25.
DESCANSO EN VALLADOLID,
1319-1320

«Muerte yerma, sola y vacía.
Vencidos fueron Cristianos
Con todo el su poder
Dios ayudó a los paganos».

ALFONSO XI.

Restableciéndome de una dolencia de ojos, me estaban haciendo las curas para arrancarme las legañas que de ellos nacían hasta velarme la mirada, cuando entró Garci Lasso de la Vega, el compañero inseparable de mi hijo Pedro, jadeante y demacrado. No le podía ver por las gasas, pero por su acelerada respiración intuí que las noticias no eran buenas.

—No pronunciéis palabra, Garci Lasso, que os temo. Una vez acudisteis con un rostro similar; veníais a decirme que mi hijo Fernando había muerto. Hoy espero que sean albricias lo que queréis transmitirme y si no es así, largaos por donde vinisteis que no estoy para escuchar sandeces.

No se retiró. Dubitativo y sin saber cómo arrancarse, inició su exposición con una copla:

"Gran ofensa os tengo hecha hasta aquí en haber hablado,
pues en cosa os he enojado que tan poco me aprovecha.
Derramé desde aquí mis lágrimas no hablando,
Porque quien muere callando tiene quien hable por sí".

En ese preciso momento ansié quedarme sorda, aunque el deseo fue vano y las palabras del cántabro continuaron taladrándome los tímpanos.

—Mi señora, me limito, como un escribano, contador, juglar o cronista, sólo a contaros lo que un 25 de junio, con un calor sofocante, aconteció en la vega de Granada.

«Mi señor, don Pedro, encabezaba nuestras huestes en la inicial contienda. Don Juan cubría la retirada con sus mesnadas. Sin saber por qué, el grueso se separó en dos partes y don Pedro repentinamente se encontró solo. Sin temer a nada, pues bien conocéis el valor y la bravura de vuestro hijo, vi cómo metía la mano en su espada para acaudillar y animar a los reticentes. Sin dudarlo, espoleé mi caballo tras él, pero, para nuestro infortunio, muchos se mostraron dubitativos en el primer momento y al ver cómo surgían de una colina las numerosas fuerzas enemigas, retrocedieron perdiendo todo viso de valentía y arrojo. Aquello era un suicidio, mi señora, pero le seguí, cegajoso sin achantarme, y los que seguimos junto a él comenzamos a lanzar mandobles y golpes a diestro. La sangre nos salpicaba, las lanzas enemigas atravesaban nuestros desbocados caballos y las flechas nuestros miembros. Sin quererlo y entre tanta confusión, perdí a mi señor. Al atardecer, el enemigo se retiró dándonos un respiro y, con la poca luz que quedaba al ocaso, recorrí los campos sembrados de cadáveres en busca de mi señor, don Pedro. Se hizo completamente de noche cuando di con un hombre que aseguraba haberlo visto tumbado en el suelo, sin habla e inmóvil».

Con los oídos tapados, di un empujón al físico que me curaba los ojos y me tapé los oídos. Mi capacidad de sufrimiento había llegado a su límite.

—¡Callaos!

Garci Lasso me ignoró.

—El silencio no cura ni resucita, mi señora. Con vos he venido a compartir la mella que la daga de la muerte deja en nuestros corazones.

—¿La mella, decís? ¿Acaso olvidáis que, después de esto, de los cinco hijos varones que parí sólo me queda Felipe? Lo mío no es mella sino surco.

Me abracé a la almohada y por primera vez lloré sin pudor en público. Mis lagrimales se limpiaron y los ojos se me hincharon hasta que conseguí calmarme. Fue entonces cuando mi cruel amigo y mensajero prosiguió.

—«Durante toda la noche y a la luz de las antorchas, volteamos más de mil cuerpos cristianos que yacían, en pos de nuestro señor. Desesperados, llegamos a pensar que el moro lo había descubierto y se lo había llevado para mancillarlo. Al amanecer y cuando estábamos a punto de darlo por perdido, lo vimos. Yacía con medio cuerpo aprisionado bajo su caballo, asido aún a su espada y con la visera levantada. En sus ojos abiertos se reflejaba la serenidad que da el descanso eterno con la conciencia tranquila. Tomamos su cuerpo y lo llevamos a la retaguardia. El infante don Juan nos diría qué hacer con él aunque yo sabía que Burgos fue la ciudad que eligió para ser enterrado».

«Al enterarse de lo ocurrido, el infante don Juan, a sus cincuenta y cinco años, no pudo asimilarlo, quedándose mudo e inmóvil. Al atardecer, le sobrevino por la impresión un extraño ataque y murió. Hacía calor y éste era ya viejo. El resto de los maestres de las órdenes y otros prelados que aún no se habían retirado, al saber la noticia desistieron de la empresa y se marcharon. Los moros cayeron sobre nuestro campamento, lo saquearon, se llevaron todo lo que podría servirles y al final lo quemaron todo, clavando en picas los cadáveres que de los nuestros encontraron para que nos sirviesen de escarmiento y lección. Los que quedamos, y a toda prisa, pusimos al infante don Juan sobre un mulo y al infante don Pedro, vuestro hijo, en un caballo atravesado pues no tuvimos tiempo de engalanarle mejor para salir de allí corriendo».

«Bien sabe Dios que nos hubiese gustado tumbarle en un ataúd, cubrirle de finos paños dorados e iluminarle con buenas candelas como era menester, pero creedme, señora, que no hubo tiempo para ello. Afuera aguardan todos para seguir hacia Burgos a darles cristiana sepultura. Sería para nosotros un gran honor y consuelo que nos acompañaseis en esta triste empresa».

Lentamente me levanté e intentando adquirir una compostura un poco más regia le contesté:

—Don Garci Lasso, ahora las dos muletas con las que contaba para apoyarme han desaparecido de golpe. Siento cómo mi cuerpo desfallece por el dolor y encanija por el peso que la tutoría ejerce sobre mis solitarios hombros.

Repentinamente, eché en falta a la viuda de mi hijo Pedro.

—¿Cómo es que no os acompaña doña María de Aragón en esta triste empresa?

—Mi señor, don Pedro, la dejó en Córdoba ya que su abultado embarazo le impedía seguirnos. Al enterarse de la muerte de su esposo, parió una niña que, además de póstuma, fue prematura. A pesar de ello, la niña es fuerte, está sana y ha sido bautizada con el nombre de Blanca. En cuanto se recupere, vendrá a presentaros a vuestra nieta.

Quedé en silencio, abrí mucho los ojos y señalé el techo con un dedo, mientras que posaba el otro sobre mis labios para que callase. Garci Lasso debió de pensar que había enloquecido. Acercándome a él, le susurré al oído.

—Escuchad. ¿No oís el aleteo de los buitres hambrientos? Dan vueltas desde las alturas acechando a los cadáveres que traéis. Tened cuidado y velad bien por ellos, porque semejantes alimañas aguardan el más mínimo descuido para poder hincar el pico en los despojos que la carne muerta deja vacantes.

El sigilo que conseguí en el aposento nos dejó oír con más claridad. Los pasos acelerados de un grupo de hombres se acercaban a nuestra puerta. El ruido metálico que las espuelas hacían al chocar contra la piedra nos indicaba que eran caballeros. La puerta se abrió de golpe. Al ver quiénes eran, Garci Lasso comprendió mi metáfora. Los recién llegados me reverenciaron. No me pude contener.

—¿Lo veis, Garci Lasso? Siempre es igual. Sólo que esta vez no han esperado al entierro y han bajado antes de las nubes, no fuese que alguien se les adelantase.

El infante don Juan Manuel, mi hijo Felipe y el Tuerto, como hijo del recién fallecido don Juan, me miraron con sorpresa y sin saber a qué me refería. Juan Manuel venía desde su señorío de Villena; Felipe, desde tierras gallegas; y el Tuerto, desde Baena, en donde se había unido al cortejo de su padre. Con el corazón en un puño y a sabiendas de que mi buen amigo era el único que lloraría a Pedro con sinceridad, tuve que despedirle.

—Garci Lasso, como el merino mayor de Castilla que os nombro y el más querido señor de don Pedro que fuisteis, no hay mejor delegado que vos para enterrar en las Huelgas Reales de Burgos a mi hijo Pedro. Al hacerlo, no descuidéis su sepulcro y hacedlo semejante al de su tío don Fernando de la Cerda, su vecino de panteón. A mí me gustaría acompañaros, pero, como veis, he de espantar y encauzar a los carroñeros.

Los presentes no se dieron por aludidos. En silencio, esperaban su turno para despachar sus cuitas conmigo, cuando salió sin musitar mi fiel vasallo cántabro. No pude impedir dirigirme al Tuerto.

—¿Vos no seguís al cortejo? El cuerpo de vuestro padre viaja con ellos a la espera del mismo destino que mi hijo Pedro. ¿Qué os retiene y altera vuestra máxima prioridad en este momento?

Nervioso, se tocó el parche negro que cubría la cuenca de su ojo. Estaba claro que aquel hombre acomplejado necesitaba un preámbulo para pedir. El fuerte carácter de su padre lo achantó desde niño y tendría que aprender ahora a andar solo. Dado que temblaba indeciso y mudo, decidí ayudarle.

—Si venís a pedir la sucesión en todas las gracias y propiedades que tuvo vuestro padre, os diré que don Juan nos dio más disgustos que placeres. Sólo recuerdo que, a lo largo de su vida, nos traicionó en repetidas ocasiones. Una vez intentó matar a mi señor, don Sancho, en Alfaro y yo le salvé la vida. ¿Para qué? ¿Para que, pasado el tiempo, se aliase con el moro en la toma de Tarifa o desertase, años más tarde, en la toma de Algeciras dejando a nuestros ejércitos desvalidos?

El Tuerto ni siquiera se atrevió a mirarme de frente. Él sabía mejor que nadie todo lo que su padre había hecho y no necesitaba quien se lo recordase. Cabizbajo y silencioso como estaba, me compadecí de él y preferí acortar su sufrimiento.

—Pese a todo, como hijo del infante don Juan, sois sangre de nuestra sangre y como tal os entrego todas las propiedades, plazas fuertes, villas y tierras de vuestro padre, engrosándolas con otros cincuenta mil maravedíes en tierras para que hagáis buen uso de ellas. A partir de ahora, seréis el nuevo señor de Vizcaya y, como tal, espero que nos rindáis la pleitesía obligada. Sólo os niego las llaves de la chancillería y las conservo hasta que decida cómo han de ir muchas de las cosas que hoy, en este día funesto, andan desbarajustadas. Ahora seguid a Garci Lasso y enterrad a vuestro padre como es menester.

El Tuerto me reverenció de nuevo y salió raudo, aunque no muy convencido por la negativa que recibió de la estancia. Más tarde tendría que lidiar con su heredada codicia. Sólo quedaban para incordiarme en la estancia Felipe y Juan Manuel. Ninguno de ellos hizo el más mínimo ademán de acompañar al difunto a Burgos, así que decidí ignorarlos, solicitando la retirada de todos los que allí se encontraban.

Una vez sola, me asomé a la ventana justo para ver cómo el enlutado carro que portaba los cuerpos de los dos infantes, ya engalanado como debía ser, emprendía su marcha hacia el olvido terrenal. La angustia, contenida hasta el momento, me atenazó y por fin pude derrumbarme sin miedo a las miradas ajenas. Las piernas me temblaron hasta que consiguieron hincarse de rodillas en el reclinatorio y mis mandíbulas tiritaron, presas de una melancolía helada, antes de rezar. Abrí las dos hojas del tríptico bizantino y me limpié las lágrimas de la mejilla con el anverso de la mano. La mera presencia de Dios me reconfortó.

—Señor, mis huesos no son los mismos, me siento vieja y entumecida y, sin embargo, seguís poniéndome a prueba. Sabéis que cumpliré con mi cometido, pero esta vez siento que necesitaré algo más que el apoyo de los concejos y los hombres buenos para amansar a las bestias.

«¿Por qué, Señor? ¿Por qué? Me arrancasteis muy joven a Sancho, después de haberme dado seis hijos. Dos de ellos murieron niños y a los otros dos os los llevasteis sin previo aviso. Enrique, Alfonso, el rey Fernando y ahora Pedro. Cuatro de mis cinco varones os acompañan y a mí sólo me dejáis a Felipe. El más complicado de todos. ¡Si al menos tuviese el consuelo de mis hijas! Pero Isabel dista en Bretaña junto a su esposo y Beatriz hace ya mucho tiempo que no me visita desde Portugal. ¡Si me dejarais sola, no tendría nada más que hacer en esta vida terrenal que morir dignamente y en paz! En vez de eso, pretendéis que cuide de un nieto que más que un rey parece un indefenso cordero malherido, en el punto de mira de todo un grupo de alimañas hambrientas».

«¡Ayudadme, Señor, porque presiento que el temor crece ante mi ancianidad!».

Una pequeña mano se posó sobre la mía y su dueño me besó en la mejilla, interrumpiendo el rezo. El pequeño Alfonso sufría con mi dolor. Su caricia me alentó y le senté en mi regazo sobre el banco que a mi espalda quedaba. Acariciándole el pelo, inspiré su olor para llenarme de él. Necesitaba tomar prestado parte de su joven hálito para recuperar las débiles fuerzas que aún me quedaban.

—Aquí ante Dios, os prometo, Alfonso, que mientras conserve la pujanza permaneceré velando por vos. Habéis crecido tanto en tamaño que ya casi no puedo cogeros en brazos, y, si el Señor me lo permite, no os abandonaré hasta que seáis vos el fornido caballero que me alce a mí por el aire.

El niño me abrazó con fuerza. En silencio alcé la vista hacia el pantocrátor que había pintado en el centro del tríptico para rogarle que accediese a colaborar con el cumplimiento de la promesa que acababa de hacer al pequeño rey.

—No os defraudaré y cumpliré con todo lo que me inculcáis hasta que me apoden «el Justiciero».

Despeinándolo, le hice la señal de la cruz en la frente con todo mi agradecimiento y procurando protegerle de todo mal. Su crecida inocencia alentaba mis ganas de luchar.

Muy pronto, y como era de esperar, todo empezó a desmadrarse. El nombramiento del infante don Juan Manuel y de Felipe como los sustitutos de don Juan y Pedro, en vez de apaciguar al reino lo desbarajustó aún más.

Don Juan Manuel ejercía su cargo como único tutor en Andalucía, Cuenca y Segovia. Utilizaba el sello real sin previa aceptación de los demás, libraba pleitos como el único con poder jurisdiccional y concedía tierras como si del mismo rey se tratase. A mí no me importaba mientras los desmanes no fuesen demasiado evidentes, pero a Felipe se lo llevaban los diablos. Casi a diario me escribía con las pertinentes quejas e insultos hacia su compañero de tutoría. ¿Por qué no se dedicaría don Juan Manuel a escribir en vez de complicar aún más todo? Bien sabe Dios que intenté poner paz entre los dos, pero en vez de aunarse por el bien del reino acrecentaban sus consabidas rencillas dando al traste con todo mi afán de paz.

Esta segregación en la cúpula del poder no pasó inadvertida para el resto de los señores y muy pronto el Tuerto, como el nuevo heredero del señorío de Vizcaya y de los desmanes de su padre, se unía a don Fernando de la Cerda en su intento para recuperar el reinado. El Desheredado olvidaba su palabra y negaba lo firmado en el Tratado de Torrellas. La hermandad de los concejos de Castilla y la del arzobispo de Santiago, imitándoles, acordaron no aceptar la apelación de nuestros pleitos hasta que don Juan Manuel y Felipe fueran cesados en sus nombramientos como tutores. Mis tozudos consejeros no fueron conscientes de la magnitud del desastre hasta el preciso momento en que todo se desmoronó. Las lanzas se alzaban en nuestra contra y ya no podíamos acallar a nuestros opositores únicamente con la palabra.

Felipe y Juan Manuel accedieron a mi última petición y, antes de partir a contener la revuelta, juraron su alianza sobre las manos del arzobispo de Sigüenza y ante Dios. Las graves voces de los dos caballeros retumbaron en la cúpula de la iglesia.

—Que Dios nos confunda y castigue perdiendo nuestro cuerpo en este mundo y en el otro nuestra ánima si faltamos a nuestro juramento. Si fuese así, que fallezcan con nosotros nuestras fuerzas, palabras, caballos, armas, espuelas y, por último, nuestros vasallos cuando más lo necesitemos. Amén.

Miles de vasallos les vitorearon y por un día pensamos que todo regresaba a su debido cauce.