Capítulo 9

Primero sintió un ligero hormigueo. Luego la herida le aguijoneó.

Gorgias arrojó al camastro la tablilla de cera que le había proporcionado Genserico y se acercó a la luz procedente del ventanuco que presidía la celda. Luego se desprendió del vendaje que le protegía el brazo, con cuidado de no arrancar la costra. Cuando lo consiguió, advirtió que la herida presentaba un inflamado color violáceo y un racimo de pústulas comenzaba a aflorar entre los puntos de sutura. De haber podido, se lo habría hecho examinar por el físico Zenón, aunque la ausencia de pestilencia le tranquilizó. Con la punta de su estilo levantó las postillas más resecas y limpió el fluido amarillento que encontró bajo las mismas. Luego se aseguró el vendaje y rezó porque el brazo cicatrizara sin secuelas.

Durante la primera hora, tan sólo esperó. Después se entretuvo mirando el pequeño ventanuco por el que ni un niño habría logrado colarse. Por más que lo intentó, no logró ver a través del alabastro. Valoró romperlo, pero se contuvo. Luego escuchó las campanas del oficio de sexta y se dijo que su mujer ya habría acudido al cabildo, preocupada por su tardanza.

Imaginó las mentiras que le contarían.

Quiso pensar que Genserico estuviese en lo cierto, que quizá fuese Wilfred el responsable de su encierro. Tal vez pretendiese protegerle del percamenarius, o quizá desease vigilar sus progresos con el documento. Pero ¿por qué en aquel sitio alejado de su control? Podría haber escogido el scriptorium, donde habría dispuesto de todo su material, o incluso sus aposentos, para tenerle bien vigilado. Al fin y al cabo, Wilfred desconocía el ataque del que había sido objeto, y si como decía el coadjutor, lo encerraban para evitarle problemas, en el scriptorium habría estado a salvo.

Al anochecer oyó el sonido de un cerrojo. Pensó en el conde, pero el hedor a orina le anunció al coadjutor. Luego escuchó su voz pausada ordenándole que se situara al fondo de la habitación. Él preguntó por su mujer, pero no recibió contestación. La orden resonó de nuevo y esta vez Gorgias obedeció. Al poco advirtió el movimiento de una portezuela en la parte inferior de la puerta. Cuando el torno se detuvo, comprobó que Genserico había depositado en su interior un trozo de pan y una jarra de agua. Al otro lado, el coadjutor le instó a que sacara los alimentos y pusiese en el torno la relación del material que precisaba.

—No hasta que me respondáis —declaró.

Transcurrieron unos instantes que se le antojaron eternos. Luego el torno volvió a girar, arrastrando con su movimiento el pan y el agua hacia fuera. Imaginó que Genserico retiraba los alimentos mientras él aguardaba. Luego oyó un portazo, y el silencio se prolongó hasta bien entrada la madrugada.

A media mañana Genserico regresó tarareando una cancioncilla. Tras comprobar que Gorgias seguía despierto, le informó que Rutgarda se encontraba bien. La había visitado en casa de su hermana.

—Le dije que pasaríais unos días trabajando en el scriptorium y ¿sabéis?, lo comprendió perfectamente. De paso le entregué dos panes y una ración de vino, y le aseguré que mientras permanecieseis con nosotros, cada día dispondría de otro tanto. Por cierto, me pidió que os entregase esto.

Gorgias observó cómo giraba el torno. Junto al pan y el agua del día anterior encontró un pequeño pañuelo bordado. Pertenecía a Rutgarda. Siempre lo llevaba puesto.

Lo cogió con delicadeza y lo guardó junto a su pecho. Seguidamente extrajo el pan y lo mordió con ansiedad. Al otro lado, Genserico le apremió. Pretendía la lista de lo que necesitara. Sin dejar de engullir, Gorgias anotó sobre la tablilla una relación extensa en la que obvió a propósito el polvo secante. A continuación simuló que repasaba las anotaciones. Luego la dejó en el torno e hizo girar el artefacto. Genserico se apoderó de la tablilla, la leyó cuidadosamente y se marchó sin decir palabra.

Una hora más tarde regresó cargado de pliegos, tinteros y otros útiles de escritura. El coadjutor le comunicó que cada día le visitaría para comprobar sus progresos, suministrarle alimento y retirar los excrementos. Antes de irse, le advirtió con malicia que también visitaría a Rutgarda. Luego se despidió y salió de la cripta, dejando al escriba con sus aparejos.

Cuando se supo solo, Gorgias comenzó a trabajar. Tomó uno de los códices traídos por Genserico y se volvió de espaldas a la puerta para ocultar sus movimientos. Con sumo cuidado, extrajo un pergamino en blanco. Lo extendió sobre el pupitre y recordó como si lo estuviera leyendo:

IN-NOMINE-SANCTAE-ET-INDIVIDUAL-TRINITATIS-PATRIS-SCILICET-ET-FILII-ET-SPIRITUS-SANCTI

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IMPERATOR-CAESAR-FLAVIUS-CONSTANTINUS

Se sabía el texto de memoria. Había leído aquel encabezamiento cientos de veces, y transcrito otras tantas.

Se santiguó antes de empezar y acto seguido comprobó la piel sobre la que iba a efectuar el trabajo. Observó que, pese a su tamaño, resultaría insuficiente para conformar las veintitrés páginas en latín y las veinte en griego que precisaría. Luego deslizó los dedos sobre el sello imperial, que impreso al pie del pergamino representaba una cruz griega sobre un rostro romano. Circundando el sello se leía un nombre: «Gaius Flavius Valerius Aurelius Constantinus»; Constantino el Grande: primer emperador cristiano y fundador de Constantinopla.

La leyenda aseguraba que la conversión de Constantino había tenido lugar cuatro siglos atrás, durante la batalla de Puente Silvio. Al parecer, poco antes de la ofensiva, el emperador romano observó una cruz flotando en el cielo e, inspirado por la imagen, hizo bordar sobre sus estandartes el símbolo cristiano. La batalla concluyó con su victoria, y en agradecimiento renunció al paganismo.

Gorgias rememoró el contenido del documento.

La primera parte, o Confessio, relataba cómo Constantino, por entonces enfermo de lepra, acudía a los sacerdotes paganos del Capitolio, quienes le aconsejaban abrir una zanja, verter sangre de niños recién sacrificados y, aún caliente, bañarse en ella. No obstante, la noche anterior Constantino recibía una visión en la que se le aconsejaba que se dirigiera al papa Silvestre y abandonara el paganismo. Constantino obedecía, se convertía y era sanado.

La segunda parte, denominada Donatio, refería los honores y prebendas que, en pago por su curación, Constantino donaba a la Iglesia. De esa forma, reconocía la preeminencia del Papado romano sobre los patriarcados de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén. Además, para que la dignidad pontificia no desmereciera de la terrena, le donaba también el palacio lateranense, la ciudad de Roma, toda Italia y Occidente. Por último, y a fin de no infringir los derechos otorgados, Constantino erigiría una nueva capital en Bizancio, donde él y sus descendientes se limitarían a gobernar los territorios orientales.

Sí, no cabía duda: aquella donación representaba la supremacía de Roma sobre el resto de la cristiandad.

Con sumo cuidado, dividió el pergamino en los cuarterones que debían componer los cuadernillos. Luego fraccionó los pliegos en bifolias de idéntico tamaño y comprobó que disponía del número suficiente. Mojó el cálamo en la tinta y comenzó a copiar en el pergamino sellado. No dejó de hacerlo hasta que la noche acabó con el día.