Capítulo 12
Aunque los golpes propinados por los guardias habían convertido el cuerpo del Marrano en un pegote de carne magullada, aún se le apreciaba el rostro arrugado y lampiño del que provenía su apodo. El hombre permanecía acurrucado de rodillas, atado a un madero y vigilado por dos hombres armados con espadas. Theresa supuso que era un retrasado porque sus ojillos temblaban asustados, como si intentase comprender lo que le estaba ocurriendo. Decenas de personas lo rodeaban, amenazándolo y maldiciéndolo. Un muchacho azuzó a un perro para que le mordiera, pero el animal se revolvió y salió huyendo. Helga compró dos cervezas a un vendedor ambulante y buscó un lugar desde donde contemplar el espectáculo, pero varias mujeres la señalaron con el dedo, así que finalmente decidió retirarse a un sitio más discreto.
—Nació tonto, pero en treinta años nadie imaginó que fuera peligroso —le contó a Theresa mientras acomodaba su culo contra un murete.
—¿Peligroso? ¿Qué ocurrió?
—Antes nunca había dado problemas, pero la semana pasada encontraron desnuda y despatarrada en la ribera del río a una muchacha a la que solía importunar. Le había cortado el cuello.
Theresa no pudo evitar rememorar el incidente con aquellos sajones que habían intentado violentarla. Entonces apuró su cerveza y pidió a la Negra que volvieran a la casa. La mujer accedió de mala gana, porque hacía tiempo que en Fulda no escarmentaban a un asesino, aunque se conformó diciéndose que ya disfrutaría el día del ajusticiamiento. De regreso se detuvieron a comprar los afeites que Helga utilizaba para ejercer su oficio. Eligió un frasco con aroma a resina de pino y otro más profundo, parecido al incienso. Theresa no comprendió por qué en lugar de cobrarle por los afeites, el comerciante le guiñaba un ojo y quedaba con ella para luego.
Por la tarde acudieron a la taberna dos borrachos que bebieron vino barato hasta que se les acabó el dinero. Cuando marcharon, Theresa propuso a Helga acercarse al monasterio para saber del estado de Hóos, pero Helga le recomendó que esperase a la cita concertada con el boticario. Por la noche se presentaron en la taberna tres jovenzuelos que cenaron, rieron y se fueron. Al poco llegaron cinco jornaleros que apestaban a sudor, en busca de alimento. Tomaron asiento cerca del fuego, pidieron cerveza en abundancia y bromearon sobre cuál de las dos mujeres acabaría antes con las enaguas por los suelos. Después de atenderles, la Negra dejó a Theresa a cargo de la cocina y salió en busca de unas amigas, ya que pronto las necesitaría. Regresó del brazo de dos mujeres pintarrajeadas, vestidas con ropas coloridas, que nada más llegar se sentaron en los regazos de los jornaleros para chillar y reír al compás de sus caricias. Uno de ellos deslizó la mano bajo la falda de la que tenía encima y la mujer fingió un gritito. Otro ya bebido ofreció un trago a la suya y derramó el vino por su escote, pero la joven, en lugar de reprochárselo, le respondió enseñándole un pecho. En aquel instante, Theresa comprendió que lo más apropiado sería retirarse, pero uno de los jornaleros lo advirtió y se interpuso en su camino. Por fortuna, la Negra lo tranquilizó prometiéndole al oído una noche de desenfreno. Luego dijo a la joven que fuera al almacén y se encerrara en la bodega.
Theresa pronto descubrió que la bodega de un prostíbulo no era lugar para pasar una noche tranquila. Desde su altillo se dominaba el rincón que uno de los jornaleros había elegido para arrodillar a una mujer y que ésta le devolviera su miembro a la vida. Cuando la mujerzuela lo logró, el hombre le apartó la cabeza, se encajó entre sus piernas y movió el trasero como si tiritara con fuerza. Luego dio un par de respingos, maldijo a la prostituta y se dejó caer sobre su cuerpo blancuzco. Al rato apareció Helga acompañada del comerciante de afeites. Los dos rieron al ver a la otra pareja dormida. El comerciante hizo ademán de despertarlos, pero Helga se lo impidió. Después comenzaron a toquetearse en un camastro cercano, pero al menos ellos se cubrieron con una capa que ocultó sus cuerpos.
Cuando Theresa logró dormirse, soñó con Hóos. Sin pretenderlo lo imaginó desnudo, al igual que ella misma, él acariciando su cabello, su cuello, sus senos; acariciándola entera. Sintió algo extraño que la despertó asustada. Luego, cuando se tranquilizó, pidió perdón a Dios por pecar de aquella manera.
Por la mañana, Theresa ordenó la taberna, que parecía un campo de batalla. Después preparó un desayuno que tomó sola, ya que la Negra continuaba con resaca. Cuando por fin se levantó, la mujer se lavó la entrepierna en una palangana mugrienta, habló del frío que hacía y le ofreció a Theresa varios consejos antes de que marchara.
—Y sobre todo, no les digas que me conoces —recalcó con los párpados hinchados.
Theresa se despidió con un beso, recordando que ya le había comentado al boticario dónde se alojaba. Luego corrió hacia la abadía porque comenzaban a tañer las campanas que anunciaban el oficio de tercia. Cuando llegó a la puerta principal, la atendió un monje grueso de aspecto retraído que se sorprendió al escuchar sus pretensiones.
—En efecto, soy el cillerero, pero aclárame una cosa, ¿con quién dices que has de encontrarte? ¿Con el boticario, o con fray Alcuino?
Theresa se sorprendió, pues daba por hecho que el boticario y fray Alcuino eran la misma persona, pero el cillerero, al advertir sus dudas, cerró la portezuela dejándola fuera. Ella repicó con los nudillos, pero el religioso no abrió hasta que tuvo que vaciar fuera un cubo de desperdicios.
—Si continúas molestando te azotaré con una vara —la amenazó.
Theresa buscó una respuesta que no encontró. Por un instante pensó en empujar al fraile y correr hacia el huerto, pero se dijo que, si le ofrecía la carne que traía para el boticario, tal vez lograra convencerle. Cuando el cillerero vio el aspecto de las chuletas, los ojos se le agrandaron.
—Decídete, muchacha. ¿A quién quieres ver? —preguntó, apoderándose de las viandas.
—A fray Alcuino. —Supuso que el portero era corto de entendederas.
El hombre mordió una chuleta mientras guardaba la otra en una manga de la sotana. Luego le franqueó el paso y, tras cerrar, le dijo que lo acompañara.
Para asombro de Theresa, en lugar de encaminarse hacia el huerto, el cillerero atravesó los corrales pateando gallos y gallinas, dejó atrás las cuadras, pasó por delante de la cocina y, tras sortear los graneros, se dirigió hacia un edificio de piedra que destacaba entre los demás por su apariencia mayestática. El hombre llamó a la puerta y esperó.
—La residencia de los optimates. Aquí se alojan los huéspedes importantes —explicó.
Abrió un acólito cuya toga oscura contrastaba con la palidez de su cara. El hombre miró al cillerero y asintió como si los estuviera esperando. Luego pidió a Theresa que le siguiera.
Evitando las estancias comunes, tomaron una escalera que les condujo a una sala de paredes lujosamente revestidas con tapices de lana. Los muebles estaban labrados y sobre la mesa principal descansaban varios volúmenes dispuestos en círculo, sobre los que se derramaba el hilo de luz que se filtraba por los ventanales de alabastro. El acólito le indicó que esperase y acto seguido abandonó la estancia. Instantes después entró la figura alargada del boticario; lucía una exquisita pénula blanca afianzada mediante un cinturón adornado con recamos y chapas de plata. Theresa se avergonzó de su vestimenta porque era la misma que llevaba desde el día del incendio en Würzburg.
—Disculpa mi atuendo de ayer, aunque no sé bien si debería excusarme por el atuendo de hoy. —Sonrió el boticario—. Por favor, toma asiento.
El religioso se acomodó en un sillón de madera y Theresa hizo lo propio sobre un taburete dispuesto a su lado. El fraile la observó. Ella se fijó en su cara huesuda de añejada piel blanca, fina como capa de cebolla.
—¿Por qué nos encontramos en este lugar? ¿Y qué hacéis vestido como un obispo? —preguntó finalmente Theresa.
—Bueno, no exactamente como un obispo. —Volvió a regalarle una sonrisa—. Mi nombre es Alcuino. Alcuino de York, y en realidad sólo soy un fraile. Peor aún: ni siquiera me he ordenado como sacerdote, aunque en ocasiones, por el cargo que ostento, me vea obligado a cubrirme con estos pretenciosos trapos. En cuanto a este lugar, temporalmente resido aquí, acompañado por mis acólitos. Bueno, en verdad me alojo en el cabildo catedralicio, que se encuentra ubicado en la otra parte de la ciudad, aunque ciertamente ese detalle no es demasiado importante.
—No entiendo.
—Lo cierto es que te debo una disculpa. Ayer debí explicarte que no soy el boticario.
—¿No? ¿Entonces quién sois?
—Pues me temo que ese «recién llegado» del que tan mal te han hablado.
Theresa dio un respingo. Por un instante imaginó que el destino de Hóos pendía de un hilo, pero Alcuino la tranquilizó.
—No has de preocuparte. Si, tal como imaginabas, hubiese querido echarle, ¿no crees que ni siquiera le habría atendido? En cuanto a mi identidad, lo cierto es que no pretendía confundirte. El boticario murió anteayer, de repente. Es un asunto del que ya te hablaré. Casualmente entiendo bastante de hierbas y emplastos, de modo que cuando me sorprendiste en el huerto no pensé en otra cosa que en auxiliar a tu amigo.
—Pero después…
—Después no quise preocuparte. Pensé que dados tus recelos, saber la verdad tan sólo te hubiera intranquilizado.
Theresa guardó silencio y luego preguntó:
—¿Cómo se encuentra?
—Gracias a Dios, mucho mejor. Más tarde iremos a visitarlo. Pero ahora hablemos de lo que te ha traído aquí. Hablemos de tu trabajo. —Cogió uno de los volúmenes de la mesa y lo ojeó con sumo cuidado—. Phaeladias Xhyncorum, de Juan Aeropagita. Una auténtica maravilla. Que yo sepa, sólo existe otra copia en Alejandría y un facsímil en Northumbria. Dijiste que sabías escribir, ¿no es así?
Theresa asintió.
El fraile dio unas palmadas y al poco apareció la figura del acólito portando unos utensilios. Alcuino los depositó frente a la joven con cuidado.
—Me gustaría que transcribieses este párrafo.
Theresa se mordió el labio. Si bien era cierto que sabía escribir, últimamente lo había hecho sobre tablillas de cera, dado que el pergamino resultaba demasiado oneroso para ser desperdiciado. Recordó que, en palabras de su padre, el secreto de la escritura residía en la elección de una pluma adecuada: ni demasiado ligera, para evitar un trazo suelto, ni en exceso pesada, porque impediría la obligada fluidez y gracia. Dudó entre varias, pero al final se decidió por una de ganso rosa que sopesó un par de veces antes de alisar el vexilo y las bárbulas. Luego comprobó el tajo del ombligo por donde fluiría la tinta. Lo juzgó romo y demasiado inclinado, así que seccionó una nueva punta con la ayuda de un escalpelo. Después examinó el pergamino.
Escogió la cara más suave. Con la ayuda de un punzón y una tableta, trazó varios renglones invisibles para usarlos como guía. Seguidamente colocó el texto en un atril y mojó el cálamo en la tinta hasta que la pluma goteó. Respiró hondo, y comenzó a escribir.
Las primeras letras, aunque temblorosas, fueron surgiendo encadenadas. Después la tinta fluyó brillante y sedosa mientras la pluma se deslizaba con la delicadeza de un cisne sobre el agua. Desafortunadamente, al inicio de la octava uncial apareció un borrón que estropeó la hoja.
Por un instante pensó en abandonar, pero apretó los dientes y siguió con decisión. Cuando terminó el texto, raspó y sopló el error, limpió los restos de secante y finalmente se lo entregó a Alcuino, quien no había dejado de observarla. El fraile examinó el pergamino y luego miró a Theresa con gesto adusto.
—No es perfecto —concluyó—. Pero servirá.
Theresa observó cómo los ojos del fraile volvían de nuevo al texto. Eran de un azul pálido, apagado, de ese color vacuo que nubla los ojos de los más ancianos. No se correspondían con la edad que aparentaba, que calculó en los cincuenta y cinco.
—¿Necesitáis un escriba? —se atrevió a preguntar.
—Así es. Para ayudarme en mis trabajos contaba con Romualdo, un monje benedictino que siempre me ha acompañado. Desgraciadamente, enfermó al poco de llegar a Fulda. Murió un día antes que el boticario.
—Lo siento. —No supo decir más.
—Yo también. Romualdo era mis ojos, y a veces incluso mis manos. Últimamente mi vista ha ido mermando, y aunque recién levantado aún aprecio una brizna de azafrán o una grafía enrevesada, conforme avanza la tarde, la vista comienza a nublárseme y me cuesta más trabajo. Era a esas horas cuando Romualdo leía por mí, o transcribía mis comentarios.
—¿Acaso no podéis escribir?
Alcuino alzó la mano derecha y mostró su dorso a Theresa. Temblaba como si estuviese tiritando.
—Apareció hace cuatro años. A veces el temblor se extiende por el codo, impidiéndome incluso beber. Por eso necesito a alguien que escriba mis notas. Acostumbro tomarlas de los sucesos que voy observando, de forma que pueda luego reflexionar sin olvidar ningún detalle. Además, deseaba transcribir unos textos de la biblioteca del obispo.
—¿Y no hay más escribas en la abadía?
—Ciertamente. Están Teobaldo de Pisa, Baldassare el viejo y también Venancio; los tres demasiado mayores para tenerlos tras de mí todo el día. También Nicolás y Mauricio, pero estos, aunque pueden escribir, no saben leer.
—¿Cómo es posible?
—La lectura es un proceso complejo, exigente, que requiere de un afán y una capacidad que no todos los frailes poseen. Sin embargo, y por extraño que parezca, existen copistas que pueden imitar con absoluta maestría los signos sin necesidad de entender su significado, aunque estos, claro está, son incapaces de escribir al dictado. Así pues, los hay que pueden escribir, o mejor dicho, transcribir, pero no son capaces de leer, y quienes sabiendo medianamente leer, resulta que no han aprendido a escribir; a esos habríamos de añadir los que, pese a saber leer y escribir, sólo dominan el latín. Si además excluimos a los que confunden la ele con la efe, a quienes escriben exasperantemente despacio, a los que cometen errores a propósito, o a los que se aburren con el oficio y se quejan de dolor de manos, apenas nos quedan unos pocos. Y por desgracia, ni todos pueden, ni quieren dejar de lado sus tareas para ayudar a un recién llegado.
—Pero vos podríais obligarles…
—Bueno. Por mi cargo, sí, pero digamos que no me interesa la ayuda de ningún desganado.
—¿Y qué cargo es ése? —Se mordió la lengua por su curiosidad.
—Podría compararse a un maestro de maestros. Carlomagno ama la cultura, y el reino franco adolece de ella. Por eso el rey me ha confiado la responsabilidad de que la educación y la palabra de Dios alcancen hasta el último rincón del reino. Al principio lo tomé como un honor, pero he de admitir que esa tarea se ha tornado una ardua responsabilidad.
Theresa se encogió de hombros. Seguía sin comprender qué pretendía Alcuino, pero supuso que si deseaba ayudar a Hóos debería aceptar el trabajo. En ese instante el fraile le indicó que había llegado el momento de visitar al enfermo. Antes de salir, cubrió a Theresa con una toga para resguardarla de miradas indiscretas.
—Lo que me extraña es que creáis que pueda ayudaros. No sabéis nada de mí.
—Yo no me atrevería a afirmar tanto… Por ejemplo, sé que te llamas Theresa, y que sabes leer y escribir griego.
—Eso no es demasiado.
—Bueno. También podría añadir que procedes de Bizancio, sin lugar a dudas de una familia acaudalada, aunque venida a menos; que hasta hace unas semanas vivías en Würzburg, donde trabajabas en el taller del percamenarius; que hubiste de escapar por culpa de un inesperado incendio; y que eres obstinada y decidida hasta el punto de sobornar al cillerero con dos chuletas de carne para que te franqueara el paso.
Theresa balbuceó. Era imposible que Alcuino conociera aquellos hechos; ella ni siquiera se los había contado a Hóos. Por un instante pensó que se encontraba frente al mismísimo diablo.
—Y por si lo estás pensando, no. No ha sido Hóos quien me lo ha contado.
Theresa se asustó aún más.
—Entonces quién.
—Sigue caminando —sonrió—. La pregunta adecuada no es «quién», sino «cómo».
—¿A qué os referís? —Y continuó avanzando.
—A que cualquiera, con la adecuada experiencia y el suficiente grado de observación, podría haberlo adivinado. —Se detuvo un instante para explicarse—. Por ejemplo: tu procedencia bizantina es fácil de argumentar si se repara en la naturaleza de tu nombre, Theresa, originario de Grecia e impropio de estos pagos. Si a eso añadimos tu acento, una infrecuente mezcla de romance y griego, no sólo confirmaríamos esta teoría, sino que además entroncaría con la afirmación de que llevas en la región varios años. Incluso si todo ello fuera insuficiente, tan sólo habría que recordar tu capacidad para leer los tarros de las medicinas, unos tarros cuyos contenidos, por motivos de seguridad, están inscritos en griego.
—¿Y lo de la familia acaudalada venida a menos? —Volvió a detenerse, pero Alcuino continuó andando.
—Bueno. Es lógico suponer que sabiendo leer y escribir, no procedas de una familia de esclavos. Además, tus manos no presentan las típicas cicatrices provocadas por el trabajo. Al contrarío, sólo se aprecia cierta corrosión en las uñas y algunos débiles cortes entre el índice y el pulgar izquierdos, ambas marcas, propias del oficio de percamenarius. —Se detuvo un momento para que cruzara una procesión de novicios—. Todo ello nos conduce a que tus padres poseían suficiente riqueza para que su hija, exquisitamente educada, no se viese obligada a trabajar en el campo. Sin embargo, las ropas que vistes son pobres y raídas, y tampoco gastas buenos zapatos, lo cual significa que, por alguna causa, la otrora abundancia de tu familia parece haberse desvanecido.
—Pero ¿qué os hace suponer que residía en Würzburg? —La procesión terminó y reanudaron el paso.
—El que no vivías en Fulda era obvio, pues ni siquiera conocías el aspecto del boticario. Así pues, sólo cabía considerar una villa de los alrededores, ya que con este temporal sería impensable que procedieses de un lugar más lejano. Las tres ciudades más próximas son Aquis-Granum, Erfurt y Würzburg. Si hubieses vivido en Aquis-Granum, sin duda yo lo habría sabido, puesto que resido allí. En Erfurt no existe taller de percamenarius, luego por simple eliminación, fue fácil elegir Würzburg.
—¿Y lo del incendio?
—He de admitir que en eso fui más atrevido. Al menos, al señalarlo como la causa de tu huida. —Se dio la vuelta y continuó caminando sin concederse importancia—. Tus ropajes y tus brazos aparecen salpicados de pequeñas quemaduras, que pese a lo dispersas, se aprecian de igual aspecto: exiguas y puntuales, señal de que se produjeron en un único suceso. De su naturaleza y extensión se desprende que se originaron durante un incendio, o al menos durante un gran fuego, ya que las marcas se encuentran diseminadas tanto por delante como por detrás del vestido. Además, las quemaduras de los brazos aún no han cicatrizado, de modo que el suceso hubo de tener lugar hará poco más de cuatro semanas.
Theresa lo miró sin dar crédito. Aunque sus explicaciones sonaran razonables, seguía sin creer que alguien pudiera inducir tanta información con un simple vistazo. Apresuró el paso rodeando un jardincillo que conducía a un edificio achaparrado.
—Pero ¿y lo de las chuletas cómo pudisteis averiguarlo? Cuando se las di, me encontraba a solas con el cillerero.
—Eso fue lo más fácil —dijo entre risas—. Cuando ese glotón te acompañó hasta la residencia de los optimates, no esperó a que entrases para sacar la segunda chuleta y comérsela de tres bocados. Lo vi desde la ventana en que aguardaba tu llegada.
—Sin embargo, eso no significa que fuera yo quien se las entregara. Y menos aún, a cambio de que me franqueara la entrada…
—También eso tiene una explicación: los benedictinos no podemos comer carne porque así lo prohíbe la regla de san Benito. Sólo en determinados casos se autoriza a los enfermos, y desde luego, ése no es el caso del cillerero. Así pues, alguien ajeno a la abadía tuvo que proporcionarle las chuletas. Cuando él llegó al edificio ya venía masticando, cosa extraña porque era la hora tercia y en el monasterio sólo se realizan dos comidas al día, la primera antes de maitines, y la segunda, la cena, antes de tercia. De ahí lo de la primera chuleta, que supe que era tal, al ver cómo escupía un trozo de hueso. Por lo demás, ayer me trajiste un pastel de carne como regalo, luego era lógico especular que hoy repetirías el mismo acto. —Se agachó para enderezar una lechuga que nacía torcida—. Por si ello no fuera suficiente, antes de comenzar a escribir el texto te limpiaste las manos en un paño y dejaste un rastro de grasa al que pronto acudieron un par de moscas. Y no creo que una muchacha con tan buena educación se presentase así de sucia ante un presunto boticario.
Theresa guardó silencio aturdida. Seguía costándole aceptar que Alcuino no se sirviera de las artes de la brujería para aquellas adivinaciones, pero no tuvo ocasión de replicar porque un olor azufrado le avisó que estaban llegando al hospital de la abadía.
Antes de entrar, Alcuino le solicitó brevedad en la visita.
El hospital constaba de una sala amplia y oscura, con dos hileras de camas, en su mayoría ocupadas por frailes demasiado decrépitos para servirse por sí mismos. También disponía de una habitación pequeña donde descansaban los cuidadores y una estancia anexa destinada a los enfermos externos al monasterio. Alcuino le explicó que, pese a lo que hubiera oído, seguían atendiendo a los lugareños. Al instante se personó un fraile grueso que les informó que Hóos se había levantado para evacuar y caminar un poco, pero que se había cansado y acostado de nuevo. También les dijo que había desayunado pan de trigo con un poco de vino. Alcuino respondió con mala cara, indicándole que en adelante cuidaran de suministrar tan sólo pan de centeno. No obstante, se alegró al conocer que no había escupido sangre desde su última visita. Mientras Alcuino se interesaba por los otros pacientes, Theresa se acercó al camastro de Hóos, donde permanecía cubierto por una gruesa piel y un velo de sudor en el rostro. Le rozó el cabello con la mano y el joven abrió los ojos. La muchacha le sonrió, aunque él tardó en reconocerla.
—Dicen que pronto te recuperarás —lo animó.
—También dicen que este vino es bueno —respondió Hóos con otra sonrisa—. ¿Qué haces vestida con una toga de novicio?
—Tuve que ponérmela. ¿Necesitas alguna cosa? No puedo quedarme mucho tiempo.
—Curarme es lo que necesito. ¿Sabes cuántos días me tendrán aquí? Odio a los curas casi más que a los matasanos.
—Supongo que hasta que te recuperes. Por lo que he oído, al menos una semana, pero vendré a verte a menudo. A partir de hoy trabajo aquí.
—¿Aquí, en el monasterio?
—Así es —sonrió—. No sé bien de qué, pero creo que como escriba.
Hóos asintió con la cabeza. Parecía muy cansado. En ese momento Alcuino se acercó para interesarse por su estado.
—Me alegro de tu mejoría. Si sigues así, en una semana estarás cazando gatos, que es lo único que encontrarás por los alrededores de esta abadía —le informó.
Hóos volvió a sonreír.
—Ahora hemos de marcharnos —agregó Alcuino.
A Theresa le habría gustado besarle, pero se despidió con una mirada rebosante de ternura. Antes de partir, Alcuino instruyó al enfermero sobre el tratamiento que debía aplicar al joven durante el resto del día. Luego le indicó a Theresa el camino hasta la salida de la abadía. Mientras la acompañaba le informó de que los fundamentos de una ciencia, o theorica, suministraban los elementos necesarios para llevar a cabo su practica, y que el conocimiento de ambos componentes —theorica y practica— mejoraba la operado, o práctica cotidiana.
—Al menos, así debería suceder en el arte de la medicina. Y del mismo modo —añadió—, también en la escritura.
A ella le extrañó que un mismo fraile conociese de dos artes tan dispares, escritura y medicina, pero después de lo visto con su capacidad adivinatoria, no quiso hacerse demasiadas preguntas.
Una vez en la puerta, Alcuino se despidió de ella y la emplazó para el día siguiente, a primera hora de la mañana.
Cuando llegó a casa de Helga, la encontró llorando tendida sobre la cama. La estancia aparecía revuelta, las sillas volcadas y restos de vasos y jarras de loza esparcidos por todas partes. Trató de consolarla, pero Helga ocultó la cabeza entre los brazos como si su mayor interés fuese que Theresa no le viera la cara. La joven la abrazó sin saber cómo reconfortarla.
—Debería haber matado a ese cabrón cuando me dio la primera paliza —dijo por fin entre sollozos la Negra.
Theresa humedeció un trapo en agua para limpiarle la sangre reseca. Tenía un párpado abierto y los labios reventados, pero más que por el dolor parecía llorar de rabia.
—Deja al menos que te lave —le pidió.
—¡Maldito sea mil veces! ¡Maldito sea!
—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Quién te ha pegado?
La Negra rompió a llorar desconsoladamente.
—Estoy encinta —sollozó—. De un cabronazo que casi me mata.
Le contó que, pese a tomar precauciones, no era la primera vez que la dejaban preñada. Al principio había seguido los consejos de las parteras: desnudarse, embadurnarse en miel y revolcarse sobre un montón de trigo; luego recoger con cuidado los granos adheridos al cuerpo y molerlos manualmente al contrario que de la forma habitual, de izquierda a derecha. Con el pan resultante se alimentaba al varón con el que se iba a copular, a quien de esa forma se le castraban los fluidos germinales, pero ella era más fértil que una familia de conejas, y a pesar de los remedios, a poco que se descuidara volvía a quedarse preñada.
A sus dos primeros hijos los había dejado morir nada más nacer, porque eso era lo que solían hacer las madres solteras. Los otros embarazos terminaron antes del parto, merced a una vieja que consiguió hacerla abortar introduciéndole una pluma de pato entre las piernas. Sin embargo, el último año había conocido a Widukindo, un leñador casado a quien no pareció importarle su oficio de prostituta. Él le decía que la quería, y disfrutaban como muchachos cuando se metían en la cama. En cierta ocasión, él le había dicho que repudiaría a su mujer para casarse con ella.
—Por eso, al faltarme el segundo menstruo, pensé que se animaría. Y, sin embargo, ya ves: cuando se lo conté, se enfureció como si le hubiese robado el alma y la emprendió a golpes llamándome puta y artera. El muy embustero… ¡Ojalá se le pudra cuanto le cuelga, y si un día quiere tener hijos, que sea luciendo una cornamenta!
Theresa siguió a su lado hasta que dejó de llorar. Más tarde se enteró de que Widukindo le había pegado otras veces, pero nunca tan brutalmente como aquel día. También supo que muchas madres sin recursos mataban a sus recién nacidos antes de tener que ofrecerlos como esclavos.
—Pero a éste me gustaría tenerlo —le confió la Negra mientras se acariciaba el vientre—. Desde que perdí a mi marido, lo único que he parido han sido problemas.
Entre las dos arreglaron la taberna. Theresa le contó que Hóos había mejorado de sus heridas aunque todavía debería permanecer en el monasterio. Añadió que Alcuino de York le había referido su extrañeza por la plaga que azotaba la villa.
—Tiene razón. Pero es una enfermedad extraña que al parecer sólo afecta a los acaudalados —apuntó Helga.
A mediodía comieron puré de legumbres hervidas con agua y harina de centeno. El resto de la tarde lo pasaron hablando de partos, niños y embarazos. Ya a última hora, Helga le confesó que se había prostituido para ganarse la vida. En realidad, una noche, al poco de enviudar, un desconocido entró en su casa y la violó hasta dejarla hecha un despojo. Cuando los vecinos se enteraron, le volvieron la espalda negándole el pan y la palabra. Nadie le ofreció trabajo, así que hubo de ganarse la vida de aquel modo tan humillante.
Se acostaron pronto porque a la Negra le dolía la cabeza.
Aún no había amanecido cuando Theresa abandonó la taberna, provista de sus tablillas colmadas con cera nueva. Escarchaba. En la primera esquina se arrebujó la toga que Alcuino le había proporcionado porque el viento arreciaba. Luego corrió por las callejas temiendo extraviarse y llegar tarde a su primer día de trabajo. Cuando alcanzó el monasterio, el cillerero le abrió nada más reconocerla. Luego la acompañó hasta el edificio de los optimates, donde Alcuino la esperaba junto a la entrada.
—¿Hoy no traes chuletas? —sonrió.
La acompañó a la misma sala del día anterior, que Theresa encontró más iluminada merced a unos velones dispuestos alrededor de la mesa. Enseguida advirtió que habían añadido al mobiliario un scriptorium recién aceitado, sobre el cual descansaban un códice, un tintero, un cuchillo y varias plumas afiladas.
—Tu lugar de trabajo —anunció Alcuino señalando el pupitre con la palma de la mano—. De momento permanecerás aquí practicando la copia de textos. No podrás abandonar la sala a menos que yo lo autorice, y desde luego, cuando lo hagas, será siempre acompañada. Más adelante, cuando le comunique al obispo Lotario que te he acogido como ayudante, nos trasladaremos al cabildo. —Se retiró un momento y regresó con dos vasos de leche—. A mediodía visitaremos brevemente a Hóos. Podrás comer en las cocinas siempre y cuando me avises con tiempo. Si en mi ausencia necesitases cualquier cosa, comunícaselo a alguno de mis auxiliares. Bien. Ahora he de atender otros asuntos, de modo que antes de empezar con las notas, quisiera que copiaras unas páginas de este códice.
Theresa hojeó el ejemplar con curiosidad. Se trataba de un volumen grueso de reciente manufactura, con cubierta de cuero repujada en oro y miniaturas bellamente iluminadas. En palabras de Alcuino, un valioso ejemplar del Hypotyposeis de Clemente de Alejandría, una copia de un códice italiano traducido del griego por Theodoro de Pisa, que como tantos otros códices circulaba de abadía en abadía para su reproducción por los diferentes copistas. Observó que la letra era diferente de la habitual, más pequeña y fácil de leer. Alcuino la catalogó como un nuevo tipo de caligrafía sobre la que llevaba tiempo trabajando.
Mientras examinaba el texto, cayó en la cuenta de que Alcuino no había acordado ninguna clase de compensación por el desempeño de su nuevo empleo. Sabía que él se estaba ocupando de Hóos, y no pretendía resultar desagradecida, pero en cuanto se le acabase el dinero obtenido con la cabeza del oso, precisaría lo necesario para pagarse el alojamiento y la comida. No sabía cómo plantearlo, pero Alcuino pareció leerle el pensamiento.
—En cuanto a tu remuneración —le informó—, me comprometo a suministrarte dos libras de pan diarias más las hortalizas que necesites. Además, también puedes quedarte con la toga que llevas, y te proporcionaré un par de zapatos nuevos para que no te resfríes.
A Theresa le pareció suficiente, pues según sus cuentas, sólo estaría ocupada hasta la hora de la cena. En el caso del monasterio, ésta tenía lugar después del oficio de nona, unas seis horas después del mediodía, lo cual significaba que aún dispondría de varias horas para ayudar a Helga en la taberna.
Se sentó en el pupitre y comenzó a escribir. Alcuino la observó mientras se arropaba con un abrigo de lana.
—Si en mi ausencia necesitaras visitar a Hóos, pregunta por mi acólito y enséñale este anillo. —Le entregó un arete de bronce de aspecto deslucido—. Él te escoltará. Yo regresaré en un par de horas para comprobar tus adelantos. ¿Te gusta la sopa?
—Sí, claro.
—Diré que te preparen un plato en la cocina. —Y se marchó, dejándola a solas con el texto.
Le había explicado que su horario se ajustaría a las cadencias de los sagrados oficios, los cuales tenían lugar cada tres horas. La actividad en el monasterio comenzaba al amanecer, tras el oficio de prima. Entonces se desayunaba, y después cada monje se dedicaba a sus tareas. Sobre las nueve venía el oficio de tercia, coincidiendo con la misa capitular, momento en que ella empezaría su tarea. Tres horas más tarde, a las doce, tenía lugar el oficio de sexta, justo después de la comida de mediodía. A las tres de la tarde se celebraba el de nona, y luego a las seis, el de vísperas. Se cenaba y a las nueve se volvía a la iglesia para completas. Le dijo que terminaría la jornada según las hojas que avanzara cada día.
Mojó la pluma, se santiguó y comenzó a escribir dejándose el alma en cada letra. Las dibujó imitando su trazo, la inclinación, el movimiento, su tamaño… Y mientras de la página afloraban símbolos perfectos, mientras las palabras se enlazaban hasta formar párrafos armoniosos plenos de sentido, a su mente acudió la imagen de su padre animándola a lograr sus objetivos. Se entristeció al pensar en él y añoró estar a su lado. Luego continuó escribiendo con todo su empeño.