7.
DOS CONTROVERTIDOS ALIADOS,
FELIPE EL HERMOSO
Y SANCHO EL BRAVO

«¿Quién eres tú que me hablas? Dime quién te ha mandado
Que cuando del mensaje, me será demandado
Quién es el querelloso, o quién el soterrado».

GONZALO DE BERCEO.
El clérigo la flor

El agudo alarido de mi dueña navegó sobre aquel mar de viñedos. Muy a mi pesar tenía los riñones destrozados por el traqueteo del carro y el gaznate demasiado seco como para gritar. La comitiva se detuvo de inmediato junto a un grupo de campesinos que vendimiaban cantando. A pesar de que todavía quedaba un buen trecho hasta San Sebastián, nadie se opuso a mi orden porque todos andaban cansados.

Al bajar a estirar las piernas, una niña me ofreció un racimo de uvas. Se lo agradecí y lo probé. La dulzura de la fruta alimentó una alegre intuición que me animó más aún, a pesar del cansancio. Muy pronto llegaríamos a Bayona y el rey francés nos ayudaría en nuestro propósito, la concesión de la bula, que haría válido nuestro matrimonio a los ojos de la Iglesia y nos liberaría de la excomunión que soportábamos.

Se lo comenté a doña María. Ésta tímidamente disintió al respecto.

—No es por contrariaros, mi señora, pero no es propio de vuestra majestad anticipar la buena nueva ya que, como siempre decís, la premeditación puede tornarla vana.

La miré de reojo sin querer escucharla pero no pude eludir el oírla. Su prevención era clara y su mirada hacía un buen rato que andaba clavada en mi fiel consejero, el abad de Valladolid. Seguí su trayectoria. Éste charlaba animadamente con Sancho a la espera de que sus respectivos escuderos les ayudasen a desmontar.

Me senté sobre un tapiz que la servidumbre tendió sobre la tierra. Con cariño admiré cómo el pequeño Fernando se enganchaba fuertemente al pezón de su ama de cría. Hubiese querido amamantarle yo misma, pero mi obligación era parir de nuevo y bien sabido es que la mujer que cría no es fértil. Disfruté del momento e interrumpí a María, que, por su expresión, estaba dispuesta a amargarme.

—No quiero saberlo, María. Ésta es una jornada feliz y así quiero que anochezca.

Me reverenció y se calló. Las dos quedamos mirando en lontananza. Se acercaba el ocaso y yo sabía que no pronunciaría palabra hasta que el sol hubiese desaparecido. Cuando la penumbra sobrevino, ella me miró con los ojos vidriosos. Temerosa de hablar, permanecía con la llama del sol clavada en sus pupilas. La tomé de las manos y la animé a comenzar.

—Adelante, estoy preparada para escuchar.

Con un hilo de voz susurró:

—Mi señora, don Gome no ha querido decíroslo por pensar que eso turbaría una posible avenencia y por creer que cuando el rey francés os viese junto a vuestro esposo, todo cambiaría.

Enmudeció de nuevo y la tuve que instigar para que prosiguiera. Tragó saliva.

—No os entiendo.

Aquella mujer que tan comedida se mostró en un primer momento, repentinamente echó para afuera lo que la atragantaba con una verborrea incontinente. Las palabras le ardían en el gaznate.

—Felipe de Francia aconsejó al abad don Gome que convenciese al rey, mi señor, para que os abandonase. Pretendió que os repudiase como los musulmanes lo hacen con algunas de sus mujeres. El gabacho no comprende el empecinamiento del rey Sancho al querer mantener un matrimonio de pecado como el de vuestras majestades. Sin duda, ignora que el amor bien se puede dar en un matrimonio avenido.

La incredulidad ante lo escuchado desató en mí la soberbia y el sarcasmo.

—¡Repetídmelo otra vez! Creo que el diablo cojuelo anda cerca y juega travieso, confundiendo mis sentidos.

Sin poder remediarlo la agarré fuertemente del antebrazo y la zarandeé para que me respondiese de inmediato. Ella cerraba los ojos, temerosa de la represalia.

—¡No estaréis insinuando que el francés quiere nuestra separación!

La solté, consciente de que la hería. Ella se sujetó el brazo dolorido. Una de mis uñas la arañó en profundidad y una gota de sangre surcó su blanca piel. La tendí mi pañuelo para que se limpiase y así lo hizo sin atreverse a contestar. Sólo asintió.

El pequeño Fernando sollozó. El ama de cría rogó silencio con el dedo sobre sus labios mientras se guardaba el pecho. Inspiré profundamente para calmarme. Procuraría dominar así mi ira pausando el tono de mi voz.

—¿Me estáis diciendo que vamos a entrevistarnos con un hombre que, lejos de mi expectativa, más que actuar como nuestro salvador se propone lapidarnos?

Asintió de nuevo. Inconscientemente, yo me negaba a aceptarlo sin más. Demostré mi duda al respecto mirando a mi alrededor.

—Sin duda, os mostráis embrujada y fantasiosa. ¿Por qué el monarca francés tiene tanto empeño en truncar un matrimonio feliz? No hay razón aparente y si es así, decidme: ¿Qué hacemos en esta tesitura? ¿Qué esconde el monarca francés que nuestro abad vallisoletano nos lo ha de ocultar? ¿Ha olvidado acaso de quién es vasallo?

Por primera vez, doña María rompió su temeroso silencio exponiendo su defensa en torno al agraviado.

—No se lo echéis en cara. Ya sabéis que si hay alguien que daría su vida por la vuestra es don Gome García. Ya lo demostró cuando el francés, empeñado en alcanzar su propósito, intentó comprar su voluntad. Le ofreció un trueque tan tentador como el de su fidelidad a cambio del arzobispado de Santiago. No es necesario decir que lo rechazó. Bien sabéis que es un hueso duro de roer.

Doña María tragó saliva y bajó el rostro mirando la punta de sus escarpines. Mi querida dueña se mostraba incapaz de continuar mirándome directamente a los ojos. Dubitativa, balbuceó:

—La intención del rey francés no es otra que la de declarar nulo vuestro matrimonio y casar al rey nuestro señor y vuestro marido con una de sus hermanas; la que más le agrade, Margarita o Blanca. En este preciso momento, el mismo abad se lo comunica al rey, tan acongojado como yo lo estoy al confesarlo. El rey francés dejó muy claro que él debía repudiaros para casarse como la Iglesia manda.

Me quedé pensativa analizando todo lo que acababa de oír. Mi desconfianza hacia el abad de Valladolid se acrecentó a pesar de los intentos de doña María por ampararle.

¿A qué venía si no tanto temor? Quizá intuía que el rey mi señor no dudaría en partir un palo sobre su lomo como portador de malas noticias. La verdad era que el abad no me inspiraba la más mínima compasión. ¿Por qué se habría mostrado tan ambicioso y oscuro en su proceder? ¿Sería capaz Sancho de abandonarme? Se lo ponían en bandeja. Si aceptaba tan tentadora oferta, Francia dejaría a un lado su apoyo a Aragón y la alianza estaría garantizada. La opresión de la angustia comenzó a limitarme la respiración.

Silenciosas mi dueña, el ama y yo, dirigimos de nuevo la mirada hacia donde se encontraban clérigo y rey. En ese preciso momento, el abad dejaba de susurrarle al oído a Sancho y contuvo la respiración. Su tonsurado cráneo brillaba húmedo por el nerviosismo de la espera. El silencio duró un eterno segundo durante el cual el rostro del rey fue tornándose purpúreo, su ceño se frunció y en su mirada se dibujó la ira. Culminó la transformación de su semblante con un rugido grave que asustó a las bestias de la comitiva.

Su preocupante acceso de furor por una vez, lejos de preocuparme, me alegró. Suponía el final de mi inseguridad. Insultos, venablos y gritos disiparon de inmediato mis temores al respecto.

Galopando, se dirigió a la cabeza de la comitiva que andaba descansando como nosotras. No sabíamos qué pretendía, pero la luna llena nos permitió vislumbrar en la penumbra cómo los cuarenta y tantos infanzones fueron los primeros que a sus órdenes se dispusieron a reiniciar la frenética marcha. El resto recogimos a toda prisa y montamos en los carros.

Dado el enfado de Sancho, nadie se atrevió a contradecir al rey. Los más vagos necesitaban descanso y me miraron brindándome una muda súplica para que intercediese. Al comprobar la dirección que tomábamos, me callé como una muerta. Dábamos la vuelta. Sancho dejaba plantado al francés en Bayona en señal de desprecio ante su ignominiosa proposición.

Una vez en marcha, Sancho cabalgó hacia mi carro. No hicieron falta palabras, simplemente asió las riendas junto a mi asiento y anduvo en silencio. El crujir de las ruedas y el ruido de los cascos de los caballos se hicieron a mis oídos música celestial.

Lo miré agradecida y me sentí la mujer más afortunada de la tierra. Más que nunca y después de la década transcurrida en común desde nuestra boda en Toledo, me demostraba su cariño incondicional, su amor y su fidelidad. Me juré a mí misma que nunca caeríamos en la monotonía de un matrimonio abrasado por la única obligación del querer impuesto y el parir descendencia. Sancho me tendía día a día todo lo que una rica hembra pudiese ansiar y yo lo tomaba con gozo.

Sabía que su hombría y bravuconería no le permitían relatarme lo acontecido, no fuese a creérmelo demasiado. El romanticismo quedaba para los poetas y juglares. Preferí seguirle el juego y hacerme la ingenua, a pesar de que ansiaba abrazarle.

—¿Por qué regresamos, mi señor?

—Hay cambio de designios, me han comunicado que los moros atacan de nuevo la frontera. Como sabéis, están antes los asuntos internos que los externos. Regresamos a Valladolid.

Se dio la vuelta y cuando se disponía a espolear al corcel se detuvo de nuevo, extrañado.

—No me rebatís la decisión, María. Para vos, la legitimación de nuestro matrimonio es lo primero y dejando plantado al rey francés nunca lo lograremos. Ya sabéis que el nuevo papa, Honorio IV, come de su mano.

Me limité a sonreír. Sancho ignoraba que lo supiese todo pero lo intuyó. Podría haberle demostrado mi ofuscado talante con respecto al francés, pero preferí callarme. Haciéndolo sólo atentaría contra su orgullo como un punzón, ahondando en una herida abierta imposible de cicatrizar.

—No os entiendo, María. No os falta ocasión para taladrarme la sesera gota a gota solicitándome una y otra vez una solución para legitimar nuestro enlace. Ahora que estamos tan cerca no os mostráis ni siquiera ansiosa. A veces pienso que disfrutáis torturándome.

Sólo sonreí de nuevo.

—¿De veras queréis que os interrogue sobre el verdadero motivo de nuestro cambio de dirección?

Fingiendo estar enfurecido, espoleó a su caballo y salió galopando como si no me hubiese escuchado. Sólo gritó al viento:

—¡Que la Iglesia se someta al fallo de Dios si no nos otorga la dispensa!

Su paciencia se estaba agotando y el escarmiento estaba por llegar. Muchos príncipes, duques y condes de los que nos rodeaban habían obtenido sin mayores problemas ni dilaciones una dispensa similar a la que solicitábamos. Sin embargo, a nosotros, los reyes de Castilla y León, nos tenían en ascuas y sin contestación oportuna. ¿A qué se debía semejante desaire? ¿Esperaban, acaso, algo a cambio de la prebenda? El chantaje no casaba muy bien con la idea que yo tenía de Dios, por lo cual me prometí a mí misma no sentirme ligada a la Iglesia en el caso de que esto sucediese. ¡No transigiría!, ya les habíamos entregado gruesas sumas para aquistar lo mismo que otros obtuvieron sin apenas esfuerzo. Como mi señor Sancho decía, muchos de nuestros antepasados se casaron en semejante situación y fueron reyes buenos, venturados conquistadores contra los enemigos de la fe y ensanchadores de sus reinos. La historia lo probaba.

Dos sentimientos me atenazaron el corazón. Uno de frustración por no haber conseguido nuestro objetivo. El segundo de profunda alegría por la demostración de amor incondicional que mi señor esposo me demostraba, anteponiendo la unidad de nuestra familia a los intereses del reino. El segundo anuló al primero y me sentí dichosa. Sin duda, era una mujer con suerte pues destacaba en un mundo en donde las ricas hembras renunciaban al amor, casándose siempre por el bien de su familia y linaje.

Cogí en brazos a Fernando, mi hijo, y le murmuré al oído, apretándole contra mi pecho: «Ése es tu padre, el rey de Castilla y León digan lo que digan los terrenales. Dios lo sabe y no hace falta más para que lleguéis a ser su sucesor en estos reinos».

El niño dormido no se movió. Me dirigí a María, mi dueña, y repetí con orgullo las palabras de Sancho.

—Para mí no hay matrimonio en Castilla más sólido que el real, ni reina mejor casada que la reina de Castilla y León. ¡Que la Iglesia se someta al fallo de Dios si no nos otorga la dispensa!