10.
ESTANCIA EN BURGOS.

«Pesóle a la gloriosa por este enterramiento,
porque yacía su siervo fuera del convento;
aparecióle a un clérigo de buen entendimiento
y le dijo que hicieron un yerro muy violento».

GONZALO DE BERCEO.

El clérigo y la flor

Nada más parir me fui a Logroño. Procuraría por todos los medios que la viuda y el hijo del recién fallecido señor de Vizcaya no fuesen vengativos con Sancho. Bien encauzada y razonada, quizá la muerte de don Lope sirviese más para calmar ánimos que para enardecerlos. Noramala la señora viuda de Haro estaba dispuesta a tomar represalias. Intenté convencerla del abuso de su señor marido y de que el ímpetu del rey causó el desafortunado accidente pero todo fue en vano.

Las monjas me abrieron la puerta silenciosas. Sólo algo me venía a la mente: apaciguar los ánimos para que la guerra no se iniciase después de lo acontecido en Alfaro. Me guiaron por los pasillos hasta el coro. Allí, en el más absoluto silencio, hacia el claustro. En el centro, entre los naranjos, cuatro monjas recogían verduras del huerto; otra, desriñonándose, sacaba un cubo de agua del pozo para regarlos.

Inspirando el fuerte olor a azahar, vi la sombra de una mujer que cruzaba el soportal contrario. Seguía a una monja que la guiaba hacia donde yo me encontraba. Necesitaba discreción para la entrevista y no se me ocurrió mejor sitio que una clausura.

Mi hermana doña Juana estaba demacrada. No quería que me odiase o al menos darle motivo para ello. Me miró con rencor. La venganza se reflejó en su rostro. El sayo blanco de viuda y su toca delataban su estado. El cerrado barbuquejo hasta casi el labio inferior y la frente tapada hasta los ojos enmarcaban su pálido rostro, dibujando su dramático contorno. No podía ver su cabello pero estaba segura de que también se lo habría rasurado.

Al abrazarla sentí la frialdad de su pasividad. Ni siquiera hizo el amago de corresponderme y, por un segundo, estuve a punto de desistir en mi propósito.

—Juana, sé que estáis enfadada, pero fue en legítima defensa.

La mala sangre tornó rojo el blanco de sus ojos.

—Estoy aquí por no faltaros al respeto como mi reina que sois. No me pidáis nada más. No es un secreto que nadie más que vuestra majestad fue la que emponzoñó la relación de mi difunto esposo, el señor de Vizcaya, con el rey.

Suspiré.

—Estáis tan equivocada. Fue él quien abusó de sus vasallos, el que asoló tierras, el que recaudó impuestos de la mano del judío Barlichón sin compasión ni medida. El que urdió un millón de argucias que saciasen su ambición, importándole poco su obligación.

Juana se tapó los oídos. Continué.

—Como su viuda que sois, en vuestra mano está el evitar más sangre. Habéis de calmar la furia de la juventud de vuestro hijo Diego y hacerle ver que la muerte de su padre fue fortuita.

—¿Fortuita? Sólo os faltó sonreír cuando cayó al suelo.

—Os lo ruego, Juana, olvidad la venganza y pensad con la sesera, que el entendimiento se equivoca con frecuencia al guiarse por las pasiones del corazón. Bien haríais en dirigir a vuestro hijo por derroteros diferentes de los que estimularon el mal hacer de su padre, que así le cundió. Nada más que penuria es lo que os dejó. Si conseguís convencerle de que ceje en su intento, yo procuraré hablar con don Sancho para que os devuelva parte de las plazas, fortificaciones y tierras de las que os despojó.

Sin contestarme, se dio la vuelta. Sus pasos resonaron sobre la fría y silenciosa piedra.

No lo pude evitar. Desesperada ante su falta de aprecio, alcé la voz, perturbando el silencio de la clausura.

—¡No seré yo la culpable de que vuestro hijo caiga en cualquier campo de batalla, os lo aseguro! ¡Recordad que Dios no ve con buenos ojos que sigamos en una permanente contienda entre los cristianos, quedando aún infieles en nuestro terreno y la casa por barrer!

No se detuvo. Ni siquiera me escuchó. El odio alimentaba su andar. Aun así, yo la conocía desde que éramos niñas y no me podía engañar. Sabía que al menos lo pensaría.

Me convencí a mí misma repitiendo la reflexión. Juana le daría vueltas y más vueltas antes de llegar a una resolución. Pero lo pensaría.

La incertidumbre sobre lo que estaría tramando el hijo de Haro no se prolongó en demasía. De nada sirvieron mis desvelos ante lo inminente. Los nervios y las tensiones se enardecieron. Los vasallos de Haro junto con los zaragozanos defensores de los infantes de la Cerda, recientemente liberados, se alzaron en contra de Sancho. Corría el rumor de que buscaban desesperadamente más aliados. Gastón de Bearne, el padre de Guillermina, la primera mujer de Sancho, aquella que mugía en vez de hablar, fue uno más de los que se unieron a don Diego de Haro. Fueron muchas las villas sublevadas en el señorío de Vizcaya.

Sancho estaba dispuesto a ceder ante todos. Con tal de conseguir más en contra del pretendiente usurpador. Al final, el acuerdo llegó con los mismos vizcaínos. Muchos procuradores se pasaron a nuestro bando a cambio de la condonación de sus pechos. Para ellos fue digno de celebrar el prescindir para siempre de la mano férrea del recaudador judío Barchilón, que disfrutaba esquilmándoles. A partir de aquel acuerdo, el rey, mi señor, asumía sus funciones directamente, sin la intención y compromiso de ejercerlas. Sancho aceptó a sabiendas de que eran tan pobres y estaban tan aislados que resultaba más costoso mandar a alguien a recaudar que lo que obtenían en su empresa. Incluso llegamos a plantearnos el concederles la hidalguía a todos para no dejar pecheros. Así terminaríamos rápido con el problema.

Una vez conseguida la alianza con las villas del norte, seguiríamos con el designio trazado, firmando un tratado con Francia, Portugal e incluso Marruecos si se hacía necesario. Si lo conseguíamos, Aragón sería un enemigo insignificante. A los mismos embajadores de Felipe, que partieron desde Burgos con una fecha fijada para la entrevista en Bayona, les entregué a escondidas de Sancho una misiva dirigida al papa. Sólo me permitía recordarle nuestro desmán matrimonial para que pusiese remedio. Desde el último fiasco no había insistido e incluso le prometí a Sancho no hablar nunca más de aquello. Pero eso no significaba que el problema no me preocupase. La necesidad de la ansiada bula se hacía imperiosa, más ahora que el rey se mostraba cada vez más enfermo. Sus sanguinolentos estornudos ya eran demasiado asiduos, por no decir constantes. Mi señor marido agonizaba sin remedio entre tanta contienda y habría que estar ciego para no intuir una vida corta en su haber. Todos recordamos el intento de la reunión anterior pero nadie lo mencionó. Francia debía ser nuestro aliado por pura necesidad y no podíamos cejar en el intento aunque atentasen contra nuestro propio orgullo.

Nos hallábamos finalizando la partida de dados cuando llegaron las noticias de la mano de un bufón enano y negro. Al parecer, el mensajero venía tan agotado que se había desmayado por el cansancio. El bufón comenzó a tartamudear.

—¡El, el, el rey de Aragón ha liberado a los infantes de la Cerda y en Ja, Ja, Jaca ha coronado rey de Castilla a don Alfonso, vuestro primo!

El incauto sonrió como si hubiese terminado con su propia hazaña.

Me levanté sujetándome los riñones por mi nuevo estado de gestación. Tan rápido quedé preñada del siguiente que mis lomos no se recuperaron del peso del anterior. Estiré la espalda cargada y entumecida por la falta de cambio de posición.

Las cosas se enquistaban, sólo podíamos fortalecernos en contra de Aragón añadiendo a nuestros futuras alianzas la renovación de la tregua con Aben-Yussuf de Marruecos y, si fuese preciso, con Lara el Gordo, que, ahora que sabía que estábamos enfrentados a los Haro, pactaría gustoso con nosotros.

A los dos días el camino estaba trazado para cada uno de nuestros fieles. Aquel mismo anochecer, mi hermano, Alfonso de Meneses, partió hacia Andalucía como alférez real que era de sus ejércitos llevando un mensaje al rey moro, y Sancho, hacia Cuenca para hablar con los vasallos del Gordo. Me hubiese gustado acompañarle, dado que le encontraba debilitado y cansado, pero no pude. Hubiese sido una locura. Mi obligación como reina en ese momento era parir al siguiente niño sano.

No me separé de la ventana hasta que el polvoriento rastro de las respectivas comitivas hubo desaparecido. Almojarifes, despenseros, especieros, posaderos, llaveros, porteros, acemileros, alguaciles, cameros, panaderos, cocineros, alfayates, escribanos, chancilleres, camareras, cantores, clérigos y capellanes se trasladaron conmigo a Valladolid.