16.
LA JURA DE FERNANDO.
VALLADOLID,
24 DE JUNIO, SAN JUAN

«He de razonar con ella y decirle mi quejura,
He de hacer que mis palabras la inclinen a la blandura;
Hablándole de mis cuitas entenderá mi amargura;
A veces con chica frase se consigue gran holgura».

JUAN RUÍZ, ARCIPRESTE DE HITA.
El libro del buen amor

Faltaba una milla para divisar las puertas de mi ciudad más querida. Valladolid no era una simple plaza más. Aquél era mi lugar preferido, como Toledo lo fue para Sancho o Sevilla, para su padre.

Mi pensamiento no divagaba y perseveraba en mi propósito inicial: el hacer entrar en razón a los que no admitían a Fernando como rey. Sabía que, como en otras muchas ocasiones, al final y con paciencia todos los reticentes terminarían por jurar pleitesía a su rey. Hacía casi dos meses que lo hicimos Fernando y yo en la misma catedral en la que enterramos a su padre y desde entonces supimos a lo que nos enfrentaríamos.

La jura por parte de prelados y señores a favor de Fernando no sería fácil.

A sabiendas de que muchos nos dedicaban graves calumnias e injurias intentando traicionarnos, procuraba convencerme a mí misma de todo lo contrario. ¿Por qué no habría de lograr el beneplácito de mi reino? Me puse en el pellejo de nuestros enemigos e intenté pensar como ellos. Era lógico que todos mirasen por encontrar su beneficio y quisiesen aumentar las prebendas de sus fueros y patrimonios en detrimento del poder real, pero siempre se podría llegar a un buen acuerdo.

Los que más contribuyeron a tornar nuestro duro transitar en un verdadero calvario fueron precisamente los más falsos. Aquellos que, habiendo precedido en el juramento a los demás, aprovechaban la confianza depositada en ellos para adelantarse en nuestra contra con un solo propósito: convencer a todo ser humano de que nuestras intenciones no eran otras que las de gravarlos con más peso del que pudiesen soportar.

¡Qué mejor manera para asustarles que la amenaza de una merma en sus esqueros si nos juraban! No les costó alzar altos y gruesos muros frente a Fernando.

De los que dialogaron con ellos, pocos pensaban que lo correcto y más beneficioso sería aceptar incondicionalmente a Fernando como rey. Con aplomo y tranquilidad conseguimos derribar en unos casos y sortear en otros todos los impedimentos que a nuestro paso surgían.

Les convencí en Zamora de que sólo nos abrieran una rendija de sus puertas para que pasase yo sola junto a cuatro de mi séquito. Como en el resto de las ciudades, al final nos permitieron la entrada, nos rindieron pleito homenaje y juraron fidelidad.

Sigüenza, Guadalajara, Ávila, Burgos, Salamanca, Palencia y Cuenca se comportaron de manera similar. Al principio, mantuvieron la necia sospecha de que les fuésemos a pedir más de lo necesario. Era absurdo. Fue fácil disuadirles con sólo mostrarles el documento que liberaba a los pobladores de Toledo de dos de los tributos más impopulares y prometerles una ventaja similar a la concedida.

Suprimiría, por un lado, la sisa que les obligaba a pagar un tanto por ciento en toda venta o trueque que ejerciesen y, por el otro, los doce maravedíes que cada padre tenía que pagar por cada varón que naciese en su familia y los seis por cada hembra. Esto último fue impuesto por Sancho en tiempos de penurias. Sólo sirvió para que los más humildes escondiesen o abandonasen en las puertas de los conventos a sus hijos.

Esperaba, con toda mi alma, que no me sucediese lo mismo en Valladolid y por eso llevaba agarrado con fuerza el relicario que pendía de mi cuello. San Francisco no me fallaría, nadie mejor que él para encauzar voluntades descarriadas. Repentinamente, detuve mi oración: algo en mi intuir encrespó el vello de todo mi cuerpo.

Al divisar las murallas, la perspicacia se tornó certeza. Las puertas estaban cerradas a cal y canto. Los vallisoletanos me defraudaban con su postura. No era la primera vez que me las encontraba así, pero el desprecio de aquéllos me acongojó más que el del resto de las villas y ciudades.

¡Uno de los de mi sangre moraba tras aquellos muros! La angustia me invadió. Me faltaron el aire y el resuello. No me cabía la menor duda: utilizarían al pequeño como elemento de amenaza. La imagen de la cabeza catapultada del niño de Guzmán el Bueno acudió a mi mente y aún me atemoricé más. Sin duda, el cansancio de tanto viaje estaba debilitando mi fortaleza. Un escalofrío recorrió mi espalda. Pensar que ni siquiera oiría gritar al pobre Enrique si le hiriesen. Su voz era el vivo reflejo del silencio que por un segundo se hizo entre el séquito a los pies del portón de la ciudad. Por ello ya le apodaban el Mudo.

Abracé a Fernando. El calor que irradiaba su pequeña figura me devolvió en un segundo la pujanza que pareció abandonarme. Apreté su cuerpo sudoroso contra el mío para que no pudiese ver una traicionera lágrima que surcaba mi mejilla ante la desesperación. Apoyando mi rostro en su pelo, la sequé disimuladamente para brindar un lugar en mi sentir a la rabia y, apretando las mandíbulas, le susurré en el oído:

—Os juro, Fernando, que nadie conseguirá apartaros de vuestro merecido lugar. Ni siquiera vuestros tíos, los infantes Enrique o don Juan. Laras y Haros pueden prepararse. ¡Nadie atentará en contra de vuestros derechos mientras vuestra madre tenga un hálito de vida en su cuerpo! ¡De nada les servirá amenazarme con hacer daño a vuestro hermano!

Sin darme cuenta alcé la voz y todos los que a mi lado andaban me miraron consternados. Fernando me abrazó con fuerza en señal de gratitud. Aún era niño y confiaba en mí sobre todas las cosas. Por desdicha, aquel privilegio que como cualquier madre tuve, con el tiempo y su crecer iría desapareciendo.

Nada más detener los carros, mandé a mi emisario para hablar con los personeros y el alcaide de la ciudad como representantes de los demás. No hacía ninguna falta que le dictase el mensaje al escribano, pues ya lo tenía guardado junto a otros documentos. Se lo mandé escribir mientras guardaba el luto debido a Sancho en previsión de lo que aconteciese. Sólo tenía que buscarlo.

—Os pido que aguijéis. Hoy corre el 23 de junio y es mi deseo pernoctar al otro lado de la muralla la noche de San Juan.

El emisario inclinó la cabeza en señal de reverencia y espoleó a su caballo.

Aún guardaba el secreto anhelo de que aquella ciudad no me defraudase más de lo esperado, como así fue.

A las pocas horas los goznes, bisagras y cerrojos de las puertas comenzaron a sonar. El repicar de las campanas a tañer y el dulce crujir de las poleas sobre la madera del puente levadizo a abrirnos un jocundo paso a la comitiva. Los ciudadanos se desgañitaban en vítores, audibles desde donde nos encontrábamos.

Una brisa de esperanza nos empujó hacia delante. Quería correr hacia ellos pero la solemnidad del séquito me lo impidió. Sólo pude sonreír. En aquel preciso instante supe que Valladolid no me defraudaría otra vez, siempre permanecería fiel a Fernando.

Una vez dentro, las dudas empezaron a aclararse en mi mente. Las paredes escuchaban y luego me susurraban al oído las noticias. Nunca me gustó fisgar, pero la situación y defensa de Fernando lo requerían. Don Enrique, como sospechaba, estaba urdiendo una trama a la sombra de la corte; para acallarle, por mal que me pesase, tendría que aceptar sus peticiones, fuesen las que fueren.

Era consciente de lo que ocurriría. Los concejos de Castilla y León querían más concesiones que las solicitadas por la propia Iglesia. Durante las largas reuniones que precedieron a las cortes me mostré amable, dulce, ingeniosa y transigente para apaciguar las molleras más testarudas. Sobresalieron de entre las más tozudas la de don Diego López de Haro y don Juan Núñez de Lara. Al fin, como los demás, rindieron homenaje a su joven rey no sin antes esquilmarnos.

Al culminar la reunión de las cortes, ordené a los sirvientes que entregasen copas a todos y escanciasen vino en ellas como si lo hicieran en su propio tinelo. Con la copa en alto me dispuse a brindar, los sonrientes rostros de todos bien lo merecían.

—Brindemos, señores, ya que la ocasión lo merece.

Mirando al infante don Enrique me dirigí a él.

—Por vuestra merced, mi cuñado e infante. Espero que me ayudéis a gobernar en la regencia de nuestro rey don Fernando, con la diligencia de un buen padre de familia y dejando a un lado intrigas absurdas y deslealtades. La tutela, la crianza y la educación del pequeño rey es menester que sea ejercida por una madre y por eso me la reservo.

El mencionado sonrió.

—Decid que sí, mi señora. Directa al grano y sin divagar.

Todos rieron por su comentario. Girando la mano, la dirigí al lugar donde se encontraba el joven señor de Haro, don Diego, junto a su madre, mi hermana Juana. Al verme sonriente alzó un poco más la dorada copa.

—Don Diego, siempre hay tiempo para recuperar la amistad; lo difícil es consolidarla. ¡Con esa única intención os reintegro el señorío de Vizcaya! El mismo que un día fue de vuestro padre y del que fue privado por atentar contra la vida de su rey don Sancho.

Miré a Juana de reojo, esperaba que, como su hijo, ella olvidase. Sin pronunciar palabra, asintió aceptando de buen grado el final de nuestra quebrada hermandad a pesar de que Sancho matase a su señor marido. Su hijo don Diego alzó la copa al igual que antes lo hiciera don Enrique. Observé al infante don Juan de inmediato. Junto a su mujer, doña María Díaz de Haro, tía del joven Haro, pretendía las mismas posesiones. Eran los únicos que fruncían el ceño. Previniendo su intención, me adelanté a sus quejas.

—Al infante don Juan le entregamos Paredes de Nava, Mansilla de las Mulas, Cabreros, Castro Nuño y Medina de Rioseco.

No hubo queja en ellos, ante el regalo de nuevas tierras no cabía un pero ni un rechiste. Sin embargo, yo sabía que el silencio de éste sería corto, puesto que la codicia le podía. Las malas lenguas decían que no sólo se cernía su ambición a Vizcaya, sino que soñaba con León. Para él, el haber nacido después de su hermano Sancho no era razón suficiente para no ser rey. ¿Por qué habría de serlo si Sancho lo fue siendo menor que el padre de los infantes de la Cerda? Aquellos rumores había que acallarlos como fuese por lo que nos tocaba.

Finalmente, miré a don Juan Núñez de Lara el Mozo.

—A vos os entregamos todos los señoríos que nos pedís menos el de Molina. Es mío no sólo por nacimiento, también lo es por vinculación afectiva, ya que mi señor don Sancho me lo entregó en su día.

El referido actuó igual que los demás.

—Para finalizar, el rey don Fernando reconoce hermandades, amplía fueros y concede jurisdicciones a los concejos que lo solicitaron y os agradece el juramento de vasallaje con que os obligasteis.

Por fin, bebí de un trago el contenido de mi copa. Todos me siguieron y vitorearon a Fernando.