hóos le gritó que se parapetara y el fraile obedeció. Uno de los remeros intentó unirse al animal, pero cuando iba a conseguirlo cayó fulminado por un dardo. Hóos llamó a otro hombre para que le ayudara. Entre ambos recostaron a Flavio sobre el trineo y lo protegieron con unas tablas. Luego, agachados, comenzaron a empujarlo en dirección al barco.

—¡Esos malditos nos están acribillando! —bramó Hóos ya cerca del casco.

—Ya lo veo. ¿Está bien Flavio? —preguntó Izam desde el navío.

—Un rasguño en un muslo.

—¿Y los víveres?

—En los carros —dijo señalando a otro grupo de hombres que llegaban tras sendos carromatos.

—Bien. ¡Rápido!, izad las provisiones y empujemos el barco.

Pese a encontrarse exhausto, Alcuino se unió a los que desde el lado izquierdo trataban de deslizar la nave. Poco después, Hóos y los demás hombres les echaban una mano.

—¡Subid a Flavio! ¡Está malherido! —gritó Izam. Las flechas seguían diezmándolos.

Varios remeros izaron a bordo los bagajes y acomodaron a Flavio en la cubierta, mientras abajo continuaban empujando.

—¡Por todos los demonios! ¡Empujad, malditos bastardos!

Los hombres obedecieron a Izam. Al segundo intento la nave se movió.

—¡Otra vez! ¡Más fuerte! ¡Empujad!

De repente el hielo comenzó a crujir con un estruendo ensordecedor. Los hombres se apartaron aterrados y el barco empezó a hundirse como si se lo estuviese tragando el diablo.

—¡Atrás, rápido! ¡Alejaos!

En ese instante, el suelo se abrió y el barco se precipitó en el río hasta la escotadura. Varios remeros cayeron al agua enredados en las cuerdas.

—¡Subid al barco! ¡Arriba, condenados, arriba! —ordenó Izam entre una lluvia de dardos.

Hóos logró encaramarse el primero. Los otros supervivientes se desprendieron de sus arcos y se aferraron a la borda. Alcuino se debatía entre ellos con medio cuerpo sumergido en el río.

—Hay hombres atrapados —avisó Alcuino sujetando a un herido.

—No hay tiempo. Subid. —Hóos le tendió el brazo desde el brocal.

—No podemos abandonarlos —insistió sin soltar al que mantenía agarrado.

—¡Subid, maldita sea, o juro que yo mismo bajaré a izaros!

Alcuino se negó.

Hóos saltó por la borda y cayó al hielo junto a Alcuino. Luego desenfundó su espada y atravesó al hombre que el fraile estaba ayudando. Acto seguido se levantó y remató a otro que luchaba por escapar de las aguas heladas.

—Ya no hay que esperar más. ¡Nos vamos! —anunció Hóos.

Alcuino miró a Hóos con estupor. Extendió el brazo como un sonámbulo y un par de remeros le ayudaron a trepar por la borda.

La nave avanzó río arriba hasta que el sol se ocultó tras las montañas. Poco después detenía su marcha en un pequeño remanso.

—Fondearemos aquí —declaró Izam.

Alcuino aprovechó para atender a los heridos, pero como carecía de ungüentos se limitó a limpiar flechazos y vendar las contusiones. Una voz débil le distrajo a sus espaldas.

—¿Puedo ayudaros?

Alcuino miró a Theresa con gesto de preocupación. Asintió con gesto serio y la joven se agachó para auxiliarle. Cuando terminaron con los heridos, Theresa se retiró a un rincón para rezar por los muertos. Hóos se acercó a Alcuino con un trozo de pan en la mano.

—Tomad, comed un poco —le ofreció.

—No tengo hambre. Gracias.

—Alcuino, por el amor de Dios. Vos mismo lo visteis. El barco ya navegaba y esos infelices estaban atrapados. No se podía hacer otra cosa.

—Tal vez no hubierais opinado lo mismo de haber sido vos el atrapado —respondió con ira.

—No os obcequéis. Puede que yo no sea la clase de persona con quien compartir una tarde de poesía, pero os he salvado la vida.

Alcuino asintió con la cabeza y se retiró irritado.

Nada más amanecer, uno de los remeros se descolgó por la proa para evaluar los daños. Al cabo de un rato subió mal encarado.

—El casco está destrozado —informó mientras le secaban—. Dudo que aquí podamos repararlo.

Izam meneó la cabeza. Podría atracar en la orilla para abastecerse de madera, pero era un riesgo innecesario.

—Proseguiremos mientras el barco aguante.

Alcuino se despabiló con el chapotear de los remos. A su lado dormitaban Flavio, medio cubierto con una manta, y Theresa, acurrucada junto a la talega de su padre. Alcuino decidió despertarlos para evitar que se congelaran. Mientras Flavio se despejaba, la muchacha preparó un poco de vino y una rebanada de pan de centeno.

—Han racionado los víveres —informó la joven—. Parece que durante el ataque se perdieron los alimentos.

—Me duele la pierna —se lamentó Flavio.

Alcuino le levantó la sotana. Por fortuna, el romano era un hombre grueso y la flecha se había alojado casi por entero en la grasa.

—Haríamos bien en arrancarla.

—¿La pierna? —preguntó asustado.

—No, por Dios; la flecha.

—Mejor aguardemos a llegar a Würzburg.

—De acuerdo, pues. Probad mientras este queso.

Flavio mordió la porción. De repente Alcuino agarró la flecha y la extrajo de un tirón. El grito de Flavio resonó en las montañas. Alcuino vertió un poco de vino sobre la herida y la cubrió con unas vendas que tenía preparadas.

—Maldito aprendiz de cirujano…

—Esa herida podría haberse complicado —alegó con serenidad—. Ahora incorporaos e intentad caminar un poco.

Flavio obedeció a regañadientes, pero al poco deambulaba torpemente entre su equipaje, arrastrando los pies como si se los hubiesen encadenado. Observó que una vía de agua humedecía la cubierta junto a un arcón de su propiedad que ya se veía empapado. Gritó como una mujerzuela y, con la ayuda de Alcuino, trasladaron el arcón a un lugar más elevado.

—A juzgar por vuestro rostro, debe de contener algo importante —observó Alcuino palmeando el arcón.

Lignum crucis… una reliquia que viaja conmigo —explicó Flavio angustiado.

—¿Lignum crucis? ¿La madera de la Cruz del Gólgota? ¿La reliquia conservada en la basílica Sessoriana?

—Veo que sabéis de lo que hablo.

—Pues sí, aunque lo cierto es que soy bastante escéptico.

—¿Cómo? Acaso insinuáis…

—No, por Dios. Disculpadme —atajó—. Por supuesto que creo en la autenticidad del lignum crucis, del mismo modo que defiendo la naturaleza de los cuerpos de Gervasio y Protasio, o la capa de san Martín de Tours. Pero acordaréis conmigo que han sido muchas las abadías u obispados en que casualmente se han encontrado todo tipo de huesecillos.

Breve confinium veratis et falsi. No seré yo quien entre a disputar la autenticidad de unas reliquias que contribuyan a atraer almas al Reino de los Cielos.

—No sé. Tratándose de asuntos de Dios, tal vez deberíamos confiar más en sus mandamientos.

—Observo en vos el don de la polémica. —Secó el arcón con un paño húmedo—. El hábil don de quien gasta saliva sin entender el porqué de su discutir. ¿Acaso conocéis el verdadero poder de una reliquia? ¿Seríais tal vez capaz de discernir entre la Lanza de Longinus, el Santo Sudario, o la sangre de un mártir?

—Conozco esa clasificación, pero en cualquier caso os reitero mis disculpas. No pretendía cuestionar…

—Pues si no lo pretendíais, entonces no lo hagáis —respondió Flavio a viva voz.

—Lo siento, paternidad —se excusó Alcuino azorado—. Pero antes, y si no os incomoda, permitidme una última pregunta.

Flavio lo miró con hastío, como si dudase en contestar.

—Decidme —consintió.

—¿Para qué lleváis la reliquia a Würzburg?

El prelado pareció pensárselo, aunque finalmente respondió.

—Como sabréis, Carlomagno lleva años intentado someter a los paganos de Abodria, Panoia y Baviera. Sin embargo, ni las continuas campañas, ni sus castigos ejemplares han conseguido que Dios anide en sus recónditas almas. Los paganos son gentes rudas, ancladas en el politeísmo, en la herejía, en el concubinato… Con esa gente, la fuerza de las armas es necesaria, aunque a veces no suficiente.

—Continuad. —Alcuino no estaba seguro de pensar lo mismo.

—Maldita herida. —Se interrumpió para arreglarse el vendaje—. Pues bien, hace ocho años, Carlomagno y sus huestes acudieron a Italia en respuesta a la súplica del Santo Pontífice. Como tal vez sepáis, los lombardos, no conformes con señorear en los antiguos ducados bizantinos, habían invadido las ciudades de Faenza y Comacchio, sitiado Rávena y sometido Urbino, Montefeltro y Sinigaglia.

—Habláis de Desiderio, el rey de los lombardos.

—¿Ese hombre, rey? No me hagáis reír, por el amor de Dios. Aunque así se hiciera llamar, Desiderio sólo era una serpiente con forma humana. El rey de la perfidia. Ése debería haber sido su verdadero título.

—Pero ¿antes no había contraído matrimonio una hija de Desiderio con el propio Carlomagno?

—En efecto. ¿Y acaso es posible concebir mayor felonía? El lombardo se encargó de emparentar a Carlomagno con su cachorra para a continuación, creyéndose ya impune, atacar las posesiones vaticanas. Sin embargo, el papa Adriano convenció a Carlomagno de la necesidad de su concurso, y éste, tras atravesar con sus tropas el paso del Gran San Bernardino, cercó al traidor en su guarida de Pavía.

—Sin duda, un gesto de buen cristiano.

—En parte sí, aunque no os dejéis engañar. A Carlomagno le interesaba contener las ansias expansionistas del rey lombardo tanto como al propio pontífice. Al fin y al cabo, tras una presumible victoria, Carlomagno procedería no sólo a la restitución papal de los territorios usurpados conforme al liber pontificalis, sino que él también se beneficiaría al apropiarse de los ducados lombardos de Spoleto y Benevento.

—Ciertamente interesante. Seguid, os lo ruego.

Theresa escuchaba con atención.

—El resto os será conocido. Desiderio se encerró en Pavía, obligando a Carlomagno a emprender el asedio. Sin embargo, tras nueve meses de sitio, las huestes de Carlomagno comenzaron a impacientarse. Al parecer temían por sus cosechas, y a esa circunstancia se unió la noticia de una nueva revuelta en tierras sajonas. Mientras tanto, Desiderio se mantenía enquistado a la espera de acontecimientos, de modo que Carlomagno comenzó a plantearse el levantar el sitio.

—Pero Carlomagno logró la victoria —intervino Theresa, orgullosa de conocer la historia.

—Así es, aunque no merced a sus tropas. Nada más conocer la situación, el papa Adriano ordenó trasladar el lignum crucis, custodiado hasta entonces en la basílica romana de la Santa Croce de Jerusalén, hasta el campamento de Carlomagno, y a la semana de su advenimiento, una repentina epidemia comenzó a diezmar a los lombardos. Desiderio claudicó, y Carlomagno tomó la plaza sin derramar una gota de sangre.

—Y ahora, Carlomagno pretende utilizar los beneficios del lignum crucis en su disputa contra los sajones.

—En efecto. El monarca solicitó ayuda al Papa, y éste no dudó en enviarle la reliquia. Y ahora que la tiene, pretende depositarla en una ciudad segura.

—Es curioso —dijo Alcuino—. Os ruego disculpéis mi indiscreción, pero siendo custodio de tan relevante reliquia, ¿por qué habéis emprendido un viaje tan peligroso como innecesario? Podríais haber aguardado en Aquis-Granum hasta que Carlomagno iniciara la próxima campaña.

—¿Y dejar a los habitantes de Würzburg a merced de la calamidad? No sé vos, pero yo no lo consideraría ni caritativo ni cristiano.

—Visto así, tenéis razón. Y a propósito, ¿no deberíais abrir el arcón para comprobar su estado? —observó Alcuino, empezando a levantar la tapa.

Flavio se abalanzó sobre el arcón y lo cerró con violencia.

—No creo que sea necesario —se apresuró a decir—. El arcón está forrado con cuero engrasado. Además, el lignum crucis viaja protegido por un cofre de plomo que le sirve de relicario.

—¡Ah! Bien. Entonces no debemos preocuparnos. Sobre todo, si el cofre al que os referís es grande y de recias paredes.

—Así es, y ahora, si me lo permitís, desearía descansar un rato.

Alcuino observó cómo Flavio acomodaba su cuerpo contra el arcón. Se preguntó entonces si su abrupto comportamiento no obedecería a la falta de sueño, pero tal circunstancia no aclaraba el que aquel arcón tan liviano realmente contuviese un cofre de plomo pesado.

A media tarde, el agua anegaba la bodega con más rapidez de la que los remeros podían desalojarla, así que Izam ordenó el atraque inmediato. Tras disponer a los vigías, organizó en un grupo a los hombres que aguardarían en el navío, y en otro a los que desembarcarían. Después acudió al lugar donde se encontraban Flavio y Alcuino para interesarse por la salud del prelado romano.

—Permaneceremos fondeados cuatro horas. Lo suficiente para poner la nave a flote —les informó—. ¿Cómo sigue su herida?

—Aún duele —respondió Flavio.

—Si lo desean, pueden esperar a bordo. Nosotros tenemos trabajo en tierra.

—Yo descenderé —anunció Alcuino—. Y vos deberíais hacer lo propio —se dirigió a Flavio—. A esa pierna le conviene moverse.

—Prefiero aguardar —dijo éste con tono lastimero.

Theresa se unió al grupo porque precisaba unos instantes de la intimidad de la que carecía en el barco. Ya en tierra, Izam dividió a los hombres entre los encargados de las reparaciones y los que desempeñarían las guardias. Los primeros parchearon el casco con tablones desmontados de la propia cubierta y lo calafatearon con brea que llevaban a bordo. Los demás establecieron un perímetro de seguridad en prevención de un nuevo ataque. Theresa aprovechó para alejarse y asearse con tranquilidad, cosa que no hacía desde el día que zarparon. Aún estaba en cuclillas cuando Hóos la interrumpió. Ella se levantó avergonzada, pero él intentó abrazarla. Theresa se lo reprochó. Sin embargo, Hóos insistió mientras reía estúpidamente. Cuando ella le separó, él la empujó sin miramientos. En ese instante apareció Izam.

—Te necesitan los vigías —ordenó seco a Hóos.

Éste lo miró de reojo y obedeció de mala gana, aunque antes le robó un beso a Theresa al tiempo que le palmeaba el culo. Cuando se fue, ella terminó de arreglarse la falda con visible enojo. Izam la ayudó a recoger un broche del suelo y ella se lo agradeció. Luego disculpó a Hóos, como si fuera ella la responsable de su comportamiento. Anduvieron un rato en silencio, hasta que Theresa advirtió que Izam parecía azorado.

—Nunca lo hemos comentado, pero no eres de estas tierras —le dijo ella.

—No. No lo soy. Nací en Padua. Soy italiano.

Ella se alegró de que por fin dijera algo.

—¿Me creerás si te digo que lo sospechaba? —bromeó—. Conocí a unas monjas romanas en peregrinación a Constantinopla. Su latín se asemejaba al tuyo, aunque su acento era más descuidado. Yo nací allí, ¿lo sabías?

—¿En Constantinopla? ¡Vaya! ¡Bella urbe, por san Genaro!

—No puedo creerlo. ¿La conoces? —preguntó ella con asombro.

—Pues sí; pasé allí unos años. Mis padres me enviaron para instruirme en el arte de la guerra. Una ciudad magnífica para comprar, vender y amar, aunque no tanto para el recogimiento. Nunca conocí a gente tan parlanchina.

—Es cierto —rio—. Dicen que un bizantino es capaz de hablar varias horas incluso después de muerto. ¿A ti no te agrada una buena conversación?

—No sabría qué decirte. Podría contar con los dedos de la mano las ocasiones en que un coloquio me ha resultado edificante.

—Perdona. No pretendía molestarte. —Se sonrojó.

—No. No me refería a ti —se apresuró a disculparse él—. Y tú, ¿qué haces aquí? Quiero decir, en Franconia, y ahora aquí, con nosotros en el barco.

Ella lo observó. Llevaba el cabello recogido bajo un gorro de piel de castor que contrastaba con sus ojos verdes. Se sorprendió a sí misma callada, mirándolo en lugar de contestarle, así que le respondió un poco atropelladamente. Obvió a propósito los episodios de Würzburg y el barco, pero le habló de su infancia y su huida de Constantinopla. Sin embargo, Izam no le prestó demasiada atención. Miraba de un lado a otro como un animal al acecho.

—Una vida ajetreada —contemporizó finalmente él.

De repente se abalanzó sobre ella y la echó al suelo con violencia. A Theresa no le dio tiempo a gritar. Sólo sintió un enjambre de flechas silbando a su alrededor y un golpe en la sien. Izam dio la alarma mientras varios de sus hombres caían fulminados. El joven se irguió como pudo y cargó su arco, pero una nueva andanada de flechas le obligó a protegerse. Observó que al caer, Theresa se había golpeado en la cabeza y se había desmayado. A su alrededor atronaban gritos de dolor.

Pidió a sus hombres que le cubrieran. A su señal, todos dispararon. Cogió a Theresa en brazos y corrió como un loco hacia el barco. Entre Flavio y Alcuino izaron a la joven. Los demás saltaron como pudieron. Luego todos se abalanzaron sobre los remos y el barco comenzó a moverse como un gigante acribillado. Finalmente cogió impulso, y poco a poco ganó el río al abrigo de las flechas.