18.
LA «PALOMILLA» Y EL «HALCÓN».
«En este monasterio que tenemos
nombrado
Hubo de buenos monjes buen convento probado,
Altar de la gloriosa tan rico como honrado,
En él su rica imagen de precio muy granado».
GONZALO DE BERCEO
La imagen respetada por el fuego
Oliveras llegó a nuestra ciudad una mañana. Su caballo sudoroso cayó exhausto en cuanto entró. Al parecer, las noticias apremiaban. Eran tan importantes que no pudo dar tiempo al animal al descanso ni parar para tomar otro de refresco. Al entrar en la estancia, le tendí un vaso de agua que bebió sediento y esperé paciente a que retornase el resuello a su jadeante respirar. Alzó la mirada y esperó a que le diese permiso para comenzar. Asentí y mi fiel vasallo tragó saliva antes de comenzar.
—Mi señora, vuestra pesadilla se hace realidad. Palencia es la plaza fuerte que todos eligieron para reunirse en vuestra contra. Según cuentan en posadas y corrillos, el de la Cerda y don Juan están a punto de ser coronados por sus partidarios.
Le interrumpí un segundo.
—¿Me traiciona la ciudad? ¿Cómo entrarán en Palencia si ya juraron fidelidad?
—La plaza fuerte mantiene su compromiso, pero siempre hay alguna oveja negra entre la población y sé de buena tinta que son los del Corral los que os dan la espalda.
No pude más que sorprenderme ante la extremada preocupación de mi mensajero.
—No me hagáis reír, Oliveras. ¿Creéis que una sola familia es capaz de burlar a toda la guardia de Palencia? El enemigo nunca podrá entrar si la muralla está fuertemente custodiada. Viéndoos llegar, sólo es de suponer que lo está pues a su guardia debisteis de unir la que os acompañó en la empresa.
Oliveras se impacientó. Intuí que quería terminar lo antes posible y le dejé continuar sin interrupciones.
—Mi guardia no anda en Palencia, sino en Carrión. Que de camino de vuelta nos sorprendió la reyerta. Me adelanté a ellos y los dejé luchando contra los rebeldes y ajusticiando a los más notables. No se han atrevido con el más notable de entre los presos, y quedaron custodiándole en Santo Domingo de la Calzada esperando vuestras órdenes. El señor don Juan Núñez de Lara, que hacia Palencia se dirigía para jurar en vuestra contra, no es prisionero fácil y solicita hablar con vuestra majestad de inmediato.
Callada, le escuchaba perpleja. En mis sueños aparecía el de Lara pero nunca supuse que su deservir sería tan rápido. En silencio, miré fijamente a Oliveras. Era preciso que la estratagema que utilizásemos para combatir al enemigo fuese ágil y precisa. De todos los grandes señores, sólo me quedaba el infante don Enrique para ayudar y, una vez más, pediría su apoyo a los concejos de Castilla para pagar a las huestes mercenarias. Una pregunta acudió a mi mente.
—Oliveras, ¿cómo estáis tan seguro de que todos están ya en Palencia tramando la conjura? No me contestasteis antes. ¿Cómo entraron? ¿Acaso dejasteis la ciudad al descubierto?
Se sonrojó. Y en un tono más pausado me contestó:
—Dios me libre de aquello. La última noche que pasé en el interior de la villa, estábamos tranquilamente yantando antes de disponernos a partir. Todo había quedado en orden y los del Corral habían sido arrestados, por lo que ya no cabía la más mínima posibilidad de que entrasen. De todos modos, la guardia quedaba en alerta y prevenida, a sabiendas de que don Alfonso de la Cerda estaba encastillado en la cercana Dueñas y por si otra argucia hubiese tramado. La paz del tardío atardecer se vio repentinamente quebrada por los gritos desaforados del vigía desde el campanario de la iglesia de San Miguel.
—«¡Alerta! Se ven antorchas en la vereda del río. Avanzan cientos de ellas como hormigas a un hormiguero y su dirección está clara. ¡Vienen hacia aquí!».
«No necesité un segundo para montar y salir cabalgando, junto a mi guardia, hacia donde se divisaban las luces. Cuando estábamos muy cerca, ordené silencio y nos agazapamos detrás de unos altos matojos para espiarles sin delatarnos. Fue entonces cuando comprendí que la toma de la ciudad estaba asegurada. Aunque Palencia estuviese fuertemente custodiada, existía un pasadizo a los pies de la ribera que terminaba en el mismo pozo de la fortaleza. Algo parecido a los escondrijos que utilizaban los piratas herejes y saqueadores en las islas del rey de Mallorca».
«Cuando la hilera de luces desapareció repentinamente, los vigías que dejé en el interior no supusieron a qué se debía este extraño suceso y yo ya no podía regresar para avisarles. Unos debieron hablar de maldición; otros, de brujas y demonios; y la inmensa mayoría, de la muerte. Lo cierto era que don Alfonso de la Cerda pasaba sin miedo bajo la plaza fuerte, pues el final del angosto escondite, aunque no aguardase la familia de los del Corral para abrirles la trampilla, estaba ya libre de candados y cadenas desde hacía mucho tiempo. Os juro, mi señora, que siento enormemente haber fracasado en mi empresa».
Aquel hombre se arrodilló cabizbajo frente a mí en señal de humildad. Me levanté del trono y le forcé a levantarse.
—Pronto os dais por vencido, Oliveras. Levantaos, que aún hay mucho que hacer. Llamad a mi contable el judío Barlichón para que siga haciendo encajes de bolillos y sise, de donde no hay, más monedas para nuestras arcas. Las que quedan son insuficientes como para pagar mercenarios que engrosen nuestras huestes y los concejos nos fiarán a cambio de un sinfín de mercedes, gracias y peticiones. Sabed que, si es preciso, ampliaré sus franquicias, fueros y privilegios hasta el punto de hacer tambalear nuestro supuesto poder jerárquico. Admitiré durante cuatro meses a esos doce hombres buenos con derecho a voto que quieren como representantes en todos los asuntos de hacienda, gobierno y justicia.
Suspiré cansada, y proseguí hablando para mí misma y para mi hijo Fernando, que observaba en silencio y sin querer interrumpir.
—Está por ver en esta tierra de desmanes que al final el vasallo conseguirá estar sobre su rey. Por ahora, enaltezco a concejos y nobleza joven en detrimento de la antigua, que no hace otra cosa que manifestarme su constante infidelidad. Agradecidas quedarán las familias de los Trastámara, los Mendoza, Meneses, de la Vega o los Velasco, que irán desplazando el poder de los infantes de la Cerda, de don Juan, de los Lara y de los Haro. Todos ellos me tienen harta y cansada de tanto devaneo. Yo no lo veré, pero será cuestión de plantar esta semilla para que crezca. En cuestión de un par de generaciones, el desmesurado poder que algunos consiguieron cambiará de manos y las nuevas, al menos, tardarán un poco más en corromperse.
Al callarme vi cómo Oliveras salía presto a cumplir órdenes. Le di una última.
—¡Disponedlo todo para mi partida junto al infante don Enrique y mi hija Isabel! El rey don Fernando se quedará en Valladolid por si algo más aconteciese en mi ausencia. Si nos damos prisa, quizá el de Lara se arrepienta y pueda colaborar con sus huestes en nuestra empresa. ¡Salimos hacia Santo Domingo de la Calzada para negociar su libertad!
Sentada junto al infante don Enrique, esperé en una esquina del claustro, fresca y sombría, a que nos trajeran al de Lara. Vimos pasar corriendo entre sus dueñas a una dulce niña que correteaba y jugaba al escondite entre las columnas. Era la Palomilla, hermana del apresado.
Contaba Juana Núñez de Lara por aquel entonces con sólo quince años y don Enrique le hacía cuatro la edad. Anciano y achacoso, aquel hombre, al que un día en los calabozos africanos las ratas le royeron los dedos de los pies convirtiéndolos en muñones, no se sentía viejo en sus deseos más primarios y la deseó.
—¿Qué os parece, mi señora, si aún cerramos más el trato con el señor de Lara? ¿Podría desposarme con su hermana Juana?
En sus ojos divisé la lascivia; en sus manos, el deseo; y en el interior de sus calzas, el amago imposible de aquel ardor que antaño sintió.
—No soñéis que el sorber la juventud a una joven mermará vuestra edad. ¿No os conformáis con las villas de Écija, Medellín y Roa?
—Son vitalicias, mi señora, y a mi muerte regresarán a vuestro patrimonio. Quiero algo más con lo que poder disfrutar.
Me miró de reojo y me susurró al oído. La amenaza siempre surgía si no atendía sus caprichosas demandas. Estaba cansada de tanto ajetreo y mi sueño no iba más allá de la ansiada paz. Asentí y me dirigí a don Juan Núñez de Lara, que para entonces ya estaba dispuesto a firmar el trato que acordamos con anterioridad.
—Señor, además de que nos entreguéis las villas y tierras de Palazuela, Dueñas, Ampudia, Osma, Amaya, Lerma, Tordehumos y Mota del Marqués, hay algo que habréis de incluir en el lote si queréis recuperar vuestra libertad.
Callados los tres, miramos cómo las cuatro jóvenes corrían alrededor del pozo de en medio de la huerta entre sonrisas y chismes. El de Lara miró al infante don Enrique y un viso de duda apareció en sus ojos. Movió los pies, y las cadenas que unían sus tobillos engrilletados sonaron estruendosamente en el interior de la bóveda que nos cobijaba.
—Cara me fiáis la libertad, ya que es mi hermana más querida y otros eran mis planes para con ella. Bien sabe Dios que libero de estos pesados grilletes mis tobillos para ponérselos a ella, pero si es ésa vuestra voluntad, doña María, lo acepto.
Bajó el tono de voz en el momento de pronunciar las dos últimas palabras, como si su gaznate se hubiese cerrado y éstas hubiesen esquivado el impedimento para hacerse audibles. Se encogió de hombros y con los ojos vidriosos miró la lejana figura de su hermana que, ajena a todo, alzó sonriente la mano para saludarnos. Su imagen me sobrecogió.
—No es menester que sufra. Dejadme a mí que, como su reina y mujer que soy, sabré darte la nueva sin demasiado dolor.
De reojo miré a don Enrique, que continuaba dando rienda suelta a sus deseos y sueños más bestiales. Plasmamos nuestros sellos en el acuerdo y alcé la voz.
—¡Carcelero, liberad a este hombre de sus grilletes!
De la penumbra surgió un hombre más ancho de espaldas que largo de miembros y, zarandeándose, se acercó al tiempo que se arrancaba del cincho un gran manojo de llaves. Me reverenció y procedió a liberar al de Lara. El preso aína se frotó los tobillos heridos por el cautiverio. Sus doloridos miembros supuraban unas costras blanquecinas que eran manjar de las moscas.
Con los labios fruncidos por la edad, el pulso tembloroso y la boca mellada, el infante don Enrique sonrió casi babeando. Una vez más en su vida, había conseguido lo requerido, por muy descabellado que pareciese. El «halcón» no veía el momento de cazar a la «palomilla».
Al levantarme, disimuladamente le pegué una patada para que al menos escondiese su intención. El ansiado manjar estaba a su alcance y sus ganas por probarlo se reflejaban demasiado evidentemente en sus pupilas. ¡Por lo menos podría disimular, semejante majadero!
Al encontrarme frente a ella, despedí a todas sus dueñas dejando únicamente que mi hija Isabel estuviese presente. Me ayudaría en la difícil empresa ya que ella, a pesar de su juventud, ya conocía lo que era estar casada por obligación con el rey de Aragón y repudiada por el mismo a posteriori. Yo, sin embargo, sólo podría hablar con la niña de oídas, ya que me casé por amor. Una rara casualidad entre los de nuestra estirpe y rango.
La Palomilla, ajena a su destino, me reverenció nada más verme. Para aquella ingenua criatura, yo era la salvadora de su hermano y como tal había venido a libertarle.
—A qué se debe tan grato honor, mi señora.
La tomé de las manos y la levanté para mejor mirarla a los ojos. Aquella dulce mirada me trepanó y me sentí como un asesino traicionero a punto de clavar su daga por la espalda.
—Juana, traigo noticias gratas. Una doncella como vuestra merced ya está en edad de desposarse y hay alguien que está piando por hacerlo con vos. En los acuerdos para la liberación de vuestro hermano hemos decidido vuestro matrimonio con un gran señor de sangre real.
La cara de la niña se iluminó como si tuviese una llama en el interior de su cráneo. Alzó la vista al cielo cargada de sueños y, cruzando las manos en su espalda mientras se zarandeaba, se apresuró a preguntar:
—¿Quién es mi caballero? ¿No será, por ventura, uno de vuestros hermanos, Isabel? ¿Cuándo he de casarme?
Mi hija Isabel, a mi lado, me escuchaba callada y preocupada, pues intuía una gran decepción en Juana. Quería terminar muy pronto con aquello, pero me estaba siendo más difícil de lo que supuse en un primer momento. Aquella criatura confundía los términos y mi intento de suavizar el mazazo, en vez de mermar sus ilusiones las estaba alimentando. Tragué saliva y continué, dispuesta a ser breve y a no prolongar la agonía.
—Juana, os pretende un caballero bueno, consecuente y poderoso. Tanto que de aquí en adelante viviréis en la corte junto a nosotras. Es lógico que, al saber que es de nuestra sangre, penséis inmediatamente en los de vuestra quinta, pero os precipitáis porque os supera en edad, experiencia y sabiduría. Ha vivido mucho y precisamente por ello os sabrá apreciar y tratar con cariño.
Su jocunda expresión iba tornándose triste y desconsolada pues no era tonta. Tanta alabanza sobre un hombre anónimo empezaba a oler mal. Proseguí con el ánimo de terminar y contestar a sus preguntas sin más dilación.
—Pensad que, al desposaros con él, contribuís a la liberación de vuestro hermano don Juan Núñez de Lara. Que cumplís como mujer noble que sois en honor a vuestra familia y que con vuestro sacrificio engrandecéis vuestro nombre y linaje. Seréis una mártir luchadora por la paz de nuestros reinos. Los esponsales serán esta misma tarde.
Sin poder ni siquiera pronunciar el nombre de don Enrique, miré hacia donde aguardaba sentado. La Palomilla siguió la trayectoria de mi observar y se echó la mano al dolorido pecho, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. No hubo queja en ella, sólo resignación y pesar. Desde la esquina del claustro, el infante don Enrique sonrió entre los tembleques que la edad proporciona, importándole muy poco el sentir de su prometida. Hasta las figuras de los demonios paganos que estaban labrados en los capiteles de las columnas del claustro parecían reírse ante tamaño infortunio. Al mirarla de nuevo se me encogió el corazón. Mi hija Isabel, que hasta el momento había escuchado en silencio, la tomó de la mano disimuladamente y se la apretó en señal de consuelo. Acariciándole la toca, me despedí de ella con confidencialidad.
—Para aliviaros como si fuese vuestra madre, os diré que aunque holguéis con él es probable que no podáis consumar. Es sabido que la edad merma el poder del hombre en estos menesteres y quizá os caiga esa breva. Si no es así, pensad que es viejo y pronto morirá. Para entonces os prometo, si no un mejor partido, otro más apetecible.
Aborté mi intento, pues para entonces ella apoyaba la frente en el hombro de Isabel y lloraba desconsoladamente. Me retiré dejando a solas a las dos jóvenes y dispuesta a rezar para que Dios le diese el beneplácito de la viudedad con prontitud. Aquella misma tarde se celebraron los esponsales en la iglesia del monasterio. Durante la ceremonia, sólo pude imaginar cómo la blanca, tersa y joven piel de la Palomilla se hundía entre los pellejos, huesos y arrugas de su vetusto esposo. Las amarillentas y agrietadas uñas del viejo Halcón arañarían enfurecidas la espalda de la doncella ante la evidente impotencia padecida.