4.
ANCHA ES CASTILLA.
«¡Cuidado!, ¿podré escapar? Tengo
miedo de ser muerto;
Aunque miro a todas partes no consigo hallar un puerto.
La esperanza que me queda para ponerme a cubierto
Reside en aquella sola que me trae penado y muerto».
JUAN RUÍZ, ARCIPRESTE DE
HITA.
Libro del buen amor
Cansada por el largo viaje, esperaba ver a Sancho aguardándome a las puertas de Salamanca según cruzara el puente, pero no fue así, por muy extraño que pareciese. El pálpito del peligro asaltó nuestros corazones y la velocidad por llegar nos impulsó, acelerando el paso. Su ausencia se hacía más evidente a medida que avanzábamos, dado que un mensajero se había adelantado para notificar nuestra llegada. ¿Qué sucedía?, ¿por qué mi señor marido no me esperaba como siempre a las puertas de la ciudad? Sin pasar por mis aposentos, me dirigí directamente a los suyos.
Al verlo me sobrecogí. Consumido en su lecho, me miraba subyugado por la enfermedad y el dolor. Las ojeras ensombrecían su mirada. Mostraba el torso desnudo, nada quedaba de aquella fuerte y musculosa almohada en la que solía recostarme al yacer junto a él. Las costillas se mostraban tan adheridas al pellejo de su pecho que parecían querer desprenderse de su cuerpo. Famélico y desmejorado, hizo un esfuerzo ímprobo para sonreír al verme, pero su endeble figura no pudo ni siquiera incorporarse. El desgaste en su salud era evidente.
Con el corazón en un puño me postré junto a su lecho y de rodillas como estaba le abracé fuertemente. Un golpe de tos me obligó a separarme de él. La retorcida mueca que se dibujó en su rostro me dolió, convirtiéndome en empática de su sufrimiento. Se encorvó y tosió una y otra vez, apretándose el pecho. Cuando consiguió calmarse, sudoroso como estaba, procuró bromear, huyendo de la queja y la compasión ajena mientras besaba mi mano.
—No os preocupéis, María. Sólo me sujeto las entrañas ya que últimamente se empeñan en desertar de su posición, como tantos otros.
Le besé en la frente.
—Ya estoy aquí, Sancho. Nunca debí dejaros ya que mi empresa fracasó.
Puse su mano sobre mi pecho como signo de sinceridad y proseguí.
—A vuestra majestad me dedicaré en cuerpo y alma.
Le di agua y sorbió frunciendo el ceño, como si el gaznate le ardiese al tragar.
—No me separaré ni un segundo de vuestro lado hasta una total recuperación y bien sabe Dios que la habrá. No podéis dejar a Isabel como ilegítima y a vuestros reinos resquebrajados. Vuestro padre se muestra obcecado y senil. La muerte no tardará en recogerlo y para entonces hemos de estar preparados, tendréis que mediar con el diálogo y no con las armas.
Sancho cambió repentinamente su expresión. Me había delatado sola. Era cierto que había partido hacia Sevilla aprovechando su ausencia. Lo hice a sabiendas de que si le hubiese hecho partícipe de mi empresa, nunca me lo hubiese permitido. Aproveché la ignorancia de su silencio para interpretarlo como asentimiento. Separó de mi pecho la mano y cerró el puño.
—Decidme, María, ¿cuándo habéis visto a mi señor padre, don Alfonso?
Cabizbaja, me abstuve de contestar.
—Ciertos rumores llegaron a mis oídos de boca de los correveidiles. Escuché trovas al respecto y vi a juglares que lo aseveraban en corrillos de las plazas. Mandé apresar a uno de esos deslenguados por mentiroso. ¡Bufón, repetid lo que dijo aquel indeseable!
El pequeño hombre negro que estaba agazapado en una esquina surgió de la penumbra y dando una voltereta comenzó a repetir como una urraca lo escuchado a mansalva en las plazas. El pregón fue irónico y cómico, además de falto de toda rima y concordancia.
«El Rey Sabio y la reina doña María chismorrean en Sevilla a espaldas de don Sancho. ¿No andan el padre y el hijo en pendencia? ¿Qué hace, entonces, la mujer del hijo con el padre? Nunca lo sabremos como míseros plebeyos, lo único que nos consta es que doña Violante huyó a Aragón abandonando a su marido el rey Sabio y doña María la imitó yéndose a Sevilla a escondidas. Aquí los villanos sólo esperamos que nuestras mujeres no huyan como sus señoras, que de hacerlo los chascarrillos se tornarían en nuestra contra».
El enano miró a un lado y a otro. Se percató de nuestro enfado y, reverenciándonos, se fue a esconder de nuevo.
Sancho tenía tan apretado el puño que le debía doler. Sólo pude musitar:
—Os lo puedo explicar.
Mirándome disgustado, incrustó el puño en la manta de piel que cubría su lecho.
—¡No quiero que me lo expliquéis, sólo quiero que lo neguéis!
Cabizbaja, intenté acariciarle pero me dio un manotazo. Desesperada, recurrí al llanto silencioso sólo para calmarle, pues nunca fui mujer que pidiese compasión.
—No tenéis derecho a alteraros, Sancho. Sólo lo hice para ayudaros. Guardad vuestro bravo talante para con vuestros enemigos y escuchadme, por favor.
No me dejó, era demasiado impulsivo.
—¡Así que es cierto!
De un empellón, me echó de su cama, dejándome postrada en una carriola que había en el suelo. Cuando adoptaba semejante actitud no razonaba. No estaba dispuesta a aguantar ni un grito más, así que en silencio me dispuse a salir de la estancia. Enfurecido como estaba, tomó algo de la mesilla y me lo arrojó. Lo esquivé rápidamente. Intentó levantarse asiéndose a las cortinas del dosel pero éstas se desgarraron con el peso de su debilidad. Exhausto y sin fuerzas, me miró desesperado al desplomarse sin sentido y ardiendo por la fiebre.
Le dejé al cuidado de médicos, maestros y barberos. Era hombre de arrebatos y pronto me llamaría como si nada hubiese ocurrido. Mi dueña, doña María Fernández de Coronel, se encargaría de explicarle qué fue lo que hice realmente en Sevilla. No sería difícil ya que de los comentarios callejeros nunca había que hacer caso.
Sancho ya se daría cuenta de que yo era la única de su familia que lo acompañaba incondicionalmente y sin pedir nada a cambio. Estábamos completamente solos desde que Violante, su madre, partió hacia Aragón junto con nuestros enemigos, los infantes de la Cerda; sus hermanos regresaron a Sevilla con su padre y con ellos, muchos otros caballeros renegaron del juramento que en su día nos hicieron. Nos encontrábamos en un punto muerto y tendríamos que cambiar de estrategia.
Recé, me encomendé a san Francisco y a la Virgen; y puse bajo la almohada de mi señor la reliquia que pendía de mi cuello. Con los mejores curanderos y todo mi amor, lo recuperamos poco a poco y por fin llegó el día en que se levantó con fuerzas suficientes como para hacer oídos sordos a los consejos de quietud y reposo de los médicos. En cuanto tuvo capacidad de discernimiento, se propuso emprender la dura marcha de todos sus negocios. No comprendía que una enfermedad tan dura suele ser el preludio del final. Le intenté convencer.
—Mira, Sancho, tuvisteis a la muerte sentada sobre el cabecero durante al menos una semana, hasta que conseguimos echarla. Os lo advierto, no quiero tener que convivir con ella por vuestro testarudo carácter.
Me miró de reojo mientras se ponía la pedorrera con la ayuda de su mayordomo.
—No digáis eso, María, si yo falto, vos bien sabréis cómo retomar las riendas de este turbulento reinado. Quizá logréis hacerlo con menos ímpetu, más prudencia y serenidad que yo, pues, como bien apuntáis, mi vehemencia me pierde.
Estornudó dos veces. Saqué un pañuelo de mi manga y se lo tendí para que echase la flema. Me lo devolvió para extender los brazos hacia adelante y que le acoplaran el peto de la armadura. Le quedaba tan holgada debido a su extrema delgadez que parecía heredada en vez de hecha a medida.
—Mirad cómo estáis, Sancho. Más parecéis una tortuga débil y arrugada en su caparazón que un fornido y temible rey. Si pacientemente aguardáis a curaros por completo, recuperaréis vuestra regia figura de antaño.
No me contestó, simplemente sonrió. Estaba dispuesto a partir junto a sus huestes con o sin mi consentimiento. Los días que tuvo que guardar lecho le consumieron casi por completo.
Según me había confesado el día anterior, recordaría por siempre el cautiverio a que le doblegó la enfermedad como la peor tortura a la que le podían haber condenado. Sancho, desde su juventud, vagó por todos sus reinos sin cortapisas de ningún tipo. Desconocía la pereza en el viajar y, dado que no poseía el don de la ubicuidad, disfrutaba acudiendo a los mil lugares en los que anualmente se precisaba de su presencia. No soportaba que nada le cortase las alas.
Asomada al patio, me despedí de él pañuelo al viento. Sus hombres le esperaban formados en el patio. Los sacos de arena que hacían de contrapeso al rastrillo cayeron con estruendo al suelo, el rastrillo se levantó y el portón se abrió. Me quedé mirando en lontananza hasta que el polvo que levantaban sus huestes se posó de nuevo en el camino. Galopaba rumbo a Palencia, donde se reuniría con su tío el infante don Manuel, con don Lope y don Diego Díaz de Haro, para solicitar una tregua. Más tarde supe que don Lope se negó a aceptarla, por lo que la paz se vio truncada y la guerra continuó por sus derroteros habituales.
Taimada y tranquila como estaba, rogué a Dios para que les protegiese. No pude hacer nada por él. Intenté retenerlo por todos los medios, pero no era un hombre fácil de doblegar. Cuando tomaba una determinación, era difícil hacerle cambiar de opinión. Precisamente era su tozudo talante el que le hacía diferente al resto y digno de respeto. Debido a ello y a su carácter impulsivo, se ganó el apodo que le acompañaría desde muy joven y después de muerto.
Acariciando el pañuelo en el que escupió, me dispuse a guardarlo. Al plegarlo lo vi. La flema que escupió tenía sangre. Me encogí de hombros. Mi conciencia andaba tranquila, como su mujer que era no podía hacer nada más. Era evidente que las heridas de sus vísceras aún no habían cicatrizado.
Triste y con el corazón en un puño, asumí que mientras Sancho pudiese mantenerse en pie, no habría en esta tierra razón que pudiese alejarle de sus constantes contiendas y batallas.
Al poco tiempo nos reunimos de nuevo en Ávila. Sancho no mejoró ni un ápice por el solo hecho de haber actuado según su santa voluntad. Regresó demacrado y todos intentamos su restablecimiento sin que se percatase. Tarea ardua pero posible. Uno de los consejos a seguir fue que tomase el aire en reposo y así le senté en el jardín que lindaba con la muralla a jugar dados. Un mensajero irrumpió en nuestro sosiego sin previo aviso, pero su rostro sudoroso y exhausto indicaba que algo importante y digno de nuestra atención portaba en su mensaje. Yo sabía de qué se trataba, ya que conocía al hombre en cuestión.
Tragó saliva y esperó a que Sancho le hiciese una seña. Tiró los dados y sin mirar el resultado de su puntuación observó al mensajero, que no portaba billete en sus manos.
—Señor, su padre, don Alfonso, finó en Sevilla el día 4 de abril del año 1284 de Nuestro Señor. Su testamento es conocido sólo por los allegados en el Alcázar hispalense, pero las malas lenguas aseguran que fue extraño en su discernir a la hora de testar. Cuando salieron de allí, algunos cuchicheaban que su última voluntad se haría pública en muy pocos días. No os puedo contar más ya que no esperé a conocer el contenido de tan complejo documento. Como me ordenó mi señora doña María cuando estuvo allí, en cuanto murió partí rápido a notificároslo. Dudo que nadie haya cabalgado más raudo que un servidor portando tan tristes noticias.
Le agradecí con la mirada su fiel proceder. Reverenciándonos, esperó a que le despidiésemos. Mientras Sancho quedaba pensativo, aproveché para ofrecer al mensajero una copa de vino para que saciase su sed. Al mirar al rey, pude intuir en su rostro preocupación y el dolor por la falta de su padre. Sin duda, estaba ansioso e intrigado por conocer el porvenir.
Aparté de mis rodillas la pequeña mesa octogonal de palo de rosa con incrustaciones de marfil en donde estábamos jugando y me levanté para abrazarle.
—Lo que haya de ser será. Quizá mi suegro haya querido sembrar la paz entre sus hijos antes de morir y mi visita no fue en vano.
Simplemente negó con la cabeza. Conocía a su padre demasiado bien.
—No os engañéis, María. Don Alfonso aparentaba sosiego en cuerpo pero en alma era testarudo y tenaz en sus determinaciones.
Se encogió de hombros.
—Sea lo que sea, ya es tarde para cambiarlo. Si lo que deja voluntariamente es un reino en contienda, allá él cuando rinda cuentas al Señor nuestro Dios. Mucho no lo hemos de notar, ya que andamos tan enfrentados los hermanos que nadie diría que tengamos una gota de sangre en común.
Sancho se mostraba derrotista y no dejaba lugar a la duda respecto al contenido del testamento de su padre. No pude rebatirle ya que la certeza casi absoluta de que sus suposiciones eran ciertas me lo impedía.
Él agradeció mi silencio y tomándome de la mano se levantó con decisión. La pequeña mesita que yo esquivé para no volcarla con mis vestiduras se cayó, desparramando el juego de dados por la tierra batida. Uno de ellos rodó, ahogándose en la alberca. Alzando la voz se dirigió a todos los cortesanos que estaban presentes.
—¡Escuchadme todos! El rey don Alfonso ha muerto. Os ordeno que cambiéis vuestras alegres vestiduras por paños de márfaga como señal del más respetuoso luto. Celebraremos las honras fúnebres en la catedral de esta ciudad. Terminadas éstas, podréis quitaros los austeros hábitos y engalanaros con vuestros mejores sayos y chaquetas, ya que la reina María y yo, el rey Sancho, procederemos en el mismo lugar y sin más dilaciones a nuestra coronación, como es menester y ha de ser. Para que le quede claro a todo castellano de quiénes es súbdito, ya que muchos ansían lo que no es suyo.
Todos escucharon en silencio sin saber muy bien cómo proceder. Desconcertados ante tanta premura, nadie sabía si brindarnos un pésame o una enhorabuena.
Celebramos el funeral y la coronación. Al salir de la penumbra catedralicia, ungidos con los santos óleos por la Gracia de Dios como reyes de Castilla, León, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y el Algarbe, la claridad del sol nos cegó. Pasados unos segundos, pudimos al fin oír con regocijo los vítores de todos los moradores de Ávila que nos rodeaban, el tañer de las campanas y las músicas de los albogues, gigas, salterios y manos de rotero.
Poco a poco distinguimos sus contornos. Sancho me tomó del brazo con seguridad y aplomo para que recorriésemos la ciudad. Doña María Fernández de Coronel nos seguía portando a la pequeña Isabel envuelta en un manto dorado, como heredera que era. Henchidos por el clamor del pueblo, se disiparon todas nuestras dudas.
Aquel atardecer, al terminar las ceremonias de coronación, subimos a las almenas de las murallas. Desde allí nos sentimos un poco dioses, pues no divisábamos los límites de los campos de Castilla que, cuajados de brotes primaverales, auguraban el inicio floreciente de un nuevo reinado.
Desde lo más alto, decidimos continuar nuestro peregrinaje a otras villas y ciudades para cerciorarnos del amor que juraban profesarnos. Intenté convencer a Sancho de los beneficios de la discreción en nuestro proceder hasta que conociésemos el contenido del testamento de don Alfonso. Quizá nos estuviésemos precipitando.
Fue muy claro en su contestación. Para él, lo que su padre hubiese estipulado quedaba en aguas de borrajas. Prefería saborear el dulzor del momento que amargar su paladar con elucubraciones. Yo sabía que disfrutaba viviendo el instante con intensidad. La muerte siempre vagaba merodeando por nuestro entorno, sin respetar a nadie y haciéndose palpable con demasiada asiduidad, de tal manera que ya no nos extrañaba su rondar. De hecho, los que hacía media hora lloraban el fallecimiento de don Alfonso X ahora, instantes después, nos enaltecían y celebraban nuestra fortuna.
Sancho tenía razón. En semejantes circunstancias, sería pecado el dejar transcurrir un segundo de gozosa vivencia. La enfermedad que acababa de pasar lo corroboraba. Al igual que aquel día nos reíamos cual incipientes reyes, mañana podríamos yacer arropados por la putrefacción en un enterramiento olvidado de todos.
Sacudí la cabeza para alejar de mí los pensamientos que me asaltaban. La imagen del Sabio yaciente poco a poco se difuminaba en mi mente y el pincel que perfila los contornos de nuestros enemigos alzándose en armas parecía haberse quedado calvo, perdiendo sus cerdas. No era de extrañar que Sancho se rebelase en contra de su padre. Ya lo había hecho anteriormente en contra del sumo pontífice, al no esperar la dispensa para nuestro matrimonio hasta lograr la excomunión, como en contra de los reyes más poderosos de nuestro contorno. Yo aún guardaba la secreta esperanza de que el legado de mi primo, el difunto rey Alfonso, fuese generoso, pero no podía hablar de ello.